Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogo III
La despedida

agosto 1930

 

Personajes: D. Santiago Sotomayor, D. Álvaro Venegas, Pedro Roca, Julián María Otero y Antonio Medina.
Lugar de la acción: La casa de D. Santiago en Madrid.
Tiempo de la misma: Un atardecer de principios de julio de 1921.

Medina.– Esta será, desgraciadamente para mi, la última conversación que con Uds. mantengo por ahora.

D. Santiago.– Oí decir a D. Álvaro que pensaba Ud. dejar la milicia.

Medina.– Eso quería, y eso quiero. He escuchado mi vocación y no es la vocación militar. Yo ingresé en la Academia de Artillería por acceder a un capricho de mi abuelo, que fue Presidente la Audiencia de Segovia. Luego, el impulso adquirido en una edad en que ni se conoce uno a sí mismo, ni sabe, en realidad, nada de nada, el amor propio de estudiante, el contagio del medio reforzándolo, la sugestión de compañeros entusiastas de la carrera forman una red que lo aprisiona a uno, mientras no surja una verdadera revolución espiritual, o roce del tiempo no rompa la red. Esa revolución se ha operado en mí por las conversaciones con D. Álvaro, primero, y después con Uds. y por nuevas lecturas, recomendadas también por D. Álvaro, que ha sido mi maestro, en el más profundo sentido socrático, pues ha hecho que yo alumbre la idea perfecta, en lo posible, de mi mismo.

Pedro.– ¿Qué entiende Ud. por vocación?

Medina.– La gozosa y activa conformidad con nuestras aptitudes. Como de esa adhesión se desprende el querer marchar hacia una meta, nos parece que nos llaman desde allí.

D. Santiago.– ¿Cuándo deja Ud. las armas?

Medina.– No sé. Yo quise dejarlas cuando salí de la Academia, el año pasado. No pudo ser. (Y como notara que había dicho esta frase con intensa amargura, añadió, a guisa de explicación) Y no es que me repugne, de por sí la milicia, profesión desgraciadamente necesaria, todavía. Pero me produce cierta vergüenza, muy íntima, y que a nadie he manifestado hasta ahora, pertenecer a una colectividad ineficiente. Ahora me destinan a Marruecos, a la Comandancia de Melilla. Acaso cuando cumpla allí. Esta misma noche a las 12 y 50 tomo el tren.

¿Habría salido por los respiradores del sótano, reptado por las paredes y penetrado en el claro y tibio cenáculo, una bocanada de aire húmedo y frío, mientras el sol se ocultaba, antes del ocaso, tras densas nubes oscuras? Porque de pronto bajó la luz y todos notaron un frío extraño... ¿Acaso, más adentro de la piel y de los ojos...?

D. Santiago.– Siento mucho su partida, joven.

Medina.– Yo también. Y no porque me asuste la guerra, cuando la guerra es necesaria.

Álvaro.– Nunca debiera serlo.

Pedro.– ¡La guerra! ¿Y hay quien se muestra satisfecho del progreso humano, mientras subsiste esa plaga?

Medina.– No suscribo íntegramente esas afirmaciones, porque cuando la fuerza se pone al servicio de la justicia la fuerza es santa.

D. Santiago.– ¿Les parece bien dejar para otra vez esta discusión? No le conviene ahora al amigo Medina que Ud., D. Pedro, lo convenza. ¿Comprende? Además, habíamos quedado en que él explanaría su opinión acerca del tiempo y el espacio ¿Quiere hacerlo, Medina?

Medina.– Con mucho gusto, aunque poco tengo que decir. Creo, en primer lugar, que el tiempo o «pasar de las cosas», si es forma sensible, lo será también intelectual ya que el pensamiento se produce en el tiempo.

D. Santiago.– Se produce como un hecho cualquiera en el tiempo sensible. El tiempo no se combina con los hechos ni los produce. No es sustancia ni accidente; no es causa ni efecto sino forma vacía; la forma con que nuestra sensitividad percibe los hechos.

Medina.– Yo diría mejor que es un efecto de la pluralidad de los hechos.

D. Pedro.– Sí, ya sé: los hechos engendran el tiempo así como el espacio, según Aristóteles y Venegas engendra el espacio.

Medina.– Pero lo que quise expresar con mi afirmación es que, si prescindimos de la sensibilidad para enfrentar la inteligencia de solo a solo con el tiempo, como ella piensa dentro del tiempo, como dos juicios sucesivos son dos hitos temporales, el pensamiento, al reflexionar sobre sí mismo y estudiar todas sus condiciones, tendría que notar esta condición de sucesividad. Pensé H, después I y tras de n juicios, pensé Z. ¿No está aquí embebido el concepto de tiempo? ¿Tardaría la razón mucho en extraerlo, individualizarlo y adscribirlo al pensar, como condición externa, de límite o distinción material entre los eslabones de la cadena de juicios? Distinción material no quiere decir otra cosa sino que esa distinción o separación es puramente externa a toda cualidad de los juicios en sí mismos: que lo mismo separa el tiempo unos de otros los juicios, las voliciones o los recuerdos, o los hechos físicos de cualquier orden.

D. Santiago.– Ya ve Ud. cómo la relación entre el tiempo y el pensamiento es una relación sensible. Tiempo y espacio son cosas –la palabra cosas, aquí, lo abarca todo– sensibles que dicen relación al mundo físico, que es, de por sí, ininteligible, quedándose con esa inteligibilidad, no obstante los métodos de análisis y síntesis, las formas más simples y generales: tiempo, espacio, materia, figura, movimiento en general... La inteligencia humana no puede definir el tiempo ni el espacio.

Medina.– Bien. Pero supongamos lo que he dicho referente al pensamiento y el tiempo.

D. Santiago.– Como nos hallamos fatalmente inmersos en el tiempo y el espacio, y no pensamos sino sobre nuestras sensaciones –aunque haya formas innatas de la razón– nos es imposible suponer qué sería para nosotros el tiempo en las circunstancias que Ud. pide. Sin embargo...

Álvaro.– El tiempo es la cualidad general y la condición necesaria de todo hecho en cuanto tal hecho y no más.

Medina.– Yo diría, mejor que cualidad, circunstancia aludiendo a que es un límite, una circunstancia de situación.

D. Santiago.– Situación –de situs– es término espacial.

Medina.– Por extensión, podemos aplicarlo al tiempo. Y refiriéndonos al espacio, ¿qué son los límites de los cuerpos? ¿Qué son las superficies, terminales de esta mesa? Madera? No. Aire? Tampoco ¿Qué es, naturalmente, la superficie?

Pedro.– Un concepto. El tiempo, como el espacio, tienen, por consiguiente, naturaleza intelectual. Existen, sí, pero en nuestra mente.

Medina.– Soy tan realista –y me parece absurda otra posición– que no puedo suponer que a las existencias mentales no corresponda objetivamente algo. Yo no diré que ese algo sea un ser. ¿Pero es, acaso, que en el mundo hay solo seres? ¿Y las cualidades? ¿Y las mudanzas o hechos? ¿Y las relaciones entre causa y efecto, entre agente y acción y entre continente y contenido? ¿Y estas circunstancias constantes? Si afirmamos que este tablero existe realmente –un trozo de madera de tal dimensión y tal peso y tal figura ¿vamos a negar –no se me ocurre que podamos hacerlo– que esto que yo toco y que no es mi propia mano, pues se opone a ella; que no es el aire, pues el aire no ofrece resistencia y esto sí, y que no es tampoco madera porque mi mano no puede penetrarla, porque la madera tiene forzosamente dimensión de profundidad y mi tacto no desciende por el sólido ni una milésima de micra, no desciende nada, esto es, no mide ninguna extensión de esa profundidad y no hay, repito, madera sin esa extensión, vamos a negar, digo, que esto, que la superficie de la mesa, no es, a pesar de todo lo dicho, un cierto modo de ser, o de estar? Yo creo que a mi concepto «superficie de la mesa» responde algo en la realidad objetiva de este tablero. Y no podré decir que ese algo es madera. ¿Pero es que de la figura determinada por estas superficies vamos a decir que es nada? ¿Es nada una fotografía? ¿es nada la sombra de una nube sobre un río?

Julián.– ¡Bravo, Medina! Quizá sea un error lo que sostienes, aunque a mi parece la misma verdad. Pero es indiscutible que tienes madera de filósofo y no solamente...

Medina.– De tabla de mesa.

Julián.– No, únicamente de polemista formidable, sobre temas secundarios.

Pedro.– Dice Ud. que la superficie del tablero es un cierto modo de ser o de estar... ¿qué? La madera, sin duda. Pero acaba Ud. de negar que la superficie de la madera pueda ser madera. ¿Qué, entonces, si no es un concepto?

Medina.– Concepto, de algo. A las sensaciones de resistencia, dureza y tersura ha de responder algo de la realidad «tablero» que por otros conductos comprobamos que existe. Ponga Ud. aquí mi vaso y no cae al suelo. Se mantiene sobre el tablero. Luego no es sólo mi sensación sino que el vaso parece también tenerla. La superficie de la madera, sin ser madera –cuerpo– es un modo de ser, de manifestarse, es una circunstancia de la madera, o una relación entre la madera y las demás cosas.

[Medina].– La segunda afirmación que iba a exponer, o la segunda duda, mejor dicho, es que el tiempo me parece más universal o primario que el espacio. Suponiendo la creación ex nihilo, antes del espacio hubo tiempo.

D. Santiago.– En Dios no hay tiempo.

Medina.– Puede suponerse, al menos, la existencia de hechos espirituales: tiempo y no espacio. Aceptando como verdad el Génesis, Dios creó antes de todo, a los ángeles, espíritus puros.

Álvaro.– Paralelo judaico materializado –aunque esa materia sea espíritu– de «las ideas» de Platón. ¿No les parece?

Medina.– Sí, indudable. Pues para los ángeles, criaturas espirituales, había tiempo.

Pedro.– ¿Es que no se puede pensar sin tiempo, ni sin espacio? Están Uds. operando no con conceptos sino son imágenes, o quizá mejor, con palabras. ¿Son tan dóciles los signos! Hasta los matemáticos ¿no es cierto Venegas? ¿Quién me impide a mi escribir esta expresión disparatada pero expresión lógica con el simbolismo matemático? Si 1:0 = *; 2:0 = *; 3:0 = * y 4, 5, 6... divididos por cero dan el mismo resultado 1 = 2 y a cualquier otro número, esto es, todos los números son iguales.

D. Santiago.– Nadie puede impedirle eso. Pero escúchenos. Hay vislumbres de verdad en el error, como en las noches oscuras, relámpagos insituables.

Medina.– Decía, o iba a decir, que según la moderna concepción del mundo, es la energía lo que existe: energía actuando, esto es, moviéndose. La materia, en último análisis, se esfuma. Pues bien, la vestidura del movimiento es el tiempo.

Pedro.– Bien, amigo Medina. Pero no quiera Ud. decir que podemos pensar sin espacio. Y si no podemos pensar fuera de esta condición, o forma a priori, o como Uds. quieran, tan necesario es el espacio como el tiempo. En lo necesario no hay más ni menos. Es una contradicción ponerle grados a lo que por definición no los consiente. Lo menos necesario no es necesario, ni lo más, tampoco, que «necesidad» es un término absoluto.

Álvaro.– Indudable. Pero en las verdades eternas ni el tiempo ni el espacio cuentan para nada. Estas son formas necesarias, por ser propiedades constantes de las intuiciones sensible; pero no de la razón.

Pedro.– «Nada hay en la inteligencia –decía Aristóteles y aceptan los espiritualistas católicos– que no haya estado en los sentidos».

Álvaro.– Pero aceptan principios racionales –formas racionales, podríamos decir– independientes de la elaboración sensitivo-intelectual. Así el principio de contradicción, el de causalidad y, en general, todas las verdades axiomáticas. Si no como «ideas innatas», sí como verdades a las que necesariamente presta asenso inmediato la razón, sin poder demostrarlas, lo que indica que tampoco se ha llegado a ellas razonando. Y no siendo verdades inducidas ni deducidas ¿qué les falta para ser innatas?

Pedro.– Pueden –a mi juicio así ha sido– haberse derivado esos principios de la experiencia; ser verdades inducidas inconscientemente, a causa de su sencillez, facticidad y constancia, desde los primeros años de nuestra vida.

Álvaro.– Si la razón careciese de formas lógicas, no habría razón, y ni los axiomas habrían sido formulados ¿Hay señales de que los animales los conozcan?

Medina.– No quiero yo decir que el tiempo sea en nuestro pensar sobre lo sensible más o menos necesario que el espacio. Pero es indudable que podemos pensar también sobre cosas no sometidas al tiempo ni al espacio. Nos hacen falta como adherentes de los juicios de valor universal como acaba de decir D. Álvaro.– ¿No los excluimos expresamente de la esencia divina? Hasta en las proposiciones en que el concepto de tiempo o el de espacio sean sujetos no entran el tiempo ni el espacio como formas sensibles.Y en la esfera de lo hipotético ¿por qué no hemos de ver si el tiempo es necesario allí donde el espacio no lo es y si con el espacio ocurre lo propio? Y si lo primero resultaba cierto, y no resultaba cierto lo segundo, sería indudable que la necesidad del tiempo sería más universal que la del espacio. Yo no quería decir «más necesario», ni digo ahora «más universal» en sentido paralelo, suponiendo ya la existencia de ambas formas, cualidades o circunstancias en todo el mundo sensible; sino pensando en que una pudiera haber existido en donde la otra no.

Pedro.– Dice Ud., como su maestro, que se puede pensar sin que tiempo y espacio estén embebidos en el pensamiento. Pero antes afirmó Ud. que el tiempo era condición del pensar.

Medina.– Condición externa en cuanto el pensar es un hecho, y que, por ello, el pensamiento reflexivo podría –con abstracción del espacio– formar el concepto tiempo, siendo el tiempo, en tal caso, no una forma sensible, pues el pensamiento carece de esa cualidad, sino una forma intelectual. Y digo ahora, y no creo que haya contradicción, que no va embebido el tiempo en los juicios de valor universal. Cuando pensamos que hemos pensado, como el pensar es un hecho, un suceder, surge el tiempo, como forma sensible de ese hecho, según decía D. Santiago, y como concepto, como yo exponía. ¿Pero surge, para nosotros, aunque él se deslice silencioso a lo largo de (ilegible) cuando afirmamos que dos líneas perpendiculares a otra son paralelas entre sí, ni en el paralelismo efectivo, aunque no sea absolutamente matemático, de dos líneas dibujadas, o de los planos opuestos de un prisma influye para nada el tiempo? ¿Está el tiempo en esas líneas o en esos planos? Claro es que las líneas y los planos fueron engendrados y serán destruídos. Pero no creo que esto tenga nada que ver con lo que decimos.

Pedro.– Ya hay, entonces, espacio sin tiempo.

Medina.– No es eso. En primer lugar esos espacios duran, pasa el tiempo sobre ellos, como una sombra inacabable en movimiento. En segundo lugar, nosotros vemos y pensamos esos espacios y el ver y el pensar se realiza en el tiempo. Noten Uds., además, que en los conceptos universales no va embebido el tiempo pero tampoco el espacio, salvo cuando el objeto de esos conceptos sea cosas sumergidas en el espacio –con, o el teorema que he citado– o en el tiempo, como en cualquier juicio de carácter histórico; y, sin embargo, en todos, absolutamente en todos los juicios, sean de la clase, orden y carácter que fuere, en los juicios va embebido, puesto que el juzgar es un hacer.

E insisto en que la vida –cuanto existe fuera de lo absoluto– es movimiento y este engendra, o devana el tiempo.

D. Santiago.– Pero la materia, en la cual nos movemos –y cualquiera que sea su íntima constitución– ocupa espacio. Es su cualidad o propiedad esencial, sin la que no podemos concebirla: materia es lo que ocupa espacio. Sea ella lo que fuere y como fuese es claro que no constituyen estas palabras una definición esencial. Pero ya saben Uds. que no caben estas definiciones acerca de los elementos primordiales ¿A qué género próximo referimos la materia? Ese lo, cosa hace sus veces; pero cosa es un género amplísimo. Cosa es todo lo que pueda ser objeto de pensamiento y en sentido muy restrictivo equivale a sustancia o sustratum inductible, fijo, esencial, de las cualidades. Pero es evidente que este concepto supone ya toda una discusión filosófica. En un plano de neutralidad, de reconstrucción óntica del pensamiento no puede admitirse este sentido de la palabra cosa, sino el más amplio que señalé primero.

Pedro.– Ya hablamos de esto Venegas y yo. El sostiene, como Aristóteles, que el espacio es una cualidad de la materia.

Álvaro.– Siempre, aun antes de leer a Aristóteles, me pareció así. Lo que nada tiene de extraño. Hay cosas tan claras que lo extraño es que no se nos ocurra a todos.

Julián.– ¿Tan sencillo es eso para Ud.?

Álvaro.– Sencillísimo. Suponte que no existiera cuerpo alguno ni la luz –sea o no cuerpo– a fin de que sus variaciones de intensidad no dieran lugar a extensiones. ¿Dónde estaría el espacio?

Otero.– En la capacidad –vacía– de recibir cuerpos.

Álvaro.– Eso digo yo. El espacio, sin cuerpo, sería una posibilidad. Un espíritu, un ángel, por ejemplo, pensaría sin el supuesto del espacio.

Medina.– Y al pensar, notaría la sucesividad de su pensamiento y nacería en él el concepto tiempo.

Pedro.– ¡Inútiles sutilezas! ¡Suposiciones imaginarias, sin realidad posible! ¡Palabras vacías, juegos de palabras!

Medina.– Vacías, no; puesto que algo dicen.

Pedro.– Silogismos; exorbitancias.

Otero.–Lo que yo no concibo bien es eso de que el tiempo sea una dimensión del espacio, ni lo contrario. Eso sí que me parecen palabras ¿Qué tienen de común el tiempo y el espacio?

Álvaro.– Como conceptos, tradicionales o ingeniosos, nada. Como condiciones o cualidades o, como quiere Medina, circunstancias, mucho. Por consiguiente, en cuanto veamos esa relación, también los conceptos pueden relacionarse. Un bólido cruza el espacio, dejando una estela luminosa que se disipa rápidamente; una flecha se clava en el blanco; cruza raudo un automóvil; vuela un águila ¿No tienes en estos hechos una síntesis de tiempo y espacio? ¿No es una línea la trayectoria de un móvil? ¿Y cómo se ha engendrado esa línea –espacio– sino por un movimiento, consumado en el tiempo? El movimiento ha engendrado, inseparablemente, espacio y tiempo.

Medina.– Perdonen que sea machacón. Si el movimiento engendra tiempo y espacio como el primero es lo esencial en él, el espacio puede considerarse como adventicio, como llamado a ser el tiempo.

Pedro.– Amigo Medina: si suponemos que pueda existir movimiento sin cuerpo que se mueva, bien. Pero es que todos los movimientos que notamos lo son de cuerpos que ya tienen de suyo la condición espacial.

Medina.– ¿Es cuerpo el pensamiento? ¿Y no se mueve, puesto que se produce en el tiempo? La luz se ha creído hasta ahora que no era cuerpo.

Pedro.– Se suponía que era el resultado de las vibraciones del éter, materia, aunque imponderable.

Medina.– La materia imponderable se parece más a la energía que a la materia propiamente dicha.

Pedro.– La materia tendrá la constitución que tuviere, y la energía será lo que fuese. Pero la idea de movimiento no es sino la generalización, sustantivada, como todas las generalizaciones, de este y el otro movimiento, de móviles, desde luego Movimiento es el giro, o la vibración, o el cambio de lugar de un cuerpo de algo. La nada no se mueve.

Medina.– De algo, desde luego. Decir que la nada se mueve sería un solemne disparate. Pero hay que acostumbrarse a pensar que hay algo más que materia en el mundo. Fijémonos en las imágenes de la retina. A su transformación en imágenes sensoriales, el cambio de las pequeñísimas imágenes superficiales e invertidas en una imagen corpórea enorme y rectificada ¿no le llamaremos movimiento? Otro ejemplo aún. Nadie dirá que una sombra es un cuerpo ¿Y no se mueven las sombras?

Pedro.– Son los cuerpos proyectantes los que se mueven o el foco luminoso.

Medina.– Pero también se mueven ellos. Y vea Ud., repito, el proceso del pensar.

Pedro.– Si llamamos movimiento a todo cambio, a todo ocurrir o suceder...

Medina.– ¿Por qué no? Hay cambio en las masas, y cambios, acaeceres, hechos sin masas, esto es movimientos no sin nada que se mueva; sin cuerpos que se muevan, que no es lo mismo.

Álvaro.– Movimiento en el tiempo y no en el espacio.

