Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
[página 4]

La degeneración de la generación

Seguramente nunca ha habido un concepto historiológico de tan próspero destino como el de generación. Desde los grandes postkantianos y los románticos alemanes, hasta nuestro próximo Laín Entralgo, pasando, entre otros, por Dilthey, Petersen y Ortega, este afilado instrumento de la mente frente a la Historia, este fértil molde de la concepción del transcurrir universal ha sido pulido y esclarecido hasta tocar el límite de su perfección posible. Parece, en efecto, que lo único que se le puede exigir sin ningún género de discusión a una categoría del pensamiento histórico, es que resulte útil y fecunda, que sirva como llave eficaz para el conocimiento, ya que incluso a los demás conceptos no historiológicos no es tampoco la verdad lo que cabe reclamarles, pues ésta, según enseña la lógica, es propiedad del juicio y no del concepto. Ahora bien; las ideas pueden tornarse peligrosas en cuanto se usan, y lo cierto es que el concepto de generación, trascendido ya a la prosa más cotidiana de los periódicos, empieza a acarrearnos graves daños, convirtiéndose, además, en el arma clave del historicismo en que vivimos anegados. El uso inmediato, y a granel de la generación, en manos de inexpertos adolescentes, ansiosos de asumir papeles de conductores del pensamiento político, y en manos de zafios propagandistas de lo que no necesitaba propaganda, ha llegado a crear en los jóvenes una mentalidad, un «complejo generacional» casi, que quizá sea tiempo aún de derretir con ironías.

Pero procedamos con un barniz de sistematismo, no queriendo parecer menos que los autores alemanes. Es preciso, en sustancia, señalar que la idea de generación, al ser usada, ha sufrido una grave deformación, una inversión de su centro de gravedad y sentido. Dicho brevemente: la «generación» genuina se había diseñado antaño a posteriori, según las personalidades y obras formadas plenamente, siempre reconocida y bautizada por sus herederos, y no por ella misma, según criterios que los «doctores generacionales» –véase Petersen– han estipulado de sobra. En cambio, esta generación para andar por casa que solemos usar, es, a priori, incluso en un sentido ontológico. Es decir, no sólo se define a sí misma previamente a la operación, sino que supone que la generación es la realidad primaria, y el individuo sólo derivada, o de otro modo, que la generación es al individuo como la Idea de Platón al objeto concreto, y, por tanto, que el hombre tiene entidad sólo en tanto participa del ser generacional; es, en cuanto es generación. No exageramos; todos los días pueden leerse gacetillas de este tipo: «Acaba de llegar a Madrid, procedente de... (por ejemplo, de alguna nación hispanoamericana), el doctor Fulano de Tal.... claro exponente de la nueva generación de su país...» Lo que define, pues, y valora elogiosamente a una persona, ya no es su valor personal, sino su condición de miembro característico, de «cónsul» de una generación. Pero en la vida real, la cosa va un poco más allá todavía; la generación se convierte en un recurso, para ser en un punto de apoyo con que nuestra nada puede hacer palanca sobre el universo. Personas que por sí solas tienen poca probabilidad de alcanzar peso y significación en la comunidad, se organizan sabiamente en forma de generación, para ver si, pues que «I’union fait la force», ella les da personalidad y existencia plena; lo que con mala intención se llamaría «socorros mutuos generacionales». En otro tiempo se fundaba un partido en tales casos; hoy se funda una generación, cosa más cómoda.

Conste que no nos alegra este papel de pequeños Pasteur de la Historia, combatiendo una vez más la «generación espontánea»; pero es preciso seguir adelante entrando a aspectos más particulares. Vamos con otros: el jurídico-moral y el profesional.

