Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
[página 11]

Dos notas sobre una novela

La novela se llama El Velo de Verónica, obra de una excelente artista católica. La obra de arte puede salvarse por sí misma. Por eso no nos parece interesante parcializar, generizar la novela, como católica. Las exigencias del momento tienden, por otra parte, a alejarnos radicalmente de la concepción del arte como lo inútil, que otras épocas menos preocupadas pudieran propugnar. Y es que ambas afirmaciones no son antitéticas.

Nuestro quehacer primordial en la vida se presenta como un problema de transfiguración. De acercamiento a una serie de principios de otro orden que nos recuerden más claramente a Dios. De este modo el artista ha de deformar la vida, en el mejor sentido de la palabra. Transfigurarla. Los dioses –leíamos no hace mucho– son el mejor sentido de las cosas. El entrañable sentido de las cosas. Esta es la misión del artista: poblar de dioses la vida. Pero esta misión ha de estar estrictamente realizada dentro de esa categoría suya esencial: el arte. Desechamos, pues, todo absentismo artístico, toda la inauténtica administración del arte desde otros campos distintos.

Creemos que su calidad artística salva, en absoluto, El Velo de Verónica. Desligadamente de toda devota motivación.

Sin embargo, renovamos nuestra afirmación primera. Nos encontramos ante la obra de una gran artista católica.

Toda la novela es una evolución graduada hasta la comprensión de la Roma total, la invencible y verdaderamente eterna Roma. Así se va perfilando en Verónica, sin esfuerzo, sin violencia, el proceso de la conversión. Y es precisamente la llamada de la Gracia, violenta, retorcida en tía Edel, ¿ineficaz?, ¿inescuchada? en la abuela, aquella mujer que no comprendía los retrocesos, la que da esa vibración, esa vitalidad a la novela. Y esa angustia final cuando todo está al borde de producirse.

El personaje central de la novela se consume hasta esta solución natural de la muerte. Nos interesa la muerte de la mujer pagana –la fuerte, la grande–, que se configura como una sobreabundancia de vida propia. Ella, la abuela, muere en la rica plenitud de su ser –serenamente dolorida–, su muerte, su propia muerte, personal y profunda. Es escalofriante y extraña la serenidad pagana de esta mujer, que pasa al borde del problema que la Gracia plantea a los otros personajes, sin resentirse, sin dudar. Quizá sea éste el personaje más artificioso, menos humano, de toda la novela, y el que queda, sin embargo, en un lugar superior en nuestra valoración.

De hecho, en el personaje que consideramos, lo pagano está entendido como una supervaloración de lo vital, de la alegría de vivir. De ahí su ademán ante la muerte: una resignación serena. Sólo la idea cristiana de la vida terrenal como prueba puede llevar esperanzada –no resignadamente– a la muerte. Esta excesiva alegría vital que en el momento de morir ya le pesa a la abuela, como una corona insostenible, la hace rechazar abiertamente el suicidio. La reacción ante él –dice la propia novelista– es una altiva y victoriosa profesión de dicha y de vida. Es la misma confesión de Rilke, cuando, hablando al suicida conde de Kalckreuth, anticipa a todas las razones prohibitivas ésta: la alegría. La alegría que está aquí, junto a nosotros, habitando unos alrededores cercanos y asequibles a nuestra propia vida. El suicida la abandona, la desconoce, y el poeta no entiende cómo habiéndola tenido tan cerca ha podido irse sin reconocerla.

Para Rilke, además, el joven suicida de su Requiem elude su muerte, su propia muerte personal. (A este tipo de muerte se refiere también la novelista de El Velo de Verónica. Pero ¿hasta que punto trasciende de lo convencional, de lo artificioso de la poesía rilkeana esta idea?

En realidad, la muerte como fenómeno se va produciendo despacio, cada día. Y nosotros ensayamos cada momento una postura nueva para morir. Pero ¿podemos ver en cada postura una muerte distinta o hemos de creer en una sola muerte, que es necesario morir en la postura más adecuada?

En realidad, es demasiado literaria y gratuita la afirmación de Rilke para que la creamos sugerente. Desde su mundo, los muertos –los prematuros muertos, los inadecuados– golpearían nuestro sueño cada hora para devolvernos su muerte, la que vistieron equivocadamente como el sombrero de un amigo que les viniera estrecho.

Gertrude von Le Fort, en su excelente novela, entiende la muerte de la mujer pagana en el sentido rilkiano. El personaje es sugestivo. Su muerte no lo abre a la comprensión, sino que lo cierra a la vida. ¿Es admisible su muerte sin inquietud, su muerte pagana –absoluta, total– después de presentir, al menos, a su lado la presencia del Forzador? Ni siquiera desatiende la Gracia porque no se siente atraído por ella. Y muere. ¿Su muerte personal? Qué extraña confusión la muerte para el que no se siente atado a la certidumbre gratuita de Dios.

Entre tanto la Muerte –la inevitable muerte, la única– nos recuerda insistentemente el árbol de la Vida, que tuvimos un día en el Paraíso.

J. A. Valente


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