Alférez
Madrid, septiembre de 1948
Año II, número 20
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Un poeta y un antipoeta

Pablo Neruda y Vicente Huidobro ¿son tan antagónicos en sus obras como lo fueron personalmente? De una simple lectura de índices es posible desprender diferencias fundamentales. Huidobro aparece escribiendo teatro, novela, manifiestos reveladores de una nueva estética, poemas y ensayos, mientras que Neruda sólo aborda –excepción hecha de algunas producciones secundarias como Viajes al corazón de Quevedo y Por las costas del mundo o El habitante y su esperanza–, la lírica. El registro del primero es, así, mucho más amplio, poseedor de una mayor riqueza de géneros. Amplitud y riqueza se captan mejor observando el estado anímico con que se actualizan las innegable capacidades artísticas de ambos escritores. Neruda se conserva siempre en un plano de profunda gravedad, incluso cuando, dejado llevar por su pasión obrerista, despotrica contra tirios y troyanos. Jamás una nota de humorismo, nunca una agudeza ingeniosa, ni en el insulto ni la alabanza. Es inútil buscar en la obra de Neruda la gracia de Tres inmensas novelas o la simpática frivolidad de Cuentos diminutos, siempre anunciados y jamás publicados por Vicente Huidobro. Un problema que éste eludirá con una carcajada o a través de una ironía elegante, sume a Neruda en la desesperación, en la desesperación del «Clamo. Grito. Lloro. Deseo».

Consecuencia de lo dicho es la monocorde creación nerudiana. Encerrado el poeta en un mundo limitado, lo recorre muchas veces, con piernas y con ojos, con el olfato, con el gusto, con el cuerpo entero; jamás con la sola inteligencia. Lo recorre llenándolo de su lascivia, de su mirada turbia, de su voz cansada, identificándose con él, cantándolo por dentro y por defuera. Tras la madera andará «entre trinadas fibras arrancadas»; al apio le dejará crecer hasta que le comunique «la luz obscura y rosa de la tierra», y ante el vino estará de pie llorando «en su follaje y en sus muertos».

El telúrico Neruda busca la confusión de sí mismo con el mundo de lo cantado; tan prisionero está por la materia, que materia es siempre lo que canta. Nada extraño, entonces, que haya escrito versos tan hermosos que le definen como auténtico portavoz de la América «Cuando voy por los campos, con el alma en el viento –mis venas continúan el rumor de los ríos.»

Enteramente distinto se alza el mundo poético de Vicente Huidobro. Su racionalismo –no se olvide que logró gran parte de su formación en Francia– se rebela contra toda subordinación del hombre. Él es quien ha de dominar: él quien escogerá libremente los objetos de su inspiración. Huidobro no quiere encadenarse ni sentir otro deber que el de marchar adelante y repartir poesía con la voz nacida en la plenitud de su cerebro. Las piedras escucharán su paso sin que él se detenga a escucharlas, y frente a la naturaleza se quitará el sombrero con un gesto gracioso para decirla con respeto: «eres una viejecita encantadora. Non serviam». Neruda y Huidobro se inclinan ante la naturaleza. El uno para servirla y el otro para dejarla pasar.

Sin embargo, forzoso es reconocer que la energía de la geografía americana puede más, a veces, que la voluntad de un poeta, aunque este poeta sea Vicente Huidobro. ¿No es un mentís a su declarada independencia gran parte de Sátiro o El poder de las Palabras? ¿Cómo explicar, sino como una derrota, su actitud, por ejemplo, ante la selva? «Bernardo se quedó clavado frente a un árbol magnífico, como si se hubiera convertido en estatua, tan enamorado de su tronco y de sus ramas, que un momento creyó que el árbol de sus éxtasis era el árbol macho y él allí, clavado, estupefacto, era su hembra, el árbol hembra... Yo soy un árbol, este que es mi familia, y todos los árboles del mundo son mis hermanos». Es el tributo del escritor americano al viento que le acunó la niñez. Pero esto es sólo un momento; luego continúan los manifiestos y los poemas creacionistas.

