Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
[páginas 4-5]

Un viaje a La Haya

Nuestro Complejo de Superioridad. Me fastidia el clasicismo. Hablar de las «glorias pasadas» me disgusta, y el menor chinchín patriotero me pone automáticamente en guardia. Pero no hay más remedio que echar mano de algo de eso si se quiere expresar una realidad cuya evidencia nos atenaza apenas ponemos un pie fuera de la frontera: que somos diferentes.

Ya esta llanura parda, remendada de verdes negruzcos y secos, que veo desde el aire, es diferente de cuanto después veré. Nos sentimos en Europa, los españoles, un poco bárbaros, como el rústico cuyos toscos modales le estorban para moverse entre las exquisiteces de un salón. Mas por dentro nos consideramos con mayores posibilidades que quienes nos rodean. En el salón seremos unos europeos de tercera; fuera, no somos unos cualquiera. Y esto nos gusta. El «Holandés volante», ahora, deja a su izquierda los Pirineos. iPues sí; nos alegramos de que haya Pirineos!

Uno no es así ni el paleto boquiabierto que era el español del XIX, ni el «discípulo aprovechado», que sería el pensionado de la Institución Libre. Pero uno también percibe el sutil pecado que ahí puede aletear: recrearnos en nuestra contemplación, cegarnos a lo ajeno. Y uno promete tenerlo muy en cuenta en estas notas inconexas que comienza a hilvanar.

Europa desde el Aire. Europa va quedándose tan pequeña, que un viaje Madrid-Amsterdam, vía Ginebra, puede servir casi de visita de inspección. Aún en la retina los ocres de Castilla, se vuela sobre la Provenza, blanquinegra; apenas se han contado los picos de los Alpes que emergen de la blanda llanura nevada que fingen las nubes, y ya estamos sobre el bucólico verde suizo o contemplando el reflejo del sol poniente en los canales holandeses. Europa es poco más que un delgado, suculento fruto, colocado dentro de un colosal cascanueces.

Volviendo por tren, y con sólo atravesar tres fronteras en una distancia que el avión franquea en cinco horas, uno comprende el anacronismo de las barreras infranqueables en tan mínima Europa. Y no necesita que Mr. Churchill la coja de la mano. Antes que él hubo otros caballeros de la unidad europea, éstos con nombres españoles. Por Flandes y por el camino de París quedan pruebas que no me dejarán mentir.

Hoy la cosa es más difícil. Pero es factible. Y sin ella –sin esa Europa una, que el Congreso de La Haya, al que me dirijo, pretende– este continente puede acabar triturado dentro del colosal cascanueces en que está metido.

Cocina Holandesa. No, no hablo de restaurante; si de algunos platos que, mejor que los arenques ahumados, y mucho mejor que las patatas y la zanahoria, nos convienen, a saber: 1) la intimidad. Los interiores entrevistos por las ventanas vestidos de tulipanes: las rectas carreteras que hacen del campo ciudad; las calles limpias y silenciosas de La Haya, Vermeer y Ruysdael y, como versión caricaturesca para turistas, Volindam: olor a pescado, velas rojas y blancas sobre el Zuiderbee y holandeses en parejas, recién escapados de «molinos de viento»; 2), el espíritu social y laborioso. Se vive pobremente, pero con igualdad, con una disciplina natural que tiene su reverso –cualquier español, en cualquier tiempo, gozará de más libertad que el holandés más libre bajo el más libre régimen– y su anverso; 3), la técnica. Rotterdam, industrial, y Amsterdam, mercantil. Melancolía del español, que a una y otra orillas del Heeren Graft o canal de los caballeros revista los consulados y las casas de Banca que en el XVII nos vencieron. Las hormigas ganando a la cigarra. Las hormigas fueron esos síndicos que el mejor Rembrandt (el otro es sólo un Velázquez en caricatura) dejó en el Rijskmuseum para que sus miradas nos persigan como una obsesión.

Hay luego en Holanda la pesadez pueblerina, germánica, la alegría maciza y grosera, Teniers, Brueghel, el ordenancismo. Hay la frialdad protestante y un catolicismo en creciente, a la americana. En conjunto, Holanda es una buena piedra de toque para nuestro complejo de superioridad. Tiene valores que nuestra vida cruda, atomizada y perezosa, debería recoger. ¿Que son virtudes menores? Sí; pero...

El «Congress of Europe». El Congreso se ha entendido en esto: en que hay que unirse. Lo cual es algo. Como el haber establecido contacto sus miembros. No se ha entendido... en todo lo demás. Pese a su himno y a su bandera.

El viajero –con su tarjeta que le acredita como enviado especial de la revista Criterio, de Madrid– relee los pronósticos que equiparaban la reunión de La Haya a la que Viena conoció en 1815 y piensa que si ésta se divirtió y la de La Haya no, quizá le hubiera convenido hacerlo a trueque de asegurarse una huella comparable a la de aquel alegre cónclave, que este otro no ha dejado, por cierto. Todos los comentarios que de vuelta de allí he ido repasando no pueden desvanecer el hecho de que, en cuanto a cómo unirse, ha faltado acuerdo. Aunque sería excesivo proclamar por ello un fracaso absoluto, sólo por no haberse logrado un éxito absoluto, que nadie tan pronto podía razonablemente esperar.

Empirismo británico: academicismo francés. A nuestro «tremendismo» hispánico le gustaría la fórmula: o Europa unida y católica o nada. Pero Europa, hoy, no es enteramente católica, ni aun cristiana. Bástenos, pues, por ahora, el primer adjetivo y dejemos el segundo para después.

Pero el primero –Europa «unida»– postula –en una Europa tan «desunida»– una amplia libertad. Salvo el «rojo comunista», ¿no debían estar ahí todos los colores? De que la paleta fuera amplia parecía garantía la presencia de Churchill. Por victoriano, aunque en decadencia –él ha ido a La Haya: Gladstone o Disraeli habrían obligado a La Haya a ir a ellos, o más sencillamente, no se habrían molestado en conocer la existencia de La Haya–. Churchill había de poseer alguna dosis de buen empirismo inglés. Si, como perfecto británico, es la confusión misma, cabía esperar de él, al menos, que empezara la casa por los cimientos, no por el tejado.

Pero Churchill no acertó a refrenar el ímpetu con que los franceses proyectaron el reflector de su renombrada claridad conceptual sobre lo que menos tenía que ser iluminado: el tejado; lo último, en el camino por recorrer. Peor; no acertaron ni él ni los empiristas más que a estorbar a medias a quienes se dedicaron a colocar árboles en el camino, subordinando la unión al denominador común de una forma de gobierno muy contingente, muy mudable, muy discutible. Uno ha recordado por eso aquel cuento de Maurois en que los peces de un estanque, que progresivamente va siendo desecado, viven, aman y riñen mientras, ajenos a cuanto no sea la menudencia de sus diarios locales conflictos internos.

Los bordes del estanque. Tampoco los congresistas han lanzado una mirada decidida a ese achicamiento progresivo de su continente, a los bordes de su estanque. ¿Pero es que con eso suprimen los hechos? A los congresistas les ha sobrado academicismo; les ha faltado sentido dramático de la política. Su dios ha sido la «neutralidad». Pero esto tampoco detiene el desecamiento del estanque. La unidad continental no puede pasar por hoy de escudo con que proteger el ser físico; mas aun para ese modesto y primario menester, ¿están preparados los europeos? ¿No es precisa una argamasa más coherente que la que proporciona un temor que se avergüenza incluso de señalar a su causante?

El cosmopolita. Dos factores más de debilidad: l), el socialismo. En muchos casos, mera receta de viejos; 2), el cosmopolitismo. En La Haya casi era pecado decirse nacional. El buen tono lo daba el desarraigado, sin microbios de patriotismo, pero también sin vitaminas. Ese sirve tan poco para unir como el solterón para forjar colectividades. Hacen, a éstas, familias; a Europas, naciones.

No nos gusta a los españoles el cosmopolitismo. Ni el turismo. Preferimos la romería y la fundación, el arraigo, la unión en las almas, y no sólo en los tratados de urbanidad. Uno, por eso, sale de La Haya pensando en nuestro Congreso, el que hace muchos años celebramos en Trento.

La pica en Flandes. De Bélgica vamos a dejar Le Zoute, que es la playa de moda, la heredera de Ostende. No cosmopolita, el gran circo internacional, una vieja repintada y reteñida, el sol pálido sobre las dunas blancas y el sucio mar gris y la Baker en el casino. Esa es la Europa, quizá inevitable; pero sin remedio. Después, apartemos la parte que toca a Holanda: Amberes, una multitud endomingada y sudorosa bajo el sol, que toma naranjas y visita el zoo o, en los vaporcitos de la «Flandria», el estuario del Escalda. Quedémonos con Bruselas, que es ya Madrid, sólo que un Madrid con cielo gris, humedad y árboles y sin la parte de pueblo manchego, o un París pequeño y distinguido en todo caso, latinidad. Tras los días de germanismo, uno respira al descubrir allí la imperfección. Y más aún al advertir las huellas del paso de los grandes imperfectos: nosotros, los españoles.