Medina.– Exacto.

Álvaro.– Luego el movimiento puro no engendra espacio.

Medina.– No lo engendra.

Álvaro.– Y sí engendra tiempo.

Medina.– Indudablemente.

Álvaro.– Luego el espacio y el tiempo pueden ser independientes.

Medina.– Pueden serlo, sin duda.

Álvaro.– Queda, pues, adscrito el espacio a la materia, a las masas, como condición necesaria de su existencia y el tiempo a los hechos, o sea, al movimiento de cualquier especie.

Medina.– Indudable. Pero también, y no secundariamente, está el tiempo adscrito a la materia

[ Por la numeración faltaría la cuartilla nº 18 ]

y que esta persiste y, además, se mueve. Materia sin movimiento es una abstracción. Ya sabe Ud. que un genial filósofo contemporáneo ha podido decir que la forma de los cuerpos era un movimiento detenido.

Álvaro.– Y no vayamos a la constitución de cualquier cuerpo pues ya saben Uds. cuál es la última palabra de la física: el átomo es como un sistema solar de energía ¿Hay algún substrato sólido? Parece que no. Parece que se puede afirmar que la materia –concepto tradicional– no existe en parte alguna ¿Misterio? No sé. Pero aunque existiera lo que le hace ser lo que es, es la energía, intensidad y no cantidad. La cantidad de materia del Universo, si la energía, toda la energía en todas sus manifestaciones se pagase de pronto... ¡tendría que ver que cupiese en kilómetro cúbico!

Pedro.– En un dedal, como quien dice.

Otero.– Hablan Uds. Venegas y Medina, como si el tiempo y el espacio no existieran de por sí; como si fueran propiedades de la materia y del movimiento.

Álvaro.– ¿Que duda cabe? ¿Son sustancias acaso? ¿Se concibe un tiempo sin hechos, un espacio sin materia? ¿Qué cosas son tiempo y espacio? Formas de la intuición sensible, decía Kant. ¿Pero no son formas de la intuición por ser cualidades necesarias, de la materia y la energía? Si todas las cosas perceptibles por los sentidos poseen esas cualidades de extensión y duración, y pensamos en ellas y en todas las posibles de idéntica naturaleza, asignándoles por un hábito mental, que ha impuesto la realidad pensada, esas cualidades inseparables, esos supuestos fijos.

Y esto, amigo D. Santiago y amigos todos, es un argumento poderoso en favor del realismo, sin que ello implique que la realidad sea como la percibimos sensorialmente pero sin olvidar, tampoco, que esas percepciones se corresponden con los modos de ser o actuar de aquella, con los fenómenos o naturaleza aparente.

¿Podemos negar que vemos –por lo que sea– sólidos en su verdadera posición y no como aparecen en las imágenes retinianas? Entre sensibilidad cognoscitiva, inteligencia y razón, nuestro conocimiento del mundo no es tan pobre como se ha creído. El realismo lógico es la filosofía del buen sentido. Apartarse de él será muy brillante pero es muy peligroso. La filosofía debe criticar, rectificar, normalizar, ordenar, sistematizar, sin pretender suprimir el inevitable dualismo, base de nuestro propio existir y pensar, entre sujeto y objeto, sin olvidarse de opuestos y correlativos, tanto de la realidad como del pensamiento, que se llaman ser y no ser. Vean que no digo el ser y el no ser, porque el no ser, no tiene puesto en la realidad. Digo ser A y no ser B.

D. Santiago.– El principio de contradicción expresado de otra manera.

Álvaro.– Eso es. Me repugna personalizar lo negativo, lo no existente: el no ser... Del no ser no se puede hablar. El no ser no es nada, no hay no ser y se acabó. Es una posición dialéctica, no ontológica. Ontológicamente no hay más que el ser puro y el ser categórico, y si se quiere prescindir del primero, el segundo, el ser con sus modos, cualidades y relaciones. Pero el no ser parece un ser nuevo, lo que es contradictorio, con plena absurdidad metafísica, física y lógica. Si el ser es, no puede, al propio tiempo no ser. Me parece perfectamente clara y profunda la ecuación de Parménides; en los dos sentidos en que puede tomarse, que se completan, desarrollando todo el significado de la frase. Primero: el ser es lo único que existe, no hay sino ser. Segundo: sólo del ser puede predicarse. Sólo a él pueden atribuirse sustantividad, cualidad, acción o pasión, modos, relaciones, &c. Tal ser es a, b... Las categoría se refieren al ser. Y todo cuanto existe o puede existir, todo cuanto pensamos está comprendido en las categorías.

Medina.– ¿No puede tomarse –el autor quizá formulara su proposición en este sentido– la palabra ser del sujeto –en la proposición «el ser es lo que es»– como equivalente a ser sustantivo, existente en sí mismo, excluyendo las cualidades, como apariencias engañosas, el movimiento como una imperfección, como el caminar hacia el reposo y las relaciones como entes de razón o seres lógicos?

Álvaro.– Aun así también resultaría verdadera. Fuera de una relación real que yo aparto cuidadosamente la del sentimiento y su objeto las demás cosas son adherentes de los seres sustanciales.

Otero.–¿La sustancia de los seres físicos será la materia en general o tal materia para cada género?

Álvaro.– A mi juicio la materia energética debe ser la única. Los géneros deben constituirse por los diversos modos de estar la materia; de agruparse, según intensidades y combinaciones de su propia energía. La esencia de tal cuerpo no puede ser otra que la constitución de la sustancia que la forma, la cual sustancia se manifiesta en sus cualidades. En cuanto las esencias se consideren ideas divinas, o arquetipos, no pueden ser tales ideas sino de los géneros de las cosas y no, a mi juicio, de cada individuo. {1}

Medina.– ¿Cuánto siento dejar a Uds.!

Álvaro.– Escribe. La correspondencia asidua es un medio, no del todo eficaz, desde luego, pero el único paliativo de la ausencia.

Pedro.– A ver si en esas cartas acaban Uds. de ordenar el mundo.

Álvaro.– No pretendemos sino ordenar nuestras ideas. Y que de ahí salga algo nuevo, es harto improbable. Si cabe «inventar nuevamente el alambique», peripecia que a mi, para mi satisfacción y mi vergüenza, a un tiempo, me ha ocurrido bastantes veces.

D. Santiago.– No creo yo eso. Claro es que en el caso tipo –invento de un aparato para destilar líquidos– pocas diferencias caben. ¿Pero cuántas, en nuevos descubrimientos de otro orden! Casi todo lo que Uds. han dicho hasta ahora y quizá todo cuanto digan después y en otras sucesivas sesiones está ya dicho. ¿Pero se ha dicho en el mismo encaje, con idénticas matrices, estableciendo las mismas relaciones, sacando, del mismo modo, iguales consecuencias? El plagio inconsciente no puede producirse a no ser en una extensión muy limitada, en una frase estricta y precisa, dicha aisladamente. En cuanto esa frase se explica y se relaciona con otras, se ve la originalidad, es decir, se ve que tiene origen distinto, si no la frase, aunque también puede conocerse sí, desde luego la explicación. Pero aun hay más sobre esto. Yo creo en la posibilidad de poder decir conceptos nuevos, de poder construir nuevos sistemas. La ciencia prospera y el hombre cambia de posición ante el mundo y cambia el mundo también. Lejos de creer que nada hay nuevo bajo el sol, creo que en cada momento hay un mundo nuevo. Cuando la novedad es capital, cuando cambian los ejes del movimiento de nuestra vida, es cuando todos percibimos la mutación. Pero esto es continuo, como que es la misma vida. El pensamiento que responde, con mayor o menor fidelidad, a ese cambiar constante, ha de cambiar también. Y son los cerebros más finos y sensibles los que primero notan las señales. El pensador es una especie de poeta.

Pedro.– Yo dije siempre que nuestro amigo Venegas es un verdadero poeta, un gran poeta. Pero dudo que sea la poesía la llamada a resolver ciertos problemas.

D. Santiago.– ¿Quién sabe, amigo Roca, quién sabe? La poesía es intuición y emoción, necesarias, ambas, para comprender algo del misterio que nos envuelve y que somos nosotros también.

Y... traen la cena, señores, ¿No tienen Uds. apetito?

Todos, excepto Álvaro, dijeron que sí.

D. Santiago.– Venegas siente la marcha de Medina.

Álvaro.– Sí, es verdad. Lamento que se vaya, porque se va, por el sitio a que va, y porque... no es ese su sitio.

Medina.– ¡Qué le hemos de hacer! En todas partes se puede ser útil.

Comenzó la cena. Todos sentían disgusto y cierta inquietud por la marcha de Medina. En la Comandancia de Melilla había avances de nuestras tropas...

Cuando ya mediaba la cena y con motivo de haber hablado alguien de la guerra, en general, dijo

Pedro.– El contubernio entre la ciencia y la guerra ha de producir calamidades tan espantosas que la última contienda casi universal y tan horrible parecerá un juego de niños, aunque sus males han sido enormes e irreparables. Y no sólo me refería a las vidas segadas en flor, a las riquezas aniquiladas, al trabajo perdido, sino también al embrutecimiento del egoísmo, a la grosería espiritual, a la desmoralización que la guerra y las cosas de la guerra han traído al mundo.

Y también –y esto es de máxima importancia– a la pérdida de la hegemonía de Europa, lo que es, por ahora, al menos, un mal grave. Porque Europa, con su hipocresía y su soberbia y con todos sus defectos, era lo único medio pasable que había en la humanidad; lo más culto, lo más generoso, lo más elevado. ¿Qué nos traerá la guerra próxima? ¿Otra nueva Edad Media más desconsolada, más cruel y anárquica?

D. Santiago.– ¿No cree Ud. que la gran guerra haya importado ningún beneficio?

Pedro.– La guerra moderna entre pueblos de vieja cultura y gran civilización es, como ha dicho hace poco, el conjunto de todos los males.

Álvaro.– El infierno católico.

Pedro.– Justamente.

D. Santiago.– Tal vez la revolución rusa nos traiga algo.

Pedro.– La revolución rusa habría sobrevenido sin la guerra europea. Por otra parte, no creo que la conversión de unos latifundios en minifundios de propiedad privada valga lo que la revolución ha costado de sangre, de lágrimas y de carencia de libertad. La opresión de las razas era una suave carencia comparada con el bestial despotismo de estos progresistas. ¡Qué progreso! Caro y malo.

D. Santiago.– No sabemos... no sabemos todavía. Tal vez... Rusia es una incógnita. Las agencias periodísticas burguesas es posible, es seguro que mientan. No sabemos...

Pedro.– Pues cualquiera que sea la revolución, yo la cambiaría de antemano por la vida de un hombre; y no es que tase muy alto la vida de nadie. Pero valga poco o valga mucho, no hay nada, nada, nada que justifique la muerte de un solo hombre. Es la vida quizá lo único a que tenemos derecho, pero derecho pleno, absoluto, sin que ningún degenerado sanguinario, disfrazado de ideólogo, sea quién para arrebatársela a nadie. Que se la quite él, si no puede soportar el espectáculo de la miseria humana, empezando por la suya propia. Estoy convencido de que sólo la crueldad aliada con el resentimiento explican la sangre de las revoluciones. Lo generoso y eficaz de la revolución del siglo antepasado pudo hacerse –estaba hecho ya– sin el terror, regodeo de tigres.

D. Santiago.– En general, conformes. Me repugna la violencia. Pero no se puede en las cosas humanas, opinar en absoluto. Si se convenciera Ud. de que el jardín de la cultura ser regado con sangre, sudor y lágrimas ¿qué diría Ud.?

Pedro.– Diría que ningún pretendido progreso vale lo que cuesta, si cuesta mucho de sangre, sudor y lágrimas.

Álvaro.– La realización de un alto ideal puede justificarlo todo.

Pedro.– ¡De un ideal! ¿Qué son los ideales? Eslabones desatados de la cadena lógica y lanzados al vacío; blandengues mentiras, que la fantasía elabora para acallar las inquietudes del espíritu, las protestas del sentimiento, las desoladas palabras de la razón, y dormirse tranquila y soñar, soñar libremente, exorbitantemente. Y luego... ¿qué? Cuando un ideal ha sido en muy pequeña parte realizado, ha muerto ya en las conciencias; ha sido suplantado por otro, que se alimenta, como todos, en su gestación de sangre, sudor y lágrimas y que tarda, como todos también, tiempo de desesperación en hacerse concreto, instante más cruel que los exteriores, gracias a la maldad infinita de los «salvadores» revolucionarios y corrompiéndose y prostituyéndose luego, hasta venir a ser la mayor negación de sí mismos, por las grotescas «adaptaciones» a que lo a que lo somete el refinado egoísmo de los hombres prácticos y la bestial incomprensión de las masas. Ejemplo, el cristianismo. Otro ejemplo, el liberalismo. Otro, la democracia; otro aún, el imperialismo que de magnífico sueño generoso del dominio universal de una idea, ha venido a parar en el sucio mercantilismo de los «reyes» de Yanquilandia. Si esto ocurre con los ideales titanes, ¿no es lógico pensar que los ideales dioses no existen sino en la exaltada fantasía de los optimistas filosóficos?

Álvaro.– Es que no satisfaciéndonos lo presente –y me refiero a lo que Ud. llama ideales titanes– procuramos que lo porvenir sea mejor, teniendo por norte el de justicia. Y ya ve Ud. cómo para mi no lo es todo el amor. El amor es todo en cuanto estímulo. Sin amor a la justicia no se impone la justicia alguna vez.

Pedro.– ¿Ha logrado el hombre que se realice un ideal? Pero aunque se realizara alguno, aunque el porvenir sea, en realidad, mejor, ese porvenir, presente de los hombres de entonces, no les satisfará a ellos tampoco. El progreso, en relación con quienes lo viven, es una superchería ¡Un progreso que a nadie satisface y que, además, a nadie mejora...! El paralelismo entre el bienestar de los hombres y el progreso de la civilización no se logrará jamás.

Álvaro.– Pero, al menos, y prescindiendo de la felicidad individual, no me negará Ud. que el progreso, objetivamente considerado, existe y que el hombre tiende a él; es decir, que el progreso es un hecho natural, necesario, una ley del espíritu humano... Y ya estamos otra vez exactamente en el mismo lugar del que partimos en nuestro diálogo a solas.

Pedro.– Es un símbolo de la eterna discusión sobre estos temas.

D. Santiago.– D. Pedro cree, en definitiva, que la que nosotros llamamos civilización excede con mucho a la cultura.

Pedro.– A la cultura del hombre que es la cultura y lo demás, sólo medios, inconmensurablemente, pues la cultura no ha avanzado un solo paso desde hace muchos siglos ¿Cuál es la medida común entre cero y un número cualquiera?

Julián.– ¿No le debemos nada al Cristianismo? ¿Cómo negarle que ha dado al mundo un código moral perfecto y que ha extendido a todas las almas una gran virtud –la compasión–, germen ella sola de toda una moral?

Pedro.– Contesto con una sola palabra: soy nietzcheano. Y, en suma, yo no creería en otro progreso que en el progreso moral, si lo viera. Pero como no logro distinguirlos, por mucho que miro, no creo en la existencia del progreso. Y lo que hoy se llama así, me causa horror; me parece que es progresar hacia un abismo de decadencia. Si se continúa por ese mal camino, pronto se agotará la flor de la cultura y de la ciudad libre con todos sus encantos –a pesar de sus lacras hediondas– no quedará ni el recuerdo. Pero, eso sí ¡qué de fábricas, y talleres y oficinas! –oficinas hasta para controlar la respiración– ¿qué redes de comunicación rapidísimas! ¡qué adelantos en la policía y en el ejército! ¡qué orden en la administración pública, o sea, en la vida entera de las colectividades y los individuos! Todo será insuperable, perfecto en la humanidad, menos la humanidad misma. El hombre se habrá sepultado en sus creaciones, petrificadas, como un caracol que cerrara su concha.

D. Santiago.– Por lo visto, tendremos que añorar la Edad de Piedra.

Pedro.– Eso, no.

D. Santiago.– ¿La ciudad antigua?

Pedro.– No puede, ni debe volver el pasado.

D. Santiago.– ¿Qué, entonces?

Pedro.– La Edad de la Nada.

Sonríose D. Santiago y con entonación afectuosa interpeló a Roca, diciéndole:

—¿Por qué es Ud. tan pesimista? Yo, todos, pensamos a veces con negrura. Es que nuestros juicios influyen demasiado el corazón. Lo que Ud. tiene es tristeza. Y perdone. No trato de inquirir las causas, sino que doy por sabido el hecho.

Pedro.– Tristeza de tener que pensar así. Pero no, según creo, la tristeza como efecto de otras causas y causa de ella, a su vez, de mis ideas. Luego, con expresión de hondo pesar, en las primeras frases, sarcástica después y gravemente indignada al final, se expresó así:

—Sí, es triste, muy triste haber sentido férvido entusiasmo al conocer los principios y leyes que pretenden desentrañar el mundo y al figurarme que descifraba las palabras que aspiran a decirlo todo; haber convivido con la humanidad, mientras deletreaba las páginas de una Historia embustera; haber entonado cálidos himnos en honor del «progreso continuo e indefinido»(!) y venir a presenciar, después, cómo los símbolos consoladores , los sentires magnánimos, los sueños líricos de la ignorancia endiosada eran barridos de la propia conciencia por el soplo frío del análisis y formaban en la memoria de lo pensado con tanto cariño, en la memoria de mi propia vida, miserables montoncillos de enojosos detritus. Y como si todo esto fuese poco, que opone a las ansias de verdadero progreso –el perfeccionamiento del hombre– no el de los chirimbolos de la cultura, un veto inexorable. La degeneración parece la obra sagacísima de un destino, ciego sólo para el bien; como si el destino condensara la envidia absurda de lo supremo a lo ínfimo. Prometeo fue encadenado para siempre.

Álvaro.– ¡Está encadenado y mantiene la rebeldía! ¡y el fuego se ha intensificado, y las artes continúan labrando la miel, el vino y el oleo de las almas! ¿y el mundo tiende a ser una sola ciudad, superior mil veces a la más excelsa ciudad antigua! ¿Qué haría, entonces, si estuviese libre?

Pedro.– Si la filosofía se unificara, algo, y a remota fecha, podría conseguir, con tal de que los factores contrarios –egoísmo, malas pasiones, intereses opuestos– no interpusieran, en forma perentoria y convergente, su potencia formidable... que sería, con toda seguridad, lo que ocurriera.

Álvaro.– La filosofía camina, rápidamente, hacia la unidad. Se está formando un sincretismo filosófico. Hoy no puede hablarse de filosofía, actual, alemana ni inglesa. Y como las ideas que más unen a los hombres son siempre las más elevadas; las que favorecen nuestra ansia innata de certeza en el conocimiento, perdurabilidad de las personas individuales y perennidad de algo supremo, y como a tales afirmaciones parece que va la Filosofía, esta tiene ante sí un porvenir magnífico, espléndido, de eficacia inmensa. Figúrese Ud. los resultados que esa unidad filosófica puede importar. El día en que todos los hombres capaces de pensar desinteresadamente piensen de igual modo; en que todos los hombres a quienes emociona lo impersonal se emocionen ante las mismas obras de arte y en que todos los hombres admirativos de otros hombres admiren a diez compatriotas y a doscientos extranjeros ¿no serán las fronteras internacionales algo borroso, formulario, de tradición petrificada y protocolo, como los trajes, los tratamientos y el ritual de fiestas y ceremonias palatinas, tan suntuosas, como alejadas del ambiente?

Y en cuanto a la degeneración, esa ingente barrera que impide el avance de la humanidad «por encima de las tumbas» note Ud. que es mayor en las razas salvajes...

Pedro.– ...pervertidas al contacto de la civilización...

Álvaro.– Y que en las razas cultas se va conteniendo con la educación física, afortunadamente en auge, con la higiene, con la misma libertad de las costumbres, tan mal apreciada por los pacatos y falsos pudibundos. A mayor libertad, menos estímulos malsanos, menos deseos comprimidos, engendradores de neurosis. El mundo marcha hacia un día más sereno y luminoso.

Pedro.– ¡Qué optimismo! Yo quisiera poder adherirme a esas visiones cándidas. Pero hay algo que me lo impide.

Álvaro.– Es su tristeza.

Pedro.– Amigo Venegas: Por mucha tristeza que yo tuviese ¿no me cree Ud. con sinceridad bastante para confesar que este mundo es el mejor de los posibles, aunque yo me haya equivocado por haberle creído bueno hasta lo imposible? Es que Uds. los optimistas...

Álvaro.– No lo soy con respecto al presente.

Pedro.– Porque posee un vivo sentimiento de justicia. Pero lo es, y en grado máximo con respecto al futuro. Uds. los optimistas, decía, trasfieren a la otra vida, en la que yo no creo, la solución de los torturantes enigmas que se plantean en esta, o pasan como sobre ascuas, sin perjuicio de asegurarnos también que «allá se arreglará todo», por los errores, las miserias y los exámenes de los hombres, crímenes numerosísimos, dejados impunes, la mayor parte, por la bastedad de las leyes sancionadas, los menos, por otro crimen jurídico. Piense Ud. en las grandes matanzas de las contiendas internacionales, en la ferocidad de las guerras civiles, en los abusos inhumanos hasta lo increíble que los hombres cultos suelen cometer con los individuos de razas inferiores; en la impúdica explotación inicua de las naciones débiles por los grandes negociantes de las naciones poderosas, después e haber estos convertido en viles proxenetas de sus bajos apetitos a los altos magistrados de su país, lacayos miserables reverenciados por los hombres desprovistos de fina sensibilidad moral, o sea, por casi todos los hombres.

D. Santiago.–

Julián.– ¡Bravo!

Medina.–

Álvaro.– (Bajando la cabeza y con entonación pesarosa) ¡Sí, es verdad!

Pedro.– Repare, además, en la envidia ininteligente de los pobres, en la cruel sordidez de los ricos, en los latrocinios y defraudaciones de los «honrados comerciantes»; contemple los tribunales prevaricadores, dóciles a las altas influencias, serviles ante el poder faccioso, inexorables y extremosamente justicieros para el infeliz desamparado y el pseudodelincuente noble y altivo; ausculte el alma de los sacerdotes hipócritas y siga sus palabras exculpadoras de las atrocidades de los poderosos que los favorecen y vea la saña feroz, propiamente humana, con que combaten a los enemigos de la fe que ellos dicen tener; examine a los funcionarios venales, a los maestros ausentes de su trabajo, a los artistas insinceros, a los políticos encanallados, a los médicos sin conciencia; recuerde el trato infame que muchas «buenas personas» dan a sus esposas y a sus propios hijos y la sequedad e indiferencia de los hijos mejor y más abnegadamente criados hacia sus padres, verdaderos infelices en todas las acepciones de la palabra; escudriñe las ordinarias ingratitudes sin disculpa, las frecuentes deslealtades graves, las numerosas calumnias afortunadas; analice el placer maligno de casi todo el mundo ante el dolor o el ridículo ajenos; la bestial alegría de los de abajo por los más atroces sufrimientos de los de arriba y el odio, sordo pero irreductible con que los necios cuyo número, como Ud. sabe es infinito, distinguen a la inteligencia... ¡Crucificados siempre los Cristos, envenenados los Sócrates doquiera y burlados, en todo el mundo, los nobles y tristes Quijotes, la manada de lobos humanos sigue su vida. En nada de esto, amigo Álvaro, hay progreso como en los tiempos de Job y de Salomón, como en los de Sócrates y en los de Cristo, como en los de Savonarola; como en el Terror, como en la Checa ¡Siempre igual!

Álvaro.– No ve Ud. sino lo pésimo. Sí, todo eso es verdad, por desgracia. Pero también hay en el mundo personas aceptables y hasta personas admirables y buenas acciones y hasta acciones sublimes. El progreso moral, que existe –Ud. tiene que confesárselo–, va haciendo retroceder lo peor y avanzar lo bueno. La democratización de la vida ha traído, entre otros bienes, el de nutrir considerablemente las filas de la gente aceptable.

Pedro.– Y, entre otros males, el de aplebeyar a la gente exquisita.

Álvaro.– En conjunto ¿cómo negarlo? la democracia ha sido un bien.

Pedro.– Es igual. En la humanidad los bienes y los males se contrarrestan, crecen los unos en la medida de los otros, o, en todo caso, crecen más los males.

Álvaro.– ¡Por Dios, Roca, es Ud. imposible!

D. Santiago.– El joven doctor es un romántico demasiado generoso, que comenzó a idealizarlo todo ingenuamente y ha venido a parar en pesimista, romántico también, desde luego. Se es romántico por carácter, no por contagio de una época. Soñó demasiado y con excesiva, noble, ambición; y al despertar, la intensidad del dolor ha sido proporcionada al desengaño. ¿No ha sido así amigo mío?

Pedro.– Algo de eso, sí, algo de eso. Mis pesimismos ante los grandes ideales han nacido, quizá por haberlos amado tanto; por haberlos querido tan puros en la idea y tan perfectamente realizados en la vida. Mi amor apasionado, extático, al bien sin mezcla, a la verdad sin velos, a la justicia sin tacha, a la libertad sin trabas, a la belleza sin mixtificaciones, a la cultura, transfiguradora del hombre-cieno en hombre-luz... se convirtió al convencerme de la inanidad fatal de todo eso, en el desengaño definitivo, en el desconsuelo perdurable del pobre necio que «viviendo en las nubes» amara a una mujer, apenas entrevista, y la creyera capaz de esencia inmortal, de virtudes sublimes, de perfecta belleza inmarcesible, y a la que, imprudente, quisiera ver de cerca, y la evocase. En lo más profundo de su ensueño quimérico, en lo más férvido de su loca admiración siente pasos de gruesos zapatones, áspero jadeo y olor repugnante a bazofia y sudor. Inquieto y temeroso, quiere huir de lo que cree la más irreal pesadilla; quiere huir pero no puede. Musculosos brazos lo sujetan, ásperas manazas le arrebatan la urna de su ensueño y, con realidad aplastante y pinchante, aparece ante sus ojos, riendo a carcajadas Aldonza Lorenzo. El pobre hombre llora como un niño. Después, se ríe de todo, de todo, hasta de aquellas lágrimas. Y después de haberse reído de sus lágrimas, no hay quien sujete su risa ni «la Pálida», con su ridículo uniforme de fantasía aldeana.

En este, como en todos los párrafos de cierto empaque, procuraba expresar Roca una cierta ironía burlesca, ya ligera y alegre, ya de engolado sarcasmo, como queriendo dar a entender que estaba en el secreto de todas las brillanteces. Se burlaba, pues, no sólo de las ideas optimistas, sino de la forma grandilocuente con que han solido exponerlas los partidarios del «próspero indefinido y continuo». Pero, bien fuese porque sus propias palabras hiciesen revivir dolores antiguos, o porque sintiese el dolor, siempre vivo, su entonación era, con frecuencia, triste, de tristeza muy honda, trabada con sus pensamientos, no olvidados jamás.

D. Santiago, conmovido, replicó afectuosamente:

—A pesar de esa risa, y en parte, también por ella, yo me permito asegurarle que Ud. será siempre un forjador de ideales, aunque ahora por falta de fe en ellos, les vista, en vez de túnica regia, unos tristes harapos. Su escepticismo, tan absoluto, al parecer, no es otra cosa que un estado negativo de cierto dogmatismo, característico de su pensamiento. Su pesimismo es la careta que ha puesto a su noble dolor: el dolor de no sentir por doquiera manar la bondad a raudales ¿Y qué decir de la misantropía de que alardea, orgulloso? Ud. seguramente formula en pro de cada persona que conoce una excepción del desprecio que le inspira la humanidad. Llora Ud. sus muertos ideales. De esas lágrimas surgirán otros, menos bellos pero más viables, porque serán las proyecciones de las ideas del mundo superior en el mundo de lo posible. La diosa augusta que todavía se mantiene en el trono de su espíritu y que se llama Perfección no puede reinar entre nosotros. Sería el mundo, en tal caso, una cristalización inmutable, esto es, un cadáver. ¿Pero no comprende Ud. que reina, no en el tiempo, pero sí en la eternidad, porque esa idea está en nuestra alma como un reflejo de lo absoluto?

Pedro.– Metafísicas, no, D. Santiago. Bastantes hay con las de Venegas.

Yo creo –prosiguió, sonriendo D. Santiago– que derivará hacia el humorismo, comprensivo y magnánimo; nota típica de la aristocracia de las almas, porque es el resultado definitivo, el ápice de la evolución de un espíritu que ha pensado y ha sentido cuanto hoy puede un hombre pensar y sentir, mezclará la fe en lo general –fe en sí mismo, y, por consiguiente, en lo que está en su conciencia– la desconfianza de lo particular de sus propios juicios, de los actos ajenos, de los aciertos de la civilización, de los ensueños de la cultura...

Pedro.– ¿Yo soy una generalidad?

D. Santiago.– ¿Qué duda cabe? Un microcosmos. Y sus juicios acerca de lo más general ¿no forman, acaso, la trama de su propio pensamiento, que es una parte de su vida? Y su sentir superior ¿no es, por su objeto, universal?

Interpondrá Ud. –iba a decir– la duda y el análisis ante cada afirmación, exceptuando esta: dudar es afirmar, implícitamente, la existencia de la verdad y ser persona. Y la existencia de una persona supone una estructura universal. La personalidad verdadera –culta– es un argumento vivo contra el escepticismo. ¿Qué es una persona sino una armonía inestable, voluntariamente conservada, entre un ser consciente y la realidad que la conciencia refleja? ¿O es sólo real la conciencia y el orden en sus diversos modos –verdad, belleza, justicia– no existe sino en el alma del hombre? ¿Ud. cree esto?

Con esa afirmación que he formulado y con aquella duda subyacente, a que aludía, se colocará su espíritu, no en el vulgar término medio, posición de la ignorancia medrosa, sino en lo alto de la línea vertical más prolongada que sobre ese punto pueda trazar el pensamiento.

Pedro.– Es decir, más allá de la verdad y el error.

D. Santiago.– En cierto modo; aunque sin olvidar nunca que hay algo positivo, así en el mundo, como en el pensamiento y también en el trasmundo que no podamos captar y encerrar en fórmulas racionales pero que llega a nosotros, en misteriosa revelación multiforme, a la que respondemos con los conceptos de lo absoluto, lo infinito y lo eterno y el amor desinteresado al bien, la verdad y la belleza.

Pero desconfíe Ud. de su tendencia a exigir que se realice en la vida algo perfecto. Y ame hasta el error, por lo que pueda contener de verdad. Considere lo absurdo práctico como desviación de lo verosímil, la ignorancia, como posibilidad de sabiduría y la equivocación como germen de acierto, que no llegó a término feliz. Piense que lo malo no es absolutamente malo, y mire la fealdad como una belleza incompleta.

Pedro.– Ha resumido Ud. admirablemente el panfilismo, posición muy simpática. Pero... ¿sabe Ud. lo que el pueblo entiende por pánfilo?

D. Santiago.– Si no lo conociera a Ud., diría que era malo.

Pedro.– ¡Ja...ja...ja! Si no lo admirara como lo admiro... pensaría que le estaban bien los dos sentidos de esa palabreja.

Tras un breve silencio, lleno de sonrisas indulgentes, prosiguió Roca:

—Veo que para Ud. el hombre culto es algo así como una nueva especie ¿qué diferencia esencial hay entre el hombre inculto y el hombre culto?

Álvaro.– Diferencia esencial, de naturaleza, no, entre otras razones porque un hombre hoy inculto es culto mañana.

Otero.– Según, D. Álvaro, según. Hay gentes refractarias a la cultura, imposibles de cultivar. Y yo creo que esas gentes forman, si no una especie natural, lo que podríamos llamar una especie social, una casta.

D. Santiago.– Doctrina peligrosa, propicia a la tiranía de las aristocracias.

Otero.– ¿Y no cree Ud. D. Santiago que en el fondo sucede eso siempre? ¿Quién gobierna hoy? ¿y con qué fuerza autoritaria! en la Rusia soviética, pese a todos los motes de «dictadura del proletariado» y a todas las juntas de soldados y campesinos? Gobierna una aristocracia. ¿A qué se llama decadencia de las naciones sino a la debilidad de sus minorías directoras?

Pedro.– Y esas minorías ¿son lo más culto de cada país?

Otero.– En general, sí; aunque con desviaciones momentáneas, y con intromisiones constantes de los más ricos. Los hombres cultos han estado y aun están más o menos mediatizados por los ricos. En que sean realmente los hombres más cultos los que gobiernen, consiste, a mi juicio, el progreso político.

D. Santiago.– Es Ud. antidemócrata.

Otero.– No. Yo creo que la democracia es el método para que la masa progrese; para seleccionar de ella a los nuevos aristócratas, pues la herencia no garantiza la calidad de los hombres; y también para que el pueblo, por acción de presencia, contribuya a que el Derecho no sea burlado por el poder. El temor de que los gobernantes a que el pueblo les vuelva la espalda es un saludable temor. Por bueno que sea un gobierno, está formado por hombres, esto es, por seres propensos al abuso de autoridad. La institución de los tribunos de la plebe fue un gran acierto de Roma. En suma, democracia electoral y fiscalizadora y gobierno aristócrata efectivo, o sea, de los hombres de mayor cultura y de máximo talento.

Pedro.– Mucho fía Ud. en la cultura. Yo no sé bien lo que es la cultura en vivo, en los hombres. Conozco personas incultas, excelentísimas y personas cultas, despreciables.

Julián.– Serán, respectivamente, personas poco ilustradas y personas muy ilustradas. El concepto «ilustración» es muy diferente del concepto cultura.

D. Santiago.– Indudable, aunque suelen confundirla. Se oye decir de una persona que es muy culta queriendo decir que sabe muchas cosas, que es ilustrada.

Prosiga, Ud. señor Otero.

Julián.– He terminado.

Pedro.– No ha comenzado Ud. apenas. Porque yo le voy a decir ahora mismo, primero, que no creo, como Ud. que haya diferencia esencial, ni apenas diferencia alguna entre cultura y civilización. Dejando aparte sus orígenes, de los que ya hemos tratado, siempre resultará que lo que Ud. llama cultura pertenece a uno de estos tres acervos: acervo de las reservas de la civilización: ciencia pura, de la que se va derivando la técnica; derecho teórico realizable; evoluciones de la ética por los cambios en la sensibilidad de los mejor dotados y por los adelantos de la ciencia. Acervo de las recreaciones del espíritu, tan útiles –no lo olviden– como el trabajo y el descanso físicos y psíquicos: arte y literatura «humanos», populares, como los quería Tolstoy y no las inanes esquisiteces y las imbéciles extravagancias que pertenecen al acervo de las exorbitancias y de las degeneraciones psíquicas: misticismos de toda laya, desde el religioso hasta el de los enamorados románticos; monomanía metafísica y utopismo político; filantropía exaltada, que puede ser masoquista como la de los santos que se complacen en rozarse con la pobre y toda suerte de miserias, o sádica, como la de quienes encuentran placer, disfrazado de resignación cristiana, en presenciar los más atroces dolores, los sufrimientos máximos, aunque traten, por deber, de mitigarlos; actividad esta última en la que se observa, como es lógico, marcada frialdad. Y es extraño que no se haya notado antes este hecho. La actitud de un alma noble que se encuentra ante un espectáculo de dolor horrendo, es la compasión, la simpatía; el dictarle su consuelo entre lágrimas, el infundirle a gritos valor. Toda otra actitud es sospechosa. También hay entre los grandes filántropos la variedad de los paralíticos progresivos, hombres de moral bastante laxa, pero que se sienten acometidos de entusiasmo humanitario casi delirante.

Álvaro.– Estamos en dos orbes separados entre sí por un abismo. Sólo le pregunto si todos los paralíticos generales son humanitarios, y sólo ellos.

Pedro.– Se ha observado en muchos. Es lo que puedo decirle.

Álvaro.– ¡Ah!...

Julián.– Yo sí le replico. No es cierto, en primer lugar, que todo el primer acervo tenga un destino útil. Y si lo tiene, no entra esa utilidad en el carril de las utilidades consuetudinarias de la civilización. Las ideas de ese acervo implican cambios, revoluciones; son nuevas concepciones de la vida, como los sistemas filosóficos, o verdades aprehendidas con verdadera pureza, con desinteresado amor a ellas mismas, como los progresos científicos, o son elevaciones del alma hacia ideales sublimes, que tal vez por suerte, y no por desgracia, como se cree, no pueden realizarse jamás. Se mantienen fuera del mundo, enviando rayos de su luz a las almas próceres que ansían verlos y por eso los ven; se mantienen fuera del mundo, como una promesa suprema que justifica toda la esperanza.

¿Y qué cosa mejor que la esperanza, en este «ahora» de nuestra vida triste y qué cosa mejor que la realidad, en el «mañana» eterno?

Pedro.– (En voz alta y como pregonando). ¿Nueva, y hermosa y gratuita edición de la «Salve»! ¿Quién la quiere? (En tono insinuante) ¿Pero no ve Ud. posible, amigo bueno, que el desinteresado amor a la verdad de los hombres de ciencia y las nuevas concepciones de la vida, de los filósofos constituyan una función social, respondan apetencias colectivas, sean algo parecido al amor sexual, imposición del instinto de la especie?

Julián.– No, no lo veo. Me parecen cosas muy diferentes. El amor sexual se da entre todos los individuos de la especie; mientras que esos otros sentimientos son mucho más raros y se hallan a infinita distancia de las apetencias naturales, normales, usuales de la colectividad. Si es cierto que todo el saber teórico deviene civilización o utilidad práctica –aunque no siempre, ni con mucho, utilidad de tipo económico– resulta así, a pesar de los instintos y apetencias de la masa, conservadores esencialmente, mientras que el progreso es revolucionario, oposicionista por inconformismo ¿Qué dice Ud. a esto?

Álvaro.– ¡Bravo, Otero! (Y en broma) Pareces mi discípulo.

Otero.– (En serio) Lo soy.

Álvaro.– Adelante, ahora.

Otero.– Del segundo acervo, el de la utilidad espiritual, nada tengo que decir, sino que esa utilidad no es la utilidad económica.

Pedro.– Sí lo es, como es utilidad económica el descanso del trabajo.

Otero.– Es cosa distinta. El descanso da lugar al trabajo nuevo. Pero las secreciones espirituales emplean demasiado tiempo para cumplir ese fin y gastan enorme cantidad de energía y de productos del trabajo, inclusive. El pueblo considera como vagos –y con razón desde este punto de vista– a sabios, poetas, pintores y músicos. Eso no es el trabajo ni el descanso del trabajo, ni nada que a ello se parezca. Esa es la vida de la cultura, vida más, o menos, o nada trabajosa; con trabajo cuando lo hay que nada tiene que ver con el otro. En realidad no es trabajo aun en el caso frecuente de procurarse con su producto la subsistencia material. Y digo que no es trabajo, aun en este caso, porque esencialmente, que es lo que importa, el pensar, el escribir, el discutir de filosofía, o Derecho, o estética, es gusto, un placer de amor. No quiero hacer retórica sobre esto. Quien lo quiera comprender, ya tiene bastante.

En cuanto al acervo de las exorbitancias, puede que sobre muchos casos tenga Ud. razón. Porque yo no puedo creer, por ejemplo, que todo el que se interese por la humanidad sea un paralítico, ni que todas las personas beatíficas –Ud. mismo ha indicado que tampoco lo creen hayan de ser o masoquistas o sádicos.

Pedro.– Lo segundo que iba a decir a Ud. acerca de la materia de este diálogo es que cada cultura con su civilización –si se empeñan Uds. en separar dos aspectos de una misma cosa– es limitada, exclusiva e incomunicable; algo así como un edificio de estilo sui generis, o como un valle cerrado, con clima, paisaje, fauna y flora privativos, o como una corriente marina paralela a otras corrientes, que cesa, por lo que sea, sin haberse mezclado a ninguna.

Otero.– Quizá esto, mejor, para lo que Ud. quiere decir, porque si bien las corrientes que Ud. imagina mueren como tales, sus aguas se esparcen por el oceano, como las ideas de las civilizaciones enriquecen la general cultura de la Humanidad.

Pedro.– No, sino únicamente en forma de hechos históricos y de obras de arte ininterpretables unos y otras. Las ideas y sentires, o tal vez con mayor propiedad, las maneras de pensar y de sentir de una cultura no son trasmisibles aotra. Sólo quedan las palabras. El sentido íntimo, el matiz, lo que pudiéramos llamar acepción psicológica, huyó de ellas para siempre. Las palabras cultas de una lengua muerta son, en realidad, palabras muertas, cadáveres de ideas, a los que nosotros suponemos vivos. Tales, por ejemplo, belleza, verdad, existencia, espíritu, materia, bien, mal, virtud, fortaleza... Y si esto ocurre con las palabras ¿qué no ocurrirá con los símbolos complejos: ritos, costumbres, creencias?

Otero.– El sentido de esas palabras y de estas otras cosas puede ser dilucidado mediante escrupulosos estudios exegéticos. No existen, por lo tanto, aunque no hay esta sola razón, esas culturas cerradas, ni aun siquiera varias culturas abiertas. Yo creo en la continuidad de la cultura, sin negar parciales estancamientos y retrocesos y sin desconocer, tampoco, que existen variedades en la cultura; variedades, no especies.

Pedro.– ¿Una sola cultura específica?

Otero.– Como es una sola la especie humana. Las culturas, que dicen, son creaciones de los hombres; y los hombres se parecen entre sí lo suficiente para que la denominación «especie humana» sea algo más que un término vacío.

Fijémonos, por de pronto, en la cultura clásica y la cultura occidental. ¿No le parece a Ud. equivocada la opinión, de última hora, de que esas culturas son diferentes entre sí? No creo que pueda negarse la certeza de este apotegma: La razón humana que preside nuestra cultura, no aparece como elemento histórico, ni apenas como objeto historiable, hasta los tiempos clásicos. La ciencia y las costumbres del llamado período oriental deben ser distintas, respectivamente y con separación completa, a la inteligencia y al sentimiento. La filosofía, libre de ataduras teológicas y públicamente profesada, la ciencia pura, el arte social, y no sólo religioso, el derecho, dando personalidad al individuo, dentro del poder absoluto del Estado, porque el Estado no era concebido como un ser aparte, sino como el conjunto de los ciudadanos, y las leyes, como expresión de la voluntad de aquellos, que así resultaban con su personalidad íntegra, aunque supeditada al interés colectivo, es la ingente posición, la meta casi definitiva para todos, alcanzada por los griegos. ¿cuándo actúa el hombre en la vida con la plenitud de su ser sino cuando a su carácter social, inseparable de su naturaleza, junta el carácter político? Y la verdadera polis, conjunto de hombres libres, ciudad-nación, organismo de cultura progresiva, humana no aparece sino en el mundo clásico. El hombre no es personaje histórico sino a partir de Grecia.

[ Aunque la numeración es consecutiva falta alguna cuartilla ]

[...] al hombre es la razón y la libertad, aunque la primera no sea, ni con mucho omnipotente ni la segunda ilimitada y sin condiciones. Razón débil, libertad precaria, todo lo que se quiera; pero, al fin, razón y libertad.

Álvaro.– Olvidas la intuición intelectual y los sentimientos superiores, privativos también de nuestra espacie. Yo diría, en lugar de razón, espíritu.

Otero.– Para los efectos de la definición, la intuición puede considerarse como una especie de razón sumaria, sin los andadores del razonamiento discursivo; como una inteligencia que lee de pronto sin deletrear. Y los sentimientos superiores, como una evolución de la sensibilidad exigida por la existencia de la razón. De la misma libertad puede, como Ud. sabe, prescindirse, al definir al hombre ya que la libertad es una consecuencia práctica de la razón. Por eso Aristóteles definió al hombre con la frase bellísima por su concentración: precisa, clara, indiscutible.

Pues bien. Yo no debo ofender a Ud. citando aquí, como prueba de que la cultura nuestra es una continuación de la antigua, autores, obras de arte y hechos sociales que Uds. conocen –sin hipérbole– mucho mejor que yo. Desde Tales hasta Plinio hay un arsenal de todos ellos. Fíjese Ud. Roca, en solo esta prueba formidable: el Cristianismo «religión definitiva de la Humanidad», que dijo un gran cristiano adogmático, es, en su armazón filosófica, hijo de Grecia ¿Y habrá quién dude –pasando del Intelecto al Poder– que la Iglesia Católica, en cuyo recinto o en sus proximidades vive la mayor parte de la humanidad culta, es la heredera espiritual, la continuación posible del imperio romano? Finalmente, la revolución política de fines del siglo XVIII, cuyo ideario informa las constituciones de todos los pueblos que la tienen escrita, fue, como es sabido, consecuencia rigurosa del Renacimiento.

¿Qué importa, frente a todo eso, que los pensadores griegos tuvieran frente al problema del conocimiento una posición contraria a la nuestra, siendo para ellos lo chocante no el que se piense lo verdadero, sino que pueda existir el error? No creo que semejante realismo implique una separación abismática entre el espíritu clásico y el europeo. El anverso y el reverso de una medalla están en la medalla. Es posible que la oposición aludida obedezca al distinto carácter de los respectivos orígenes de ambas filosofías: curiosidad, libre juego del espíritu, optimismo de todos los comienzos, alegría de todas las infancias en aquella; recelo en esta, como reacción contra la «servidumbre teológica», a que había estado sometida en la Edad Media y desconfianza en sus propias fuerzas, por efecto de esa misma servidumbre y de la gravedad que el cristianismo ha impreso a la investigación. A un griego no le importaba gran cosa equivocarse. El error de un cristiano puede implicar su condición eterna. El cristianismo ha infiltrado en la vida y en el pensamiento –vida también– una terrible seriedad.

Pedro.– Ya van saliendo diferencias.

Otero.– ¿Quién osaría negarlas? Pero la similitud es asombrosa, y se refiere a lo más vital de la cultura, a lo más profundo del espíritu. El antagonismo en arte, en moral, en gestos de la vida cotidiana, en actitudes ante hechos extraordinarios, en el sentido y en el tono de las diversas actividades anímicas implicarían diferencias mucho más profundas que las que hemos notado y cualesquiera otras que puedan descubrirse. Si a nosotros –es decir, a los hombres pensantes y sencientes de hoy– nos pareciera extraño el arte de los griegos; si no comprendiéramos su filosofía; si juzgáramos bárbaros sus hechos heroicos; si creyéramos ridículos a sus hombres célebres; si estimáramos despreciable su pedagogía, estrafalarios sus trajes, inadmisibles sus deportes, imbéciles sus mitos, prosaicas sus leyendas, inexpresiva su oratoria, insoportable su literatura; si no admirásemos sus virtudes y el ingenio y la justeza de sus frases, espléndidamente grabadas en nuestra memoria; si el poderío y el derecho de Roma no nos causaran asombro bien que se proclamara que la cultura occidental es independiente de la cultura clásica.

Y para que vea Ud. que toda nuestra vida espiritual puede asimilarse a la vida espiritual de los antiguos voy a decirle a Ud. algo que tal vez le extrañe. Pero medite Ud. un momento y falle después: lo romántico se nos ha presentado siempre como contradictorio de lo clásico y así lo parece, y así es, indudablemente, en cierto sentido. ¿Pero hay esencial oposición entre una y otra manera de sentir la vida y el arte? ¿No podría ser el romanticismo el resultado de la evolución de algunos elementos clásicos? ¿No se percibe el palpitar del espíritu romántico en mitos y leyendas de la antigüedad? La figura entera de Prometeo, cierto pesimismo y mucha suave tristeza, que, a despecho de la «alegría clásica», salpica gran parte de las producciones de aquel período; el propio Destino «superior a los hombres y a los dioses» que palpita en la poesía épica y aparece ostensible en la dramática; los amores desgraciados de Menelao, de Safo, de Hero y Leandro, la figura doliente de Lido, contemplando desde la muralla de su ciudad, que no es su patria, la nave fugitiva de Eneas...

Hay pasajes en las letras clásicas en los que parece fundirse con su espíritu el espíritu romántico, en una cristalización diamantina, perfecta y eterna. ¿Recuerda el final de El Banquete, cuando a la fría e indecisa luz del amanecer, Sócrates, lúcido y sereno, se envuelve en su manto y sale tranquilamente de la estancia, en donde los demás comensales duermen, embriagados de vino e ideas? Y el introito melancólico y viril del Theaitetos? ¿Y el final de la Iliada?

Pedro.– Creo que eso que ve Ud. como romántico en lo clásico es sencillamente calor de humanidad. Lo mismo puede decirse de las semejanzas de otro orden entre la cultura occidental y la cultura clásica. Humanos somos...

Otero.– «Que es lo que queríamos demostrar.»

Pedro.– ¿Cómo?... ¡Ah! sí, es cierto. Pero hay que distinguir. En primer lugar aunque seamos hombres los clásicos y los modernos, y los de otras culturas, existen entre estas, como existen entre los hombres –individuo a individuo, pueblo a pueblo, raza a raza– diferencias profundas: emociones y hasta sentimientos incomunicables, ideas intraducibles, gustos antagónicos. Y en segundo lugar, Ud. aparte de su afirmación de que en todas las culturas hay algo de común, ha querido demostrar que la cultura moderna no es sino una prolongación de la cultura clásica.

Otero.– ¿Y no lo he demostrado?

Pedro.– Creo que no del todo. Una cosa es que aparentemente ocurra así, por el culto que hemos profesado a lo clásico y otra cosa distinta que nuestra manera de ver el mundo sea igual que la de los antiguos y nuestros sentimientos, parejos a los suyos. Quien admira no se convierte en lo admirado.

Otero.– No me atrevería yo a decir tanto. La admiración es un sentimiento unitivo, una comunión de nuestra intimidad con lo admirado. Se admira lo que se comprende, si no por discurso, por intuición.

Pues bien, recuerde Ud. un trozo, o un libro de estos: la despedida de Hector y Andrómaca en las Puertas Sceas; el episodio de Priamo en la tienda de Aquiles; la «Apología» de Sócrates, según Platón; la «Política» de Aristóteles; y no hablemos de los dramas del moderno Eurípides, ni de Tucídides, ni de Tácito ni de Plutarco, ni de Marco Aurelio, ni de los poetas cínicos, desde Anacreonte y Safo hasta Horacio ¿No percibe Ud. nítida, inconfundiblemente, que en esas obras palpitan almas muy semejantes a las nuestras? ¿No ha tenido Ud. muchas veces la impresión de estar leyendo a un contemporáneo?

Pedro.– Lo contrario es más cierto.

Otero.– Es igual.

Pedro.– No, no es igual. El hecho de parecernos a los antiguos puede obedecer –obedece, seguramente– a una adaptación artificiosa, a la educación en formas exteriores, en material retórico y normas literarias y en ciertas ideas estéticas y morales; pero no en lo hondamente psíquico.

Otero.– ¡A cuánto obliga una posición dialéctica! En lo hondamente psíquico somos muy semejantes a los antiguos por ser hombres y por ser individuos de la gran raza blanca y de la subraza jafética. Empleo este término en desuso para designar a los no semitas. Helenos, latinos y germanos no creo que difieran tanto entre sí, como cualquiera de estos grupos y los grupos semitas.

Pedro.– Pues los españoles no somos ni muy latinos, ni muy germanos.

Otero.– Tenemos una mezcla de elementos múltiples con predominio, seguramente berebere.

