Alférez
Madrid, octubre de 1948
Año II, número 21
[páginas 1-2]

Nostalgia de Juan Ramón

Nostalgia de Juan Ramón. Nostalgia suya y nuestra, del poeta y de España, de los amigos aquí de su poesía y de su poesía allá buscándoselos. Añoranza, saudade, soledad, soledad sonora, pero no olvidanza. Van siendo ya demasiados los años de ausencia abúlica, gratuita y, sin embargo, tan costosa para que no los acusemos en el registro más íntimo donde las heridas no cicatrizan. Al principio, todo va bien. La lejanía permite contemplar a pleno sabor. La esencia, la visión se concentra en el campo de una lente telescópica, clarísima, y la tenemos ahí tan inmediata y tentadora que instintivamente alargamos la mano al otro extremo del tubo óptico para atraparla. Después, este juego espejista de todos los días en que la inteligencia halla tanto deleite como arañazos sufre el corazón, se va convirtiendo en una amorosa tortura. Deleites y torturas son aquí, bien entendido, mutuos, recíprocos... El poeta astronomiza a su España y España sideraliza a su poeta. El brillo así ¿es más puro, más desnudo? El camino de la luz, el lecho del ritmo ¿más diáfanos, más leales? Quizá, sí. Pero ¿a qué precio, con qué riesgos para el porvenir inmediato?

El Juan Ramón Jiménez de Florida o de Washington nos parece (lo sentimos a través de algún mensaje poético, demasiado infrecuente para nuestra avidez, de algún testimonio epistolar o referencia viajera) más Juan Ramón y, sobre todo, más Jiménez que nunca. Quiero con su nombre simbolizar su mítica personalidad poética y con su apellido su condición española. Un poco menos andaluz y un poco menos universal, para hacerse simplemente español de este, de otro y de todos los mundos posibles. Y luego, más tiernamente humano. Yo bien sé, bien sabemos cuantos le conocimos y queremos, que en su implacable y santa intransigencia latía una fluidez cordial. Pero tan imperioso absolutismo poético y ético-estético le arrastraba a veces a una insolidaridad con el prójimo innecesaria y despiadada. En la vida, la poesía es imprescindible; pero si no sólo de pan, tampoco de poesía sola vive el hombre y ni siquiera el hombre poeta. Y, lo que es más importante aún, ni siquiera la poesía del poeta. La poesía de Juan Ramón había llegado a ese punto de peligrosa perfección, de subida pureza en que ya sólo se alimentaba de sí misma. Poesía rodeada de poesía por todas partes, sin istmo umbilical que la atase a la humanidad o realidad de contraste, manantial o referencia. Poesía embriagada de sí misma, loca de su propia esencia, creadora de un clima de exaltación en el lector o en el poeta que acudían a sus linfas virginales para prepararse a la creación o al ensueño, en una gimnasia espiritual cotidiana y matutina.

Completaba el trazo psicológico del poeta la línea en sombra de su otro hemisferio sensitivo, la prosa corrosiva de la caricatura, la epístola, el epigrama, la andanada polémica, en que la gracia y la felicidad infalibles de la dicción se aliaban con el espíritu miltoniado de ángel rebelde y tizón con calidades de carbunclo. Poesía también, pero poesía del revés, apoyada en las palabras, ala negra del vuelo necesario.

Pensamos ahora que la nueva poesía de Juan Ramón Jiménez, sin olvidar ninguna de sus excelsas virtudes, se está tornando más compasiva a la par que el poeta se siente más inmerso en la onda de dolor universal que nos arrastra a todos en estos años de desolación y de barbarie. Sí. Cada vez el poeta tiene que afirmar más su independencia, su pureza esencial, su incompromiso en tanto que poeta. Y cada vez también, en tanto que hombre, su hermandad cristiana o, al menos en el descreído, su compañerismo social con todos, abrazando en un gesto de inmensa caridad lo bello y lo feo, y tratando de salvar con el ejemplo de su vida y de su obra al poeta que duerme en el pozo, escondido de cada ser humano. Juan Ramón lo dijo en memorable parábola poética: Soñábamos, soñábamos para que ellos vieran. Ese es el lema de toda poesía verdadera. A ver si a fuerza de soñar ellos, los ciegos, siquiera aprenden a ver, primera escala en el vuelo de la perfección poética.

