Luis Vidart Schuch (1833-1897)
La filosofía española, indicaciones bibliográficas (1866)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Un poeta artillero

Poesías de D. Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca, caballero profeso del hábito de Alcántara, comandante de artillería e individuo preeminente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.

Graves dudas nos asaltan al comenzar a escribir este artículo sobre las poesías del comandante D. Fernando de Gabriel y Ruiz de Apodaca. Los lazos de la amistad y los deberes del compañerismo entre los que seguimos la profesión de las armas y vestimos el honroso uniforme del cuerpo de artillería, no son, no pueden ser, condiciones propias para que nuestro pensamiento vea la verdad sin las turbaciones del afecto, ni los temores de la inconveniencia. Y no valdría que nosotros repitiésemos aquí, con intención de llevarlo a cabo, el conocidísimo proverbio [385] de los escolásticos: amicus Plato, sed magis amica veritas; porque el anhelo de ser imparciales cuando somos amigos, suele conducir a la exagerada severidad, y entonces podría decirse: ni amigo de Platón, ni amigo de la verdad.

Fundados en las consideraciones que anteceden debemos renunciar, y renunciamos desde luego, a la tarea de ensayar nuestro juicio crítico en las Poesías del Sr. de Gabriel. En su lugar, así como nuestro ingenioso Selgas ha escrito sus Viajes ligeros alrededor de varios asuntos y el tierno Xavier de Maistre su Voyage autour de ma chambre, nosotros intentamos que este artículo pueda intitularse, Viaje enderredor de un estudio crítico sobre el libro de un amigo.

I.

¿Tiene la poesía lírica condiciones de vida dentro de la civilización contemporánea?

Veamos lo que responde Hegel en su tratado de estética acerca de esta cuestión.

«La poesía lírica puede florecer en las épocas más diversas y principalmente en los tiempos modernos, donde cada individuo se atribuye el derecho de tener su modo de ver y de sentir puramente personal.» Pero también ha dicho [386] Hegel: «Los tiempos más favorables para la poesía lírica son aquellos en que las relaciones sociales han llegado a constituirse en una forma fija y conforme con una completa organización.»

En el bien escrito prólogo que precede a las Poesías de que ahora nos ocupamos, resume el Sr. Huidobro los dos juicios de Hegel que dejamos citados, diciendo lo siguiente: «la poesía lírica es el principio y el fin de la serie continua, que constituye la evolución literaria de cada civilización, y no brilla nunca con tan claros resplandores, como en las épocas de fe viva, de entusiasmo ardiente, en que el genio del poeta concentra y reproduce el sentimiento universal, la idea colectiva de todo un pueblo, y en aquellas otras épocas de anarquía moral, en que disueltos todos los lazos que establecen la armonía entre las inteligencias y entre los corazones, rotas las cuerdas que hizo vibrar unísonas la voz de Homero, de un Sófocles o de un Calderón, el poeta sólo puede pedir inspiraciones a su propio individualismo, que se desarrolla tanto más poderoso y concentrado, cuanto más imposible le es apoyarse en el mundo que le rodea.»

Y es muy cierto. Contra lo que generalmente se piensa, la lírica es el género de poesía [387] más propio de nuestro siglo. Por esta causa en la literatura española de nuestra época Quintana es el símbolo del enciclopedismo del pasado siglo; Gallego, de las tradiciones académicas; Zorrilla, del ideal caballeresco; Espronceda, de la negación presente; Aguilera, de la esperanza en lo porvenir; y Campoamor del humorismo racionalista, que todo lo afirma y todo lo niega, que en todo cree y de todo duda.

En vano se buscaría en la literatura dramática, ni en la novelesca, otros autores que tan fielmente representasen las distintas aspiraciones que agitan los espíritus en la edad contemporánea.

II.

Indicada ligeramente la razón de ser del libro que ahora nos ocupa, fijemos nuestra atención en lo que deben significar los tres dictados que acompañan al nombre de su autor.

Un caballero profeso del hábito de Alcántara, sin duda alguna, verá en la verde cruz que adorna su pecho el emblema de cien glorias de nuestra historia nacional, y hasta quizá llegue en su entusiasmo a considerar que las órdenes militares puedan librarse de la suerte común de [388] todo lo humano, la muerte y el olvido. Recorriendo las páginas del libro veremos confirmada nuestra presunción en el siguiente soneto:

Cuando rota en pedazos se mostraba
La unidad de la hispana monarquía,
Y rota entre sus reyes la armonía
Segundo Guadalete amenazaba,
De Alcántara, Santiago y Calatrava,
Y de Montesa luego, a luz nacía
La sagrada, marcial caballería,
Y de nuevo la patria se salvaba.
Cuatro siglos sus lides contemplaron;
De Lasso, Calderón, Quevedo, Ercilla,
Sus insignias después el pecho ornaron.
Si en armas como en letras maravilla
Su historia, y nuestros tiempos alcanzaron,
¿Quién extinguirlas osará en Castilla?

Si el caballero alcantarino ha visto al través del mágico prisma del pasado la historia de las órdenes militares, el oficial de artillería también contempló en las empresas guerreras que precedieron a la campaña de África la aurora de nuestra preponderancia política. Véase el soneto en que el Sr. de Gabriel, inspirado en el amor de la patria, profetiza glorias que más tarde se vieron realizadas:

Allá a las costas de Turana envías
Muestra brillante del valor natío,
Y a Méjico y al Riff con noble brío
Naves y huestes presurosa guías. [389]
¿Será que tornan los antiguos días
De gloria insigne y alto poderío,
Y el hado antes adverso, hora ya pío,
Tus duelos trueca! oh patria! en alegrías?
Sí; que los manes de Guzmán el Bueno,
Del gran Cortés, Córdoba y Pizarro,
Por ti constantes velan, madre España;
Y el mundo todo, de respeto lleno,
Aun ha de verte en el triunfante carro,
Y ha de admirar hazaña tras hazaña.

Poco tiempo después escribía el señor de Gabriel otro soneto dedicado a la toma de Tetuán en que pudo decir con entera verdad:

No mi afán me engañó! Musa que inspira
Es de amor de la patria el sacro fuego,
Yo a su influjo vivífico me entrego,
Y nuncio de verdad vibró mi lira.
España aún es España: el Orbe mira
De noble sangre al fecundante riego,
Cual torna a alzarse fuerte la que ciego
Presa juzgaba de funérea pira:
Annan sucumbe, cede el mejicano,
Y en la ciudad al marroquí sagrada
Al aire flota hispánica bandera,
Al par que Europa ensalza entusiasmada
De O’Donnell, Prim, Bustillo y Ros de Olano
Los nombres caros, a la gente ibera.

Hemos oído los cantos del caballero y del soldado, oigamos ahora al académico en el comienzo de la composición dedicada: Al Sr. D. José Fernández-Espino, catedrático de literatura española en la Universidad de Sevilla, dice así: [390]

Vanamente se afana
El que surcando el mar la dicha busca,
Envuelta en oro, en la región indiana:
Y vanamente aquel a quien ofusca
De honores y poder el ansia ciega,
Buscándola también a ellos se entrega.
En más segura fuente,
De la propia conciencia en el sosiego,
Atento siempre al ruego
Del que, si no su igual, nació su hermano;
De la familia en el hogar querido,
O en los nobles placeres embebido
Que al joven y al anciano
El estudio, del sabio apetecido,
Próvido da con bienhechora mano,
Halla el hombre la paz, halla la calma,
Supremo bien y aspiración del alma.
De tan alta verdad, oh caro amigo,
Tú ejemplo ofreces, que gozoso vives
En la feliz dorada medianía
Que el lírico del Lacio cantó un día,
Y de viles pasiones al abrigo
Aplausos mil y admiración recibes;
Ora cuando la cítara pulsando,
En plácido concento
Al aire das el melodioso acento,
Timbre y honor de la inmortal escuela
Que Rioja y Herrera fecundaron,
Y que Lista y Reinoso
De nuevo de su tumba suscitaron;
Ora cuanto doctísimas lecciones
De tu labio elocuente
Brotan, y al punto fíjanse en la mente,
Y grávanse en los tiernos corazones
De la estudiosa juventud que acude [391]
Al gran gimnasio en cuyas aulas dura
Eterna la memoria
Del sabio, del insigne Arias Montano,
Blasón de Extremadura,
Que en ellas fundamento
Dio a la pasmosa erudición, que en Trento,
En Londres y Lovaina, Antuerpia y Roma,
Brilló con desusados resplandores,
Y del monarca egregio
Cuyo dominio el sol no abandonaba,
La amistad le alcanzó, no los favores,
Que siempre su modestia rehusaba.

III.

Todo poeta, y aun pudiera decirse todo hombre, siente los males del presente y ve ante sus ojos un ideal de perfección, divina en cuanto jamás será realizada, y humana en cuanto por nosotros es conocida. Las tradiciones de la edad de oro fue el ideal de los antiguos poetas; el progreso de la humanidad es el ideal de los modernos pensadores. Y sin embargo, hoy es la hora de los grandes desfallecimientos. Vense vacilar instituciones seculares que han sido las precursoras de la civilización contemporánea; núblanse los horizontes de la verdad con dudas pavorosas y negaciones impías; y los soberbios, levantan altares a su propia personalidad; y los débiles, buscan en los goces materiales el olvido [392] del dolor presente, la negación de los temores futuros.

Tales son los angustiosos momentos en que escribe sus poesías el Sr. de Gabriel, y esto explica el que sus ojos se vuelvan con frecuencia hacia nuestra pasada historia, y vea en las ideas caballerescas la forma superior de la perfección moral.

¿Qué distingue al caballero de los demás seres humanos? El ferviente culto que debe prestar a la idea del honor. Así vemos que los héroes de las leyendas caballerescas desdeñan y abominan la astucia y el engaño que tan frecuentemente usaban los semidioses de las epopeyas de Homero y de Virgilio. Así podría decirse que la fuerza es el ideal del mundo grecorromano y el honor el de la edad media. La fuerza es la vida de la materia, y el honor tan sólo es la manifestación histórica de la honra. Así lo comprendió el poeta más caballeresco del siglo XVII, el gran dramático Calderón, cuando dijo:

¡Honor! fiero basilisco
Que si a ti mismo te miras
Te das la muerte a ti mismo.

Créanos el Sr. de Gabriel, sobre el ideal caballeresco de una época histórica, está el ideal eterno del bien, que no es patrimonio exclusivo [393] de ninguna persona, ni clase, ni época determinada.

IV.

La religión, la patria, la familia: he aquí una trilogía a que rinde ferviente culto el señor de Gabriel. La primera página de su colección de Poesías dice así:

A la memoria de mi venerado padre el señor D. Francisco Javier de Gabriel y Estenoz, caballero del Hábito de Alcántara, con cruz y placa de la Real y militar orden de San Hermenegildo, condecorado con varias cruces de distinción por acciones de guerra, gobernador militar y político que fue de la plaza de Badajoz, &c.

La última contiene un soneto dedicado a su esposa, que parece destinado a negar la exactitud de aquella máxima de un célebre escéptico: el matrimonio es la tumba del amor.

El amor de la patria inspira al Sr. de Gabriel viriles acentos que revelan la enérgica y necesaria protesta, contra el inconsiderado desdén hacia nuestras glorias pasadas que domina en algunos, y no pocos, de nuestros escritores contemporáneos. Dice así el Sr. de Gabriel en la composición dedicada al catedrático D. José [394] Fernández-Espino, que ya en otro lugar dejamos citada:

¡La Inquisición! ¡Felipe! ¡El fanatismo!
¡Del Nuevo mundo la feroz conquista!
¡Del degradado pueblo la ignorancia!
Estas las frases son que a un tiempo mismo
En Inglaterra y Francia,
En Alemania y Flandes a porfía
Sirven de tema eterno al rudo embate
Con que a España combate
El odio nacional y la herejía.
...
¡Tú España degradada! ¡Tú ignorante!
¡Tirano tú, y fanático ¡oh Felipe!
Respondan, patria amada,
Tu altivez proverbial y tu hidalguía
De nadie superada;
Responden de París, y el Orbe todo
Las aulas que regía
De tus hijos la ciencia,
Y el anheloso afán con que del modo
Que raudo el ciervo al manantial se lanza,
Inmensa muchedumbre a ellas corría,
De recibir sedienta su enseñanza.
...
¡España, patria mía! ¡Rey excelso!
Vuestra inmortal grandeza, el haber sido
De la verdad impenetrable escudo,
Misión providencial así llenando,
Vuestro delito constituye infando.

¿Está plenamente justificado el entusiasmo que produce en el Sr. de Gabriel el recuerdo de [395] la España de los siglos XV y XVI? Según nuestro juicio la fantasía del poeta no es el más claro espejo para contemplar la verdad histórica, pero tampoco el criterio extranjero es juez abonado para fallar en las cuestiones dudosas de nuestra historia nacional. Así, pues, dice muy atinadamente el prologuista Sr. Huidobro que «ni la gloria militar en que ahogó la monarquía austríaca el recuerdo de las libertades nacionales sofocadas y los triunfos literarios y artísticos que la acompañaron, son una compensación suficiente del extravío que la civilización española sufrió de su natural, legítima y genuina dirección, desde que le imprimió su impulso personal, lanzándola en las aventuras de la política europea, el César de Gante; pero no por eso es menos cierto que los juicios históricos del poeta que comento, se aproximan harto más a la imparcialidad del criterio histórico, que las amargas censuras, apoyadas por lo común en falsas generalidades, que en coro entonan contra la dinastía austroespañola los franceses, a quienes humilló, y los protestantes, a quienes combatió, y de que se hace eco cierto liberalismo intolerante, que no comprende que el espíritu y la opinión pública de la España del siglo XVI son solidariamente responsables de todos [396] los hechos de aquella monarquía, y que Felipe III al expulsar a los moriscos, y aun Felipe II, al sofocar con ruda mano la herejía, hubieran podido decir, parodiando anticipadamente una frase célebre: «cúmplase la voluntad nacional

V.

Para señalar la tendencia religiosa de las poesías del Sr. de Gabriel, no citaremos sus sonetos «A la Eucaristía«Dios y el hombre,» y «A la Purísima Concepción,» ni tampoco el himno «A la expectación de la Santísima Virgen,» iremos a buscar el bello romance titulado: «A mi hijo Gonzalo, de edad veinte y dos meses,» y allí encontraremos estos atinadísimos pensamientos acerca del espíritu que anima a las enseñanzas católicas:

Que una religión tan solo
Es sagrada y verdadera:
La que a todos los humanos
Hermanos hizo en la tierra,
Borrando con su palabra
De la esclavitud la afrenta,
Y a la mujer transformando
De sierva en esposa tierna.
La que al rico, al poderoso
Santa Caridad ordena,
Y al pobre, al enfermo, al triste
Otro mundo mejor muestra. [397]
La que en los claustros salvara
El tesoro de las letras,
Y el godo a la barbarie
Fue insuperable barrera.
La que a reyes y a naciones
Siempre habló con entereza,
Y condenó la anarquía,
Y también condenó al déspota.
La que ciñe la tiára
Al que último fue en su aldea,
Si en él la llama fulgura
De santidad y de ciencia
La que, en fin, guiando al hombre
Por hacerlo bueno empieza,
Y espera así confiada
Que la sociedad lo sea.

Quien esto escribe ve la religión católica tal como realmente es, no como pretenden que sea algunos de su modernos defensores y muchos de sus más célebres adversarios.

VI.

El Sr. de Gabriel fue imputado a Cortes en la legislatura de 1864 a 1865. La injuria grosera y la calumnia infame usurpando sus fueros a la discusión luminosa; el total olvido de las eternas leyes de la moral, constituyendo la única ciencia conocida de ciertos políticos muy celebrados; la generosa idea del derecho progresivo [398] sustituida por la inconsciente adoración de la fuerza trastornadora; la ley económica de la oferta y el pedido aplicada a la conciencia humana, ora para volver la perdida disciplina a las parcialidades políticas, ora para reunir adeptos en torno de la bandera revolucionaria; la religión y la ciencia menospreciadas generalmente en nombre de un menguado empirismo, que confunde por completo dos términos harto diferentes, mandar y gobernar; partidos sin fe, carácteres sin energía, ambiciones sin límites, miseria y vanidad por todas partes, tal fue el cuadro social que representó ante los ojos del Sr. de Gabriel al dejar las poéticas márgenes del Guadalquivir para tomar asiento entre los representantes populares de la nación española. Al contemplar tan degradante espectáculo, sus sentimientos caballerescos se agitaron dolorosamente, y entonces el poeta exhaló sus amargas quejas en el romance «A Fernán Caballero,» que forma una de las más bellas páginas del libro que nos ocupa.

Después de rendir al Sr. de Gabriel un justo tributo a las virtudes públicas y privadas del insigne autor, o autora, de La Gaviota, le pide que levante su voz aconsejando a nuestros partidos políticos la tolerancia y los mutuos respetos que [399] se deben entre sí todos los hombres, y dice a este propósito:

¿Quién cual tú de tolerancia
Alzar la bandera debe?
¿Quién cual tú de paz ser iris
En la tormenta que acrece?
¡Tú que grande entre los hombres,
Más grande entre las mujeres,
De aquellos el alto ingenio,
De estas la ternura tienes!
Álzala, pues; de tus labios
Broten acentos que lleven
A los ánimos concordia,
Hijos a la patria fieles.
¿Cuándo de lid fueron armas,
A no sostenerla aleves,
La impostura y la calumnia,
Y los dicterios soeces?
En esta tierra de hidalgos,
¿No existe ya quien recuerde
La sentencia de: No quita
Lo cortés a lo valiente
?
¿Es posible que a los daños
Que a la nación sobrevienen
De que discordes opinen
Los que unidos fueran fuertes
Para lidiar como buenos
Bajo los gloriosos pliegues
Del pendón que tremolaron
Los Alfonsos e Isabeles.
Ha de añadirse lo mengua
De no conceder que puede
Ser digno y noble el contrario,
Y que claro ingenio tiene? [400]
...
¿En qué atmósfera de odio
Sumir a España se quiere?
¿Qué bárbaro antagonismo
Aquí crear se pretende?
¡Aquí do nunca existiera
Entre clases diferentes,
Y el camino a los honores
Franco estuvo a todos siempre!
...
Volved en vos, respetad
Si pretendéis que os respeten,
No entrada deis a pasiones
Que degradan y envilecen:
De tiempos que ya pasaron
Conservad lo que enaltece,
Mas nunca su intolerancia
Que mal cuadra a los presentes.
...
Fiad más en las doctrinas:
Sin revueltas ni vaivenes
Llegó a ornar la cruz de Cristo
Las banderas de los Césares.
Haced por que aún en el mundo
Español e hidalgo suenen
Como palabras gemelas
Que una misma idea expresen.
¿Más adónde de mi pecho
Dejo que las ansias vuelen?
Guardar silencio me toca,
Cese ya mi labio, cese, [401]
Sólo a ti, Fernán insigne,
Es dado que tal intentes;
Tus populares acentos
Solo escucharse merecen.
Habla, y así dos coronas
Al par ornarán tu frente
Más preciada de la oliva
Que la egregia de laureles.

Es verdad: tolerancia para las personas, intransigencia en las doctrinas, tal es la máxima moral que jamás debiera olvidarse en las lides políticas; precisamente lo contrario es lo que con harta frecuencia se practica por la mayoría de nuestros hombres políticos, cuando convierten la gestión de los negocios públicos en cómodo escabel de sus personales ambiciones. Al combatir el Sr. de Gabriel esta desenfrenada inmoralidad ha cumplido la regla, tan recomendada por el preceptista latino, de unir lo útil a lo agradable; y así debe acontecer en la más elevada concepción del arte, porque sobre lo bello, lo bueno y lo verdadero, existe una realidad suprema, la perfección absoluta.

VII.

En El Correo de Sevilla correspondiente al día 23 de Julio de 1806 se publicó un artículo cuyo [402] título decía así: Plan para una historia filosófica de la poesía española. Hallábase firmado este artículo con las iniciales M. M. de A., que corresponden exactamente al nombre de un distinguido literato de aquella época, el canónigo penitenciario de la catedral de Córdoba D. Manuel María de Arjona.

Decía el articulista exponiendo la idea fundamental de su plan histórico-literario: «La comparación de la pintura y de la poesía, hace ya mucho tiempo descubierta por los profesores de una y otra arte, y extendida sabiamente a los últimos me parece que jamás será tan práctica como en el plan de la historia de nuestra poesía que voy a proponer. Sé que nos ha tocado en suerte una época en que los pensamientos brillantes, por falsos que sean adquieren a sus autores el renombre de ingeniosos. Mas aunque el mío tenga la apariencia de esta novedad afectada, me parece que en el fondo es muy sólido, y de consiguiente muy sencillo... Todo mi proyecto se reduce a esta breve sentencia: que la historia de la poesía española debe escribirse por escuelas, así como se escribe la de la pintura [403] (...) Mas para entrar a proponer nuestro plan, es preciso suponer que en él no entran los poetas anteriores a Garcilaso. Aunque en aquellos escritores no falten pensamientos ingeniosos, e imágenes ya halagüeñas y ya grandiosas, su lenguaje no es más que un frasario mixto de un mal español y de un peor latín, y por más que se pondere su mérito, sus obras al fin serán como las naves con que se descubrió la América, cuya forma sirve para admirar el valor y pericia de los que se embarcaron en ellas, pero nadie las admitiría por modelos para fabricar otra igual y fiarse en ella al ímpetu del mar y viento.»

Siguiendo el plan indicado dividía el articulista del Correo de Sevilla los poetas españoles en siete escuelas principales, señalando sus fundadores en esta forma:

1ª Escuela italo-hispana I, (Boscán, Garcilaso)
2ª Escuela italo-hispana II o sevillana, (Fernando de Herrera.)
3ª Escuela latino-hispana, (Fray Luis de León.)
4ª Escuela greco-hispana, (El bachiller La Torre y Villegas.)
5ª Escuela propiamente española, (Balbuena, [404] Lope de Vega, Góngora en sus buenos tiempos.)
6ª Escuela aragonesa, (los Argensolas.)
7º Escuela corrompida española, (Góngora en su segundo estilo.)

Aparte de la exagerada severidad que usa el autor de este plan con los poetas anteriores al siglo XVI, entre los cuales se cuenta el filosófico Jorge Manrique y el tierno marqués de Santillana, justo es decir que su pensamiento fundamental ha sido aceptado plenamente en las modernas doctrinas críticas, y así es que cuando ahora aparece una colección de poesía todos preguntan de seguida ¿funda este libro una nueva escuela o sigue las tradiciones literarias de alguna de las que anteriormente han florecido en nuestra patria?

Aun cuando nosotros ya dijimos al comenzar este artículo que no íbamos a escribir un juicio crítico de las Poesías del señor de Gabriel, sin embargo nos parece inexcusable la contestación a la pregunta que antecede, pues de otro modo todas las consideraciones que dejamos expuestas lo mismo pueden aplicarse a un libro de poesía que a una colección de artículos en prosa sobre las materias a que aquellas se refieren.

Las poesías del señor de Gabriel, en nuestro [405] sentir, pertenecen a la escuela sevillana (1) y tienen en su línea todas las dotes que avaloran y gran parte de los defectos que deslustran las obras poéticas que ha producido esta escuela en los tiempos presentes. Buen gusto en la elección de los asuntos, elevado espiritualismo en la concepción filosófica, grandiosidad en la frase, aspiración hacia un ideal no contrario a la realidad de la vida, tales son las excelencias de la escuela sevillana. Pero sus modernos representantes, leyendo y meditando de continuo en las [406] obras de Fernando de Herrera y de Francisco de Rioja, ven el presente por el prisma del pasado, y tributan a los poéticos recuerdos de otras edades la ofrenda que sólo debe rendirse en el sagrado altar de las esperanzas inmortales. De aquí el esmero que ponen la mayor parte de los modernos poetas sevillanos en la corrección académica de la frase: por esta causa el asunto de sus poesías no sale casi nunca de ciertas esferas de la vida, que se consideran desde hace siglos como el asiento peculiar de la inspiración artística; y siguiendo también la constante tradición de nuestros grandes poetas líricos de los siglos XVI y XVII, tal vez dejan que la música de la palabra ocupe el lugar que debiera estar reservado al pensamiento poético, según ha observado Mr. Latour en el prólogo que precede a la colección de poesías líricas leídas en la tertulia literaria del Sr. D. Juan José Bueno.

{(1) El movimiento intelectual de Sevilla en estos últimos tiempos es más importante de lo que generalmente presumen los que sólo fijan su atención en la capital de la monarquía, considerándola como el único centro de la cultura nacional. Su antigua escuela poética se halla ahora dignamente representada por la Sra. Dª. Antonia Díaz de Lamarque, los Srs. Bueno, Campillo, Fernández-Espino, De-Gabriel y Lamarque de Novoa, el ilustrado sacerdote Sr. Zapata, el coronel de artillería D. Tomás de Reina y otros varios ingenios cuyos nombres pasamos en silencio para evitar ser prolijos, si bien con peligro inminente de cometer alguna injusticia. La novela de costumbres ha sido cultivada por el célebre Fernán Caballero, y la marítima por el Sr. Benisia. Se han publicado varios y notables escritos religiosos, filosóficos, históricos y políticos, a cuyo frente se leen los nombres de los Srs. Carbonero y Sol, Castro, Rubio, Velázquez, y Sánchez y Tubino. Muy cerca de las márgenes del Guadalquivir, se han redactado no pequeño número de esas ingeniosas correspondencias sobre España que publica la Revue Britanique, a cuyo pie se lee el nombre de un alto empleado en el palacio de SS. AA. RR. los infantes duques de Montpensier, el distinguido literato francés Mr. Antonio de Latour. Por último, en Sevilla reside desde hace ya algún tiempo la inspirada autora de Baltasar y Alfonso Munio, Dª Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuyo mérito aquilataba el Sr. Ferrer del Río diciendo: «al frente de las poetisas españolas se encuentra la Corolina Coronado; no es la Avellaneda poetisa, es un poeta.»}

Si explicásemos menudamente hasta dónde incurre en estos defectos el Sr. de Gabriel y cuáles son también los que ha sabido evitar, faltaríamos al propósito que ahora guía nuestra pluma; y por esto hacemos aquí punto final, creyendo que las indicaciones que dejamos expuestas ya pueden titularse: Viaje en derredor de un estudio crítico sobre el libro de un amigo.


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Luis Vidart Schuch
La filosofía española
Madrid 1866, páginas 384-406