Luis Vidart Schuch (1833-1897)
La filosofía española, indicaciones bibliográficas (1866)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Una carta y un artículo

Al Señor don José Navarrete, Capitán de Artillería.
Cádiz.

Mi querido amigo: al enviarme usted su artículo bibliográfico sobre LO ABSOLUTO, de D. Ramón de Campoamor, terminaba su carta, diciéndome estas palabras {(1) Se publicó este artículo del Sr. Navarrete en el número 285 de El Mundo Militar.}: «yo, muy poco competente en materias filosóficas, no he podido hacer más que llamar la atención sobre la importancia del libro recientemente publicado por el autor de El Personalismo: V. con más ciencia y doctrina, puede y debe escribir un juicio crítico, y espero que así lo haga al menos porque yo se [282] lo pido.» Alabando como merece su modestia y agradeciéndole sus benévolas y amistosas frases sobre mi competencia como crítico, he encontrado graves dificultades para acceder a sus deseos.

Sabe V. bien la dolencia de la vista que hace tres años padezco, la cual se ha aumentado mucho de algún tiempo a esta parte, y además circunstancias personales, largas de explicar, ocupan mis días y mis noches sin dejarme el sosiego necesario para que puedan ser fructíferas las tranquilas meditaciones que la razón refleja.

Sin embargo deseando no negarme a la afectuosa petición de un amigo que tanto quiero, he adoptado un término medio, según aconsejaba Aristóteles para alcanzar la virtud -y ya empieza la filosofía- término medio, cuyos fundamentos racionales voy a explicar en breves palabras.

El Contemporáneo, ha publicado dos artículos críticos sobre LO ABSOLUTO; careciendo yo en este momento -y quizás siempre- de las condiciones necesarias para juzgar un libro de metafísica pura, voy a escribir al correr de la pluma una tentativa crítica sobre los críticos de El Contemporáneo.

Si siempre vale muy poco lo que yo escribo, el adjunto artículo por las razones apuntadas, [283] quizá no sea digno de ver la luz pública {(1) El Sr. Navarrete juzgando con la benevolencia de la amistad nuestro ligero trabajo lo publicó en El Peninsular de Cádiz; por esta causa lo reproducimos nosotros aquí.}; léalo V. con despacio y si así lo juzga, condene a las llamas el manuscrito, y de este modo tendrá la honra de asemejarse en su muerte, ya que no en su vida, a tantos libros excelentes que han sido abrasados en las hogueras de todas las intolerancias, desde la que atizaban el cura y el barbero para quemar la biblioteca del ingenioso hidalgo, hasta la que preparó el verdugo de París para que consumiese las ideas del P. Mariana. No siempre que se habla de hogueras, se han de citar solamente las tan célebres y renombradas de la Inquisición española.

Poniendo aquí punto final a esta desaliñada epístola, sabe que la estima muy de veras su amigo y compañero,

Luis Vidart
Sevilla, 8 de abril de 1865.

Tentativa crítica sobre dos artículos críticos

En los números de El Contemporáneo, correspondientes a los días 29 de marzo y 2 del presente mes, han visto la luz pública dos artículos críticos sobre la metafísica titulada LO ABSOLUTO, que recientemente ha publicado el académico señor Campoamor. Firma el primero de los citados artículos un señor don J. V. cuyas iniciales casualmente son las mismas que las de un erudito crítico y distinguido poeta que se toma la libertad de usar de su razón para discurrir, con más o menos acierto, pero siempre, según su leal saber y entender, pecado que no le perdonan esa turba de improvisados estadistas y literatos sin letras, que llaman a la filosofía estudio [285] abstracto y sin aplicación práctica, bien es cierto que poco vale esta afirmación dicha por los que entienden como práctico, la experiencia insubsistente del día, y aun del momento; y como abstracto, la regla general que abraza todos los casos donde se realizan los hechos particulares.

No diremos más acerca de la persona a quien pueden pertenecer las iniciales J. V.; puesto que este caballero se presenta con la visera calada; no intentemos averiguar cuyo es el rostro que se encubre; entremos en materia, dejando a un lado largos y tal vez inútiles prolegómenos.

El artículo del señor V. se halla escrito en forma de carta dirigida al autor de LO ABSOLUTO y su galano estilo y sus ingeniosos conceptos recuerdan ciertos Estudios críticos de literatura, política y costumbres de nuestros días que hace poco tiempo se publicaron; no hemos encontrado comparación más adecuada para las dotes literarias del Sr. V. que las que tiene el insigne escritor cuyas iniciales son J. V.

Pero aparte de estas condiciones de ingenio y de estilo, que nadie negará al Sr. V., creemos que su impugnación al libro del señor Campoamor está poco fundada y con alguna confusión establecida. No que LO ABSOLUTO, carezca de defectos en su concepción y vacíos en su doctrina, [286] pues toda obra humana los tiene, pero estos defectos y vacíos no son, según nuestro humilde juicio, los que señala el articulista J. V. Intentaremos probar la verdad de la opinión que acabamos de emitir.

Ante todo, ¿cuál es el sistema filosófico que sigue el articulista de El Contemporáneo? Veamos cómo contesta a esta pregunta el mismo señor V.: dice así dirigiéndose al señor Campoamor:

«Yo, francamente, trato de impugnar la metafísica de V., y sin duda se me preguntará: ¿con qué criterio vas a impugnarla? A esto pudiera yo contestar que con el que Dios me ha dado; pero tan desenfadada contestación no basta. La pregunta tiene otro significado y otro valor: la pregunta es: ¿en nombre de qué sistema impugnas este nuevo sistema? Y a esto he de contestar con llaneza en nombre de ninguno.»

«Aunque aficionadísimo a la filosofía, aún no he adoptado el sistema de nadie, ni he tenido vagar ni discreción bastantes para forjar yo mismo uno que se ajuste a mi gusto como hecho expresamente para mí. No voy a impugnar, pues las doctrinas del Sr. Campoamor en nombre de otras determinadas doctrinas, pero entiendo que [287] no debo impugnarles sólo en nombre del mero sentido común. Un libro como LO ABSOLUTO no merece esta injuria. Sería como si sometiésemos a un capitán general o a un arzobispo a la jurisdicción de un alcalde de monterilla. Pero si no acudo a un sistema filosófico mío o adoptado por mí, porque carezco de él, ni acudo tampoco al mero sentido común, por incompetente y bajo para fallar un pleito de tamaña cuantía, bien puedo acudir, y acudiré en verdad, a ciertos principios de crítica filosófica, inconcusos los más y aceptados todos ellos por las diferentes escuelas; a cierto germen, que no se puede negar que hay ya, al cabo de tantos siglos y generaciones de filósofos, de aquella perenne filosofía no nacida, con que Leibnitz soñaba.»

Parécenos que afirmar que existen en filosofía ciertos principios inconcusos los más y aceptados todos ellos por las diferentes escuelas, es la teoría que ha servido y sirve, sino de fundamento, al menos de criterio a la mayor parte de las escuelas eclécticas, y que por lo tanto el Sr. V. es un ecléctico inconfeso, ya que su conocido talento no nos permita usar del adjetivo inconsciente. Y también nos parece que la dicha teoría es falsa de todo punto. ¿Dónde están esos principios aceptados por todas las escuelas [288] filosóficas? Hasta la afirmación de que algo es donde realmente coinciden el materialismo, el sobrenaturalismo y el idealismo, está negada por los escépticos radicales que repiten en todas épocas, aun cuando cambiándole la forma, aquel argumento de Gorgias: lo que es finito y variable es mera ilusión, lo infinito es incomprensible para el hombre, luego nada puede afirmar la razón humana.

El Sr. Campoamor ha escrito en LO ABSOLUTO: «Zaherir a la religión y a la metafísica por su falta de progreso, es una insensatez propia de los que ignoran por completo los fundamentos de la metafísica y de la religión... De las dos partes en que se divide la filosofía, la ciencia y la moral, la ciencia, o el hombre es lo perfectible; y la moral, o Dios, es lo perfecto.» Al leer estas afirmaciones el crítico Sr. V., intenta refutarlas y dice a este propósito:

«Usted, Sr. Campoamor, equipara la religión con la metafísica y niega en ambas hasta la posibilidad del progreso. Me parece que incurre V., al sostener semejante tesis, no en un error, sino en un sinnúmero de errores. En la religión, y ya se entiende que hablamos de la revelación y de la verdadera, es evidente que no cabe progreso alguno. Desde nuestro señor Jesucristo [289] hasta ahora nada ha adelantado ni pude adelantar lo que él vino a enseñar a los hombres. ¿Quién había de corregir o mejorar lo que dijo el Verbo hecho carne, el Unigénito del Padre lleno de gracia y verdad? Pero, ¿cómo ha de ser comparable una revelación sobrenatural, una comunicación de parte de la sabiduría divina por medios milagrosos, a lo que el hombre discurre, averigua, inventa o pone en claro, valiéndose de su natural discurso? Créame V., Sr. Campoamor, nada tiene de parecido en este punto la religión con la metafísica. Con lo que sí puede compararse la metafísica es con la teología. La teología, aunque parte de verdades o principios revelados, deduce de ellos consecuencias, y forma con ellos un cuerpo científico de doctrina, y en esto sí cabe progreso, y le hay; y es natural que le haya. Lo propio o más acontece en metafísica, donde hasta los primeros principios vienen a nosotros naturalmente.»

En nuestro sentir, ni el Sr. Campoamor, ni el Sr. V., han establecido con toda claridad el modo y forma en que la religión y la metafísica no son progresivas y son progresivas a la vez. La religión, la metafísica, el arte, el ser en general tiene tres manifestaciones distintas: una manifestación absoluta en Dios, [290] no progresiva, objetiva en la historia, que es progresiva y subjetiva en el hombre, considerado como individuo, que también es progresiva. De este modo se concierta la contradicción que pretende encontrar el Sr. V. entre las citadas palabras del Sr. Campoamor, y la esperanza indicada al finalizar la introducción de LO ABSOLUTO, cuando se dice, que siguiendo el método de este libro, quizá «venga por último algún pensador y convierta la torre de Babel de la filosofía en el fuerte inexpugnable de la verdad absoluta.»

Continuando su defensa acerca de la ley del progreso escribe el crítico de El Contemporáneo:

«Indudablemente, las leyes que recibió Moisés en la cumbre de Sinaí y los preceptos del hijo del Eterno en el sermón de la montaña no pueden ser derogados, ni mejorados, ni siquiera modificados. Pero tales sentencias, máximas, leyes o preceptos, ¿constituyen acaso la ciencia misma de la moral en su desenvolvimiento y coordinación dialéctica? ¿Es tolerable siquiera que se confundan así las cosas? Luego en este sentido se puede decir que progresa también la moral, esto es, la ética, la ciencia de las costumbres; y en este sentido dijo cierto amigo [291] mío, con espantoso escándalo y clamoroso de la prensa neo-católica, que Fichte, en sus tratados de moral, se había adelantado a muchos teólogos: esto es, que El Destino del hombre y la Introducción para la vida bienaventurada valen más, como moral, prescindiendo de los errores religiosos que puedan contener, que los libros del padre Sánchez De Matrimonio, más que los Estragos de la lujuria, más que los Casos raros de vicios y virtudes, y más que los Gritos del infierno

Muchas autoridades respetables, dentro y fuera de España, contradicen la opinión que se emite en este párrafo acerca del progreso de la ciencia y de la moral. Uno de los escritores más distinguidos de la moderna Francia, Mr. Edmundo Scherer, a quien llama Mr. Guizot el más sesudo y el más perplejo de los pensadores racionalistas, afirma en su Miscelánea de crítica religiosa, que cuando en las decadencias sociales se considera al hombre como el primero de los mamíferos, la historia natural es la única ciencia posible, y que nosotros nos encontramos en una de estas épocas. Otro distinguido racionalista, Mr. Gustavo d’Eichthal, en su libro titulado: Los Evangelios, dice así: «La moral ha seguido una marcha contraria a las ciencias [292] físico-matemáticas. Hace más de mil ochocientos años que se descubrió un principio fundamental; desde entonces todas las investigaciones de los varones más eminentes no han llegado a alcanzar un principio superior por su generalidad o precisión al que estableció en aquella época el fundador del cristianismo.» Hasta el patriarca del eclecticismo francés, Mr. Cousin, ha escrito en sus Fragmentos de filosofía al tratar de la espontaneidad y de la reflexión: «El hombre comienza por donde concluye, y concluye por donde comienza... La ciencia humana recorre un estrecho círculo cuyos extremos son dos puntos esencialmente semejantes.» Y en nuestra misma España, entre los pocos que se ocupan de materias filosóficas, un literato muy discreto el Sr. D. Juan Valera, cuya autoridad no debe ser desconocida del articulista J. V., en su juicio crítico de los cantos de Leopardi, manifiesta grandes dudas acerca de la realización histórica del progreso, y aún es más explícito en un artículo publicado en El Estado del día 9 de diciembre de 1859 donde refutando las teorías democráticas del Sr. Castelar, establece la proposición siguiente: «En moral y metafísica me atrevo a sostener que, a pesar de tantos siglos como han transcurrido, salvo lo que se sabe [293] por revelación, no sabe el Sr. Castelar, ni nadie, más que Pitágoras.» Véase, pues, cómo la negación del progreso en moral y metafísica del Sr. Campoamor, si tiene por contrario al crítico D. Juan Valera.

Y considerando despacio el argumento de que se vale el Sr. V. para probar el progreso científico de la moral, nos parece algún tanto sofístico. La razón es obvia. Se comparan las obras morales de un escritor racionalista de primer orden con las de escritores católicos de tercero o cuarto orden que le han sido anteriores, y fundado en esto se dice: hay progreso. Vamos a probar por el mismo camino que hay retroceso en literatura y lo mismo podríamos decir en moral. La Ilíada y la Odisea de Homero son muy superiores a las Fábulas de Polifemo, de Góngora y al poema Méjico conquistada, de D. Juan Escoiquiz; es así que Homero es anterior a Góngora y a D. Juan Escoiquiz, luego la poesía retrocede, luego el retroceso es la ley que sigue la literatura.

Nos parece oír un reproche diciéndonos que nos contradecimos, pues hemos afirmado la realización de la ley del progreso en la historia, y estamos presentando argumentos y autoridades [294] que parece las niegan. Sin embargo, tal como nosotros entendemos el progreso de la ciencia, ninguno de los argumentos citados destruye nuestras ideas acerca de este punto.

El progreso en su manifestación objetiva, histórica, consiste en el conocimiento de la verdad cada vez por mayor número de inteligencias: muy bien pudo Pitágoras, salvo las enseñanzas de la revelación, saber tanto en moral como Santo Tomás de Aquino; muy bien pueden existir, y han existido de hecho, después de Pitágoras muchos hombres que han sabido menos que este insigne filósofo. Después de las epístolas de San Pablo se han escrito libros de moral que le son muy inferiores, y esto no prueba retroceso, prueba solamente que no todos los escritores alcanzan la elevada inspiración de aquel Santo; pero que se compare el reducido número de cristianos que entendían a San Pablo en los primeros siglos de la Iglesia con la extensión que sus doctrinas adquirieron durante el reinado de la escolástica y en nuestra misma época, pues hasta el cristianismo naturalista de las escuelas de Tubinga y Estrasburgo, se apoyan frecuentemente en la autoridad del gran Apóstol de los gentiles, y se verá cómo ha crecido el número de inteligencias llamadas al conocimiento de la verdad. [295]

Salimos del eclecticismo un tanto escéptico del caballero J. V., y entramos en el escepticismo un tanto sensualista de un cierto Sigma que bajo el nombre de Filosofía escribe en El Contemporáneo, correspondiente al 2 del actual, un artículo donde no sabemos qué mueve a mayor admiración, si el aticismo de los conceptos y la galanura de la frase, o el que estas dotes se empleen en la defensa del peor de los sistemas científicos, y para probar la verdad de nuestras palabras, léanse los siguientes párrafos que resumen como en cifra las ideas anti-filosóficas de su autor:

«Yo, amigo mío, suelo despertarme por la mañana muy temprano, y vestirme en cuanto me despierto; empiezo en seguida las acostumbradas abluciones y todas las tareas de aseo, compostura y acicalamiento de la persona; y en todas estas operaciones, aunque prolijas y minuciosas, no encuentro dónde colocar un solo adarme de filosofía.»

«Paso luego al comedor, donde tengo la manía de hacerme por mis propias manos, con el auxilio de una lámpara de espíritu de vino, la españolísima jícara de chocolate, y preparo en la chimenea un par de tostadas embadurnadas con manteca de Bustarviejo; y en Dios y en mi [296] conciencia juro, que ni para confeccionar este desayuno, por muy filosófico que sea, ni para engullírmele tengo necesidad de consultar a Hegel, ni a Kant, ni a Descartes, ni a Leibnitz, ni a Platón, ni a Aristóteles.»

«Emprendo en seguida mi tarea cotidiana, escribo, leo, estudio, despacho mi correspondencia; salgo de casa a mis quehaceres; hago alguna, aunque muy rara visita; como en mi casa propia o en la de algún amigo; doy alguna vuelta de paseo, solo por lo común, y otras veces muy bien acompañado; alterno por las noches en el Casino, el Ateneo y los teatros; vuelvo a casa a acostarme ante quam gallus cantet, y duermo mis siete horas seguidas como un patriarca. Y todo esto, lo hago hoy, y mañana, y al día siguiente, sin ayudarme para ello ni acordarme siquiera de la filosofía.»

«Acaso me objetará algún filósofo que lo mismo me sucederá con las otras ciencias: pero yo lo niego. Mis nociones de química, por ejemplo, no me son del todo inútiles para confeccionarme el chocolate; las de física me sirven para encender la chimenea; las de higiene para preservar mi salud; la aritmética para el arreglo de mis cuentas y el manejo de mi escaso peculio; la moral sirve de norte a mi conducta, &c., &c. [297] Pero la filosofía, lo digo una y mil veces, no encuentro dónde colocarla, y me sirve ni más ni menos que me servirían la docimacia, la geodesia, o el arte de pilotaje.»

Ocúrresenos en primer lugar, que la utilidad que halla el Sr. Sigma en sus nociones de química para confeccionar por sus propias manos el cotidiano chocolate, es harto dudosa y controvertible, pues todas las cocineras del mundo sin conocer los ácidos, ni los óxidos, ni las sales, ni los estados higrométricos de la atmósfera, ni nada en fin, de cuanto constituye la ciencia de Lavoisier y de Berzelius, confeccionan chocolates y pasteles y pavos trufados, probablemente con mayor tino preparados y más agradables al paladar que las producciones culinarias del ingenioso articulista.

Respecto a la moral que sirve de norte a la conducta del discreto Sigma, puesto que este señor niega la verdad de la filosofía, sin duda alguna que también niega el fundamento racional de la ley moral, y vista su afición a las abluciones y acicalamientos de su persona, que tan menudamente describe, nos hemos dado a sospechar si acaso considerara la limpieza corporal, del mismo modo que los enciclopedistas del pasado siglo como una de las primeras [298] virtudes humanas, lo que dio lugar a que dijese cierto crítico zumbón y marrullero, que era por extremo agradable encontrarse purificado y virtuoso cuando se salía del tocador: y entonces vendrían aquí como de molde las mismas frases que Sigma dirige al sistema filosófico del señor Campoamor en moral, no se puede simplificar más, no se puede ser más simple.

Y dejando a un lado estas divagaciones a las cuales hemos sido llevados siguiendo los epigramáticos conceptos del escéptico Sigma, y que no aviniéndose a la índole propia de nuestro modo de escribir quizá habremos incurrido en una falta de tino literario, colocando el vidrio de nuestra limitación junto a las muchas y finas perlas que embellecen el artículo de El Contemporáneo, vengamos a ocuparnos de otro párrafo, donde se combate la idea del Sr. Campoamor de condensar la verdad de cada uno de los tratados que componen su obra dentro de los estrechos límites de un teorema dogmático. Después de copiar el principio del Sr. Campoamor «lo absoluto es el desarrollo de una idea universal que comprende el conjunto de las reglas de todas cosas sin excepción,» exclama el bueno de Sigma con su habitual candidez:

«Pues si lo absoluto es eso, y lo absoluto es [299] todo, y lo absoluto se explica en este libro tan cuco; que es un tomito en 8º, de letra gorda, buena impresión y 350 páginas, en leyéndomele todo, me quedaré empapado en el principio en que se refunde la ciencia que encierra todas las ciencias.

Verdad es que, no entiendo bien qué quiere decir eso de refundirse una ciencia en un principio; pero si yo lo entendiera bien, ya dejaría ello de ser filosofía, dado que es achaque de todos los filósofos el escribir de modo que el mismo Satanás no los entienda. Pero en fin, tampoco entiende el labrador cómo germina el grano, y no por eso deja de cosechar las mieses. Yo tengo aquí en este librejo la ciencia universal, compendiada en seis teoremas, con sus números romanos, que se desarrollan en el curso de la obra (pág. 135), y que «contienen el planteamiento y solución de los dos problemas MÁS IMPORTANTES de la filosofía, que son los siguientes:

«1º ¿De qué se componen las cosas?
2º ¿Cómo subsisten las cosas?

Estos dos problemas (continúa diciendo Campoamor), hay que estudiar, y esto es lo que se debe aspirar a saber, y ni se puede estudiar menos, ni se puede saber más.» [300]

No lo niego, por mi parte; pero entonces me asalta el escrúpulo de que el autor no debió llamar a esos dos problemas los más importantes sino los únicos de la filosofía.

Esta sería sin duda su intención, y en efecto, no se puede simplificar más, no se puede ser más simple. Véase, por ejemplo, compendiada toda la estética de que yo me he leído seis o siete tomos en los tres siguientes renglones. «La cantidad intensiva o psicológica, y la cantidad extensiva o material, son dos reflejos de la idea ontológica de cantidad que se unifican en lo absoluto.»

Encerrar una doctrina en una sola proposición, ha sido, es y será, la aspiración constante de todos los filósofos. En lo divino tenemos un ejemplo, y no podía ser de otro modo, de que esto es hacedero: todos los mandamientos de la Ley y los Profetas, dijo Jesucristo, se encierran en estas dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo; y en lo humano también abundan los ejemplos donde una sola proposición explica y resume toda una filosofía. Nada se hace de nada: he aquí la proposición fundamental de la escuela eleática. Nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por el canal de los sentidos: he aquí la [301] base de todas las escuelas sensualistas. Todo lo ideal es real: he aquí el resumen de la filosofía de Hegel. El ser crea las existencias: esta proposición, algo semejante a la del Sr. Campoamor, la supersustancia crea las sustancias, es el fundamento del sistema de Gioberti. A esto tal vez contestará Sigma que no entiende estas filosofías, y si así fuese, nosotros repetíamos las palabras del Sr. Sanz del Río en su introducción a la metafísica de Krause: «La razón, como órgano propio de conocimiento, y si vale decir como el sentido superior del espíritu, conoce lo uno, lo total, lo eterno y necesario; este es su asunto, su horizonte natural, la atmósfera en que vive y desde la que guía y regula las demás facultades del hombre... Los que lo niegan, o lo condenan tenazmente, no han menester ser contestados ni convencidos, sino dejados en la voluntaria muerte a que se condenan ellos mismos.»

Terminaremos sintetizando en breves palabras nuestro juicio sobre los dos artículos que han dado motivo y ocasión a esta tentativa crítica.

Entre el eclecticismo semiescéptico del señor don J. V. y el escepticismo semimaterialista del caballero Sigma, se podría formar un todo no [302] armónico, pero sí ecléctico, cuya teoría fundamental fuese la siguiente: la filosofía es la ciencia de las ciencias, pero el hombre duerme, come y pasea sin que en todos estos actos de la vida práctica encuentre donde colocar un solo adarme de filosofía; por lo tanto tal vez no iba muy descaminado el primero que dijo: la filosofía es el arte de explicar mal lo que todos entienden bien.


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Luis Vidart Schuch
La filosofía española
Madrid 1866, páginas 281-302