Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
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Defensa de la vida intelectual

Desde hace algunos años se viene afirmando que la situación en el mundo moderno es sobremanera insegura. Su misión si es que tiene alguna, aparece tan borrosa que no se sabe qué hacer con él. Sobre la importancia y significación última de este hecho se ha escrito mucho, y la bibliografía es numerosa; recientemente han vuelto sobre el tema Julián Marías, en La Nación, de Buenos Aires, y Jorge Vigón, en la revista madrileña Criterio.

Pero esta situación ofrece especiales matices en el caso del hombre joven que un buen día se encuentra con que –le guste o no le guste– es un intelectual. Creo que no es preciso destacar el interés que para todos nosotros tiene este problema. Las reflexiones que siguen quieren ser una sencilla aportación a su correcto planteamiento.

Lo primero que le ocurre al reconocerse como intelectual es sentir una gran confusión. De una parte, por ese clima desfavorable o, por lo menos, incomprensivo que el hombre de pensamiento encuentra en su contorno social. Cierto que esto afecta a todos los intelectuales, pero los de más edad iniciaron su tarea en un ambiente propicio. Por eso debió ser para ellos gozoso el hallazgo de su vocación. Conjugaban el enriquecimiento de su vida interior con la seguridad de que su misión –poner claridad en la vida de los demás hombres– era, quizá, la más decisiva. Por lo menos, tal creían ellos. A lo largo de su existencia, estos hombres han sido testigos de la desvalorización progresiva del intelectual que ellos mismos han sufrido; a pesar de todo, su fuerza cm muy grande; así, participaron decisivamente en la política española durante los años de la Segunda República. Por el contrario, hoy el nuevo intelectual que ve a sí mismo sin un servicio que cumplir. En torno suyo los demás realizan funciones muy concretas, dotadas de preciso sentido y definidas con claros nombres. «Hacen» algo, en tanto que él es el hombre que no hace nada; junto al derroche de actividad que caracteriza a aquéllos su contemplación, se le aparece como un egoísmo que los hombres toleran como ornamento, pero que no necesitan como fundamento. Este menosprecio de la función del intelectual se ve bien en lo económico. Lo que los hombres pagan caro es lo que aprecian de tal modo que creen que sin ello no pueden vivir; pues bien, todos sabemos que sin un gran amor a la pobreza no puede un hombre joven entregarse plenamente a la vida de la inteligencia.

Pero es que, además, en el mismo dominio del pensamiento reina una gran desorientación. Se ha olvidado que, los saberes, y dentro de ellos los problemas, tienen un efectivo rango. No todas las cosas tienen la misma importancia; unas son accesorias, aunque sea conveniente ocuparse de ellas, y otras son fundamentales, y es preciso reconocerlo así. No quiero decir con esto que la investigación erudita sea totalmente rechazable, pero sí que no es suficiente, y sobre todo que no es valedera por sí misma. Solamente cuando se articula en una unidad orgánica y es colocada en su debido lugar adquiere su propio valor.

Por estas cosas es frecuente el descontento interior. El hombre joven no se resigna fácilmente a ser considerado como un inválido, a que los demás no le necesiten, y tampoco acepta adscribirse permanentemente a pequeñas cuestiones, que tienen muchas veces aire de pasatiempo.

Este primer sentimiento de confusión se torna en vergüenza cuando, mirando a los que se llaman intelectuales, observa su comportamiento. Muchos afirman jactanciosamente que lo son; con voz altisonante hablan de su vocación y del sagrado depósito que les está confiado, escriben libros, pronuncian conferencias o lecciones y, en una palabra, ejercitan aquellas actividades que son manifestación normal de la vida del pensamiento. Pero a través de la riqueza de las palabras y de los maravillosos juegos conceptuales, se trasluce muchas veces no sólo la ausencia de la verdad, sino también la despreocupación por buscarla. Hay, en cambio, un afán desmedido por exaltar la propia persona, tanto, que da pena ver cómo algunos de los hombres más inteligentes de España nos cuentan desde las columnas de los periódicos las cosas de su vida privada, matizándolas con las frases ingeniosas, que se les han ocurrido en cualquier conversación, o bien hacen constar insistentemente la «radical novedad» de lo que dicen, la superioridad de que saber y su prioridad en la exposición de algunas ideas, cuando lo que importa es que la verdad sea dicha no quien la dijo, ni mucho menos si fue éste o el otro el primero en decirla. Y es que estos hombres creen que el intelectual sigue siendo la principal figura de la escena y persisten en sus actividades de primera actriz, creyendo que entusiasman al público, que, en realidad, les toma muy poco en serio y se regocija con sus rabietas o con sus agudezas.

