Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
[página 6]

De la exigencia y sus modos
(carta a un amigo exigente)

Porqué más de una vez me has zaherido, entre la broma y las veras, ponderando mi manga ancha ante algunos casos y cosas, me tomo hoy el trabajo de ir puntualizando la necesaria réplica, con lo cual no haré a la postre otro servicio que el de representar poco a poco el esquema primero de las principales polémicas de estos años. Y de todos los años, pues allí donde llegue la exigencia llegará, todo es lo mismo, el precepto, la pauta, el canon, la norma... Y problema de fijación de semejantes carriles es cuanto por este mundo se da.

Pero la carta que hoy te escribo no puede tocar la cuestión sino de un lado, y no, por suerte, el más grave, que consistiría en entender cuál sea la cosa exigida. Somos muy del mismo bando en materia de política; una política tal que incluye, en buena armonía, los programas de muy varias exigencias y aspiraciones. De nuestra república, de tan exigente que es, no se arroja ni a los poetas, y en ella no se acoquina ni hace auto de fe con nadie. No, no es por ahí donde tropiezan nuestros pareceres. Los dos pedimos mucho. Y pedimos las mismas cosas. Donde, diferimos de verdad es en los modos de la exigencia. Y como exigir es uno de los verbos más significativamente activos que manejarse puedan, ya empieza a aparecer claro que la divergencia va a ser, en definitiva, de técnica –de táctica, si quieres– a la hora de aplicar a la vida la mera disposición del ánimo exigente.

«Exigir, exigimos todos», diría el cazurro de todas las polémicas, pero ya sabemos que esto no es cierto, y buena razón tenía quien tanto dio en preocuparse con la tradicional abulia hispana. Nosotros, los más rabiosos optimistas del siglo –y ¿quién sabe si de varios siglos?– nos empeñamos en dar por muerta y enterrada a la abulia, y le organizamos un considerable funeral donde crepitaban los hachones más vehementes, ardorosos e ilusionados. Hoy, respóndemelo en buena fe, ¿crees que de verdad se nos murió aquella anciana parienta, o todavía habita su rancio y blasonado caserón, enclavado en la mitad misma de nuestro vivir? Pero no te me inquietes demasiado con la cuestión. Demos por seguro, cirios de impertérrito ardimiento, que llevamos el fuego de innumerables empresas de gloria. Yo ambiciono abundantes objetivos, y tú no muestras ser manco cuando se trata de aporrear las puertas de la existencia para exhibirle la factura de los anhelos mejores. Demos plazo a otra meditación sobre lo que quiere nuestra época. Aquí, dentro la agitada plazoleta donde bullimos, con el respectivo saquito de deseos al hombro, departamos solamente del conflicto entre los modos de exigir.

Intensidad y duración hacen los grados de aquella virtud. Virtud la llamo, y observa que si en algo nos pudimos diferenciar de los viejos fue en trocar el llano concepto, peyorativo, de lo exigente («No me sea usted exigentón...»), por el concepto sano de la obra hecha como Dios manda («Fulano ha realizado un trabajo lleno de exigencia»). Del más añoso sentido al más actual, que consideramos mejor, se llegó a través del «¡exigimos!», bien ceñido entre admiraciones, crudamente ejercitado en pancartas y pasquines durante aquellas décadas de prueba antepuestas al 18 de julio. Insistiremos siempre, tú lo estimas como yo, en fijar el positivo valor aclaratorio de esa fecha, en la que, si acaso, estriba la defunción o colapso de la familiar y susodicha abulia.

De intensidad, te digo, y de duración son las circunstancias que diferencian la actitud del exigir. Conozco exigentes «a presión», en quienes los manómetros de la voluntad estallarían sin remedio a no ser por las mil providenciales válvulas de seguridad dispuestas siempre para los escapes del ansia creadora. Bien sabe Dios que no me mofo de tan nobles sujetos: pero tampoco los muestro como dechado. Menos aún me gusta el comportamiento de los exigentes «peso pluma», cuya postura de micos a lomos de elefantes anda tan reñida con el fervor a nuestra gran diva Eficacia. Si de simpatía se trata, a mí me encanta aquel osado entrando a caballo en el templo tras del objeto que le enamora. Pero los ambiciosos incontenibles no son los exigentes. Y ya adivinas que lo que aquí se insinúa como bueno es la exigencia disciplinada.

