Alférez
Madrid, octubre de 1948
Año II, número 21
[página 4]

Otra vez Ortega

Leo en esta misma revista: «Sus antiguos alumnos (los de Ortega) le llevan dentro de sí, mezclado a la nostalgia de sus años universitarios, y renunciar a él, o colocarlo al menos a una distancia que permita el juicio objetivo y mesurado, les es casi imposible.»

Sin entrar en la tremebunda cuestión de la «objetividad», creo que la afirmación anterior tiene una gran parte de verdad, pero es algo exagerada, y como el movimiento se demuestra andando, quiero demostrarlo. Esto es, hacer patente cómo un discípulo –y muy discípulo y a mucha honra– de Ortega, puede esforzarse en tomar esa postura pasando sobre su propia y confesada nostalgia. Esforzarse, que no quiere decir, claro está, lograrlo.

Tenemos con Ortega varias deudas, unas positivas –tenemos que agradecerle mucho, y no sólo sus discípulos– y otras negativas –a todos, incluso a los que le ignoran, les ha hecho también algún daño–; pero tenemos, sobre todo, una fundamental: esforzarnos en juzgarle con dignidad: Quiero decir, con un juicio no enturbiado por la nostalgia ni la incomprensión y con un juicio a la altura del objeto juzgado. Y, puesto que él ha invocado tanto la «razón histórica», creo que lo más digno es juzgarlo con sentido histórico.

Históricamente Ortega pertenece –y viene a ser, a pesar de todo, el epónimo– a una generación española que no es la del 98, que viene después de la del 98, y que teniendo con ésta al menos en común dos cosas muy valiosas, la angustia por España y el escribir bien, se diferencia de ella por su preocupación educadora, por su europeísmo y su historismo (tan opuestos al estilo castizo e «intrahistórico» de la del 98) y por su modo concreto de actuar. Si el ensueño español del 98 se quedó en poesía, el proyecto español y europeo de estos otros se trató de ordenar en una obra educadora, en la forja de una minoría consciente y directora. En la regularización del ímpetu y en la disciplina del intelecto. Es la generación de la «Liga para la educación política de los españoles» (Ortega) y de la «Revista de Occidente» (ídem), de la «política de misión» (D’Ors), de la «Asociación Católica de Propagandistas» (Angel Herrera) y –no lo olvidemos, que sería dejarla manca– de la Academia General Militar (Franco). Sólo en el cuadro de esa generación, de ese horizonte histórico, se puede entender a Ortega. Esta es una primera coordenada para su enjuiciamiento.

Pero, además, Ortega es, o se esfuerza en ser, filósofo. Vocación poco frecuente en España, Desde Balmes –dejo intacta toda actitud valorativa– quizá nadie, hasta esta generación, había querido, en serio, ser eso. En esa generación ha habido Ortega y Morente y d’Ors. Repito que dejo intacto toda valoración. Pero llamo la atención sobre ese hecho insólito de la vocación filosófica, que desde entonces –exempla patent– no ha faltado en las siguientes generaciones españolas. Y esto, a su vez, y más aún si se piensa en lo que era la Europa filosófica en que ellos se encontraron al salir de España, es la segunda coordenada que hay que tener en cuenta para un juicio exacto.

Y luego esta generación –dotada de una inicial incapacidad en su minoría intelectual para la acción política, pero a quien una llamada de sincero patriotismo, y aun de su pura vocación educadora, ha obligado a actuar por sí, a empujar a otros a la acción o a hacer suya la acción inicial de otros– se ha visto movilizada, «socializada», sacada de sus casillas, obligada a entrar en fuego por la historia. En unos, un largo desmayo ha seguido al primer empujón; en otros, se ha transformado en pura acción educadora: en alguno, en misión difícil asumida con indefectuoso empeño, con verdadero heroísmo, hasta el extremo de descubrir una capacidad inesperada. Ortega está en el primer caso, y el tan reiterado y malentendidamente citado artículo de José Antonio alude claramente a esto, pero, en cambio, muchas de sus ideas han sido recogidas y hechas políticamente fértiles por otros. Esto –y no el pararse en anécdotas– es la tercera cosa que hay que tener presente cuando se trate de juzgar a Ortega.

Y después es preciso pasar por encima de sus juzgadores habituales. Podría comprobar casi documentalmente que algunos de los más furibundos no le han leído nunca. Y seleccionar, por el contrario.. los juicios de quienes se han esforzado –amigo o enemigos– en entenderle y en no juzgarle sin entenderle. Unos pocos nombres –acaso no más de media docena– deberían entrar aquí en línea. Los demás –o excesivamente amigos, o excesivamente discípulos, o excesivamente enemigos– no cuentan. Este es el cuarto dato previo.

Y con estos cuatro datos –situación generacional, vocación filosófica, movilización forzada, depuración de la crítica previa– podemos, sólo entonces, enfrentarnos con su obra escrita, con su huella en el pensamiento, en el estilo y en la acción de los siguientes, y con la experiencia que sobre todos nosotros han dejado esa obra y esas huellas. Así, y sólo así, es posible enjuiciar dignamente a alguien de esa talla. Lo demás es efusión amistosa, derretimiento hiperdiscipular, anécdota polémica o resentida ignorancia.

Y ahora alguien –si alguien lee esto, lo que dudo– podrá decir: «Bueno, pero eso es sólo un programa». Y yo responderé: «Bien, y haber hecho este programa, ¿no demuestra ya que no es imposible pasar sobre la nostalgia de los años escolares y esforzarse en buscar una vía para el juicio objetivo y mesurado?» En cuanto a recorrer ese camino, francamente, eso es ya mucho pedir.

Carlos Alonso del Real


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