Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
[página 12]

Nostalgia y racionalismo

La Historia no detiene jamás su curso; nuevas formas de vida emergen de la ruina de las caducas, a una creencia colectiva sucede otra, nuevas instituciones llenan el vacío de las que se desmoronan. Y no obstante, el hombre no cambia fácilmente. Las generaciones son infungibles. Quien pertenece a una generación, es ciego para el espíritu de que se nutren las que vienen detrás.

El hombre es lo que es su creencia. Las viejas creencias perviven en los nuevos hombres. Las viejas formas de vida, vigentes con gran fuerza aún en los quince primeros años del presente siglo, han configurado poderosamente la vida de los hombres de hoy. Poco importa que la nueva realidad históricosocial, forjada en la entraña del devenir histórico del último siglo, haya roto las antiguas formas e instituciones y pugne por hacerse realidad confirmada; el hombre, aferrado aún a las formas mentales y de vida de la vieja creencia, ya muerta, sigue interpretándola con cuadros mentales incapaces de captarla.

No se trata sólo de la realidad política; la cosa es más total y profunda. Pero el ejemplo de lo que pasa en la esfera política puede aclararnos exactamente de qué se trata. El viejo concepto liberal-democrático tiene sus raíces en toda una concepción de la vida: la racionalista. El racionalismo no es sólo una actitud mental, es toda una posición ante la vida; de él emerge todo el modo de ser del hombre occidental moderno.

La cosmovisión racionalista encuentra una de sus más felices formulaciones en un párrafo del discurso del Método de Descartes, el siguiente: «Las largas cadenas de razones, todas sencillas y fáciles, de que acostumbran los geómetras a servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión para imaginarme que todas las cosas que pueden caer bajo el conocimiento de los hombres (y para Descartes caen todas, menos las teológicas o de fe) se infieren las unas de las otras de esta misma manera, y que sólo con cuidar de no recibir como verdadera ninguna que no lo sea y de guardar siempre el orden en que es preciso deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna tan remota que no quepa, a la postre, llegar a ella, ni tan oculta que no se la pueda descubrir.»

En estas palabras, que, como dice bellamente Ortega, son el canto de gallo del racionalismo, la emoción de alborada que inicia toda la edad del hombre moderno, está la esencia del racionalismo. La fe en que la razón puede descubrir la verdad en todo. Verdad que, en cuanto tal, es para el racionalismo una verdad definitiva. El racionalismo cree poder hallar en todo su orden racional, definitivo, inmutable y permanente.

Los dos grandes dogmas del racionalismo son: 1º Fe en los poderes de la razón. Firme creencia de que la razón puede poner su orden en todo; y que para ella no hay conquista imposible. 2º Fe en que toda conquista de la razón es definitiva, inmutable y permanente.

Esta actitud tiene su versión en el mundo político, y en él ha nutrido toda la realidad histórico-social que se ha desenvuelto en el ámbito temporal que va de la Revolución francesa a la primera guerra mundial del 14, aunque tampoco esté ausente de las épocas anteriores de la Edad Moderna. Es la creencia de que la realidad política tiene también su logos, su íntima estructura racional. De que hay un orden político racional, esto es, definitivo, inmutable, permanente, fuera del cual solo cabe desviación y barbarie.

La esencia de este racionalismo político tiene su expresión paradigmática en otro texto de Descartes: «los edificios que un solo arquitecto –escribe Descartes– ha comenzado y rematado, suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros, construidos para otros fines. Esas viejas ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, en el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y aunque considerando sus edificios uno por uno encontramos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las calles curvas y desiguales, diríase que más bien es la fortuna que la voluntad de los hombres provistos de razón la que los ha dispuesto de esa suerte... Así también, imaginaba yo que esos pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose poco a poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la incomodidad de los crímenes y peleas, no pueden estar tan bien constituidos como los que, desde que se juntaron, han venido observando las constituciones de un sabio legislador.»

Es decir; lo que es producto de la historia, de la vida, lo que surge al ritmo de las necesidades, de las incomodidades de los crímenes y peleas; lo que es espontáneo y tradicional, decantación del devenir histórica, es necesariamente caótico, contradictorio y bárbaro. En cambio, lo producido conforme a razón es lo perfecto, lo que vale de una vez para siempre, lo definitivo, inmutable y permanente.

De esta suerte, esta mentalidad buscó en política el orden racional: y este orden racional, inmutable y definitivo, fue para ella el régimen liberal-democrático, el Estado burgués de Derecho o Estado constitucionalista. Se comprende que esa mentalidad hiciera sinónimo Estado y Régimen constitucionalista, y, consecuentemente, Derecho político y Derecho constitucional. Toda forma política distinta del Estado liberal-democrático, tenía que presentársele, aceptada tal ecuación, o como producto irracional de épocas bárbaras, o como degeneración del verdadero orden político racional y recaída en la barbarie. El teórico del Derecho político del siglo XIX y del primer cuarto del actual, sólo podía ver como verdaderamente jurídicas las instituciones del Estado constitucionalista, siendo ciego para toda otra forma política distinta. Y si concebía instituciones o formas corno la Dictadura, las concebía sólo en función del Estado liberal-democrático, esto es, como simple expediente de urgencia para la defensa de la seguridad o de la paz en casos de radical anormalidad, y siempre como medida excepcional, determinada de modo inequívoco en función de la vuelta a la normalidad, es decir, para la restauración del orden racional, que para él no podía ser otro que el Estado constitucionalista o liberal-democrático.

Así sucede, para esta nostálgica y racionalista mentalidad, con todo el rotundo aflorar trágico de la nueva realidad histórico-social que, quiérase o no, en una u otra forma, vendrá. Los nuevos fenómenos sociales son para ella o regresión a la barbarie, o puros expedientes transitorios, anecdóticos y accidentales.

Pero la nueva realidad no se cura de los aspavientos de los inertes, y avanza. Sólo sacudiéndose la costra de las viejas formas ya caducas, hundiéndose gozoso en la nueva realidad que adviene, esforzándose por abrazarse a su cuerpo desnudo, se le puede arrancar su nombre y, descubriendo su destino, dirigirla con coordenadas eternas.

El marxismo es un ejemplo, uno entre mil. El marxismo, en lo que tiene de radical sacudida social de instituciones y formas de vida, ha triunfado ya. La cuestión está en ver si las nuevas instituciones tendrán definitivamente una forma bolchevique, o si pueden ser ganadas para la cultura occidental. La vieja concepción, que tuvo su versión política en la liberal-democracia, ha muerto. Las nuevas creencias implican un trastrueque radical de todas las formas. Pueden ser, como hasta ahora, una rotunda negación del hombre tal como Europa lo entendió, o una nueva versión y redención del mismo. Pero el nuevo espíritu avanza, y avanzará en su encarnación.

Urge que este nuevo espíritu de los tiempos, rompiendo la primera epifanía irracionalista, se haga consciente a sí mismo, y encuentre la versión reflexiva de su creencia, sus formas y sus instituciones. Ello no se logrará en la pura acción, sólo en la silenciosa alcoba de los pensadores atentos a la vida, podrá hacerse luz. Si la Universidad ha de dejar de ser simple sombra de sí misma, ésta es la tarea de los universitarios de hoy. Pero, además, necesita de la acción. Pero la acción política que requiere su servicio no podrá ser prestada ni por mentes sumisas a las viejas y caducas formas, ni tampoco por regímenes acaso geniales y necesarios en una determinada situación, pero afectados de una consustancial interinidad. Toda forma que lleve en sí un tributo a la nostalgia y al viejo y genial racionalismo nacerá muerta para encarnar el naciente espíritu del futuro histórico.

Torcuato Fernández-Miranda.


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