Alférez
Madrid, noviembre-diciembre de 1948
Año II, número 22
[páginas 3-4]

Silenciosa presencia de Cataluña

Hay cuestiones cuyo estudio, para que resalte más la problemática que encierran, exige su desorbitación. Por eso, el finiquitado caso catalán ha hecho pensar más de una vez en las causas de la independencia americana o en el fenómeno portugués. Poniéndose el lector en esa tónica, situándose ante las diversas manifestaciones de una constante histórica, quizá encuentre excesiva, pero no extraña, la afirmación de que, así como el momento de trasladar la capitalidad española a Lisboa ocurrió entre los años 1580 y 1640 –con lo cual, según suele decirse, Portugal no se hubiera perdido para el Imperio–, el momento 1936-39 ofreció la oportunidad –en la pura teoría del «preocupado»– de ejecutar un golpe de tremenda voluntad revolucionaria y quizá de gran talento político, trasladando esa capitalidad a Barcelona –con una imponente base real para ello–, precisamente cuando el afán en unos y la conformidad en otros, de darle la vuelta a España, de revolucionarla con visión clara y firme voluntad, eran muy superiores a la rutina, a la tendencia a volver a los viejos y hasta cómodos moldes con aureola de tradición, querencia, nostalgia. Pueden venir ahora con nosotros, para pensar en lo dicho, la prudencia política, el reconocimiento de otros hechos creados, consideraciones que nos obligarán incluso a desistir de nuestra idea. No importa. El caso es que no nos hayamos negado desde el principio a considerar a fondo, sin miedos, en toda su plenitud, el que fue problema catalán. Que lo planteemos, desmedidamente si es preciso, mezcladas realidades, causas y soluciones en borbollón vital, según se vivan las cosas que cuando se palpan y se sienten un día, levantándose evidentes y problemáticas ante nosotros, no nos abandonan nunca en la pasión y en la meditación.

Cuando pienso en Cataluña, la veo como un inmenso acervo de posibilidades no puestas aún en circulación por la totalidad española. El hecho español, crucial y fundamental, de 1936, fundido con el hecho complejo e innegable de Cataluña, ha producido un momento de trance en el que aquella región tan hispánica y tan arisca está dejando de ser un problema, no sólo en las manifestaciones, sino también en las esencias. El problema comenzó a disolverse de una manera brusca primero, lentamente después, en otras realidades que superan la suya y la transmutan, que la abrazan y, al fin, habrán de comprenderla totalmente. La maquinaria administrativa, el «producirse» oficial, es siempre más lento, más corto que cualquier trasfondo revolucionario que pueda animarlo, siendo, no obstante –quizá convenga que las cosas sucedan así–, las realidades de éste, superiores y más gravitantes que aquéllas. Es decir, que cuenta y pesa la revolución de 1936, con todo su contenido, en Cataluña y ante Cataluña tanto como en la cuestión de la reforma agraria o ante la Universidad, &c. Pero yo sigo viendo a Cataluña, cuando pienso en ella, como un acervo de energías que no se han disuelto del todo –beneficiando y beneficiándose– en la realidad nacional. En el ánimo, en las psicologías colectivas y entre sus consecuencias respectivas, existe una simbiosis. Teóricamente, una síntesis también. Prácticamente, no.

Ante el proceso histórico que desembocó en la rebeldía catalana de última hora –en la izquierdista de la «Esquerra» la que no respondía a la verdadera Cataluña– o en la actitud de la «Lliga», planteado como una rivalidad de regiones históricas en pugna por asumir la centralidad en la cual Castilla se adelantó con gran sentido unificador casi libre de fallas, nada de extraño tiene el pensamiento de una Barcelona convertida en capital de España. Pero también pensamos que, para realizarse la síntesis total de un matrimonio con pequeñas diferencias, con alguna idiosincrasia distinta y una historia de grescas y resentimientos detrás –si superados, vagamente latentes aún, con estertor de agonía–, quizá no sea el camino trasladar el cetro a la mano femenina. Las bodas se consumaron. El asentamiento definitivo, el acomodo de cada cónyuge a su misión, la lima de asperezas y esquinas sigue su proceso. Las cosas se van posando, y Dios no quiera, ni nosotros, que vuelvan a su principio. Mas lo que no se puede negar es que ese matrimonio, visto de cerca, semeja a veces una conllevancia –sin duda pasajera, llena de posibilidades de entrar en la franca vía del amor y la convivencia plena–, en la cual atribuyo a Cataluña el papel femenino y al resto de España el masculino de la comprensión, el mimo, el firme buen juicio.

He puesto este símil porque sé que es el vinagre en la llaga de un catalán cualquiera, que me diría, como ha venido diciendo Cataluña, angustiada, angustiosamente, a lo largo de toda su historia: «¿Por qué Cataluña ha de tener más obligaciones de adaptación, obediencia y hasta entusiasmo? ¿Por qué ha de perder de sí más que el otro elemento? ¿Por qué ha de seguir otra iniciativa? ¿Por qué no ha de ser al revés?» Contesto yo a la interrogación, angustiada, o despechada un día, hoy flotante como un eco, diciendo inmediatamente, en seguimiento del símil, que en el matrimonio ambos contrayentes pierden de sí para ganar en su unidad, que el papel femenino en manera alguna es denigrante, ni siquiera inferior, sino equivalente y distinto. Y al hecho de que en el símil sea Cataluña el factor femenino, contesto pidiéndole al imaginario y quizá «maniqueo» catalán, que considere que, de la misma manera que la mujer se ve obligada a asimilarse el hecho de una cultura vigente de signo masculino, la realidad española predominante lleva el signo de Castilla, fluctuante unas veces ante el andaluz –siglo XIX–; otras, ante el vasco o el gallego, y quizá mañana de una manera decisiva –ojalá sea así– ante el catalán como rival no inhibido, sino decidido a la noble lid. En la convivencia y en el amor, las funciones de ambos cónyuges ante lo cotidiano y ante los problemas vitales, se reparten mucho mejor y se acoplan –pujan unos, decrecen otros, de una manera dinámica, vital, normal–, mejor, repito, que en el distanciamiento o simplemente en la conllevancia. Partiendo de esa creencia –que ha de ser consecuencia de una actitud bilateral, sin duda–, día hubiera llegado en que, en Madrid mismo, y vencido su retraimiento, su temor de desprecios o su desprecio mismo por la Villa y Corte, una clase o equipo rector total o parcialmente integrado por hombres de Vich, de Barcelona, del Ampurdán, &c., rigiese los destinos de la Patria. Porque esto, hoy –y parto siempre de la seguridad de que hablo de dos términos que no son irreductibles–, en teoría puede ocurrir; en la práctica, muy parcialmente ha ocurrido ya, pero en excepción. Por eso, descontando algunos casos poco representativos, dibujemos en unos rasgos el de Cambó, en torno al cual se hacen patentes, además, todos los aspectos del problema, que no es, como se verá, de gaitas ni de liras, fundamentalmente. En el caso vasco, lo sentimental, lo nativo, lo delicuescente, jugaba más que lo económico y lo político. Pero en el caso catalán hubo un político: Cambó, a quien nadie quitará la gloria de ser el primer catalán que inició la marcha sobre Madrid, pero que la comenzó y hubo un momento en que la consumó, solitariamente, de una manera inadmisible: fomentando resentimientos históricos y exacerbamientos nacionalistas a lo Prat de la Riba, que le permitían agitar ante Madrid el banderín del peligro catalán, obteniendo así para su región ventajas económicas –principal objeto del catalanismo–, y para sí mismo, poderes políticos, principal objetivo de su ambición, crecida en un país de economistas, admirador, por tanto, del «político». En el catalanismo, lo romántico, lo naturalista, lo folklórico, ha jugado un papel inferior, siendo más importantes los demás factores –económico, histórico– mencionados.