En Gante, la huella parece reciente. Sobre la negra masa medieval cruza como un ramalazo de roja sangre caliente el aliento poderoso [5] de Carlos el emperador. Brujas, en cambio, da la impresión de habernos sepultado irrevocablemente bajo su ceniza. Porque Gante es aún imperial; Brujas, sólo medieval; más todavía: antiimperial. Gremios, viejas con bolillos en las calles e imágenes floridas de la Virgen en las esquinas, batallas de burgueses a pie, humillando a ensoberbecidos caballeros, y velándolo todo, la pátina de sus canales dormidos. Buena tentación para que, Rodenbachs celtibéricos, paseemos la muerte por esa nuestra vía dolorosa de lo que pudimos hacer y no nos dejamos hacer; por el muelle de los españoles –el agua quieta al pie de los muros vestidos de yedra, o por el de Spínola –carrillones lejanos, y el tiempo parado sobre el puente–. Buena tentación, pero tentación al fin.

Porque yo no quiero creer que esa Europa está muerta. También parecía estarlo cuando nosotros la resucitamos, refundiendo –notables madrugadores–, en una unidad más ancha, la secular querella Gante-Brujas, Brujas-Gante, tan parecida a tantas de nuestros días. La Europa de Brujas y el «Cordero místico» de la catedral de Gante debe conservar alguna chispa, lista para que la enciendan. Aunque esto sí que sea poner una pica en Flandes.

Si se pone, algo se nos deberá a nosotros. Gracias a los cuales, Bélgica, llegando de Holanda, es una Francia, pero una Francia con tres dimensiones.

Nueva guía de París. Para visitar París, yo, más cuidadoso de lo cronológico que de lo topográfico, les aconsejaría a ustedes cuatro itinerarios, a saber:

Itinerario primero: París medieval. Desde Juana de Arco a Ignacio de Loyola. Pueden ustedes empezar admirando a Nuestra Señora desde la iglesia de San Julián el pobre y acabar en Montmartre, donde, ante el número 9 de la calle Antoinétte, a mano derecha según se sube por la de los Mártires, conviene recordar que allí nació la Compañía de Jesús. También pueden ustedes limitarse a comprar las tarjetas postales correspondientes. Porque, a decir verdad, de todo eso yo no he visto sino piedras.

Itinerario segundo: París realista. El de ese Escorial bien vestido que es Versalles, el enemigo de la Casa de Austria y, por eso, de Europa, aunque en La Haya modistos franceses hayan querido vestir la idea europea con figurines a lo Enrique IV, De ese París también he visto mucha piedra. Y en la islita de San Luis, un poco de alma: la elegancia sencilla y graciosa de la provincia bajo el antiguo régimen. Claro que todo eso es también «Action francaise»; por consiguiente, nacionalismo.

Itinerario tercero: París burgués. Luis Felipe y Napoleón el chico. Los «boulevards», la ópera, los siete kilómetros desde el Louvre a la Estrella. En ésta, en el Arco del Triunfo, toda la «gloire» francesa y, –llama, no cruz– el soldado desconocido. Total: laicismo. No, nada de revolución. Se echarán abajo callejuelas, fácil pretexto de barricadas; se hará así, de paso, «la ciudad» teatral, vana, colosal pompa de jabón, pero inconcebiblemente hermosa. Luego se le dará al pueblo lo que es del pueblo: la opereta. Y a la ciencia, lo que es de la ciencia. París del Instituto y de la Universidad ochocentista. Roma de una generación de materialismo. ¡Ese París, vaya si vive! Aunque destronado, monsieur Verdoux no sirve para tiempos tan inseguros como estos y París no es ya la clave de nuestra época. Aunque muy bien pueda ser la clave de Congresos como el de La Haya.

El París del cuarto itinerario, el París la nuit, también vive, aunque me figuro que va de capa caída. Es el peor París: el vasto cabaret, regentado por la púdica Inglaterra, al que acudieron, lustro tras lustro, los paletos de toda Europa a comprar postales eróticas con que escandalizar luego en el pueblo, y en el que echaron su cana al aire y se iniciaron en los misterios del «amour» los padres de familia temporalmente descarriados de varias generaciones. Ese París sólo vale visto de día. Entonces se convierte en el Montmartre pueblerino y encantador de las diez de la mañana. Al lado tiene el París del barrio latino: libros en los malecones del Sena, estudiantes tuberculosos y cantantes callejeros de sentimentalismo temblón. Y el «París 1900» que la moda femenina del 48 resucita: la subida al último piso de la Torre Eiffel, para enviar desde allí una tarjeta a las amistades, y las figuras de cera del museo Grévin, que es, por supuesto, tan trascendental para la historia de Francia como puedan serlo los folletones de Xavier de Montepín.

El otro itinerario. Es el que no viene en las guías. Os llevaré a él, tal cual cartel que por la banlieu congrega a los «patriotas» de Mr. Thorez; también la ausencia en 1940 del patriotismo del 14. Es el París rojo, junto al cual no debe olvidarse al París de color, cuya significación tremenda se me reveló en aquel negro paseando sus andares negligentes por la filigrana de la Cour carré del Louvre.

Yo no he percibido distintamente frente a eso sino al París radicalsocialista, conservador, rutinario, de la tercera República, que ahora asoma, con más claridad cada día, bajo las vestiduras de la cuarta. Hasta con sus recelos seculares frente al cadáver de Alemania y ese internacionalismo a la francesa que es sólo nacionalismo empaquetado para la exportación. ¿Más? ¿De Gaulle? Una terquedad histórica y una incapacidad política actual; el pretexto para la union sacrée, si el caso llega, pero nada más. ¿Los católicos? Una visión clara: la de Francia como lo que es: país de misión. Pero en bastantes.... un espíritu social demasiado a remolque del «otro», del comunista; un excesivo copiar al enemigo; un echarse atrás cuando hay que proclamar lo que se es; tanto halago..., tanta debilidad Demasiado erasmismo, en una palabra.

París es, para mí, lo que Sevilla. No me gusta lo que representan, pero me gustan. París es una joya que «la douce France» nos presenta reclinada sobre el terciopelo oscuro de sus bosques. El cuerpo es hermoso; cuando habla, encanta; pero habría que saber por dónde anda el alma.

Claro que éste es el primer viaje de un provinciano a la capital. ¿Podía esperar otra impresión?

Irún. Estoy en España. La lluvia fina no basta para velar los colores, más acusados, lo mismo que los frutos son más sabrosos, y las palabras, tras tanto francés relamido, adquieren una corporeidad insospechada. España es, entrando por la clara y a menudo superficial Francia, un trallazo de energía. Y de profundidad.

Esto, don Pedro Antonio de Alarcón, en 1850, lo percibió. En París vio «el Himalaya de los pueblos»; en la Plaza de la Concordia, «el centro del mundo, la faz de nuestro siglo, el eje de la historia contemporánea, la última y suprema palabra de la civilización racionalista». Pero también le espantó «la moderna Babilonia»: los bailes de Mabille y las verbenas de la isla de Croissy, y el que la Rigolboche fuera el ídolo de París sólo por levantar la pierna más alta que ninguna otra en el cancán. Hoy París no es el centro de nada. El latín de nuestra época es el cine americano, infantil y materialista, pero, al menos, con fe en su materialismo, y esa ventaja le lleva al exquisito, sabio y decadente cine francés. Y la Rigobolche difícilmente nos espantaría. Pero compartimos con el bueno de don Pedro ese secreto regusto que se advierte que experimenta al oírse llamar «salvaje, vulgo español». Sólo que ¡cuidado! Porque España, además de Casa de ejercicios, y esto sólo en parte, es... nuestra pereza, nuestra vida escuinada, la ironía malintencionada y el casticismo... Todo lo perfectible. Todo ese ímpetu que se requema en los recintos estrechos y al que hay que dar vía libre para que se precipite en heroísmo.

Nos faltaron la Banca holandesa y la propaganda francesa... España, provincia de Europa, es, como la provincia, fecunda y rutinaria a la par. Con frase prestada, «un alma radiante en un cuerpo torpe». Vista desde los cielos nacarados y los verdes jugosos de Francia, una llamarada, un convento; pero llamarada que hay que saber aplicar, convento que no puede ser de clausura. Y mucho menos debe ser esa mala fotografía del XVI, tan desprestigiada como los despachos «estilo español», que en ocasiones circula por ahí.

Pero, aparte eso, ¿cómo veo Europa? Serían precipitadas las negativas tajantes. Regatearle reservas a Europa, negar que su magnífica variedad alimenta todavía la chispa de la libertad del individuo, equivaldría quizá a discutirle a Churchill su magnífico coraje, sólo porque prescinde del énfasis de Mussolini. Pero mi impresión primera, provisional y pasajera y, como todas las anteriores, rectificable... Pues la montaña mágica, de Thomas Mann. Una Babel de naciones, sanatorio de lujo empobrecido, donde unos enfermos tratan de juntar lo que les queda de su pasada opulencia para seguir mimando sus cuerpos y olvidando sus almas. A ratos creo entrever esperanzas; otros, sólo distingo a Hans Castorp, el héroe de Mann, chapoteando en el barro de las trincheras, camino de un mañana desconocido.

José María García Escudero


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