Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
[página 6]

La España panegírica

En la historia de España aparecen desde muy temprano los hombres alabadores de la patria, dotados de un optimismo hispánico que se injerta frondosamente en nuestras letras: hasta tal punto, que el panegírico casi llegó a ser género literario, el famoso de las Laudes Hispaniae.

Sin embargo, hay que decir también que nuestra historia ha sido lo bastante varia y rica para romper la dulce monotonía de esos ditirambos: por eso existe también toda una secuencia, semejante pero inversa, de censuras, detracciones y críticas amargas proferidas por otros tantos españoles, cuya voz establece un contrapunto, en tonos graves y sordos, compensador de aquellos timbres vibrantemente laudatorios.

Tal es la verdadera melodía de lo español. Como es lógico, en ella hay, y debe haber, tiempos que acusen el predominio de una de las dos cuerdas: lo absurdo sería pretender acallar una u otra, creando, por ejemplo, una liturgia nacional en la que sólo suene el grito alto de los aleluyas. En los oficios patrios, igual que en la liturgia de la Iglesia, es justo que haya himnos y trenos, de acuerdo con el tiempo. La historia de los pueblos ni es ni puede ser una Pascua inmóvil y perpetua.

Las voces del momento amargo

En la época anterior a la nuestra –el año 36 es una clara divisoria–, las mejores voces españolas dieran la nota crítica y pesimista que el tiempo requería. Frente al canoro patriotismo oficial de los tenores de su tiempo, la gente del 98 fue un coro impresionante de clamores patrióticos amargos. Incluso cuando glorificaron lo español, por ejemplo, Castillo y su paisaje, no lo hicieron según categorías panegíricas (no fue por estas tierras el bíblico jardín, dirá uno de ellos), sino más bien con verbo de alegría, más bien según una categoría, por decirlo así, penitencial. Su gran mérito fue tañer a miércoles de ceniza cuando los más no sabían salir del demasiado Carnaval. Gracias a su función, a su liturgia, bien podemos decir que España no ignoró la propia Cuaresma histórica.

Transición al panegírico

Mas he aquí que en nuestros días el panegírico parece haberse convertido en cosa cotidiana y al alcance de todos. Carece de oportunidad e inteligencia –únicos elementos capaces de salvarlo–, y queda reducido a ser mera secreción de un patriotismo botánicamente elemental. Asistimos a un desbordamiento de la oda a España entonada en forma casi profesional por toda una legión de locutores, escritores y retores que parecen sentir su entusiasmo pindárico como un imperativo de conciencia.

Lo cierto es que los españoles venimos dedicándonos a piropear todo lo nuestro; el pasado, el presente e incluso el futuro de España se invocan a todas horas con tal incontinencia laudatoria, que la alabanza acaba por sonar a hueca y pierde toda posibilidad estimulante. Hemos llegado a editar libros cuya tesis, si es que alguna tienen, se reduce a un puro ditirambo de lo español tan enorme tan vago, tan poco congruente, que al leerlos uno no puede menos de alarmarse. Al leerlos nunca sabemos si tomarlos como sutiles greguerías metafísicas, como sano casticismo lirizante o como alta propaganda patriótica.

Toda nación tiene sus glorias. A España no le faltan las pretéritas, ni las presentes, ni con la ayuda de Dios, las venideras. Pero ya está bien que las usemos como el economista maneja las reservas oro del país: lo que no se puede es prescindir de toda mesura y proporción. ¿No estará circulando entre nosotros demasiado papel moneda de elogio nacional? Nuestra economía espiritual tiene todos los síntomas de una inflación del panegírico.

Ne quid nimis

Se convendrá en que la detección de este fenómeno, tan claramente instalado en el ambiente, no requiere especiales dotes de zahorí. En todo caso, después de haberlo señalado, no parece excesivo tratar de comprender su cómo y su porqué, explorándolo bajo una cierta luz mental. Es la mínima ambición que podemos sentir –quizá también la máxima– ante cosas cuya real solución sólo está en las riendas del político.

Entre los inventores de esta antigua palabra, lo que hoy llamamos «panegírico» aludía antes que nada a la reunión de todo el pueblo en el ágora; sólo en segunda instancia adquirió para ellos el sentido de elogio público con motivo de un fasto nacional. Por otra parte, y sin ningún género de duda, concederemos que cualquier hombre de esa Grecia que llamamos clásica tendrá un cierto derecho a invocar a su patria con floridos elogios; si ese hombre fuese además un ateniense y gobernante, convendremos en que este derecho al elogio parecería doblemente legítimo: si, en fin, el gobernante fuese el propio Pericles, cuyo nombre seguimos asociando al esplendor de todo un siglo, aceptaríamos que muy bien podría haber ascendido su alabanza hasta las nubes.