Pero es que en la cultura –creo yo– no hay que poner la raza como elemento tan polarizador como hoy se pretende. La cultura es cosa del espíritu. Son ideas, hábitos, sentimientos, gustos, normas; quizá esto principalmente. Si dos o más pueblos siguen en las grandes líneas de su cultura iguales normas o métodos y profesan un gran conjunto de ideas y sentimientos iguales ¿que duda cabe que tienen semejante cultura? Hay que reaccionar contra la tendencia –de origen materialista– de dar una importancia decisiva ya a lo fisiológico, ya a lo económico, a lo físico, en suma, cuando el hombre es lo que es por el espíritu, esencialmente igual en todas las razas.

Anito y Melito se parecen más a cualquier malvado envidioso e intrigante, negro, o amarillo, que a sus paisanos Sócrates y Platón; y a estos, Giordano Bruno más que sus jueces. Los fariseos tienen su retrato en los dogmáticos apasionados de cualquier religión, mientras que eran la antítesis de las esenios, por un lado, y por otro, de los saduceos. Alejandro tiene sus semejantes en Roger de Flor y Hernán Cortés. ¿No encontramos un gran parecido, una semejanza fraterna entre todos los hombres cultos y buenos de todos los tiempos y países, y otra gran semejanza entre todos los amigos del buen vivir en paz, y otra, no menos acusada, entre todos los sanguinarios y otra, entre todos los pusilánimes? Mucho influyen la geografía y la raza. ¿Pero no se podría componer con facilidad suma, una psicografía general, prescindiendo de la cronología, la etnografía y la geografía?

Decía Ud. que la educación nos hace en apariencia semejantes a los antiguos. Yo puedo contestarle a Ud. con la frase consagrada de que «la educación es una segunda naturaleza». Pero no se trata sólo de educación; sino de tradición, del hecho histórico, indiscutible de que nuestra cultura es hija de la cultura antigua, con elementos germanos y cristianos y con las modificaciones que el tiempo impone en todas las cosas. Hay quien, sin desmentir este hecho, pretende demostrar que la cultura moderna ha dado un cambio de frente. Pero una cultura no se hace otra. Nacer en el seno de una cultura otra distinta es como si un hombre se hace otro hombre. Cuando una cultura muere hay un cadáver: el del pueblo o conjunto de pueblos de que ella era alma.

Eso de que un hombre no se hace otro habría que probarlo. Y en cuanto al cadáver político se le podría decir a Ud. que ya lo hubo: el Imperio Romano.

Modificarse un hombre no es hacerse otro. Hay un doble soporte de la identidad personal: el cuerpo –aunque se renueve en su composición íntima y la memoria. Y en cuanto a la disolución del Imperio Ud. sabe que los germanos continuaron en lo posible la cultura y que vinieron luego los renacimientos, nombre cuya propiedad nadie discute. La cultura clásica no murió entonces. Y si murió, renació luego. Lo que se discute es que pueda morir hoy.

Pedro.– La cultura clásica murió con el Cristianismo. Quedó sobre el mármol de la Historia, un cadáver: el Imperio de Occidente y en lecho de dolor inútil el paralítico Imperio de Oriente. La cultura occidental es otra cultura. Los germanos sÁlvaron el Cristianismo. Pero el Cristianismo, aunque estructurado intelectualmente por Grecia ¿es, acaso, la médula clásica? Ud identifica la vida con la razón, y son cosas muy distintas.

Otero.– Se salvó también, en gran parte, el derecho que es un producto de la razón pura. Y el feudalismo, que parece un hecho tan nuevo, no es en el fondo sino un intento de organización imperial.

Note Ud., en otro orden de cosas –en el orden vital, a que Ud. me llama–, que la compasión cristiana no fue sino la universalización de un sentimiento humano muy extendido ya en los antiguos. «Filantropía» es palabra ateniense. Y el Dios único, la igualdad moral de todos los hombres, la eficacia ultraterrena de las buenas obras son ideas ya sostenidas expresamente, ya tácitamente embebidas en acciones, o discursos, ya cultivados en los «misterios», o en la enseñanza esotérica de las escuelas de filosofía, según se ha sospechado.

Y no hablemos de otra cosa tan vital como el arte ¿Puede negarse que hasta hoy mismo el arte occidental, apartando extravangancias pueriles, no es una continuación del arte griego, en el que, confesándolo, o no, vamos a buscar el término de comparación para juzgar una obra?

Pedro.– Eso... va desapareciendo. Vea Ud. la escultura.

Otero.– ¡La escultura...! Contésteme Ud. con toda sinceridad ¿Qué obra escultórica de todas cuantas Ud. conoce escogería Ud.?

Pedro.– Suponiendo que fuera la «Victoria de Samotracia», o la «Venus» de Melos, ¿qué probaría eso?

Otero.– Probaría lo que voy diciendo. Ud. y yo y todos los hombres hoy vivos somos necesariamente y a pesar de todas las diferencias, hombres de sensibilidad moderna. En esto no caben mixtificaciones ni improvisaciones. Caben poses para «epatar» ¿vanidad de vanidades! Pero la sensibilidad se forma por herencia y, sobre todo, por el medio. Pues bien, si Ud. si yo, si... cualquiera que sea sincero, puestos a elegir una escultura elegimos una escultura griega, es que nuestra sensibilidad artística ante la escultura es idéntica a la sensibilidad griega.

Álvaro.– Un escultor de fibra, uno de nuestros mejores escultores, Emiliano Barral, {2} me decía no ha mucho, hablando de unos relieves funerarios vistos por él en Sicilia, que se había acordado de la exaltación con que ha sostenido siempre que eso de la frialdad del arte clásico es una majadería ¿Qué maravilla! ¡Qué pasmo! ¡Qué artistas eran aquellos hombres! Se me ocurrió que después de aquello de las obras escultóricas griegas, no puede hacerse nada y que lo más honrado sería arrojar los cinceles y dedicarse a otra cosa. Después –no sé si por egoísmo o con plena razón– he pensado que sí cabe hacer algo, sin perder jamás de vista que aquello es el arquetipo.

Respecto a la literatura puedo asegurarle a Ud. que he visto llorar a una mujer leyendo la despedida de Hector y Andrómaca y que he visto llorar a otra con la «Apología de Sócrates». Ninguna de ellas estaba «envenenada de literatura» ni tenían prejuicio favorable al clasicismo. Eran dos mujeres sencillas y buenas, con gran diferencia intelectual, no de ilustración, muy pobre en ambas. La experiencia, surgida al acaso, la creo importante.

Claro es que los escultores de hoy no van a conformarse con imitar servilmente los modelos clásicos ¡Pero cuánto darían por lograr, con los modelos modernos, la perfección de forma y de expresión, la intimidad de las calidades artísticas, la firmeza, el dominio, el no sobrar ni faltar nada de la escultura griega!

Otero.– Puede concederse, aunque con ciertas salvedades, que nos sean extrañas –relativamente extrañas, nada más– las antiguas culturas del Oriente. Pero que nos lo sea la gran cultura clásica me parece, con permiso de la gran autoridad de algunos escritores que tal afirman, y de la que a Ud. Sr. Roca, le reconoce sinceramente, insostenible con argumentos. Más fácil sería demostrar que al renacer de aquella cultura fecundísima, renacer, en parte, pues no había muerto del todo, por el Cristianismo, la Iglesia Católica, la legislación medieval y los conatos de Imperio y por haberse producido en los siglos X y XI los primeros vagidos del renacimiento: Córdoba y los traductores de Toledo que, al nacer, digo, siguió lo que era natural que siguiese: el desarrollo del ser renacido, en cuyo período nos encontramos. Vivimos una robusta continuación del Renacimiento.

Y si ello no es así, si es cierto que está agonizando la cultura occidental, es que se ha consumado –y entonces acierta Spengler– lo que nos tocaba que hacer en la obra humana. Y Europa, no ya su hegemonía política y cultural, sobre el Planeta, Europa como conjunto de pueblos cultos e independientes, terminará pronto su vida.

Pedro.– Señales hay. Rusia y el Asia formidable...

Hubo un corto silencio que interrumpió Medina, diciendo:

—Tengo que marchar.

Álvaro.– ¿A la estación?

Medina.– Sí. Allí estará un chico con mi pequeño equipaje.

Álvaro.– Te acompaño.

Pedro.– Y yo.

Otero.– Y yo.

D. Santiago.– Vamos todos.

Medina.– ¿Ud. también? No, D. Santiago.

D. Santiago.– ¿Por qué no?

Medina.– Gracias, gracias a todos. Vamos.

Ya en la calle dijo Venegas, mirando al cielo:

Te acompañará un rato la luna, Antonio.

Medina.– A donde voy todos los hechos naturales y todos los accidentes del terreno y los arroyos y los ríos, y los árboles y hasta las matas y los pedruscos, se enlazan a nosotros como cosas vivas y resaltantes. La guerra es, en todos los aspectos, la «vuelta a la naturaleza». (Y tras una pausa) No la que predicaba Rousseau y novelaba Bernardino de Saint Pierre; ni mucho menos, la que pensaba Vateu.

D. Santiago, Roca y González marchaban delante, hablando. Venegas y Medina seguían detrás, silenciosos.

Cerca ya de la estación, Medina, con voz afectuosa y con cierta solemnidad involuntaria, dijo a Venegas:

—Maestro, tendré que pasarme en claro muchas noches. Mirando al cielo estrellado, se escapará hacia aquí mi pensamiento. Contemplaré entonces de una vez los dos insuperables espectáculos de que hablaba el filósofo.

Y terminó sin aparente concordancia con lo que acababa de decir, mientras ofrecía su mano a Venegas:

—Gracias, maestro.

Y el maestro, silencioso, lloraba.


{1} Ya sabe el copista de estos diálogos que esta (y aquella otra de la tesis parmenídea) una de tantas repeticiones que figuran en estos ensayos. Y sin embargo, de saberlo, las deja. La repetición, no siendo excesiva, es norma pedagógica, y, literariamente considerada de un patente realismo. Que alce el dedo quien en una larga discusión o en una exposición, algo detenida, no haya repetido algunos juicios. Por otra parte, truncar un párrafo, dejar sin condición un razonamiento, porque en otra ocasión se ha dicho ese final, nos parece frío artificio y retoricismo pedantesco.

{2} Emiliano Barral (1896-1937), escultor segoviano, quien esculpió el busto de Don Blas al que nos referíamos en la Introducción. (N. del E.)

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 435-467