Este exhibicionismo prende algunas veces en los más jóvenes, que, lejos de sentirse menesterosos de la verdad, se bastan a sí mismos a los veinticinco años. Como acerca de las cosas pueden mantenerse infinitas opiniones, ya que no es posible encontrar una unidad en ellas, lo interesante es destacar la personal visión del mundo. Sobra así toda disciplina mental y todo rigor, sobran los largos años de estudioso silencio, el aguardar a que las ideas maduren, y para nada sirve el tesoro cultural acumulado por el hombre a través de su historia. Lo que importa es ser original, decir, también ellos, cosas radicalmente nuevas, y teorizar, teorizar incesantemente con agilidad, con brillo y, sobre todo, con «mucha personalidad», ignorando que, como ha escrito Ortega, «La misión última del intelecto será siempre cazar la esencia, es decir, el modo único de ser cada realidad.» A ellos podemos decirles los siguientes versos de Antonio Machado:

¿Tu verdad? No, la verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.

De la confusión y de la vergüenza surge la obligación ineludible de justificarse. Esta es la primera labor intelectual que tiene que hacer el hombre joven. Ha de ser hecha con absoluta sinceridad y con la máxima exigencia, procurando llegar hasta las raíces más hondas de la vida del espíritu. Sin esta justificación previa nada puede emprenderse; ella ha de ser la savia secreta que vivifique toda la actividad del pensar. Mientras se haya logrado, el sentimiento de invalidez propia impedirá la entrega generosa a la realización de algo sobre lo cual se duda más que se cree.

En primer lugar, es preciso distinguir entre la curiosidad y la necesidad. Cierto que la curiosidad es respetable y puede ser el acicate circunstancial del trabajo intelectual. A ella indudablemente se deben obras importantes. Pero el hombre que busca la verdad, no lo hace sólo por el gusto de poseerla, sino porque siente que le es necesaria. Necesidad que surge de la entraña misma de su existencia. Debe buscar la verdad, porque sólo así puede salvarse. Al hombre le acecha siempre el peligro de caer en la barbarie; para evitarlo, su vida ha de tener un sentido, y esto, sólo puede lograrlo por la verdad; por eso la necesita para vivir, como necesita el aire que respira. La justificación última del intelectual está en buscar la verdad una, la que salva juntamente su vida y la de los demás. El olvido de todo, esto es una traición. Porque muchos intelectuales la cometieron, y sus especulaciones no han sido más que piruetas divertidas, los hombres, que nada podían esperar de esto, pensando como Aristóteles que «ejercitarse uno mismo y trabajar con fines de diversión parece necio y manifiestamente infantil», les han vuelto la espalda. Hoy no se busca un hombre que con su pensamiento guíe la acción, sino que las cosas se hacen y luego se encarga al intelectual que invente una teoría cualquiera para justificar lo hecho.

En segundo lugar, el intelectual joven ha de justificarse por su conducta. Es preciso que se dé cuenta de que su misión es hoy contribuir en la medida de sus fuerzas a la restauración de la inteligencia. Libremente ha elegido su destino y debe entregarse a él. Esta entrega estará presidida por una gran sobriedad. La sociedad le impone una vida modesta, y tiene que aceptarla; pero mayor aún ha de ser su sobriedad intelectual. Necesita practicar un ascetismo largo y denodado: necesita, sobre todo, el valor de esperar en silencio; no todo lo que a uno se le ocurre puede decirse y menos aún publicarse, pero si la verdad surge en la mente entonces hay que decirla, pase lo que pase y cueste lo que cueste.

Una última justificación es precisa al intelectual, la decisiva, la que viene de Dios. Hablar de esto es tarea superior a mis fuerzas. Creo además firmemente que no es más necesario hablar con Dios que hablar acerca de El. Y a Dios se le encuentra siempre en el silencio y en la soledad.

Tomás Ducay


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