Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
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Recensión de una actitud: Pedro Laín

Fue aproximadamente hace dos lustros, alrededor del heroico alumbramiento de nuestra guerra, cuando el nombre de Pedro Laín Entralgo apareció en el ágora intelectual española. De entonces acá cerca de una decena de libros, entre los de su obligada profesión científica y los de su devota meditación hispánica, han cimentado la presencia indiscutidamente fértil y robusta de Laín. El reciente volumen de esparcidos trabajos que ahora acaba de editar agrupándolos bajo el reminiscente nombre de «Vestigios» es, por de pronto, una concreta y múltiple aportación crítica y constructiva a una serie de problemas, realidades y fenómenos de orden conceptual decididamente actuales e importantes para la historia de nuestro tiempo intelectual. Pero además en ese volumen espejea la ejemplar madurez de un pensador joven que posee virtualidades de símbolo.

Merece la pena reflexionar un poco sobre el haz de dichosas novedades que el caso de Laín ostenta y simboliza. Al margen de la aportación intelectual que sus obras contienen y aparte incluso del valor y signo peculiares de su pensamiento, en él se pueden vislumbrar ciertos modos, hábitos y estilos dotados de significación en orden a la totalitaria calificación humana del «intelectual» como hombre algo más que puramente teorético. Sería erróneo concebir al intelectual como un mero cerebro cuya función se limita a segregar libros y ensayos; de ser así tendríamos que resignarnos a que su valoración se agotase desde el ángulo de las recensiones bibliográficas, que por cierto resulta cada día más empecatado y filisteo. Mucho se estiman tus libros y mucho se aprende en ellos, Pedro Laín, pero a la hora de la recensión será más ejemplar para todos hacerla de ti mismo.

Decir de un hombre intelectual que piensa y escribe con alma afable no es, probablemente, un elogio habitual y canónico, por lo menos en nuestras latitudes. Y sin embargo, esa es una de las cardinales virtudes intelectuales de Laín: affabilis, afable, sólo es quien produce una instintiva confianza de que cabe hablar con él, seguramente porque posee el don de conectarse con personas y cosas en forma tan sincera y generosamente dialogal que éstas pueden sentirse como algo más que mudos instrumentos de ajena manipulación o teoría. Se trata de una virtud, ésta de la afabilidad, situada entre dos extremos viciosos, el del hierofante y el del apologista profesional: franciscana virtud intelectual que se delata en aquél que la posee porque incluso aunque tenga que hablar al maniqueo lo encara según un entrañable vocativo de «hermano maniqueo». El hierofante, en cambio, es por definición, inepto para mostrarse afable no menos que el habitual apologeta, cuya dialéctica ignora siempre el armisticio. La primera de estas actitudes ha solido ser en nuestras letras el patrimonio de gente laica, ensayista y sinceramente inquieta, muy bien dotada para la metáfora, y su talón de Aquiles oscila entre una soberbia intelectual que acaba por dar pena o una desatentada vanidad que a veces mueve a risa. En cuanto a la segunda, la del apologista pertinaz, suele ser habitual en cabezas escolásticas, insobornable y sanamente dogmáticas, de sensibilidad inágil y frecuente habilidad para la esgrima animosa y reticente, modalidades que brotan de un subsuelo de invidencia y de satisfecha cerrazón.

Aún siguen adscribiéndose en ambos bandos almas discipulares; pero las disensiones demasiado inveteradas rara vez se dirimen en la historia por medio de meros contingentes de refresco que perpetúen anquilosadamente posturas heredadas de tirios o troyanos, sino por superación. Así, en el problema de la cultura española, en el de la generación del 98 y en tantos de los temas tratados por Laín en este reciente volumen de «Vestigios», asistimos a una superación de términos y actitudes. En el ánimo afable del joven pensador está una buena parte del prodigio. Ser joven, en cualquier suerte de cosas, significa poseer de algún modo la cualidad de «nuevo»: para los griegos, «los nuevos» y «los jóvenes» eran la misma cosa. (Por eso, cuando oímos que Sócrates dice un día: «los jóvenes me imitan», hay motivo para pensar mal de ellos: el futuro de aquellos mozos discípulos no consistía en repetir ediciones de Sócrates, sino en lanzar la edición nueva de Platón.) En España sería absurdo renegar por dentro del multiforme magisterio que desde el 98 vienen ejerciendo mentes generosamente alertas, aunque no siempre ortodoxas respecto de lo que el auténtico pensamiento hispano profesa como dogma. Uno de los problemas del nuevo intelectual consiste en saber compaginar el afincamiento dogmático con una discernidora asimilación de aquel indefectible magisterio, afrontando los temas no con yerta voluntad de sincretismo, sino con dinámica ambición superadora. En tal sentido, Laín Entralgo es hoy el más levantado ejemplo de esta renovadora actitud, que le sitúa en la mismísima punta de vanguardia del quehacer intelectual de la postguerra.

Aludimos antes a matices y estilos, como ese de la afabilidad, que colaboran en delatar a Laín como vástago nuevo en la familia de pensadores españoles. Hay que añadir la nobleza y la generosidad, cualidades que tantas veces el intelectual se siente autorizado a ignorar. En climas tan minados por la invidencia como lo es el de las gentes de letras hacía falta esa ancha capacidad de amistad intelectual típica de Laín que en último término se puede resumir como estricta caridad, otra de las virtudes del pensador católico. ¿Quién, antes de Laín, hubiera osado predicar divisas tan revolucionarias como la de amica veritas, sed etiam amicus Plato –divisa que debieran tener presente nuestros apologéticos detentadores de la verdad, para que en sus plumas no se torne huraña, insidiosa y antiestética–, o aquella otra, inaudita, del hispanus hispano amicus? Y todo esto sin la menor claudicación, sin el compadrazgo de los eternos buenos componedores del «aquí no ha pasado nada», sino manteniendo gallarda fidelidad a la trayectoria de su voz, suscitada por el tremendo reventón de la guerra.

La entrada de gente nueva en la historia puede también detectarse por leves modalidades, por ciertos matices de actitudes que se adscriben a la mímica espiritual. En las páginas de esta breve revista se decía, hace poco, que «la tarea del joven político es, en esencia, alumbrar los problemas vivos y enterrar los muertos». Del joven intelectual cabe decir lo mismo, pero no sólo en la zona de los problemas sino además en la de los gestos, actitudes y estilos. De todas estas cosas ha traído novedad la presencia de Laín, y un instinto nos dice que esa es la dirección requerida por nuestro tiempo, ahito de olimpismo. En el intelectual como tal, también cuentan las sencillas virtudes, el caudal de buena humanidad. A través del luminoso diálogo intelectual de Laín se evidencia todo esto, y además un sabor de vieja hidalguía que nos transporta a no sé qué antiguas virtudes españolas del gesto.

Quizá a esas que eternizó nuestro mejor pintor en el afable capitán del cuadro llamado de las lanzas.

A. A. de M.


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