Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Un pequeño gran libro
El maestro, la escuela y la aldea (Cartas a Luis), por Pablo de A. Cobos
La Escuela Moderna, marzo 1929, páginas 122-131

 

¿Media sólo una diferencia de tamaño entre un gran libro y un pequeño gran libro?

No creemos que los predicados de un mismo sujeto posean absoluta independencia. Las categorías son los géneros supremos. Pero al darse conjuntamente en las cosas, puede existir entre ellas, o entre sus determinaciones singulares, mejor dicho, una cierta contaminación. Así, cantidad y cualidad son conceptos dispares, pero ¿acaso del todo indiferentes entre sí? Veamos. ¿Es indiferente que el acueducto de Segovia midiese tres o cuatro metros de altura y seis u ocho de longitud? ¿Y un Moisés, hecho por el propio Miguel Angel, de dos pulgadas? ¿Y un gran poema épico reducido a cien versos, aunque en ellos se relatase el argumento entero? ¿Y la Crítica de la razón pura, en extracto de cincuenta líneas? ¿Y la Historia de José, en una cuartilla?

Creemos –y es claro que podemos estar equivocados– que un libro pequeño no ya en relación a un infolio, sino teniendo en cuanta el posible desarrollo del tema o temas que lo sintetizan, no puede ser un gran libro perfecto, en lo humano, definitivo.

Y el libro de que nos vamos a ocupar, pequeño como un libro, es más pequeño todavía, si se piensa que en realidad no es un libro, sino tres, unidos por el hilo sutil de un tema general: la educación de los niños en la escuela campesina, o la pedagogía escolar referida a las aldeas.

Ya el nombre del libro indica esta división, que en el texto se señala con titulares, aunque los números de orden de las cartas que constituyen el tomo forman una sola serie.

¿Qué queremos decir, entonces, con nuestros calificativos, más antagónicos que a primera vista parecen, de conjunto paradojal, según la explicación dada?

Queremos decir que este libro es, en realidad, todo lo grande que su pequeñez de tamaño consiente, sin que pretendamos afirmar que llegue al sublime literario, pues no se trata de una obra esencialmente bella, sino de una obra didáctica.

Didáctica –y este es uno de sus mayores méritos– sin dogmatismos y sin tecnicismos. El dogma petrifica; la técnica aísla, que es tanto como alejar al explorador libre, henchido de interés desinteresado.

El autor –un joven de mucho talento, de esperanzas tan seguras, que ya comienzan a granar– escribe sobre los temas apuntados en el título como un periodista muy enterado de lo que escribe y muy enterado de cómo se escribe para llegar al espíritu de todo, sin tener disgustos en las aduanas de la Gramática, el Diccionario y la Estética literaria, esto es, como un gran periodista.

Y tanto es así, que mientras leí la «carta primera», recordé insistentemente al gran maestro de escritores de periódico don Alfredo Calderón, hombre de altísimo mérito y honda cultura, que murió pobre y entristecido, víctima de por vida de su austeridad y de la indiferencia y la estupidez ajenas, aunque fuese admirado de los mejores; pues no obstante haber publicado, con su firma, infinidad de artículos insuperables, era desconocido del gran público, de aquel gran público que llenaba las plazas de toros en los días del inmenso desastre nacional.

El que esto escribe tiene entre sus más altos honores el haber llorado la muerte del maestro admirable.

Y como yo sé que Cobos no ha leído a Alfredo Calderón, es claro que no obedece a imitación inconsciente la semejanza que, sin duda, existe entre su estilo y el del insigne escritor, noble, bueno, austero y, con todo ello, ¿acaso por todo ello?, desgraciado.

Sólo me resta, en este punto, afirmar que no puede, a mi juicio, aplicársele aquel calificativo de grande, que tan concienzudamente debe ser reflexionado antes de ser concedido, a un libro mal escrito. Hay entre fondo y forma una relación más íntima de lo que muchos creen, o aparentan creer, o se inclinan a suscribir, sin analizar la certeza de lo suscrito.

* * *

No es la primera parte –el libro no sigue el orden marcado en el título– un canto lírico en honor de la aldea; es la síntesis, muy sustanciosa, de los conocimientos aldeanísticos del autor. Es, sobre todo, situarla objetivamente, sin prejuicios favorables, ni adversos, y pensar acerca de ella por observación analítica y por el contraste.

Y resulta del estudio de la aldea que esta no es ni escenario de múltiples idilios, en ambiente de paz, sencillez e inocencia inalterables, ni muladar humano, en el que toda miseria física y moral tiene asiento perpetuo. La aldea es diferente de la ciudad, y el aldeano, el aldeano auténtico, no el desviado por las «pillerías» de la civilización, un tipo digno de estudio, en el que se dan todas las posibilidades. «Ponlo en un medio intelectual y lo encontrarás capaz de todo progreso; ponlo en un medio de trabajo, de utilización, de generosidad, de fraternidad... Cuenta con todas las posibilidades que no le robaron maestros cursis.»

Sin embargo, el maestro, que debe ser en la aldea activo representante de lo mejor de la ciudad –la cultura– ha de examinar el medio y hacer lo posible por comprenderlo y amarlo, sin dejarse dominar por él. «Pero no te conformes –le dice a Luis– con menos que la cúspide. En lo más alto, tú, dominándolo siempre.

En otros pasajes, el autor se burla de la ciudad y de su cultura. Pero es de la cultura que merece ser puesta así, subrayándola irónicamente; de la pretendida cultura de la mayoría de los habitantes de las ciudades, que no es sino alarde necio de cultura inexistente, orgullo por la posesión de los caracteres ciudadanos menos estimables: sensualidad, raquitismo físico, incomprensión de todo lo ajeno al estrecho horizonte de la vida habitual, saber superficialísimo, horteril, o, dicho con las palabras del autor..., «ambiente de la ciudad, que sólo dota de esa estrechez intelectual que debemos llamar listeza, de una moral que es sensiblería y de miseria física que incapacita totalmente para la lucha.»

Algunos reparos pueden ponerse, no al fondo del pensamiento del autor, amigo fervoroso de la verdadera cultura, cuyas más altas cimas son necesariamente ciudadanas, sino a la rotunda manera con que Cobos achaca aquellas pésimas cualidades de la seudocultura al ambiente de la ciudad. Claro es que «el ambiente de la ciudad» es aquí el ambiente de sus círculos inferiores, el ambiente del arroyo y de los lugares desde él más accesibles.

A lo cual podría también objetarse que esos ambientes de la ciudad son los menos ciudadanos; así como el margen de terreno inculto de una huerta no es huerta propiamente hablando.

La ciudad ideal es el tipo más perfecto de las agrupaciones humanas; la nación coherente, o el municipio en todo desarrollo; el hogar de la cultura con sus varios aspectos, desde la policía edilicia en el medio material y la urbanidad en el medio social, hasta el gran arte, difundido en múltiples manifestaciones y condensado al propio tiempo en obras maravillosas, y la suma ciencia, cultivada en instituciones públicas y aplicada en lo posible a la vida, y la moral más alta y la más exquisita sensibilidad.

Entre la ciudad y la aldea, como organismos de cultura, media entre la misma distancia que entre un hongo y un roble. Como productoras de individualidades selectas, no hay distancia siquiera: media el infinito, como entre la nada y el ser. Distancia es la relación espacial cuantitativa entre dos cosas existentes. recuerde el autor del libro que criticamos la Atenas de Pericles, la Córdoba de los Abderramanes, la Florencia de los Médicis, y mire luego hacia la aldea más pura en sus valores características.

Es claro que Cobos no quiere decir que las aldeas constituyan el desideratum de las agrupaciones sociales. Ya le advierte a su Luis –el maestro a quien se dirigen las cartas que forman el libro– que la aldea hace mucho daño cuando capta al ciudadano que en ella, por exigencia de su profesión, vive. «Es muy fácil perder la distinción de las maneras, y lo malo que perderla en lo exterior es señal clara de que tampoco en lo interior anda muy sobrada.»

Lo que quiere el autor, en fin, es desterrar el concepto falso de que en una aldea no pueden vivir sino aldeanos. «En un pueblo no se desprecia a ningún hombre venerable, no se humilla al que siempre sea respetuoso, no se veja al prudente, no se maltrata al trabajador ni se persigue al digno, ni más ni menos que en los casos y excepciones que ocurre en las ciudades. Tengo por cierto que muchas menos veces.»

En suma, esta primera parte del libro de Cobos es de gran originalidad. Análisis del espíritu de la aldea, distinción entre el aldeano puro y el maleado por lo que pudiéramos llamar escurrajas de la cultura, y afirmación razonada de que le es posible a un buen maestro vivir entre aldeanos, y de que es conveniente para los altos intereses de la Humanidad que viva y que actúe.

¿Cómo ha de actuar? Siendo maestro en la escuela y consejero veraz, sencillo y valiente en la calle, o sea «ante el cacique, ante los vecinos, ante la juventud». Cobos quiere en cada aldea un Sócrates.

En la segunda parte insiste sobre esta idea, en los dos hermosos párrafos con que termina y que damos casi íntegros a continuación:

«No pienses que vas ahí como maestro exclusivamente; como misionero de los altos ideales vas...»

«Puede ocurrir que te invite la autoridad a recogerte en tus propias funciones... No importa; te harás más prudente, más cauto; pero seguirás diciendo la verdad ante el alcalde, ante el secretario, ante el médico y ante el cura, lo mismo que ante el vecino más humilde. Es posible que torne la amenaza, negándote el derecho a intervención política, a predicación ciudadana. No importa. Serás prudente, y harás lo que hacías. Puede llegar el expediente y la sanción. No importa. Sabrás entonces que no puedes ser maestro en España, y te quedarás tranquilo y contento con tu honradez y tu sabiduría.»

¡Bravo!... por mi parte. Yo, como autor, habría dicho lo mismo. Como informador que se siente algo juez, cúmpleme señalar ante una más amplia y aguda crítica la afirmación contenida en los párrafos anteriores. Sólo diré ahora que he recordado al leerlos la cicuta de Sócrates, y al terminar la lectura, cierta conversación entre Buda y Purma, muy conocida entre nosotros, por haberla transcrito de los poemas indios una Historia de la Pedagogía.

¿Por qué, entonces, afirmo que yo como autor habría dicho lo mismo que Cobos? Lo habría dicho no sólo por razón de ética pura, sino por eso que puede llamarse pudor de la honradez o dignidad. Más claro: si el maestro, en las poblaciones pequeñas no sigue la norma que Pablo de A. Cobos le prescribe, no es que pueda abstenerse, es que tendrá que aprobar tácita y muchas veces, casi todas, expresa y terminantemente, injusticias, engaños, faltas de delicadeza...

La cuestión que se plantea, pues, es –a mi juicio– ésta: o el maestro ha de ser un desaprensivo, o un inconsciente, o un abúlico, débil hasta lo inverosímil, o bien, en el otro extremo –con muy difícil opción a un término medio, inestable, peligroso y siempre impuro– un héroe.

Y ahí queda esa cuestión «para más señores».

Comienza la segunda parte de la obra puntualizando el valor que para ejercer dignamente el Magisterio posee el «gusto por la escuela», gusto que es consecuencia de un sentimiento más concreto: el amor a los niños.

«O amar o aborrecer: no hay otra cosa. El que ama es un sembrador, ¿y qué otra cosa mejor puede ser un maestro? No creas jamás que se puede ser educador con la frialdad de lo puramente científico.»

Se sitúa aquí el autor en la gran corriente moderna que exalta la sensibilidad, que considera el sentimiento como el primero e insustituible impulsor de toda grande obra.

¡Lo científico sin amor! Es que, además, no puede acumularse verdadera ciencia, sin que nos acompañe en el difícil trabajo de su adquisición algún amor intenso, ya a la Ciencia misma por sus calidades humanas –aun como verdad pura es apetecible– ya a un ideal de humanidad, al que la Ciencia ha de servir. Es que tampoco puede ser certeramente aplicada, si uno de esos amores no es el genio invisible, pero vigilante, que guía y anima, que acierta en el matiz, en la manera, en el pormenor, como no podría acertar la inteligencia; que hace, en fin, que la obra, aun la más científica, sea lo que es.

Pero el educador, sobre todo, necesita un ideal de humanidad y una gran fe en el progreso moral, que es el verdadero y definitivo progreso. Es imposible ser maestro –serlo de veras– sin un gran corazón, henchido de amor humano, de fe en un ideal y de la esperanza de que ese verbo se hará carne.

Así, Cobos quiere que sea la escuela «el sentimiento ilustrado por la razón». Máximo acierto. No se puede decir más en menos palabras, que podrían servir de tema para un libro diez veces mayor que El maestro, la escuela y la aldea.

Y dice luego: «El amor –por muy ciego que sea el amor– es una manera de conocer.»

Insisto –y perdone mi querido amigo–: no es una manera, es la única manera de conocer, supuestas ya en el sujeto las demás aptitudes que dicen relación a ese acto, el cual no puede ser realizado con amor solo. Pero yo digo que tampoco puede realizarse como amor solo. Pero yo digo que tampoco puede realizarse con sólo inteligencia. Un hombre absolutamente insensible –y es claro que no nos referimos a la sensación, sino a la emoción– sería incapaz de todo conocimiento científico, objetivo, impersonal. Para desligarse de la vida instintiva, desinteresándose de sí mismos, se necesita el amor. La doctrina –que yo profeso– de atender la Ciencia a la utilidad, y la Filosofía y las Artes a lo inútil, a lo bello, a lo divino, no contradice la anterior afirmación; porque la utilidad de la Ciencia no es inmediata y personal, sino general y remota. Sólo en un origen causal y en sus comienzos históricos –balbuceos de una técnica rudimentaria, ayuna de verdadera ciencia– puede decirse que la Ciencia responde al egoísmo.

Y es claro que la perfección de un conocimiento varía con el grado de intensidad del amor. Sólo con amor fuerte, de emoción perenne, se puede llegar a conocer lo más recóndito, así de la Naturaleza universal como del alma humana.

Y a estas elevadas calidades del amor se refiere Cobos, sin duda, cuando dice que el amor –un gran amor– es un modo de conocer; el modo de conocer íntimamente, perfectamente.

En lógica consecuencia, con este criterio optimista, dice Cobos que el maestro ha de llevar a la escuela la vida, «y que la muerte quede lejana y escondida, no trayéndola a trozos sobre nuestro vivir, vertiendo gotas de su ponzoña a cada paso en nuestro caminar. Estoy seguro de que el educador no tiene derecho a llevar tristeza al alma del niño. ¿Qué le ha de dar, si no es energía y confianza»? ¡Hermoso sentido pagano el de esta serena y pudiéramos decir que seria alegría con que debe enfrentarse la vida!

Hablando de la relación entre el maestro y los discípulos, hay esta frase certera, esta gran frase, que bastaría a justificar todo el libro: «Que te digan –los niños– adiós con la mano desde lejos, y que se sonrían siempre que te encuentren.»

Gran acierto también el comparar la función del maestro con la del gobernante.

La parte tercera y última comienza con la afirmación de que la coincidencia universal en favor del niño y de la escuela es más lírica que efectiva, y alega sus razones.

A renglón seguido critica «el fogoso entusiasmo por lo nuevo». Me parece de perlas este perspicuo alegato en pro de la originalidad. La frase final de esta carta, de hiriente sarcasmo y de muy hondo pensamiento, es un verdadero epigrama, y como los antiguos, digno de ser grabado en piedra: «Sólo me explico la copia en los que copian a Siurot.»

Esta parte del libro es un análisis agudo de los defectos esenciales de la escuela, de la contradicción fatal entre la teoría y la práctica, y entre el educador consciente y los elementos sociales.

¿Cómo no ha de darle la razón al autor de ese análisis quien ha realizado otros en análogo sentido y con semejantes conclusiones pesimistas?

Pesimismo que no se excluye –y así lo afirma Cobos en su libro–, antes más bien presupone, la acción bienhechora. «Sólo el pesimista de alma serenamente triste y dulce –afirma– es capaz de reaccionar, poniendo su esfuerzo al servicio de la ingente tarea de llevar vida al sepulcro de las almas infantiles.»

Porque ser pesimista no quiere decir –no sería posible en hombre alguno– tener el convencimiento firme de la inanidad fatal de toda idea, de todo amor, de toda acción. Como en la crítica del conocimiento es imposible el absoluto escepticismo, es imposible en una doctrina de valores el total, cerrado, absoluto pesimismo. Así, por ejemplo el pesimista acerca de lo presente puede ser optimista respecto al porvenir.

En general, la predisposición optimista, es decir, la tendencia a encontrarlo todo bien, o fácilmente conducible a buen término, estimando remediables todos los defectos de las obras, todas las dificultades y los inconvenientes de las acciones, la creo propia de espíritus superficiales, ligeros y egoístas. Cuando ese optimismo se refiere al estado actual de la Ciencia, del Arte, de la economía política, del gobierno de los pueblos, de las relaciones internacionales, de la enseñanza pública, de las costumbres, la salud, la inteligencia y el buen gusto de la mayoría de las personas; cuando se refiere, en suma, a cualquier aspecto importante de la vida humana o de la cultura, me parece el optimismo –del que se deriva férrea posición conservadora– una inmoralidad esencial, o una repugnante pereza. Ser pesimista –y no hablamos del pesimismo filosófico, que niega la religión, la moral, el derecho, el espíritu, en suma, al que considera una sombra que tiene la propiedad de ensoñar, de alucinarse y de crear absurdos –dentro de semejante doctrina, caben, por feliz contradicción, pequeños optimismos y grandes bondades–, ser pesimista, digo, es ser honrado; es tener seriedad de pensamiento, ansia de ideales y sensibilidad aguda.

He aquí una cuestión que Cobos enfoca con perfecta objetividad. Como la cuestión es insoluble, el autor será tachado de pesimista, pues hoy el pesimismo, aun relativo, es un defecto. «La Pedagogía nueva –dice– te ordena conocer al niño. ¿Qué es el niño? El niño es... El niño –concluye– es muchas cosas; no sabes cuántas ni cuáles. Simplifiquemos. ¿Qué es este niño? ¿Qué es íntegramente? Con tests y sin tests, nunca alcanzarás otra cosa que una imprecisa, borrosa y vaga intuición de las posibilidades de ese niño».

Sólo elogios merece la censura despiada, pero justa, que hace del horario escolar y de todo lo que sea molde, y de toda imitación, así de lo viejo como de lo nuevo, y aun de todo sistema concluso y petrificado.

En este libro se percibe la palpitación fuerte, a veces tumultuosa, de una recia personalidad. Cobos piensa por sí mismo; él, con las ideas adquiridas en todas las fuentes: observación, lectura, conversaciones, razonamiento propio con datos ajenos... Cuando acepta una opinión o una doctrina, las hace suyas, realmente suyas por verdadera asimilación, por animarles y cobijarles en lo más hondo de la personalidad, el corazón. No se tiene la propiedad sino de aquello que se ama.

Por esto no puede aceptarse el juicio de algunos amigos míos y de Cobos de que este libro es «zambranista».

No, no esto. Es...

Es, en primer lugar, que todos, absolutamente todos los hombres dotados de buena fe y de sinceridad hemos de estar conformes en multitud de cosas. Es, también, que no en balde, por mucha personalidad latente que pueda tener un muchacho, y por muy en libertad que sus educadores quieran dejarla, no en balde se es discípulo desde los catorce años hasta... ¿los veintidós?, ¿los veinticuatro?... de un hombre de corazón, que «no es un porro», como diría Unamuno, ni un indiferente a nada de cuanto hay o pueda sospecharse que hay en el Universo y en el extra Universo. Y no digo que «valga la inmodestia», porque no creo que exista, y no quiero mentir.

He leído en un artículo –encomiástico– acerca de este libro que en él se repiten ideas, que aún habrá que repetir más, ideas madres, en suma. Ciertamente, algo de esto hay, como en todo libro sobre cuestiones muy tratadas. Pero yo encuentro en él una fuerte originalidad. Las partes primera y tercera, que constituyen casi todo el libro, pues sólo 12 páginas pertenecen a la segunda, tienen cuanta originalidad pueden tener, sin salirse, dando un salto en el vacío, del círculo de esas ideas madres, en el que ha de moverse, por fuerza, un espíritu ponderado. El lector cuidadoso notará en este librito, de brillo y dureza diamantinos, opiniones que no habrá leído jamás. Porque no es cierto que no pueda decirse nada nuevo sobre cosa alguna conocida. Creo, por el contrario, que cada día se dirán más cosas nuevas acerca de todo.

Termino sugiriendo al lector –sin más explicaciones, pues el artículo es ya extenso en demasía– este juicio: el maestro del libro de Cobos, el maestro que él desea, es un aristócrata en el más puro sentido de la palabra, y algo aristócrata, también, en el sentido histórico o vulgar, ya que está muy lejos de ese tipo pacato, humilde, modestísimo, gran agradador de todos los Segismundos, desde «la autoridad constituida» en todos los órdenes en que caben autoridades –y son muchos–, hasta el último «señor respetable».

Los maestros españoles, todos los maestros españoles –pues también los que profesan en la ciudad pueden obtener óptimos frutos de su lectura– deben leer este libro.

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 348-356