*

Decía Huidobro que Neruda es un pecho caliente, y decía bien. Los Poemas de amor o La canción desesperada, Residencia en la tierra, El hondero entusiasta, España en el corazón, nos muestran un hombre que escribe con el aliento quemante de un corazón constantemente despedazado. La de Neruda es una obra hecha para sentir, para participar de la fiebre con que se nos antoja fue creada. Es una obra de color rojo-obscuro, cargada de respiración monótona, obsesionante.

Huidobro, en cambio, escribe con el cerebro. Y escribe para la inteligencia. Altazor nace en medio de un dolor consciente. En cada imagen se esconde el pensamiento que planteará una discusión. No se trata de razonamientos fríos –que impregnada de pasión está toda su obra–, sino de un calor nacido en la cabeza, más arriba de todo corazón. Vientos contrarios. Gilles de raíz, Manifestes y Temblor de cielo lo comprueban. Hay en ellos claridad, sutil apreciación y una constante llamarada original que en nada recuerdan el sentimentalismo delicado de Crepusculario o la pasión exorbitada de la Tercera residencia. En éstos hay calor; luz en aquéllos. Los primeros respiran una aureola de fuerza transparente, y los segundos una atmósfera de tierra muchas veces machacada. Si Neruda es un pecho caliente, Huidobro es un cerebro sangrante.

*

Conviene esbozar ahora algunas ideas sobre la imagen, tal como aparece en las creaciones de los dos grandes poetas chilenos. La imagen está en la obra de Neruda muy cerca del término –palabra o frase– que se pretende modificar. Es como si se quisiera evitar un recorrido largo y fatigoso. La rosa de alas secas vive en las vecindades de la dulce materia. La soledad que lleva hacia el fin de la tierra «como el viento a las nubes», los dolores que caen sobre el poeta «como al camino caen todas las hojas muertas», el que guste de quien es callada y constelada como la noche o de aquella cuya presencia es ajena y extraña como una cosa.... son expresiones que se aceptan sin violencia, y que –por el contrario– adentran fácilmente su suavidad en la sensibilidad del lector.

Enteramente distinto es el tipo de imagen en el autor de Temblor de cielo. Una extraordinaria inteligencia y un cierto afán de originalidad, perjudicial en más de alguna ocasión, le impulsan a buscar lo desusado. «Basta, señora arpa de las bellas imágenes», dice en Altazor antes de divertir con una larga enumeración de figuras que culminan en ese curioso Etc., etc., etc., denotador del hastío que le produce lo trivial. Se trata de salir en búsqueda de la imagen más allá del cielo y de la tierra recorridos hasta ahora. No es un vulgar deseo de epatar, sino el cumplimiento de elementales normas creacionistas.

Interesa lo nuevo (no lo novedoso), aquello que corresponde a una auténtica creación. Llevado por tales ideas, Huidobro engarza en sus libros un sinfín de riquísimas imágenes, que sumen al lector en un mundo poético de dimensiones desacostumbradas. ¿La conciencia de este poder nada corriente, hizo a Huidobro autotitularse antipoeta y mago? Imposible contestar seguramente, pero es indudablemente que su afirmación encierra algo más que una hipótesis.

*

Débil aparecerá, sin duda, cualquier semejanza que se pretenda exponer entre poéticas tan dispares como las analizadas. Sin embargo, resulta curioso constatar que tales semejanzas existen y en puntos de considerable importancia. Por ejemplo, la fina sensibilidad que rebosa Crepusculario, se encuentra –con distintos matices, naturalmente, pero con un idéntico fondo de ternura– en El ciudadano del olvido o en Ver y palpar. La intimidad pasional de El hondero entusiasta y, del Canto IV de Altazor revelan, también, una febrilidad poco corriente en escritores de esta época. Pero baste por ahora con lo dicho y quede para otra ocasión el estudio de tan interesantes materias.

Hugo Montes B.


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