Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
[página 3]

Ortega a destiempo

En estas páginas se aludió a Ortega en diferentes puntos de vista. Ahora que él, según parece, anuncia nuevas tareas de magisterio entre la juventud, y que Alférez cumple una etapa, es hora de puntualizar algunos extremos de modo oficioso, esto es, dando paso a la opinión colectiva del grupo que en torno a esta revista se mueve y no a la particular de sus colaboradores. Inútil es advertir que esta opinión, en lo que tiene de crítica, sólo afecta a un aspecto de la obra de Ortega, y que únicamente puede comprenderse viéndola sobre el trasfondo de nuestra admiración por él.

El Ortega que desde hace unas semanas flota de nuevo en la superficie española con su fundación del «Instituto de Humanidades» y sus conferencias sobre Arnold Toynbee, no nos parece que pueda ser maestro de juventud. Esto es, no nos parece que entre Ortega y ella exista el sutil comercio necesario entre maestro y discípulo. Lo que en nosotros es germen, no es en Ortega flor. Lo que en nosotros es inquietud primordial, no es en Ortega objeto preferente de atención. Y como consecuencia, el clima, que en Ortega envuelve ideas y palabras, es diferente del nuestro. No sólo diferente por más depurado, que sería cosa natural, sino diferente por estar confinado en una época lejana, y que ya no es la que hoy nos sirve de base y espuela.

Un joven, sea cual fuere su orden de creencias concretas, siente al entrar en la sala de conferencias del Círculo Mercantil la sensación de estar viviendo una de esas piezas teatrales inglesas en las que el tiempo retrocede milagrosamente. Todo parece petrificado en 1930. Suena, sí, el nombre actualísimo de Arnold Toynbee y se hacen alusiones a hechos recientes; pero el camino que estas actualidades jalonan no lleva al corazón del mundo actual. Y no es que identifiquemos al corazón del mundo actual con nuestro corazón, aunque hasta cierto punto tendríamos derecho. Hoy día ladra Europa agita ciertos problemas; espirituales magnos con cierto definidísimo estilo. Los intelectuales, en general, no divagan. La alegre función deportiva y desinteresada que el pensamiento tenía hasta hace quince años está hoy, mucho más por necesidad que por vicio, reducida al mínimo. Hoy, no sólo se pide a las ideas que ilustren y diviertan sino también que salven; salvar quieren, cada uno a su modo, Jünger, Toynbee o Sartre. Como maderos sobre la corriente, las ideas están asediadas por manos de náufragos. Cerrar los ojos a este espectáculo y ponerse a divagar gratamente sobre el dandysmo o sobre la etimología de cualquier vocablo traído por los cabellos es una incomprensible actitud.

Acaso al lector se le ocurra pensar que en unas conferencias destinadas a exponer la doctrina de Toynbee no han de esperarse palabras esenciales y salvíficas, sino referencias concretas a esta doctrina. Pero el caso es que en la textura de las conferencias, Toynbee es poco más que un pretexto. Las ideas se anillan extrañamente; el chiste va codo con codo junto a la precisión filosófica, la declaración personal o la alusión a Dios. Todo es un magma resplandeciente e informe sobre el que lo mismo se insinúa el perfil de una cuestión esencial que el de un «divertimento» intrascendente. Y uno se pregunta si la cortesía del filósofo no es, además de claridad, jerarquía en los temas y rigor en el modo de tratarlos.

Después de diez años de ausencia, Ortega ha vuelto para reencontrar exactamente el mundo que había perdido –damas y caballeros anclados en 1930– y no un mundo nuevo. Y conste que esto no lo desvalora a nuestras ojos sino en un aspecto concreto: en el aspecto de que a este Ortega de ahora le falta punta de saeta y virtudes de anticipador, lo que no obsta para que tenga su docencia una significación precisa. Pero una significación forzosamente distinta e inferior a la que tenía en la España de hace unos lustros. Su palabra no puede equipar la primera línea de nuestras necesidades intelectuales, sino una segunda línea de menor tensión. Si no somos demasiado historicistas, reconoceremos a esta segunda línea su importancia.

El secreto de la eficacia mayestática de Ortega, a través de sus largos altos de magisterio nacional, ha sido el estar siempre ubicado en la altura de los tiempos –para él, en cierto modo, la verdad y la altura de los tiempos son términos coincidentes. Ahora bien; llega un momento en que la esponja del alma se empapa del todo y pierde facultad de absorber nuevos jugos. El orteguismo, en Ortega y en sus discípulos, parece una experiencia forzosamente limitada por las fronteras de cada capacidad personal. El estar siempre a la altura de los tiempos no es posible, porque todo alma tiene un punto de saturación. La vejez, que a otros estilos mentales les da una perfección de vinos reposados, hiere al orteguismo en su entraña. Se trata de una filosofía para la juventud. Desde el momento en que el tiempo interior no marcha en armonía con el tiempo histórico, entra en contradicción consigo misma.

Los treinta años largos que Ortega lleva de magisterio en España pueden partirse, por lo que hace a la asimilación de las inquietudes y problemas transeúntes, en dos etapas: una que va, años más o menos, hasta 1930, y otra desde 1930 hasta hoy. En la primera, Ortega tenía una sensibilidad de antena vibrátil para todo o casi todo cuanto ocurría en España y en el mundo. En la segunda esta facultad se atenúa hasta el punto de dejar pasar –prueba de ello, el anacronismo de sus conferencias actuales– una serie de hechos espirituales muy graves. A partir de 1930, el mundo y España se aborrascan, La evolución de la poesía española desde esa fecha hasta hoy, tal como la interpreta Dámaso Alonso, es un detector de este aborrascamiento. Al purismo sucede la pasión, y al juego intelectual la preocupación religiosa. Todo se humaniza o diviniza: vaticinios, gritos. Y paralelamente al aborrascamiento de los espíritus hay un aborrascamiento de la historia, resuelto para los españoles en las dos tormentas de nuestra guerra civil y de la mundial.

Todo este complejo orden de fenómenos, aquí más sugerido que explicado, pasó como un ala trágica sobre la función intelectual y la invistió de una gravedad y de un rigor casi tristes. La prosa se hace más escueta y la cabriola y la diversión, desaparecen. Los filósofos hablan de Dios, de la inmortalidad del alma, de la nada. Pero Ortega atraviesa estos años a pie enjuto con su filosofía a cuestas sin dejarla perder nunca su aire escrupulosamente frío y secular. Este hecho proclama dos cosas: por una parte, la mesura orteguiana y su virtud de no dejarse arrastrar por ningún desmelenamiento, pero por otra parte, su impermeabilidad para ciertos jugos fuertes en los que andan revueltas secreciones afectivos y preocupaciones religiosas. Y no se diga que esta asepsia garantiza el valor actual del pensamiento orteguiano como medicina y correctivo del tiempo. Esto sólo ocurriría si en ella estuvieran, resueltos, o al menos clarificados, los mismos problemas vigentes a que aludimos.

Ortega es el padre de casi todos los españoles que piensan, incluidos muchos de los que le combaten. Pero no nos parece que hoy pueda hacer de atalaya; al menos si no logra escapar de esa isla de 1930.

Alférez


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