La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Antonio de Guevara 1480-1545

Reloj de Príncipes

Comiença el Prólogo General
sobre el libro llamado Relox de príncipes, dirigido a la Sacra, Cessárea, Cathólica Magestad del Emperador y Rey Nuestro Señor don Carlos, Quinto deste nombre, por el Muy Reverendo y Magnífico Señor don Antonio de Guevara, Obispo de Guadix, Predicador y Coronista de Su Magestad.


Apolonio Thianeo, disputando con los discípulos de Hiarcas, dezía que no ay cosa más natural en nuestra naturaleza que es el apetito que tenemos todos de conservar la vida. Sin que aquellos grandes dos philósophos discutieran esto en su disputa, lo vemos cada día por experiencia, pues por vivir trabajan los hombres, por vivir buelan las aves, por vivir nadan los pesces, por vivir se asconden los animales; finalmente digo que no ay oy animal tan bruto, que de vivir no tenga un natural apetito.

Si muchos de los antiguos paganos parece que tuvieron en poco el vivir y que de su voluntad se ofrescieron al morir, no es porque ellos aborrecían la vida, sino que pensavan que teniendo ellos en poco su vida, terníamos nosotros en mucho su fama; porque los hombres de altos coraçones más aman alcançar la fama larga que no posseer la vida corta. Quán poca voluntad tengan los hombres de quererse morir, véanlo en las diligencias que hazen no más de por vivir, porque natural cosa es a todos los mortales dexar la vida con dolor y tomar la muerte con temor. Dado caso que esta muerte corporal todos la gustan, y que al fin al fin buenos y malos todos han fin, mucho va de la muerte de los unos a la muerte de los otros, en que los buenos si dessean la vida es para más bien hazer, y los malos si dessean vivir no es sino por más del mundo gozar; [8] porque todos los hijos de vanidad no llaman tiempo bueno sino aquél do ellos vivieron con reposo y regalo.

Hago saber a todos los que agora son y a todos los que después de nosotros vernán, y enderezco mi pluma a los que son hombres virtuosos (y no a los que se van desapoderados en pos de los vicios), que no mira Dios qué tales somos, sino qué tales desseamos ser. Y no diga nadie «quiero y no puedo ser bueno», porque al fin como tenemos osadía para cometer la culpa, también si quisiéssemos terníamos fuerças para hazer la emienda. Toda nuestra perdición está en que todos desseamos ser virtuosos, y por otra parte empleamos todas nuestras fuerças en vicios, y éste es un engaño con que está todo el mundo engañado; porque los cielos no están llenos sino de buenas obras y los infiernos no están poblados sino de buenos desseos.

Yo confiesso que todos los hombres y todos los animales ninguno dessea morir, sino que todos trabajan y dessean vivir, mas pregunto agora yo: ¿qué aprovecha dessear y procurar de alargar la vida si la vida es infame y aviessa? El hombre que es bullicioso, superbo, invidioso, ocioso, tahúr, blasphemo, mentiroso, goloso y reboltoso, a este tal ¿para qué le queremos en el mundo? Porque si a un pobre ladrón quitan la vida no más de porque hurtó una capa, yo no sé para qué vive el que revuelve toda una república. ¡O, si pluguiesse a Dios que no uviesse en la república más ladrones de los que andan a hurtar las haziendas de los ricos, y no tropeçássemos a cada passo con los que andan a robar las famas de los ricos y pobres! Mas, ¡ay, dolor!, que castigan a los unos y dissimulan con los otros, lo qual parece muy claro en que al ladrón que hurtó a mi vezino un sayo ponen en la horca y el que me roba la fama se passea cada día por mi puerta.

El divino Platón, en el primero libro De legibus, dezía: «Ordenamos y mandamos que el hombre que no tuviere bien concertada su persona, bien corregida su casa, bien regida su hazienda, bien disciplinada su familia y no tuviere paz con la vezindad propria, que al tal hombre que le den ayos que le rijan como a loco; y si no, que por vagabundo sea alançado del pueblo; porque jamás se desconcierta la [9] república sino por hombres que tienen desconcertada la vida.» Por cierto, tiene razón en dezir lo que dize el divino Platón, porque el hombre que es desbaratado en su persona, descuydado en las cosas de su casa, tiene mal disciplinada su familia y que no tiene paz con la república, al tal justo es que le alancen del pueblo y que le aten como a loco, que de verdad muchos ay en las casas de los innocentes atados los quales puestos en libertad no harían tanto mal como algunos de los que andan por las calles sueltos. No ay oy generoso señor, ni delicada señora, que antes no sufriesse una pedrada en la cabeça que no una cuchillada en la fama; porque la herida de la cabeza en un mes se la darán sana, mas la manzilla de la fama no saldrá en toda su vida.

Dize Laercio en la Vida de los philósophos que preguntó uno a Diógenes que quál fue la intención de los que ordenaron leyes, y respondióle él: «Hágote saber, amigo, que toda la armonía de los antiguos y todo el fin de los philósophos fue enseñar a los de su república cómo avían de hablar, negociar, comer, dormir, tratar, vestir, trabajar y descansar; porque en esto consiste todo el bien de la policía humana, en que cada uno reforme su casa y concierte su persona.» De verdad que tocó este philósopho en su respuesta una muy buena philosophía, porque no para otra cosa se haze la ley sino para aquél que vive sin razón y ley.

Los hombres que quieren vivir quietos y assossegados en esta vida, esles necessario tomar algún estado y manera de vivir en ella, y este estado no ha de ser según lo que dessea la locura de su persona, sino aquél en que Dios los puso para mayor salvación de su ánima; porque los hombres vanos no procuran sino lo que la sensualidad quiere y no lo que conforme a razón conviene. Desde que los árboles fueron criados siempre hasta oy conforme a su primera naturaleza llevan la hoja y fruta, lo qual paresce claro en que la palma lleva dátiles; la higuera, higos; el nogal, nuezes; el peral, peras; el castaño, castañas; y la enzina, bellotas. Finalmente digo que todas las cosas han conservado su naturaleza si no es el pecador del hombre que ha declinado a malicia. Los planetas, las estrellas, los cielos, las aguas, la tierra, el huego, el ayre, los [10] animales, las plantas y los peces: todos están en lo que fueron criados sin se quexar ni tener embidia unos de otros. Sólo el hombre nunca se acaba de quexar, nunca se acaba de hartar y siempre dessea su estado mudar; porque el pastor querría ser labrador, y el labrador querría ser escudero, y el escudero querría ser cavallero, y el cavallero querría ser rey, y el rey querría ser emperador. Finalmente digo que muy pocos son los que procuran de mejorar la vida y muy muchos los que trabajan de aumentar el estado y hazienda. No por otra cosa está oy perdido el mundo sino porque las enzinas secas de las montañas quieren venir a ser palmas regaladas en las huertas. Quiero dezir que los que ayer no se hartavan de bellotas duras en sus casas tienen oy hastío de manjares delicados en casas agenas.

