Alférez
Madrid, mayo de 1948
Año II, número 16
[página 3]

El Profesorado

Hablábamos en una editorial anterior de la Universidad española, y hacíamos ver las imperfecciones que en ella se advierten por el lado de los estudiantes. Ahora quisiéramos cumplir una labor análoga de esclarecimiento por el lado de la organización. Conste, de una vez por todas, que lo que aquí nos guía no es una simple intención crítica, sino un afán de formar conciencia recta de nuestro estado colectivo, a la vez sin escrúpulos y sin manga ancha.

En aquella ocasión reclamábamos un lugar céntrico en la vida nacional para la Universidad. De ella va a salir todo. Pero va a salir todo a largo plazo, después de una maduración lenta y trabajosa. Otros organismos culturales –por ejemplo, los dedicados a la pura tarea investigadora– resultan, por así decirlo, más agradecidos que ella; cualquier esfuerzo o cualquier inversión economía que se les consagre fructifica de modo inmediato. La Universidad, como el cultivo de grandes árboles, exige cierta paciencia silenciosa. Pero a la larga da ciento por uno, y lo da en frutos de valor máximo.

La Universidad, pues, resulta ingrata. En primer lugar, la acción universitaria es invisible. Un catedrático que gana su cátedra y la ocupa, que se hunde hasta las cejas, como es su obligación, en su ciencia y en su función pedagógica, deja de contar, temporalmente al menos, en los escalafones de los hombres relevantes. Claro que no es ésta la única explicación del absentismo de los catedráticos de provincias. Hay, ante todo, algunas razones individualísimas y perfectamente atendibles. Hay, en segundo lugar, la obvia razón económica. No es ahora momento de escudriñar unas y otras, cosa que nos arrastraría hacia un plano forzosamente personal, sino de plantear con, objetiva escrupulosidad el hecho. En España hay demasiados catedráticos en trasiego, demasiadas cátedras vacías. Se le tiene miedo al achabacanamiento de la provincia y se le tiene miedo a la heroica monogamia de la vocación intelectual. Y esto no puede continuar así. La Universidad española no se recobrará hasta que se entierre en provincias una generación entera de catedráticos jóvenes. Y si las razones económicas son las que más pesan en la huida, la universidad española no se recobrará hasta que el catedrático pueda vivir, sin dispersar su atención hacia otros quehaceres, sólo con su sueldo. Si tuviéramos fe, si fuéramos plantadores de árboles seculares, estrujaríamos el presupuesto hasta el máximo para atender a esta necesidad obvia.

Esta falta de autonomía económica del catedrático hace que muchos profesionales bien dotados, e incluso con magnífica aptitud intelectual, se consagren a quehaceres de orden más productivo y práctico. La vocación universitaria en España exige heroísmo, y sobre el heroísmo tan sólo no se pueden basar obras permanentes. Es necesario que hasta cierto punto coincidan el interés y el deber. Y uno de los deberes más altos, en el orden nacional, es el educador. Si no conseguimos, sea como sea, que los trescientos o cuatrocientos hombres más capaces intelectualmente de cada generación se consagren a la tarea formadora de las generaciones siguientes, la Universidad será tan sólo una fría máquina de habilitar licenciados y no un principio de renovación nacional.

El problema del profesorado, como el de los Colegios Mayores, no se resuelve alineando sillares ni trazando esquemas organizativos, sino operando sobre la viva masa humana. Hay que tener frente a él la valentía de renunciar a las exteriorizaciones tangibles. Quien lo solucione, sin embargo, habrá dado el primer paso verdaderamente efectivo para que nuestra Universidad se rehaga.


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