Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Nuevos horizontes
La mujer
I. La señorita de hoy

La Tierra de Segovia, 1 junio 1919

 

Cálidos himnos entonaría yo, si supiera, en loor de la mujer, y no han sido muy escasos los renglones de mala, pero encomiástica prosa, que he tenido el honor de dedicarle. Que ello me sirva de excusa, así como mi buen propósito, para el empeño en que mi indiscreción de escribidor me mete: aconsejar a quien no me pide consejo y a quien seguramente ¡ay! no tomará en cuenta mis palabras.

No voy a descubrir ningún Mediterráneo. Voy sólo a resumir, y brevemente, lo que en libros, en incisos de artículos, en conversaciones entre la gente que piensa, se ha dicho mil veces, y ojalá no se dijera ni una más.

Y es, en resumen, esto. Nuestra señorita de la clase media y de la clase alta, la señorita española, tan gentil, tan buena, tan resignada, hermosa, a veces, bonita, graciosa y simpática siempre, no puede ostentar otras bellas cualidades que, latentes y hasta iniciadas, se adivinan a través de sus miradas tristes, por entre el follaje de su charla frívola. Son botones de rosa del jardín de su almita, destinados a no abrirse jamás.

Ideas, emociones, sentimientos, es decir, ideas, ideas, ideas son el sustento del espíritu. Y este alimento, como el corporal, hay que suministrarlo desde los comienzos de la vida. Más tarde, cuando ya hay una sólida –y no digo grande– formación cultural, es cuando puede y debe bastar la propia iniciativa. Nuestra adorable señorita no tiene la culpa de no tener ideas.

Los padres, siervos humildes de la rutina; la sociedad, exigente en nimiedades y demasiado modesta en pedir cosas grandes; el hombre individual, fácil de caer rendido ante las gracias femeninas, sin poder pensar en más; la tradición, la terrible tradición de la Edad Media, filtrada a través del Renacimiento en hilos, ténues ya, pero numerosos todavía; el imperio de la Moda, absorbente, como de tirano femenino; el criterio de burdo practicismo de nuestro pueblo para juzgar la vida, todo se ha confabulado contra la cultura de la mujer.

Entended que decimos cultura, y no instrucción superficial. Esta puede conducir al bachillerismo, pedantesco, incomprensivo y exigente. Aquella, sólo a las cumbres de la idealidad, austera, tolerante y amable. La cultura, en el sentido de desarrollo de la inteligencia, elevación moral y depuración estética; la cultura, que forma el carácter y sabe dar sentido a la vida; la cultura, posesión de sí mismo y, en cierto modo y hasta cierto punto, del Universo entero; la cultura, que consiste en el saber fundamental, el hacer según normas altísimas y la devoción desinteresada, amplia y comprensiva, a la belleza y el arte, a la naturaleza y la vida, a la historia y la eternidad, y, en último término, a la Belleza y a lo bello de las cosas pues el verdadero saber, el bien hacer y el hondo amar se concentran y se funden en el amor, multiforme e idéntico, el cual se dirige, así a lo más allá del tiempo y del espacio, donde encuentra a Dios (a quien ve luego en todo), como a la más pequeña brizna de hierba, donde inventa un mundo.

¿Pero cómo amar lo que no se conoce? Quien ignora las leyes del número, peso y medida porque la materia se rige; quien no sabe los trabajos de los héroes de la civilización y no se da cuenta de la fatigosa lentitud con que se ha llegado a los esplendores y comodidades de que disfrutamos; quien no ha sido movido a deleitarse con la contemplación de la naturaleza; quien no posee la necesaria preparación para admirar las obras maestras del humano ingenio; quien desconoce la explicación de errores, defectos y miserias ¿cómo ha de elevarse a la serena región donde la rígida severidad sólo se aplica a sí mismo, donde todo, en los demás, se disculpa, porque todo se explica, donde a todos se les ama, porque a todos se les comprende y donde por encima de uno, y de los demás y de todas las cosas están las ideas, a quienes guía y preside la estrella diamantina de lo ideal?...

Y así, la generalidad de nuestras señoritas no puede comunicarse espiritualmente con el mundo y la humanidad, si no es por rápidos atisbos de viveza, por maravillosas intuiciones fugaces, por impulsivas ternuras cándidas, chispas del genio de la raza, que se sutiliza y quiebra en el alma –blanco, oro y carmín– de la mujer española.

Y así, jóvenes que poseen un espíritu cultivado, que sienten anhelos de lo grande, ansias de mejoramientos colectivos, ideales de belleza, nobles ambiciones personales, retornan cabizbajos y desalentados de sus conversaciones con adorables señoritas. No pudieron hablar de nada verdaderamente humano, ni aún en gentiles alusiones, desprovistas de pesadez y tecnicismo; y escucharon, en cambio, críticas despiadadas e injustas, frases de inmotivado orgullo, acerbas ironías sin fundamento, risas sin sentido y... palabras, palabras ¡vanidad, vanidad!

Es triste.

¡Carne de jazmines, almas de mieles, corazones sedientos de amor! ¡a qué excelsitudes llegaríais, si los hombres –padres, novios, maridos, escritores, artistas– si los hombres supiéramos ser escultores de almas!...

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 243-245