La tendencia catalanista a hacer de Cataluña un mundo aparte con sus instituciones, su economía privilegiada –no independizada–, su cultura que actuó sobre el hecho de un alejamiento ya existente, por virtud de la Historia, ha dejado como consecuencia un mundo completo y no muy conocido en el resto de la Patria, con sus eruditos, sus científicos, sus poetas, sus prestigios, su concepción del amor y de la vida, su mirada vuelta hacia la cultura francesa, sus aires provenzales, pero también, pese a todo, con su preocupación española, con sus reflejos de otras regiones. –Cosa curiosa, muchas veces más andaluces que castellanos, con aficiones llegadas desde Madrid por reflexión verificada en París–. Así, su contextura homogénea y bien diferenciada nos permite observar sus características y definirlas como complementarias de las predominantes en el resto de los españoles. País más blando, estetizante y amoroso, al mismo tiempo que más positivista, activo y libre de muchos prejuicios y cansancios seculares, pienso en sus habitantes como en los yanquis de España, unos yanquis con tradición y con mucho futuro. El hecho de no haber podido comerciar con América durante siglos hizo que el año 98 se sintieran muchos de ellos desligados de la derrota, como lo estuvieron de la conquista, a la vez que aquella España chata del XIX les hacía exigir, casi como a los sudamericanos de la lndependencia, leyes y gobiernos de mayor conciencia histórica y de mejor conciencia patriótica, de mayor eficacia política y económica. Había en Cataluña deberes patrióticos –más motivos de unión que de rencilla–, pero había también un derecho a la defensa económica, y una economía existente y creciente. La defensa, en vez de encastillarse en sus límites, debiera haberse volcado en ataque, en conquista de los reductos del poder y la economía. Balmes, político, pensador, periodista en Madrid, es un ejemplo de la actitud a adoptar por los catalanes, pero lo que una mente egregia alcanzó a ver no podía repetirse espontáneamente en muchos más. Por eso era precisa una acción especial en un trozo de la tierra española tan alejado y resentido, para incorporarlo a la corriente de la cultura española. Los enemigos de su incorporación fomentaron el folklore a la vez que las juntas económicas, pero también –aquí lo peligroso– intentaron –intentaron, nada más– dar una metafísica a Cataluña incorporándola a la corriente universal de la cultura, a través de un Instituto Bernat Metge, de unos Estudios Catalanes, de una protección al intelectual, al artista, de un viajar por Francia antes que por España. Ante tales intentos, no se crearon instituciones contrarias con potencia equivalente y superior, ni se pensó en llenar apropiadamente el vacío que podían dejar las existentes, pese a que ellas hubieran sido un eficaz catalizador que dentro de su gran función social hubiera opuesto la metafísica al folklore, uniendo la inteligencia con alas a la inteligencia pragmática, dando cauces a los anhelos juveniles de sabiduría, de profundidad, de amplitud, de contemplación, de unidad, en definitiva. Y esa preconizada acción especial hubiera considerado a las provincias catalanas, no como cuatro más en el mapa español, sino como cuatro provincias que valen, consumen, producen, piensan y viven como si fuesen diez o veinte. Al no hacerse así las cosas, los estudiantes catalanes bien podían haberse levantado un día, como aquellos del Renacimiento, pidiendo filosofía de Platón, exigiendo cabezas, maestros, mientras que, incorporados por la otra actitud, hubieran querido ver venir a los navarros, a los andaluces, a los castellanos, a enseñarnos un poco de gobernación y vuelo económicos. Ellos no necesitaban emigrar, como otros provincianos de regiones pobres: todo lo podían encontrar en su tierra y en sus fábricas. Pero ello no impedía el que sintieran derechos a verse alzados a una elevada política de entusiasmo y empresa, a una gran tarea española. Tal cosa no se consiguió ni con concesiones miedosas al catalanismo ni prohibiendo el catalán, ni tampoco con un dejar estar el problema en un tira y afloja, sin aplicar soluciones eficaces, a largo plazo quizá, pero radicales y hondas.

La ocasión ha llegado fluida, natural, sangrienta, preñada de evidencias, clarividencias y arrepentimientos. El hecho 1936-39 ha trastocado todos los términos y los planteamientos, y ofrece a nuestra generación una oportunidad de resolución concreta, obligada como está a cristalizaciones palpables y exactas, luego de haberse entusiasmado con nobles y más que reales mitos movilizadores. En el principio era el Verbo, y fue la defensa del Verbo: sea después la acción, la construcción. Cataluña pide aquel amor castellano de «obras son amores», no el andaluz de las buenas razones, del piropo, menos aún los esquinamientos o la indiferencia. Si Cataluña es como una mujer, bella, rica, vigorosa, no era extraño que pidiese el matrimonio, con su parte material y su reverso espiritual. Cataluña, fragua de problemas y rebeliones, no tuvo ocasión de desangrarse en América, pero este motivo de viejos resquemores ha podido convertirse en providencial, por haberla mantenido como fuente de energías cuya sucesiva incorporación a la tensión patria, de conveniente ha pasado a ser necesaria. Sobre su sólido fondo ibérico, huracanado, raro, disolvente a veces, se alza en todo momento, no sólo su «seny», su buen sentido, sino también su «anyorança» de una España ideal como la que toda nuestra generación lleva hoy en su pecho ardido. Dijo en una Ocasión Eugenio Montes, que aquella gran voluntad revolucionaria y tradicional a un tiempo que creció en España hasta desembocar, en el cruce de 1936, en vez de surgir, en gran parte, en el Norte bilbaíno –aquella generación bilbaína–, bien podía haber tenido su cuna en Barcelona. Esta fundamental fe en la Cataluña española, hispánica, me la ha teñido siempre con su gracia, en el terreno del sueño y del ensueño, el recuerdo de aquella leyenda del pueblecito del Pirineo catalán, cuyas campanas tocaron a muerto, solas en la noche, cuando el César Carlos expiraba en Yuste, hablando con si, lengua de bronce, de un soterrado amor, del novio soñado y deseado. Por eso lo que no se comprende es aquella cornamenta de los republicanos españoles, dejando escapar, arrojando de sí a la mujer triste y huidiza que sólo pedía mucho amor, mucha colaboración, mucho diálogo y convivencia, muy firme y levantada enseñanza, mucha videncia y evidencia de cielos, y estrellas, y rectitudes. Hoy Cataluña es como un Renacimiento sin malas políticas entreveradas, que levanta su pensamiento y su sensibilidad alboreantes sobre una firme base material de riquezas. Un día –verdadera noche, si enrojecida, si tenebrosa– gritó mucho contra los españoles vigentes, los turnos políticos, las malas políticas... –El odio sólo pudo fermentar, como en todas partes, en almas pequeñas o en turbias demagogias–. Pero hoy, Cataluña es en España una muda, atenta y activa presencia.

Alberto Clavería.


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