Se ha hablado, en efecto, de un «derecho generacional», según el cual cada generación, por ser tal, tiene licencias y obligaciones peculiares. La cosa es tan obvia que nos revela de toda explanación; por una misma acción no es absurdo que quepa ser recompensado con una sinecura, o sufrir consecuencias penales, según que se pertenezca a una u otra generación. En las costumbres –yendo a la «moral generacional– esto es aún más claro; lo que escandaliza en unos es perfectamente tolerado en los de otra generación, etcétera, &c. (No es menester señalar cómo hoy día nuestras novísimas generaciones son las situadas bajo un código moral más estrecho y una disciplina más inquebrantable, en su conducta particular incluso.)

Pasemos ahora al segundo punto, sin querer ofender aquí a nadie, pues de ofender a alguien seríamos nosotros los primeros incursos, ya que nuestra historia alfereciana comenzó diciendo, al modo del Restaurador, «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda de la generación» (y esa es la razón de que el jubilado «Gambrinus» resucite fugazmente en el número final de esta revista, sólo para hacerse el «hara-kiri» generacional, castigando en sí propio los yerros de todos). Nos queremos referir aquí, en este segundo punto, a la posibilidad, hoy creada, de ser profesionales de la generación. «Fulanito de Tal. De la generación de mil novecientos y tantos», leeremos en una tarjeta de un momento a otro. Se puede crear uno un porvenir sólo con lograr ser reconocido como representante típico generacional, que, ipso facto, tendrá sitio y voz en todas partes como diputado de su generación. Si pasamos al punto de vista del individuo, la cosa consiste en que el joven, inicialmente, encuentra su carrera vital determinada por la promoción en que le ha tocado nacer; tendrá que seguir tal o cual «cursus honorum», y adoptar tales o cuales papeles. Se le da su biografía hecha, como una ficha con líneas de puntos a rellenar, con el riesgo grave de que si esas «autogeneraciones» son luego barridas por el viento, el individuo será menos capaz de salvar su tarea propia del fracaso de su presunta generación.

Pero lo que hace más temible a la generación es su aplicación universal, y obligatoria, el «imperativo categórico generacional». «Hay que definirse», han gritado muchas veces mozos que apenas comenzaban a ser. «Hay que generacionarse», parece ser el mandamiento novísimo. («¡Hay que jorobarse!», piensa uno.) Como la documentación de identidad, hoy es indispensable el certificado generacional. Hay que inscribirse en la caja de recluta del «servicio generacional obligatorio», en el que, a diferencia del militar, no sabemos si alcanzaremos algún día el canuto de la licencia. Recibida la instrucción, se puede ir viviendo, siempre que no faltemos al juramento de la bandera y quebrantemos la fidelidad a nuestra generación, pues en tal caso, no sabemos a qué nos expondríamos; tal vez a ser castigados por nuestros hermanos de generación –o digámoslo en alemán para más claridad, nuestros «Zeitgenossen»–, con algún procedimiento más o menos klukluxklánico, apareciendo nuestros restos ensartados en un mohoso puñal con el letrero «Por traidor a su generación».

En fin, podríamos seguir analizando largamente, entre bromas y veras, los peligros del fomento del cultivo de las generaciones. Pero esta ocasión, breve y ligera, no admite más. Sólo un esfuerzo titánico, prolongado y colectivo, puede remover este entendimiento historicista –y, por ende, en el fondo determinista– de la vida, la cultura y el arte, y volver a sus cauces al desbordado «homo historicus», que, como cualquier herejía, es tan peligroso, por ser una verdad parcializada, con una mitad hipertrofiada y otra enteca. Dejémoslo, pues, terminando, como ilustración fuera de texto, con un modelo de dialoguillo que, si Dios no lo remedia, podremos sostener con la criada un día de éstos:

—Ha venido a verle un señor...
—¿Quién era? ¿Dio su nombre?
—No, no dejó el nombre; dijo que le llamaría luego por teléfono...
—Pero, vamos a ver, ¿cómo era el señor? ¿Era un señor mayor o un joven?
—Pues sí; sobre poco más o menos, como de su generación de usté...

Gambrinus.


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca