Filosofía administrada

Adolfo Muñoz Alonso
Unidad en la Universidad
Alcalá, 10 febrero 1952

 

El título es polivalente. Equívoco, mejor. La unidad en la Universidad puede resolverse entre profesorado y alumnos o entre disciplinas docentes. E incluso entre investigación y didáctica. Nuestra tarea, hoy, se cifra en la unidad cultural.

De propósito, no decimos científica. El vocablo ciencia está maltratado por los científicos y por los sabios. Hoy queremos que todo acabe o en poesía o en tablas algorítmicas. Es curioso que la Teología, que puede representar la unidad suprema –«el eje de oro de nuestra cultura»–, sea la materia más ignorada de nuestros universitarios, profesores y alumnos.

La unidad en la Universidad no la puede dar la ciencia, en el sentido que la ciencia viene siendo entendida. Es más, la ciencia ha roto la unidad en la Universidad, porque en nombre de la ciencia se exorcizan demasiados saberes.

La ciencia está hoy a la defensiva. Se ha de defender de la técnica, que quiere pervertir su sentido austero; de la poesía, que pretende disolverla en aires de vuelo; de la metafísica, que significaría una idealización lógica. Y nunca un saber a la defensiva fue símbolo ni fuera de unidad. La unidad la logra siempre una idea o una realidad superior a lo que intenta organizar.

La unidad no puede lograr su unidad cultural por la preeminencia de ninguna de sus Facultades. Ni siquiera por la creación de otra de orden superior. El lector sabe bien al blanco a que apunto y disparo con la frase. La unidad nos viene servida por el culto a una formación de alcance supremo y dominador que no es materia específica de Facultad alguna y que, sin embargo, puede ser el rezumo de todas y de cada una.

La Universidad ha de saber responder a esta pregunta: ¿Para qué sirven los universitarios y para qué se les quiere hacer servir? Porque se da el caso peregrino de que lo esencial, lo profundamente humano, se escapa de la Universidad. Y, por ello, la unidad es algo accidental en la Universidad, debiendo ser lo característico de ella.

El fin no especifica los medios. Esta verdad, como tantas verdades, esconde graves riesgos. El fin no especifica, pero dignifica o aplebeya los medios. Y lo cierto es que la Universidad no es una fábrica de títulos, pero tampoco es una preparación de opositores. No es –quiero decir–, no debiera serlo.

Se ha confundido la oposición con lo esencial de la profesión. La condición ha suplantado a la esencia, usurpando su contenido y dignidad. Y así como la profesión une, la oposición disgrega, desune.

No entra en nuestro ánimo realizar un examen de las profesiones como exigencias de una acomodación o necesidad vital, que sí es imperativa.

Comprendo y sé que hay acciones buenas o malas en sí mismas y previas –o mejor, independientes– de cualquier voluntad, incluso de la divina. Pero es necesario que la moralidad inexorable de esas acciones y su poso flote sobre el movimiento ondulante de sus aplicaciones concretas o circunstanciales.

En este sentido triunfa en la unidad la resolución filosófica. Pero no la Facultad de Filosofía, sino la virtualidad filosófica, la categoría humana de sus principios. Es curioso que las disciplinas eminentemente formativas del hombre universitario –imprescindibles en él, atentas para todos– sean las más difíciles de enseñar y las más alegremente tratadas.

La profesión –toda profesión– es resultado de una unidad y afianzamiento en unidad. Y, sin embargo, la incomprensión es punto menos que absoluta. No creo que sea un peso que haya de gravitar sobre el Estado o sobre la Administración la resolución del problema. Es negocio de la Universidad. Entre los deberes sagrados de la Universidad, éste es el primordial. La Universidad no puede contentarse con ser excelente maestra, sino «Alma Mater».

El alma de la Universidad es también forma, como la del hombre. Y por ella se explica la unidad del hombre y de los hombres. De los hombres, en la profesión.

El ayuntamiento de maestros y escolares no es, pues, sólo una recomendación de unidad disciplinaria, sino muy principalmente una exigencia para entendernos sobre la cuestión previa: La Universidad, ¿para qué? Y como respuesta: Para lograr en ella y por ella la unidad cultural de la Patria. Unidad, ya lo han entendido todos mis lectores, que no ahoga, sino que ensancha todas las diversidades de opinión, de disputa y de pensamiento. Porque lo que se busca en la unidad de la Universidad no es acallar razones o uniformar sentencias, sino esclarecer «el tema» del diálogo, en el que pueden intervenir razones, silencios y, si preciso fuera, el grito. Todo menos la pereza de un aprendizaje.

Adolfo Muñoz Alonso

{Tomado de Alcalá. Revista Universitaria Española, Madrid, 10 de febrero de 1952, número 2, página 3.}


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