Qué estado han de tomar los hombres en este mundo para tener más segura la conciencia y para tener más reposo en la vida, no fácilmente lo podría determinar qualquier persona, sino que solamente digo que no ay estado en la Yglesia de Dios en el qual los vivos no se pueden salvar, ni ay en el mundo manera de vivir do los malos si quieren no se puedan perder. Plinio, en una epístola que escribe a Fábato, su amigo, dize: «Entre los mortales no ay cosa más común, y con esto más peligrosa, que dar lugar al pensamiento a que piense que el estado de los unos es muy mejor que el estado de los otros, y de aquí viene que la malicia humana assí ciega a los hombres que quieren más alcançar lo ageno con trabajo que no gozar de lo suyo proprio con reposo.» El estado de los príncipes digo que es bueno si usan bien dél; el estado de los plebeyos digo que es bueno si se contentan con él; el estado de los religiosos digo que es bueno si se aprovechan dél; el estado de los ricos digo que es bueno si se templan en él; el estado de los pobres digo que es bueno si tienen paciencia en él; porque no está el merecimiento en que suframos muchos trabajos, sino en la paciencia que tenemos en ellos. Durante el tiempo desta mísera vida no podemos negar sino que en todos los estados ay peligro y pena, porque aquel solo se podrá llamar estado perfecto quando nos viéremos gloriosos en ánima y cuerpo, do viviremos sin temor de la muerte y do gozaremos sin peligro de vida. [11]

Viniendo, pues, al propósito, Sacra, Cessárea, Cathólica Magestad, caso que todos valemos poco, todos tenemos poco, todos alcançamos poco, todos sabemos poco, todos podemos poco y todos vivimos poco; mas entre todo esto poco, digo que el estado de los príncipes es algo, porque los hombres mundanos dizen que no ay igual felicidad en esta vida sino tener auctoridad para mandar a muchos y no tener obligación de servir a ninguno. ¡O, si supiessen los súbditos qué les cuesta a los príncipes el mandar! ¡O, si supiessen los príncipes quán dulce cosa es en paz vivir!, yo juro a mí, pecador, que los menores tuviessen compassión de los mayores y los mayores tuviessen embidia de los menores; porque muy pocos son los plazeres que los príncipes gozan respeto de los enojos que los príncipes sufren. Pues el estado de los príncipes es mayor que todos, puede más que todos, vale más que todos, sostiene más que todos, tiene más que todos y al fin dél procede la governación de todos, necessario es que la casa, y la persona, y aun la vida del príncipe sea ordenada y corregida más que la de todos, porque assí como con una vara mide el mercader toda su ropa, assí con la vida del príncipe se mide toda la república.

Mucha fatiga tiene una muger en criar a un niño, mucho enojo passa un maestro en enseñar a un discípulo, mucho trabajo se le haze a un governador governar a un pueblo; pero a mayor trabajo y peligro me offresco yo en ofrecerme a ordenar el estado y vida de aquél de cuya vida depende todo el bien de la república. A los príncipes y grandes señores hémoslos de servir y no ofender, hémoslos de exortar y no lastimar, hémoslos de rogar y no injuriar, hémoslos de corregir y no infamar. Finalmente digo que por muy simple se ha de tener el médico que con los ungüentos que sanó los calcañares duros quiere curar los ojos muy delicados. Quiero por esta comparación dezir que no es mi fin de dezir en este libro a los príncipes y grandes señores qué tales son, sino amonestarles qué tales deven ser; no dezirles lo que hazen, sino avisarlos de lo que deven hazer; porque el cavallero que no emendare su vida por lo que le remuerde su consciencia, no pienso que se emendará por lo que escrive aquí mi pluma. [12]

Paulo Diácono, en el segundo libro de sus Comentarios, cuenta una antigüedad, la qual es muy digna de saber y muy sabrosa de leer, aunque a la verdad a mí será daño averla de relatar, porque muchas vezes escarva tanto en el muladar la gallina que descubre el cuchillo con que le cortan la cabeça. Fue, pues, éste el caso: Aníbal, aquel muy nombrado príncipe de los carthaginenses, después que por el venturoso Scipión fue vencido, fuesse a Asia para el rey Anthíoco, que en aquellos tiempos era príncipe muy valeroso, el qual le recibió en su reyno y le tomó en su amparo y le hizo muy buen tratamiento. Y de verdad el rey Anthíoco lo hizo en esto como rey piadoso, porque no ay cosa en que más los príncipes se muestren ser muy valerosos, que en amparar los generosos desfavorescidos.

Estos dos príncipes tenían en costumbre de yrse muchas vezes a caçar a los montes, a passear a los campos, a ver sus exércitos, y las más vezes ývanse a las achademias a oýr a los philósophos. Y, a la verdad, ellos lo hazían como hombres cuerdos y sabios, porque no ay hora en el día tan bien empleada como es oýr a un hombre de dulce lengua. En aquellos tiempos había en Épheso un gran filósofo llamado Phorvión, el qual leýa y doctrinava a todos los de aquel reino, y como un día entrassen aquellos dos príncipes a oýrle en su achademia, el philósopho Phorvión mudó la materia de que leýa y començó de improviso a hablar de los modos y cautelas que han de tener los príncipes en la guerra y de la orden que han de guardar en dar una batalla. Fueron tantas, y tan nuevas, y por tan alto estilo las cosas que dixo, que no sólo espantó a los que nunca lo avían visto, mas aun a los que cada día le avían oýdo; porque esta excellencia tiene el hombre curioso y cuydadoso en estudiar, que nunca le faltan cosas nuevas que dezir. Quedó el rey Anthíoco muy vanaglorioso de ver que aquel philósopho avía tan bien hablado delante aquel príncipe estrangero, y esto a fin que conosciessen los estrangeros que tenía su reyno poblado de sabios, porque los animosos y generosos príncipes de ninguna cosa se han tanto de preciar, como de hombres esforçados que defiendan sus fronteras y de hombres muy prudentes que [13] goviernen sus repúblicas. El rey Anthíoco preguntó al príncipe Aníbal que qué le avía parecido de lo que el philósopho Phorvión avía dicho, a la qual pregunta respondió Aníbal con tan gran osadía, y mostróse tan valeroso en aquella respuesta como si fuera aquél el día do en la de Canas venció la gran batalla, porque los príncipes generosos y animosos aunque pierden todos sus estados y reynos, no por esso confessarán que fueron sus coraçones vencidos. Las palabras que allí dixo Aníbal fueron éstas:

