Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
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Santiago

Flor de la hispana caballería, Santiago lleva espada y bordón. Camina y lucha. Es cabalgante y andante. Y, por Cristo, que entendamos ya lo que de ahí se nos dice. Porque este año puede ser tiempo, y año vendrá que esté ya para otra cosa, que Dios tenga para otra cosa, y habremos consumido una sazón de hacer obra bella, lucha y camino bellos para la gran acción entablada por el hombre, de siglos, bajo las estrellas expectantes.

Preciso es saber: las estrellas, sí, nos contemplan. No pende el universo de nosotros; pero nos ve, al modo que el Señor quiere que las cosas miren y vean. Y las cosas, a la vez, nos hacen señales, nos instan, llaman, convocan. El camino que hoy rehacemos logra su hormigueo más vivaz en un momento de universal amor. Se combaten los hombres y se matan, pero lo hacen fieramente enamorados, ardidos de fe, llenos de un temblor que en ellos mueven los seres todos del mundo. Existen el río y la montaña, la piedra dura y el caballo sangriento, tienen ser la manzana, el halcón, la rosa y el vino. Todo vive y a nada se renuncia. Fe, amor, se concretan en fuertes verdades tangibles. Y afanosas caminatas van enseñando la tierra, mostrando el propio peso y el propio aguante del músculo heroico. Se es héroe del único modo posible: por hombría en plenitud.

A esta plenitud llaman las campanas de Compostela. Vocean sus primeros tañidos hacia el gran Occidente cristiano, peregrino hoy de mil vías incógnitas. Y se convoca, con la ilusión nueva de la América hispana, la ilusión de todos los pueblos aquende y allende mares. Sólo Cristo unirá tanto brazo desgajado, tanta agua ida, tanto olvidado aroma. Para la Cristiandad es la hazaña, que Compostela recuerda y pide, de amar y creer de nuevo en todas las cosas.

Otra vez la hermandad de Occidente, artesano de todas las artes, viejo amador de todas las materias, traductor sapiente, de luces altas. Profesores y profesionales de tanta disciplina, una magna profesión única nos llama: la fe. Báculo nuestro, enséñenos por sí la hondura de las quebradas no vistas, la altura y sol de las cumbres no rebasadas. Brotará entonces del corazón, no la espada que corta, la que quema.

Camino para todo esto, el camino mismo. La búsqueda de Dios por las mismas polvorientas carreteras del mundo. Porque El no ha podido huir, y nos manda, por Santiago, el peregrino, que le llamemos en la noche y el día, que rastreemos su huella y auscultemos su respiro. Con el ojo en la estrella y el oído pegado al polvo. Con el inquieto pie andante, que deja la tierra y vuelve a la tierra en cada paso.

Antonio de Zubiaurre


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