El último libro de Juan Ramón que nos ha llegado es como el testamento de todos aquellos años críticos, desde 1923 a 1936, y comprende una parte, bellísima, de su obra en ese período central de su madurez. Se titula La estación total con las canciones de la nueva luz, y en él volvemos a encontrar inolvidables maravillas de embriagada enajenación inteligente al lado de otras para nosotros desconocidas, como inéditas totalmente que eran. Por ejemplo, esta canción del «Huir azul»:

El cielo corre entre lo verde.
¡Huir azul, el agua azul!
¡Hunde tu vida en este cielo,
alto y terrestre, plenitud!
Cielo en la tierra, esto, era todo.
¡Ser en su gloria, sin subir!
¡Aquí lo azul, y entre lo verde!
¡No faltar, no salir de aquí!
Alma y cuerpo entre cielo y agua.
¡Todo vivo en entera luz!
¡Este es el fin y fue el principio!
¡El agua azul, huir azul!

¿Cuándo llegarán, se editarán los nuevos libros del poeta? Contentémonos con los anticipos que alguna revista o libro como el de Carlo Bornos ofrece de tarde en tarde. Ninguno tan generoso y prometedor como esa «estrofa» de un «Espacio», cuyas dimensiones innumerables quisiéramos abrazar en su totalidad. Para Juan Ramón un poema inmenso cabe en tres versillos del arte menor. Y, cosa nueva en su biología poética, una sola estrofa puede necesitar -y sin experiencia, intento ni empresa, como tiene buen cuidado de confesarnos previamente– latitudes centenarias e inusitadas. La órbita ceñida de la estrofa habitual se pierde en ese océano de plenitud y de hermosura, y el corazón del poeta se nos abre y sangra pródigo e inagotable. Poesía humanísima, que se traiciona en su ternura, que nos transparenta el espectro de un alma española que sufre, recuerda, espera y canta. Cuántas cosas habría que decir de esa estrofa de un poema sin principio ni fin, si fuéramos a considerarla desde el punto de vista técnico. Sería un oportuno hoy. Baste decir que el poeta ha descubierto sin proponérselo la ecuación imposible del movimiento continuo, la poesía automática en que cada verso dispara el siguiente con la inocencia y la divina incongruencia cordial con que la onda del riachuelo se sucede a sí misma. Sí, Juan Ramón. El perro que ladra al sol caído ladra, no ahí, sino en el Monturrio de Moguer, o cerca de Carmona o en la calle Torrijos de Madrid. Ladra como canta la poesía eterna, donde realmente –real, verdadera y poéticamente– se le oye, se la oye.

Última hora. Juan Ramón acaba de explicar en Buenos Aires unas conferencias en medio del justificado fervor de una ya «inmensa mayoría» que se atropellaba por verIe y acercársele. Y justamente hoy me llega un número de «La Nación» con tres hermosos poemas suyos sobre «Dios deseado y deseante», fechados en la capital argentina, septiembre de 1948. En el primero de ellos se siente el poeta la fruta de su flor propia:

La fruta de mi flor soy, hoy, por ti,
Dios deseado y deseante,
siempre verde, florido, fruteado,
y dorado y nevado y verdecido...

Hermosa plenitud y definitivo encuentro de un poeta con su maestro, el Maestro que le supo esperar, que le enseñó hace medio siglo a cantar. Y el cantor de aquí abajo concluye con esta confesión desde su todo interno, desde su abierta órbita:

Dios, ya soy la envoltura de mi centro,
de ti dentro.

Gerardo Diego.


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