Hágote saber, rey Anthíoco, que yo he visto a muchos viejos perder el seso, mas jamás vi hombre tan loco como es Phorvión, éste que tú llamas gran philósopho; porque supremo género de locura es quando el hombre que no tiene sino un poco de sciencia vana presume de enseñar no al que tiene sciencia vana, sino al que tiene experiencia cierta. Dime, rey Anthíoco: ¿qué coraçón lo ha de sufrir, ni qué lengua lo ha de callar, ver a un hombrezillo como es este philósopho, criado toda su vida en un rincón de Grecia estudiando philosophía, osar como osó ponerse a hablar delante el príncipe Aníbal a hablar y disputar de las cosas de la guerra, como si uviera sido príncipe de África o capitán de Roma? Por cierto, que o él sabe poco, o muestra tenernos en poco, porque de sus vanas palabras se collige querer él saber más en las cosas de guerra no más de por lo que en los libros ha leýdo, que no por las famosas batallas que Aníbal ha dado. ¡O!, rey Anthíoco, quánto y quánto va del estado de los philósophos al estado de los capitanes, de saber bien leer en la achademia a saber bien ordenar una batalla, de la sciencia que en esto saben los sabios a la experiencia que tienen los hombres guerreros, de saber cortar la peñola a saber menear la lança, de estar uno rodeado de libros a tener a ojo para enfrontar con los enemigos; porque son muchos los que con gran eloqüencia blasonan las cosas de la guerra y después son muy pocos los que en aquella hora tienen coraçón para aventurar la vida. Este pobre philósopho Phorvión jamás vio gente de guerra en campo; jamás vio romper un exército con otro; [14] jamás vio tocarse la dolorosa trompeta para darse batalla; jamás vio las trayciones de los unos, ni sintió las covardías de los otros; jamás vio cómo son pocos los que pelean y son muchos los que huyen. Finalmente digo que a un philósopho y letrado quan honesto le es loar y engrandecer los bienes que se siguen de la paz, tan ageno ha de ser de su boca hablar en los peligros de la guerra. Si ninguna cosa de las que ha dicho este philósopho ha visto con los ojos, sino que las ha leýdo en los libros, dígalas a los que no las han visto, ni menos las han leýdo, porque las cosas de la guerra mejor se deprenden en los campos de África que no en los estudios de Grecia. Bien sabes tú, rey Anthíoco, que por espacio de treynta y seys años yo tuve largas y peligrosas guerras assí en España como en Italia, en las quales se mostró muy próspera y muy adversa la fortuna, como suele hazer con todos los que emprenden alguna cosa muy ardua, en testimonio de lo qual heme aquí a mí, que antes que me naciessen barbas fuy servido, y después que me nacieron canas comencé a servir. Yo te juro al dios Mars, o rey Anthíoco, que si alguno me preguntasse agora cómo se avían de aver en la guerra, no le osasse dezir ni una palabra, porque son cosas que consisten en experiencia y no se deprenden por plática; porque los príncipes començamos las guerras con justicia y seguýmoslas con cordura, mas el fin dellas consiste en ventura y no en esfuerço y maña.

Otras más cosas dixo Aníbal al rey Anthíoco, y el curioso que las quisiere ver lea el Apothémata de Plutharco. Este exemplo, Sereníssimo Príncipe, más es para que condenéys mi atrevimiento que no para que loéys mi propósito, diziendo que tan incógnitas son a mí las cosas de la república como a Phorvión los peligros de la guerra. Justamente me podrá Vuestra Majestad dezir que, siendo yo un pobre religioso y criado de largos años en el monesterio, quién me dio atrevimiento de escrevir cómo un príncipe tan poderoso ha de corregir a sí y governar a su reyno; porque (hablando la verdad) tanto será uno tenido por mejor religioso quanto menos [15] supiere de los bullicios del mundo. El estado de los príncipes es estar muy acompañados y el estado de los religiosos es estar solos, porque el siervo de Dios ha de tener soledad de vagamundos pensamientos y estar acompañado de sanctos propósitos. El estado de los príncipes siempre los trae inquietos, mas el estado de los religiosos es estar encerrados, porque de otra manera espiritual apóstata es el religioso que tiene el cuerpo en la cela y el coraçón en la plaça. A los príncipes esles necessario hablar y comunicar con todos, mas a los religiosos esles muy dañoso ser libres en el conversar y ser absolutos en el hablar; porque los buenos religiosos las manos han de ocupar en trabajar, el cuerpo en ayunar, la lengua en rezar y el coraçón en contemplar. El estado de los príncipes comúnmente se emplea en la guerra, mas el estado de los religiosos es dessear y procurar la paz; porque si el príncipe se ocupa en derramar sangre de los enemigos, el buen religioso se ha de ocupar en derramar lágrimas por los pecadores. ¡O!, si pluguiesse al Rey del Cielo que como conozco todo a lo que soy obligado, Él me diesse su gracia para cumplirlo; mas, ¡ay de mí!, que para escrevirlo tengo muy bien cortada la pluma, mas para obrarlo siento en mí mucha tibieza. Es mi fin de dezir lo que he dicho, y de hablar contra mí mismo, para que Vuestra Magestad sabrá las cosas de los príncipes por experiencia, mas yo ni las sabré dezir ni escrevir sino por sciencia. Los que han de aconsejar a los príncipes, los que han de ordenar las vidas de los príncipes, los que han de adoctrinar a los príncipes, deven tener el juyzio muy claro, la intención muy recta, las palabras muy corregidas, la doctrina muy sana y la vida muy sin sospecha; porque hablar de grandes cosas sin tener experiencia dellas no es otra cosa sino el hombre que es muy ciego querer adestrar al que vee algo.

Sentencia fue del gran Xenofonte que no avía cosa más difícil en esta vida que era conocer a un hombre sabio en ella, y la razón que para esto dava era que el hombre sabio no podía ser descubierto ni conoscido sino por otro sabio. Podemos inferir desto que dize Xenofonte que assí como a un sabio no le puede conocer sino otro sabio, assí el que avía de escrevir la vida del príncipe avía de aver sido príncipe; porque mejor [16] contará y aun avisará de los peligros el que ha navegado por la mar un año, que no el que ha morado diez años en el puerto. Escrivió Xenofonte un libro de doctrina de príncipes, y introduze al rey Cambises cómo doctrina y habla al rey Ciro, su hijo; y por semejante Honesícrito escrivió otro libro de arte de cavallería, y introduze al rey Philipo cómo enseña a pelear a su hijo Alexandro; porque les pareció aquellos philósophos que no tenía auctoridad aquella escritura si no yva en nombre de aquellos príncipes, los quales de aquello que ellos escrivían tenían experiencia. ¡O!, si un príncipe anciano quisiesse escrevir con la péñola, y si no que nos lo dixesse por palabra, qué infortunios ha passado después que tomó la governación del reyno, qué desacatos le han hecho sus vassallos, qué enojos le han dado sus criados, qué ingratos le han sido sus amigos, qué cautelas han tenido con él sus enemigos, en qué peligro se ha visto su persona, qué diferencias ha visto en su casa, en qué faltas le han echado los suyos, quántas vezes le han engañado los estraños; finalmente, qué importunidades ha passado de día, qué indigestos suspiros ha dado de noche. Por cierto que pienso, y aun en lo que pienso no me engaño, que si por entero nos contasse un príncipe toda su vida, y particularmente nos dixesse cada cosa, nos espantássemos de cuerpo que tal ha sufrido y nos escandalizássemos de coraçón que tal ha dissimulado.

Cosa enojosa, cosa peligrosa, cosa superba, cosa atrevida, cosa inconsiderada y aun cosa peligrosa es querer uno con la péñola ordenar la república y concertar a un príncipe la vida; porque, a la verdad, no se persuaden los hombres a bien vivir con palabras muy compuestas, sino con obras muy virtuosas. No sin causa digo que no es poco, sino muy presumptuoso, el hombre que se atreve dar al príncipe consejo; que, como los príncipes tienen en muchas cosas los pensamientos altos, y en algunas dellas son voluntariosos, do pensamos tenerlos propicios tornámoslos contra nós más ayrados; porque el consejo antes daña que aprovecha si el que le da no tiene mucha cordura y el que le recibe no tiene mucha paciencia. Yo, Señor, no he sido príncipe para saber los trabajos de los príncipes, ni soy principal para aconsejar a los príncipes, [17] sino que si me he atrevido a componer este libro, no ha sido con presunción de aconsejar a Vuestra Magestad, quanto con toda humildad avisar a Vuestra Majestad, porque para dar consejo confiéssome no tener crédito, mas para dar aviso abástame ser vuestro criado.

Qué tal sea el ordiembre deste libro, es a saber: quán prouechoso para saber, quán sin pesadumbre para leer, quán profundo en las doctrinas y quán estremado en las historias, no quiero que lo escriva mi pluma, sino que lo digan los que leyeren la obra. Muchas vezes acontece que pierden mucha auctoridad los libros, no porque ellos no son muy buenos, sino porque los auctores fueron presumptuosos y vanos; porque, a mi parecer, no es otra cosa loar uno mucho su escriptura, sino dar a todos licencia que digan mal dél y della. No piense nadie que lo que he escripto lo he escripto sin averlo bien pensado y examinado, que yo confiesso al Redemptor del mundo que he consumido y espendido tanto tiempo en buscar lo que avía de escrevir que ha onze años que apenas ha passado día en que mi péñola no escriviesse o corrigiesse en esta obra. Confiesso que he tenido muy gran trabajo en escrevirlo, porque es la verdad como la verdad que cinco vezes ha sido este libro escripto de mi mano propria y otras tres de mano agena. Confiesso que he leýdo y buscado por diversas partes muchos y muy peregrinos libros, y esto para hallar buenas doctrinas; y, junto con esto, he tenido gran aviso en buscar y aplicar al propósito las Historias, porque no puede ser cosa mas fría que aplicar sin propósito una hystoria. He también mirado mucho en que no fuesse tan breve en mi escrivir que me notassen de obscuro, ni tampoco fuesse tan largo que me infamassen de verboso, porque toda la excellencia del escrevir está en que debaxo de pocas palabras se digan muchas y muy graves sentencias.

Nero el Emperador enamoróse de una dama romana, la qual se llamava Pompeya, que era en estremo muy hermosa, y al fin hora por ruego, hora por dinero, el Emperador alcançó della todo lo que quiso; porque, en caso de amores, do sobra la porfía y falta la resistencia no puede mucho tiempo [18] conservarse la pudicicia. Fue tan estremado el amor que tuvo el Emperador Nero a esta dama Pompeya, que como tuviesse ella los cabellos de color de ámbar, que no es otra cosa sino ser roxos, compuso Nero unos versos heroycos en alabança de aquellos cabellos de su amiga Pompeya, los quales él mismo cantava, y aun con un instrumento los tañía, porque Nero fue príncipe muy docto en la lengua latina y muy gran cantor y tañedor en la arte de música. Plutharco, en el libro De gestis mulierum, cuenta esta historia y, para agraviar más la vanidad y liviandad de Nero, dize que aquella muger Pompeya tenía el cuerpo mediano, los dedos largos, la boca pequeña, las cejas delgadas, las pestañas espessas, las narizes aguileñas, los dientes menudos, los labrios colorados, la garganta blanca, la frente ancha; finalmente tenía los ojos grandes y salidos, y los pechos altos y bien proporcionados. Dado caso que en cada una de todas estas cosas el Emperador Nero puso los ojos para de aquella dama se enamorar, en ninguna cosa él empleó su coraçón tanto como fue en los cabellos roxos para de amores della se morir; porque los hombres inconsiderados y livianos muchas vezes aman no lo que razón les dize, sino lo a que su voluntad les lleva. Creció tanto el amor en el Emperador Nero, que él mismo contó uno a uno los cabellos de su amiga Pompeya; y no fue nada contarlos, sino que a cada cabello puso su nombre para le nombrar y le hizo una canción para le cantar, por manera que aquel infame príncipe más tiempo gastava en cantar y festejar a su amiga Pompeya que no en oýr ni remediar los agravios de la república. No paró en esto la locura de Nero, sino que le hizo un peyne de oro con que se peynasse, y, si acaso se le caýa algún cabello de la cabeça, luego le engastonava en oro y le ponía en el templo encima de la diosa Juno; porque los romanos hora fuessen buenas, hora fuessen malas las cosas que más amavan, aquéllas a sus dioses ofrecían. Como Pompeya tenía de color de ámbar los cabellos y el Emperador Nero estava enamorado dellos, todas las damas de Roma y de Ytalia trabajavan mucho no sólo de enruviar los cabellos, mas aun de traer de aquel color los vestidos, de manera que hombres y mugeres tenían los collares de ámbar, las medallas de ámbar, [19] los anillos de ámbar y los joyeles de ámbar; porque siempre fue y siempre será que las cosas a que los príncipes son inclinados aquéllas más que otras aman y siguen los pueblos. Antes que el Emperador Nero hiziesse esta liviandad en Roma, la piedra ámbar era en muy poco precio tenida; y después que fue a Nero aquella color tan acepta, no avía en Roma piedra preciosa tan estimada; y (lo que más es) que en ninguna cosa de oro ni de seda tanto como en ello se ganava, y ya de tierras estrañas no traýan los mercaderes otra tan principal mercadería; y desta vanidad yo no me maravillo, porque los hijos deste siglo más trabajan por imitar una vanidad agena que no por cumplir con su necessidad propria.

Viniendo al propósito, Sereníssimo Príncipe, por este exemplo que he dicho, para conjecturar lo que quiero dezir, y es que si esta mi escriptura fuere a Vuestra Magestad acepta, soy cierto que a ninguno será enojosa, y si alguno quisiere poner en ella la lengua, no osará en pensar que esta a Vuestra Serenidad ofrecida; porque las cosas que los príncipes toman debaxo de su amparo tenemos obligación a defenderlas, mas no tenemos licencia de retraerlas. Atrévome a dezir que, dado caso que no sea profunda en lo que dize y no sea muy eloqüente en el modo cómo lo dize lo que dize mi escriptura, que todavía saque más provecho Vuestra Magestad en leerla que no sacó Nero de su amiga Pompeya; porque al fin con el estudiar y leer en buenos libros se tornan los hombres sabios, y con tratar y conversar con personas viciosas se tornan los hombres viciosos.

No soy, Señor, tan sobervio ni vano que quiera yo que Vuestra Magestad dé tanto color y favor a mi doctrina para que sea tan tenida en España como fue el ámbar en Roma, mas lo que yo pido y suplico es que el tiempo que Nero el Emperador gastava en cantar y contar los cabellos de su amiga, aquél gaste Vuestra Magestad en oýr y remediar los agravios de su república; porque el generoso y cuydadoso príncipe la menor parte del día ha de emplear en las recreaciones de su persona. Después que aya dado audiencia a los de su consejo, a los embaxadores, a los grandes señores y perlados, a los ricos y a los pobres, a los naturales y estrangeros, y se [20] retruxere a su retraymiento, allí querría yo que Vuestra Magestad leyesse en este libro o en otro mejor que éste; porque en las cámaras de los príncipes muchas vezes los privados gastan mucho tiempo en hablar y porfiar cosas de poco provecho, el qual tiempo sería mejor emplearle en leer en un libro. En todos los negocios que tratamos y en todos los libros que componemos, mucho y muy mucho haze al caso ser el hombre bien fortunado; porque, a la verdad, do la fortuna es contraria, muy poco aprovecha la diligencia. Ya que la fortuna me fuesse contraria, en que esta obra no fuesse a Vuestra Magestad acepta, sin comparación me sería más pena y afrenta dezirme que le era muy acepta para leer, y por otra parte no quisiesse de sus avisos se aprovechar; porque no ha sido mi intención, Sereníssimo Príncipe, componer este libro para que passéys tiempo, sino para que aprovechéys el tiempo.

Aulo Gelio, en el tercero libro, capítulo xii, dize que el divino Platón, entre los otros discípulos que tuvo, fue uno el gran philósopho Demóstenes, el qual fue muy estimado de los griegos y muy desseado de los romanos, porque era en su vida muy áspero y en su lengua y doctrina satírico. Si Demóstenes viniera en los tiempos de Phálaris el tyrano, quando estava Grecia poblada de tyranos, y no viniera en tiempo de Platón, quando estava llena de philósophos, no menos Demóstenes fuera lumbre de Asia que el gran Cicerón fue luz de toda Europa. Gran parte es de fortuna venir un hombre notable en una edad o venir en otra. Quiero dezir que si un cavallero esforçado viene en tiempo de un príncipe animoso y valeroso, será por cierto el tal estimado y en cosas de gran importancia puesto; mas si viene en tiempo de otro príncipe que no sea sino pusilánime y cobdicioso, en más terná a uno que le crezca su renta que no al cavallero que le vence su batalla. Lo semejante acontece a los hombres sabios y a los hombres virtuosos, los quales si vienen en tiempos de príncipes virtuosos y doctos son estimados y honrados, mas si concurren en tiempos de príncipes viciosos y vanos muy poca cuenta se haze dellos; porque costumbre es ya muy antigua entre los hijos de vanidad que no honran al que es en [21] la república mas provechoso, sino al que es al príncipe más acepto.

El fin porque se dize esto es porque estos dos tan famosos philósophos fueron en Grecia contemporáneos, y por lo mucho en que el divino Platón fue tenido, hizo que al philósopho Demóstenes no tuviessen en tanto, porque la sobrada fama de solo uno escurece el nombre de muchos en el pueblo. Aunque era Demóstenes tal qual hemos dicho, es a saber: de fecunda memoria, de divino ingenio, de estremada vida, de sano consejo, en fama muy nombrado, en edad muy anciano, y en philosophía varón muy doctíssimo, no por esso dexava de entrar cada día en la academia a oýr de Platón moral philosophía. El que esto oyere o leyere no se deve maravillar, sino dello se aprovechar, es a saber: que un philósopho deprendía de otro philósopho, que un sabio se dexava doctrinar de otro sabio, porque es de tal calidad la sciencia que cuánto más uno sabe, cada día le crece el apetito de más saber.

Todas las cosas desta vida después de gustadas y posseýdas, empalagan, hartan y cansan, si no es la verdadera sciencia, la qual ni harta, ni empalaga, ni cansa; y si por caso parece que alguna vez fatiga, serán los ojos que se cansan de leer, mas no el espíritu de lo sentir y gustar. Muchos señores y familiares amigos me dizen y riñen que cómo es possible que aya de vivir con tanto estudiar, a los quales yo respondo que cómo es possible que ellos puedan vivir con tanto holgar; porque, considerados los sobresaltos de la carne, los peligros del mundo, las tentaciones del demonio, las assechanças de los enemigos, las importunidades de los amigos, ¿qué coraçón podrá sufrir tantos y tan continuos trabajos si no es leyendo y consolándose con los libros? Mayor compassión se ha de tener a un hombre simple que no a un hombre pobre, porque no ay tan alto género de pobreza como es faltarle a un hombre prudencia para se governar.

Prosiguiendo, pues, nuestro propósito, fue el caso que yendo un día Demóstenes a la academia de Platón vio en la plaça de Athenas un gran concurso de gente que estavan oyendo a un philósopho, el qual de nuevo avía allí venido; y no sin [22] misterio se dize que estavan oyéndole gran concurso de gente, porque naturalmente todas las cosas nuevas siempre es amigo el vulgo de oýrlas. Preguntó Demóstenes que quién era aquel philósopho en pos del qual se yva todo el pueblo, y como le dixessen que era Calístrato el philósopho, varón que en el modo del dezir era dulcíssimo, acordó de pararse, yr a verle, oýrle, con fin si era verdad o vanidad lo que del dezía el pueblo; porque acontece muchas vezes que ay en los pueblos unos hombres muy famosos y esto les viene más por el favor que procuraron que no por las letras que aprendieron. Ésta es la diferencia que avía entre el divino Platón y el philósopho Calístrato, en que Platón era muy docto y Calístrato era muy eloqüente, y de aquí vino que en la vida imitavan a Platón, mas en la doctrina seguían a Calístrato; porque muchos hombres ay assaz dotos, los quales saben muy profundas doctrinas, mas ninguna gracia tienen en enseñarlas. De sola una vez que oyó Demóstenes a Calístrato, tomó tanto amor con su doctrina, que nunca oyó más a Platón ni entró en su academia, de la qual novedad se maravillaron muchos sabios de Grecia, y esto no más de por ver que fuesse tan poderosa la lengua de uno que pusiesse silencio a las doctrinas de todos.

Sin que aplique este exemplo, ya Vuestra Magestad me terná entendido qué ha sido mi fin de recontarle; mas con todo esso digo que tiene Vuestra Celsitud tan corregidos libros en su Cámara y tiene varones tan doctos en su Casa, que no immérito ternán la auctoridad que tenía Platón en su Academia, y en tal caso no me pesaría que aconteciesse a Vuestra Magestad con este libro lo que aconteció a Demóstenes con Calístrato. No quiera Dios que sea mi fin dezir esto para persuadir a Vuestra Magestad que dexe de hablar con hombres sabios y para que dexe de leer en otros libros, que esto sería dexar a Platón, que era divino, y seguir a Calístrato, que era más humano; sino que de quando en quando tome por estilo de leer en este libro un poco, y podrá ser que halle en él algún saludable aviso, el qual le aprovechará en algún tiempo; porque los buenos y curiosos príncipes han de tener siempre en la memoria las cosas buenas que leyeren y han de raer de la memoria las injurias que les hizieren. [23]

No sin causa digo que el que leyere esta mi escriptura hallará en ella algún aviso, porque todo lo que se escrivió se escrivió muy sobre aviso, y fue esto hecho con tanta diligencia en que tan mirada y tan corregida era cada palabra y sentencia, como si de aquella sola dependiera toda la escriptura; porque éste es el mayor trabajo que sienten los hombres doctos en el escrevir, de pensar que si fueren muchos los que emplearen los ojos en sus doctrinas para las leer, serán muchos más los que pornán en ellas las lenguas para las dañar. He tenido fin de poblar esta mi escriptura como el que planta de nuevo una huerta generosa, do pone rosas que huelan las narizes, do ay verduras en que se ceven los ojos y do ay fructas que cojan las manos; mas al fin fin, como soy hombre y escriva para hombres, como hombre podré aver errado y acertado, porque no ay en el mundo pintura tan perfecta que no presuma otro pintor mejorarla. Los que curiosamente se ocuparen en leer esta obra, hallarán en ella consejos muy provechosos, leyes muy vivas, razones muy buenas, dichos muy notables, sentencias muy profundas, y hazañas muy estremadas y historias muy antiguas, porque (hablando la verdad) yo tuve respecto que la doctrina fuesse antigua y el estilo fuesse nuevo. Ni porque Vuestra Magestad sea el mayor Rey de todos los reyes y reynos y yo sea el menor de todos sus criados, no se deve despreciar emplear los ojos en este libro, ni se deve descuydar de lo que bien le pareciere ponerlo en efecto; porque, siendo buena y bien corregida la letra, no deve ser menospreciada, ni porque sea con mala péñola escripta. Dixe, digo y diré que los príncipes y grandes señores quanto son más valerosos, quanto son más ricos y quanto son más animosos, tanto tienen mayor necessidad de tener cabe sí buenos consejeros con quien hablen y muy buenos libros en que lean; y esto deven hazer en los tiempos prósperos y adversos, para que con tiempo sean sus negocios consultados y remediados, porque de otra manera avrá tiempo de arrepentirse y no avrá lugar de remediarse.

Plinio y Marco Varro y Estrabo y Machrobio, historiadores que fueron no menos graves que verdaderos, traen entre sí [24] mucha contienda sobre saber y averiguar qué cosas en la república fueron más antiguas y en qué tiempo fueron por todos aceptadas. Séneca, en una epístola que escrive a Lucillo, loa y nunca acaba de loar la república de los rodos, en la qual con muy grandíssima dificultad se ofrecían todos en común de guardar una cosa, mas después que la aceptavan inviolablemente la conservavan y guardavan. El divino Platón, en el vi libro de sus Leyes, ordenó y mandó que si algún ciudadano inventasse alguna cosa nueva, la qual jamás uviesse sido vista ni oýda, que el tal inventor primero la experimentasse por espacio de diez años en su casa antes que se introduxesse en la república; porque si la invencion fuesse buena, él llevasse el provecho; y, si fuesse mala, sobre él y no sobre otro cayesse el daño. Plutharco, en su Apothémata, dize que Ligurgo so graves penas prohibió que ninguno de los de su república fuesse osado de peregrinar a tierras estrañas, ni tampoco fuesse osado de acoger a los peregrinos en sus casas proprias; y el fin de hazer esta ley fue porque los peregrinos no truxessen a sus casas cosas peregrinas, y ellos andando por tierras estrañas no deprendiessen costumbres nuevas.

Es ya tanta la presunción de los hombres y tan poca la consideración de los pueblos, que todo lo que uno quiere dezir dize, todo lo que quiere inventar inventa, todo lo que quiere escrivir escrive; y no es nada hazerlo, sino que no ay uno que le vaya a la mano, porque el vulgo es en este caso tan liviano que con tal que cada día vea cosa nueva, poco se le da que sea en provecho o en daño de la república. Véngase oy un hombre vano y liviano a un pueblo, el qual hombre jamas fue visto ni oýdo; si el tal es un poco agudo y astuto, pregunto qué es lo que querrá dezir que no diga; qué es lo que querrá inventar que no invente; qué es lo que querrá proponer que no proponga; qué es lo que querrá persuadir que no le crean. Cosa por cierto es maravillosa, y aun no poco escandalosa, que baste uno para trastornar el seso a todos, y no basten todos de reprimir la liviandad de uno. Cosas nuevas y inusitadas ni los pueblos las avían de admitir ni los príncipes consentir, porque no menos ha de ser examinada una novedad antes que se introduzga en la república que se examina un [25] grave escrúpulo de conciencia. Rufino, en el segundo libro de su Apología, reprehende mucho a los egypcios porque fueron amigos de cosas ingeniosas, y arguye mucho a los griegos porque fueron muy curiosos en dezir palabras compuestas; y por contrario loa mucho a los romanos, los quales fueron muy incrédulos en creer lo que los griegos dezían y fueron muy graves en aceptar lo que los egypcios inventavan. Razón tiene este auctor de loar a los unos y condenar a los otros, porque de juyzio vano y de coraçón liviano procede creer uno todo lo que oye y hazer todo lo que vee. Veniendo, pues, al propósito, dize Marco Varro que cinco cosas fueron muy graves de introduzir en el mundo, ninguna de las quales después que en común fueron aceptadas jamás dexaron perder ni olvidar ninguna dellas; porque assí como las cosas que con liviandad se aceptan, con facilidad se dexan, assí las cosas que con gravedad se aceptan, con mucha solicitud se guardan.

La primera cosa que comúnmente por todos los del mundo se aceptó fue vivir todos los hombres juntos, es a saber: que fiziessen lugares y ciudades y repúblicas, porque, según dize Platón, los primeros animales que inventaron repúblicas fueron las hormigas, las quales (según vemos por experiencia) viven juntas, trabajan juntas, andan juntas y para el invierno hazen la provisión juntas; y, lo que más es, que ninguna dellas aplica para sí cosa propria, sino que todo les es común en su república. Cosa monstruosa es ver la república de las hormigas ver cómo alimpian sus cuevas, ver cómo enxugan el grano de que está mojado, ver cómo viven de su trabajo proprio, ver cómo no hazen mal unas a otras, ver cómo gozan unas del trabajo de las otras; y (lo que para mayor confusión nuestra es) que si a mano viene viven cincuenta mil hormigas en una pequeña cueva y no se compadescen solos dos hombres dentro de una república. Pluguiesse a Dios Nuestro Señor que fuesse tan grande la prudencia de los hombres para se salvar quanta es la providencia de las hormigas para vivir. Como el mundo fue más creciendo y los ingenios se fueron más avivando, levantáronse tyranos que opremían a los pobres, ladrones que robavan a los ricos, bulliciosos que [26] desassossegavan a los quietos, homicidas que matavan a los pacíficos y ociosos que comían de sudores ajenos, lo qual visto por los que eran virtuosos, acordaron de juntarse en uno y vivir todos juntos, porque desta manera podían conservarse los buenos y resistir a los que quisiessen ser malos. Conforme a esto que hemos dicho dezía Macrobio, en el segundo libro De somno Scipionis, que la mucha cobdicia y la grande avaricia fueron ocassión que los hombres inventassen entre sí república. Plinio, en el vii libro, capítulo lii, dize que los primeros que hizieron poblaciones pequeñas fueron los de Athenas y los primeros que edificaron ciudades grandes fueron los de Egypto.

La segunda cosa que comúnmente por todos los del mundo se aceptó fueron las letras que leemos y de que en el escrevir nos aprovechamos. Según dize Marco Varro, los egypcios dizen y se alaban que ellos las inventaron, y por contrario los asirios afirman y juran que entre ellos primero que entre otros parecieron. Plinio, en el vii libro, dize que en los primeros siglos no tuvo el abc mas de xvi letras, y que el gran Palamedes estando cercada Troya añadió otras quatro. Aristótiles dize que luego en el principio se hallaron las xviii letras, y que después Palamedes añadió no más de dos, que fueron por todas veynte, y que el philósopho Epipharno añadió otras dos que fueron veynte y dos. Muy poco va que ayan hallado las letras los egypcios o que pareciessen entre los assirios, mas digo y afirmo que fue cosa muy necessaria para la república y aun para el aumento de la naturaleza humana; porque si careciéramos de letras y escripturas ni de los tiempos passados pudiéramos saber, ni a los que vernán en pos de nosotros pudiéramos avisar. Plutharco, libro ii De laudibus antiquorum, y Plinio, en el vii libro, en el capítulo lvi, loan mucho a Pirodas porque inventó a sacar fuego del pedernal; loan mucho a Pretheo porque inventó el arnés; loan mucho a Panthasilea porque inventó la hacha; loan mucho a Scitheo porque inventó el arco y la saeta; loan mucho a Pheniceo porque inventó la ballesta y la honda; loan mucho a los lacedemones porque inventaron el capacete, y la lança, y la espada; loan [27] mucho a los de Thesalia porque inventaron a pelear a cavallo; loan mucho a los afros porque hallaron el arte de pelear por mar; mas yo loo y nunca acabaré de loar no a los que hallaron armas para emprender guerra, sino a los que buscaron letras para deprender sciencia. Quanta diferencia vaya de mojar la péñola en la tinta a teñir la lança en la sangre, y de estar rodeado de libros o estar cargado de armas, de estudiar cómo cada uno ha de vivir, o andar a saltear en la guerra para a su próximo matar, no ay ninguno de tan vano juyzio que no loe más los exercicios de la sciencia que no los bullicios de la guerra; porque al fin al fin, el que deprende cosas de guerras no deprende sino cómo a los otros ha de matar, y el que deprende sciencia no deprende sino cómo él y los otros han de vivir.

La tercera cosa que comúnmente por todos los del mundo en conformidad de todos se aceptó fueron las leyes, porque dado caso que ya los hombres vivían en común juntos no querían subjectarse unos a otros, y por esta causa nascían entre ellos no pocos enojos y escándalos; porque, según dezía Platón, no ay mayor indicio de perderse una república que quando se levantan muchas cabeças en ella. Plinio, libro vii capítulo lvi, dize que una reyna llamada Ceres fue la primera que en el mundo enseñó a sembrar los campos, y a moler en los molinos, y amassar y cozer en los hornos, y la primera que enseñó a vivir debaxo de leyes a los pueblos, y por todas estas cosas llamáronla diosa los antiguos. Desde aquellos tiempos acá jamás hemos visto, ni oýdo, ni leýdo de algún reyno ni de alguna nación, por estraña ni por bárbara que fuesse, que no tuviessen leyes con que se favoresciessen los buenos, y no tuviessen en ellas señaladas penas para castigar a los malos; aunque a la verdad yo más querría (y aun por más seguro lo ternía) que amassen los hombres la razón que no que temiessen a la ley. Los que dexan de hazer malas obras no por más de por no caer en las penas que por ellos están señaladas, digo de los tales que si los hombres apruevan lo que hazen, condena Dios lo que dessean. Séneca, en una epístola que escrive a Lucillo, su amigo, dize estas palabras: [28]

Escrívesme, Lucillo, que los de essa ysla de Sicilia han llevado mucho trigo a España, y aun a África, la qual saca está prohibida por una ley romana, y que han incurrido en muy gran pena. Como por ser virtuoso me puedes enseñar a bien obrar, assí yo por ser viejo te puedo enseñar a bien hablar. Y es el caso que entre los hombres sabios y virtuosos no se sufre dezir 'esto dispone la ley', sino dezir 'esto mandaréys conforme a razón'; porque la corona del bueno es la razón y el verdugo del malo es la ley.

La quarta cosa que comúnmente en el mundo se aceptó por todos fueron los barberos, y no lo tome nadie esto a burla, que si lee a Plinio en el capítulo lix del vii hallará por verdad que cccc y liiii años estuvieron los romanos en Roma, ninguno de los quales jamás se rayó la cabeça ni se hizo la barba. Marco Varro dize que Publio Ticino fue el primero que desde Sicilia truxo barveros a Roma, y sobre si serían admitidos o sobre que no fuessen admitidos uvo grandes contrariedades entre los romanos, porque dezían ellos que les parecía cosa temeraria fiarse la vida de la cortesía de un hombre. Dionisio Siracusano jamás fió su barba de ningún barbero, sino que sus hijas quando eran muy pequeñas le cortavan con unas tigeras las barbas; mas, después que las moças fueron crecidas, no fiava dellas la barba, sino que el mismo Dionisio se quemava los pelos con unos carboncitos encendidos. Preguntado este Dionisio por qué no fiava de algún barbero su barba, respondió: «Porque yo soy cierto que le darán al barbero más porque me quite la vida, que no le daré yo porque me raya la barba.» Plinio, en el vii libro, dize que el gran Scipión Africano y el Emperador Augusto fueron los primeros que se afeytaron en Roma, y pienso que fue el fin de dezir esto Plinio para engrandecer aquellos dos príncipes, los quales uvieron menester tanto ánimo para dexar llegar las navajas a la garganta como para pelear el uno con Aníbal en África y el otro con Sexto Pompeyo en Sicilia.

La quinta cosa que comúnmente en el mundo se aceptó fueron los reloxes, de los quales carecieron muchos tiempos [29] los romanos, porque, según dize Plinio y Marco Varro, quinientos y noventa y cinco años estuvieron en Roma sin ellos. Los curiosos historiadores tres maneras ponen de reloxes que tuvieron los antiguos, es a saber: relox de horas, relox del sol y relox de agua. El relox del sol inventó Aneximénides Mileto, discípulo que fue del gran Animandro; el relox de agua inventó Scipión Nasica; y el relox de horas inventó un discípulo de Thales el philósopho. De todas las antigüedades que se truxeron a Roma ninguna a los romanos les fue tan grata como fueron los reloxes, con los quales medían por horas al día, porque de antes ni sabían dezir «a las siete nos levantaremos», «a las diez comeremos», «a las doze nos veremos», «a la una nos partiremos», «a las tres negociaremos», sino solamente dezían «después que saliere el sol haremos esto» y «antes que se ponga haremos esto otro».

La ocasión de contar estas cinco antigüedades en este preámbulo no ha sido sino por dar cuenta qué fue mi fin de llamar Relox de príncipes a este mi libro, porque siendo como es la denominación del libro tan nueva, razón sería que la doctrina fuesse muy estimada. No quiera Dios que ose yo dezir que han estado en España tanto tiempo sin reloxes de doctrina quanto estuvieron en Roma sin reloxes del sol y de agua, porque en España siempre uvo varones muy doctos en la sciencia y hombres muy estremados para la guerra. Con mucha razón y con gran ocasión son de loar los príncipes de España, los cavalleros de España, los pueblos de España, los ingenios de España, los coraçones de España, los ayres de España, las aguas de España y la fertilidad de España; mas, junto con esto, maldigo y reniego de muchos vulgares libros que ay en España, los quales como unos reloxes quebrados merescían echarse en el fuego para ser otra vez hundidos. No sin causa digo que muchos libros merescían ser rotos o quemados, porque ya tan sin vergüença y tan sin conciencia se componen oy libros de amores del mundo como si enseñassen a menospreciar el mundo. Compassión es de ver los días y las noches que consumen muchos en leer libros vanos, es a saber: a Amadís, a Primaleón, a Duarte, a Lucenda, a Calixto, [30] con la doctrina de los quales osaré dezir que no passan tiempo, sino que pierden el tiempo, porque allí no deprenden cómo se han de apartar de los vicios, sino qué primores ternán para ser más viciosos. Este Relox de príncipes no es de arena, ni es de sol, ni es de horas, ni es de agua, sino es relox de vida, porque los otros reloxes sirven para saber qué hora es de noche y qué hora es de día, mas éste nos enseña cómo nos hemos de ocupar cada hora y cómo hemos de ordenar la vida. El fin de tener reloxes es por ordenar las repúblicas, mas este Relox de príncipes enséñanos a mejorar las vidas, porque muy poco aprovecha que estén muy concertados los reloxes y que anden en bandos y dissensiones los vezinos. [31]


{Antonio de Guevara (1480-1545), Relox de Príncipes (1529). Versión de Emilio Blanco publicada por la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro: Obras Completas de Fray Antonio de Guevara, tomo II, páginas 1-943, Madrid 1994, ISBN 84-7506-415-9.}

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Antonio de Guevara
La versión del Libro áureo de Marco Aurelio, preparada por Emilio Blanco, ha sido publicada en papel en 1994 por la Biblioteca Castro, y se utiliza con autorización expresa de su editor y propietario, la Fundación José Antonio de Castro (Alcalá 109 / 28009 Madrid / Tel 914 310 043 / Fax 914 358 362).
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