Pues bien; el más solemne panegírico de Atenas hecho por Pericles lo conocemos gracias a su historiador. Es un discurso que no tiene desperdicio: aquel glorioso gobernante empieza por dudar de que las palabras elogiosas puedan ser operantes para la cosa patria, y luego de hablar de Atenas con una mesura encomiástica que hoy sabría a tibieza, concluye con estas sapientísimas palabras: «Y ahora, ya, marchaos».

¡Ah, la virtud inteligente de hacer que las cosas terminen a su tiempo, de hacer que el pueblo reunido se reintegre a la obra antes de que le aburra la palabra eternamente convocada!

Transfiguración de lo amargo

En el mejor de los casos, el hispanismo panegírico brota de un amor a lo patrio caracterizable como amor de pura complacencia. No fue tal, en verdad, el dominante en las voces de quienes más hondamente sintieron y expresaron a España desde fines del pasado siglo. Tampoco fue así el profesado por ese hombre, milagro de juventud irrumpiendo, en nuestra historia, que era José Antonio. Es cierto que el rumbo de esa historia ha experimentado desde entonces un giro de verdadera conversión, pero ni esto ha de confundirse con la obtención nacional de un perpetuo estado de gracia –y aún la gracia es don teológico amisible–, ni en todo caso justificaría un tan largo entregarse al estupefaciente de la propia complacencia.

¿Cómo ha ocurrido este deslizamiento? El estilo vital de José Antonio se define como una síntesis –por cierto, muy rara entre nosotros– de inteligencia, pasión operativa y clasicismo ingénito. Él supo recoger los mejores quilates del sentido amargo de la patria, que fue la gran melodía triste de los maestros de su generación, transfigurándolo con timbres de clarín, y erigiendo en bandera, en cosa tendida hacia adelante, en proyección motriz, lo que sólo venía siendo inerte pesadumbre, como un hato de lamentos cargado en las espaldas. Ahí reside el sentido de sus sobrias exaltaciones: quien tenga noción de su peculiar serenidad estimativa no podrá interpretar como una concesión al panegírico la magnificación que hizo del ser de lo español cuando lo proclamó una de las pocas cosas serias de la vida. No se trata de una vistosa flor retórica, sino de un fruto necesario, cuya raíz se hunde en el motivo ascético del «porque no nos gusta». Merece la pena insistir en ello cuando existe el riesgo de creer que España ya nos dolió bastante y es posible que empiece otra vez a gustarnos demasiado.

Importación del altavoz

Pero es evidente que a fuerza de repetir la misma canción encomiástica en tonos cada vez más altos, llega un momento en que las voces panegíricas incurren en la escala del falsete: se trata de un inevitable fenómeno vocálico, insincero por naturaleza, que pretende hacerse pasar por bueno con astucias fonéticas al fin y al cabo indisimulables. Digamos de una vez que en tal inadecuación, entre la voz y la mente radica toda la miseria ontológica que sirve de columna al moderno tinglado de la propaganda, clave de toda esta cuestión y de la aludida incontinencia laudatorio. De ahí que en cualquier parangón que respecto a la autovaloración nacional se pretenda establecer entre nuestro tiempo y los pasados, haya que contar con el ingrediente ficticio de la propaganda.

A este respecto no estará de más recordar que en nuestro caso la incorporación de ese ingrediente a la estructura operativa nacional es un fenómeno reciente cuya instauración coincide con el incremento europeo de

los procesos nacionales de mitificación, enderezados al fin pragmático de atizar incandescencias políticas. Con una gran simplicidad mimética se hizo su importación como si se tratara de una máquina. Así nos encontramos con que, un buen día, estaba ya instalada en nuestra casa la extraña catapulta, ajena de por sí a la índole balística de nuestras mejores cosas, inadecuada al espiritual peso específico de un mensaje español. Entre gentes como nosotros, que desde hace más de veinte siglos venimos acreditando una actitud recalcitrante frente a cualquier mitología, no pueden menos de resultar inactivos ciertos procesos de mitificación.

Todo el vigor histórico de lo que fue alumbrado al filo del año 36, toda la fluidez inteligente del hombre que lo resume y simboliza pueden incurrir en el riesgo de la esterilidad, en una costrosa momificación bajo su especie mítica. No cabría imaginar un destino más triste para lo que nació bajo signo poético, movilizador de pueblos; es decir, para lo que está históricamente dotado de alto potencial genésico –que esto entraña en sí la poesía–. Porque a pesar del altavoz, quienes no sean más que literatos no obrarán nunca el milagro creador del poeta; y el panegírico, engendro y sucedáneo propio de retores, hastiará a los que esperan viva poesía.

Alférez


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca