Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Contra la corriente
Dulce y fuerte...
Castilla, nº 2, marzo 1917, páginas 29-33

 

Una mujer excelsa, una mujer en cuyos ojos rafaguean el genio y luce perenne la bondad, cuya soberana belleza física es signo adecuado de su interior belleza, me ha dicho que soy un espíritu corroído, que la síntesis de mis ideas es una negra negación total, que le da frío leerme o escucharme.... y hasta se ha apartado de mí con el ceño fruncido, con la mirada hosca, ¡ella, la del mirar radiante, la de la frente diáfana, la de las palabras buenas!

Y yo me he atrevido a detenerla, diciéndole, angustiado:

—Es triste, muy triste, altísima señora, haber sido un amador de lo absoluto, un místico de la verdad, un ansioso, con sed inextinguible, de la fe, que exalta, de la esperanza, que fortifica, del amor, que engrandece; haber reducido el pasar del tiempo a un instante al contemplar, embebecido, la mágica corola de las flores, el rostro placentero de los niños, la cándida sonrisa de las vírgenes; haber experimentado delectación vivísima al estudiar las fórmulas científicas que pretenden traducir lo real, y al creer que descifraba las palabras que aspiran a decirlo todo... y haber sentido, luego, con los extremecimientos dolorosos del ave a quien arrancan una a una las plumas de sus alas, que iban cayendo en la sima sin fondo de la duda, los símbolos consoladores; que las palabras sublimes, perdida la certeza, savia de fe, que las animara, se desprendían como hojas muertas, de la conciencia, amontonándose, cual detritus enojosos, en la memoria que fuimos.

Es triste haber entonado en nuestra alma un cántico entusiasta al progreso del hombre, y saber luego que hay unos terribles elementos –degeneración, herencia mórbida, criminalismo nato– ministros de una Fatalidad inexorable, más cruel, más poderosa y menos bella que el antiguo Destino, la cual, asistida de sus negros servidores, opone a los anhelos por el bien de la humanidad, al hambre y sed de justicia y amor universales, que siente toda alma... cándido, el acérrimo, y amargo y frgidísimo imperativo «renunciad a toda esperanza», vosotros, los que no podéis vivir sin esperar.

Y como resultado de la muerte de nuestra idealidad, tener que sufrir, inermes, los picotazos de los grajos que revolotean alrededor de su blanco cadáver; tener que escuchar, al menos dudosos, cómo se discute la eficacia y el mérito de las más nobles acciones, cómo es estimada la abnegación del mártir cual una suerte de egoísmo, y clasificado el héroe entre los impulsos vulgares y puestos al lado del bestial atávico el más grande genio.

¿Decís que la belleza?... La belleza no es seguro puerto espiritual, sin el mar cambiante y sin orillas de las apariencias de las cosas, reflejándose en ese otro mar de la emoción, cuya ley, casi única, es el cambio. Y ¡cómo acudir a la razón para asentar en ella el templo a la belleza, si la razón... es lo falible, hecho juez de lo engañoso!

Todo esto es triste, muy triste.

Pero es más triste para mi ahora ¡oh genial hermosura! perturbar, siquiera sea levemente, vuestro excelso espíritu ecuánime, y disgustaros de esa malaventurada perturbación, haciendo que pongáis gesto de seriedad en vuestro bello rostro afable, mirada hosca en vuestros grandes ojos benévolos y pliegues de enfadosa meditación en esa frente magnífica y serena, pórtico de un templo vivo de Venus Urania.

En los rescoldos mortecinos del antiguo fuego, que caldeó el hogar de mi alma, hoy frío, ha encendido el hálito de vuestras palabras una constelación de puntos luminosos, que componen un nombre, vuestro nombre. ¿Es la conciencia de una vocación ideal definitiva?

Guiadme: llevadme a ese cielo de vuestro espíritu y alumbrad con vuestra luz mis pobres ojos miopes. Habladme. La música de vuestro acento se hará también luz, y perfume y calor de vida en mi cerebro cansado. ¿No habláis?...

Y ella, alzando lentamente su hermosa cabeza pensativa y fijando en mis ojos con triste dulzura, sus ojos serenos, ha dicho así:

—Comprendo ¡pobre optimista amargado! ¡pobre idealista ensombrecido! Tus negras ideas son chispas, apagadas, que brotaron al choque de tu espíritu vehemente, pleno de ideales, contra el medio social hostil y contra el Universo, impasible.

También el orgullo... ¡Qué sutil y hondamente orgullosos sois los hombres como tú, aunque parecéis humildes, porque no sois vanos, ni ponéis vuestro menosprecio a la humanidad en cada prójimo!

Sí, es soberbia vencida, es orgullo con máscara de sencillez, ese pesimismo que, cínicamente, mostráis por doquiera.

Quisísteis conocerlo todo, y, cuando tropezó vuestro pensamiento con el muro impenetrable de vacío y sombra, tras el que se oculta el mundo, después de ofrecernos, en complicidad con nuestros sentidos, el engaño de sus fenómenos, sentísteis un sufrimiento insoportable, como señor a quien su esclavo negase una respuesta; soñásteis con el fácil reinado de lo justo y, al advertir la debilidad de su imperio, os invadió la desesperación, como si se infligiera a vuestra racionalidad, a la vuestra sólo, una grave ofensa; quisísteis perfeccionar la sociedad –cultura, economía, gobierno– rápidamente, y al convenceros de lo inacabable y relativo de esa obra lentísima, que no es empresa única, sino humilde labor de todos, os invadió el desaliento y os ahogó la amargura. Soñásteis demasiado y con excesiva ambición, y, al despertar, el desencanto es proporcionado a la enormidad del engaño.

Pero tú, pobre amigo, serás siempre mi forjador de ideales, siquiera alguna vez tomen forma negativa. Tu escepticismo no es otra cosa que un estado de aparente contradicción a un cierto dogmaticismo, fundamental en tu espíritu. Tu pesimismo es el mal nombre que has puesto a un noble dolor; al dolor de no sentir por doquiera manar la bondad a raudales. ¿Y qué decir de esa misantropía de que alardeas, tú, que haces de cada ser humano que conoces una excepción señaladísima del desprecio que te inspira la humanidad; raro desprecio, pues que no te impide preocuparte de ella?

Lloras por tus muertos ideales. Llora, que de tus lágrimas surgirán otros, aunque menos bellos, más robustos... Así deben ser, para que puedan desposarse con la realidad...

En cuanto a la madre común de todos, la augusta matrona que, aun velada, se mantiene en el trono de tu revuelto espíritu y que tiene este nombre, «Perfección», no puede reinar en el mundo; sería este una inmutable cristalización, esto es, un cadáver bellísimo... Mas ¿no comprendes que ha de reinar, que reina eternamente, que esa idea no está en nuestra alma sino como una proyección de lo absoluto real?...

Y descendiendo a lo relativo y temporal y humano, yo creo que el estado doliente de tu espíritu derivará hacia ese humorismo benévolo, que sosiega el pecho y ensancha el criterio; hacia ese humorismo magnánimo, nota típica de la aristocracia de las almas, porque es el resultado definitivo, el ápice de la evolución de un espíritu que ha pensado y ha sentido cuanto hoy puede un hombre pensar y sentir. Mezclarás a la fe en lo general –fe en ti mismo y, de ahí, fe en tus ideas y fe en el hombre, la desconfianza sobre lo particular– de ti en cada acción y en cada juicio, de cada hombre, hasta cierto punto, y, en cierta medida, de la eficacia de cada paso adelante en la cultura; reconocerás los bienes de la vida, lamentando sus males, que no pretenderás curar de repente, sino aliviar con parsimonia; amarás la ciencia, concediendo que en algunos aspectos disminuye el imperio del mal, burlándote, empero, de sus fracasos ridículos y de sus altaneras pretensiones; tendrás, en suma, una sonrisa bajo cada lágrima y una duda crítica frente a cada afirmación, colocándote así, no en el vulgar término medio, posición de la ignorancia medrosa, sino en lo más alto de la línea vertical más prolongada que desde ese punto pueda trazar el pensamiento.

Desconfía de tu inclinación a realizar concepciones absolutas: verdad segura sobre todas las cosas, lógica perfecta en todos los razonamientos, bien sin sombras, belleza sin velos; ama hasta el error, por lo que contenga, que algo contendrá, de verdad; considera lo absurdo como una desviación de lo verosímil, la ignorancia, como una posibilidad de sabiduría y la equivocación, como un germen de acierto, que no llegó a término feliz; piensa que lo malo no es absolutamente malo, y mira la fealdad como una belleza a la que falta algo...

Calló la voz argéntea, dulce y tranquila, calló la mujer excelsa. Su mirada, que antes parecía dirigirse hacia adentro, se perdía ahora en lo infinito, como si tendiera de lo hondo de su espíritu a lo alto del cielo un puente de luz.

Y yo exclamé: ¡Salve, fortaleza y dulzura!

Y, tras una larga pausa, repleta de alma hecha caos, he callado, he callado para siempre ¡Oh Hamlet!

Y ella, severa y triste, se aleja lentamente, lentamente, se aleja, se aleja...

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 222-225