Por lo que toca a la duración del exigir –donde reside, seguramente, el gran fallo de nuestra menguada capacidad constructiva de muchos años–, hay las dos eternas modalidades: la de la prisa, para los árabes «cosa del diablo», y la del «chi va piano», tipificadoras de dos clases de hombres. ¡Cuántos esfuerzos, de idéntico vigor, alcanzan distinto éxito por tomar uno u el otro camino! Yo quisiera proponer a las gentes jóvenes de hoy una serie de casos del más inmediato pretérito, donde las técnicas del «quien da primero...» y la del tranquilo aguardar «el momento más propicio» han sido aplicadas con fortuna diversa. Su contemplación no deja de ser aleccionadora.

A la verdad, ninguno de los sistemas dichos puede en principio descalificarse. Surge, pues, todo un precioso panorama de casuística sobre el que picotear uno a uno los adecuados recursos de nuestra humana y falible acción. Pero el más discreto gana siempre, y el más discreto es a veces el más audaz. Para ejemplos, tómese el volumen ese que llaman Libro de la Historia y ábrase por cualquier página. Aunque sea una de éstas, todavía en borrador, donde en masa se nos alude.

Y hay aún, en esto que llamaríamos la cronometría de la exigencia, el empujón discontinuo de los que exigen con alternativas y el de los infatigables aradores del surco indefinido. También para los más exigentes puede ofrecerse la conveniencia del barbecho, de cuya fecunda tregua pueden salir más ricos frutos que de la avara explotación de cada día. Peligrosa, amigo, esta buena doctrina. Casi me arrepiento de declararla, pese al contento que a muchos dará –tanto, ciertamente, en el campo de la literatura como en el de la política– aficionados a pretextar útiles pausas cuando lo que acontece es ni más ni menos que una quiebra de la exigencia inicial.

Por estos varios modos se muestra el exigir. Bien se te alcanza que es comenzar la cuestión por la cola. Pero parece práctico dilucidar entre nosotros las formas de la exigencia mientras, entre nosotros y con los demás. se aclara la propia finalidad exigida. Pasa, bien me lo ha mostrado la experiencia de muchas veces, que se discute entre los más afines y entusiastas por un mero emblema de modo y no de esencia, de grado y no de calidad. Dirás que va gran diferencia de exigir mucho a exigir poco, y yo te ruego analices con cuidado lo que aparente poquedad, no sea a las veces la pensativa espera de quien, viendo estrecho y malo el sendero, detiene su carro y se pone a considerar la empresa de entrar rodando donde la rueda no sirve.

Ojo a la actitud de los fríos. Ojo a la indecisión de los preocupados y volubles, a la flojera de los desencantados. «Malhaya el caballero que sin espuelas cabalga». Pero malhaya, y peor mal haya, el que a fuerza de aguijón desvencija a su corcel o lo pone tullido y sin ánimo. Yo desconfío del «ya está bien» y del «ya vale». Pero hay otra fórmula que acojo, y que a nadie mejor que a Rafael Sánchez Mazas he visto defender: Ninguna cosa está bien del todo en este mundo: aspirar a que todo esté bastante bien es pretensión máxima. Y en hacer de ello una bella y limpia filosofía, no una salida cómoda para la labor defectuosa, está la mejor sabiduría: la que yo invoco ahora, desde esta carta indecisa y preocupada. Dios nos ponga el alma tensa sin rigidez, voluntariosa sin petulancia, activa sin inquietud. En aquel punto de mesura donde cada objeto tiene su proporción y límite justo, ha de reposar, en sano y santo equilibrio, nuestra exigencia. No te goces mucho en la contemplación de los fuertes y saltarinos sin antes persuadirte de como son sus brincos y fuerza. Guárdate de llamar abúlicos o tener por conformadizos a los que, comprensivos de muchas cosas, ceden en una para sostener dos o tres. No exige más quien en más largo cartelón presenta su programa. No exige más el que ves moverse sin tregua, de la mañana a la noche, atizando con voces y gestos la vida de los otros. Tú mira a éste, y a aquél, y a los demás, y a todos; y mucho se te aclarará de mirarlos en paz y sosiego.

Y, en fin, practica el perdón. Aprende a perdonarte a ti mismo. «Si tú no te perdonas, no te perdona Dios», dijo nuestro Unamuno. Formidable exigencia es perdonar. Y ¡cómo del perdón nace la posibilidad de exigir mucho y por los modos mejores!

Y acabo. Acabando, tengo ahora el gozo de sentir que el vocablo tan largamente paladeado –la exigencia...–, cobra sentido y suena a cosa de verdad.

Antonio de Zubiaurre


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