Nuestra Bandera, revista teórica y política del partido comunista de españa
Madrid, mayo junio 1965
número 44-45
páginas 39-44

Ignacio Gallego
Nuestra lucha por la solución
de un gran problema nacional

Para caracterizar la situación en el campo es obligado hablar de desastre en toda la extensión de la palabra. Y esto no lo decimos solamente nosotros. En las más diversas esferas sociales existe honda inquietud ante la extrema agudización del problema agrario. El descontento y la indignación de las masas trabajadoras del campo está llegando a un punto crítico. Todas las gentes preocupadas por el porvenir de España están adquiriendo conciencia de la necesidad de un cambio de régimen que permita abordar seriamente la solución de este gran problema nacional.

Ha venido a complicar aún más la situación la impresionante sequía de estos meses que se ha llevado ya por delante gran parte de los cereales y ha causado graves daños en las zonas algodoneras, en los olivares, en los viñedos y en otros sectores. La prensa está llena de gritos de alarma.

«En este trance –dice ABC– quizá sean precisas asistencias sin precedente. Asistencias de orden fiscal y crediticio con amplitud y la generosidad apropiadas a las proporciones del infortunio».

Naturalmente, nadie cree, ni ABC tampoco, en tales asistencias, que en ningún caso han existido, pese a que las catástrofes no han faltado en el campo. Por su parte, YA habla del descontento de los labradores ante el panorama desolador de los sembrados de Andalucía, Extremadura y La Mancha. Y en El Norte de Castilla se dice:

«Coincide esta angustiosa situación campesina con una corriente de encuestas, reuniones, declaraciones y discursos que se ocupan del campo y sus problemas en estos graves instantes. Todos los que participan en estas actividades se pronuncian con unanimidad por una reestructuración agraria que debe acometerse con urgencia; pero ¿se emprenderá en seguida la instauración de esas proclamadas nuevas estructuras? Más todavía, ¿se resolverá algo con ello?
Planteamos este interrogante porque mucho nos tememos –al igual que se temen los labradores más avisados– que la agricultura siga en el mismo estado actual o poco menos.»

Los temores de los agricultores están bien fundados, como lo están sus dudas de que esas supuestas «nuevas estructuras» puedan resolver algo.

En las reuniones de las Hermandades, en coloquios y conferencias de intelectuales y técnicos y hasta en las juntas de banqueros se examina la crítica situación del campo barajando toda suerte de remedios. Pero lo que se escribe en la prensa y lo que se dice en tales reuniones no es más que un pálido reflejo del profundo clamor que se eleva en el campo y en todo el país contra la política de la dictadura. Con toda su gravedad, la sequía es sólo un accidente al que en otras [40] condiciones, con otro régimen, se le podría hacer frente destinando a ello los recursos económicos que fueran necesarios. Pero nuestra agricultura padece males crónicos que nada tienen que ver ni con la lluvia ni con las sequías, males que hace falta extirpar cuanto antes mejor en interés, no sólo de los obreros agrícolas y de los campesinos, sino de todo el país.

En fin de cuentas, la ruina del campo es la consecuencia lógica de la política aplicada por el franquismo, al servicio de la oligarquía financiera y terrateniente. El que los propios terratenientes, o al menos una parte de ellos, estén también descontentos se explica por el hecho de que en la expoliación del campo los monopolios y la Banca se han llevado y siguen llevándose la parte del león.

La ruina y el atolladero en que se halla el campo es también la prueba del fracaso de la vía de «desarrollo» impuesta por la dictadura. Esa vía denominada por Lenin vía prusiana: aunque reaccionaria y extremadamente penosa para las masas campesinas, pudo tener su razón de ser en otros tiempos y en otro contexto internacional. En el presente, cuando en numerosos países de nuestro alrededor la agricultura alcanza impresionantes ritmos de desarrollo, seguir por esa vía es caminar hacia el precipicio.

Para poner nuestra producción agropecuaria en condiciones de competir no sólo con los países del Mercado Común, sino en cualquier otra zona hace falta un cambio radical de orientación en la política del Estado a fin de asegurar al campo las inversiones, el crédito, los mercados y toda la ayuda necesaria y posible. Pero, ante todo como condición básica hace falta una profunda reforma agraria que acabe con los latifundios y ponga la tierra en poder de quienes la trabajan.

Las gentes interesadas en impedir la reforma agraria ponen pertinaz empeño en escamotear este gran problema nacional. Así, por ejemplo, en la reunión de eso que llaman Cortes, el señor Tomás Allende, al hablar de los problemas planteados en el campo ha puesto el mayor cuidado en no tocar la llaga latifundista, lo que le ha valido la felicitación del Ministro de Agricultura. El Presidente de la Hermandad cumple bien su misión hablando mucho de la «crítica situación del campo» y haciendo todo lo que puede para frenar la protesta y la lucha de los campesinos víctimas de esta situación.

Tales gentes oponen a la reforma agraria las reformas de carácter técnico; pero está claro que los planes de regadío, la concentración parcelaria, la ordenación rural y cada una de las medidas aplicadas por la dictadura dejan intactas nuestras arcaicas estructuras agrarias y como puede verse no impiden la ruina del campo. El beneficio de esas medidas ha sido principalmente para los monopolios, para los Bancos, para una parte de los grandes terratenientes y, por supuesto, para la caterva de logreros que utilizan el poder del Estado para acumular fortunas. Aun dejando de lado este aspecto de la cuestión, resulta evidente que esas medidas no son tampoco una solución desde el punto de vista estrictamente económico. Nos encontramos ante un hecho: las actuales estructuras agrarias ponen un tope a la mecanización y a las inversiones y, en fin de cuentas, al desarrollo de que tanto se habla.

«El verdadero problema –dice Información Comercial Española– se encuentra en el hecho de que la estructura de las explotaciones está poniendo un techo muy cercano a las posibilidades de mecanización y de inversión en general.»

Y esta misma opinión, a la que los comunistas hemos llegado siempre en nuestros análisis, es compartida hoy por numerosos economistas.

Hemos visto que, en relación con el campo –dejando aparte otros sectores–, las previsiones del Plan de Desarrollo han resultado ser pura fantasía. El número de tractores matriculados ha disminuido un 24,5 % en 1964 con relación al año anterior, representando el 60 % de lo previsto. El consumo de fertilizantes nitrogenados sólo ha sido el 7 % ; el de los fosfatos, el 4 % y el de los potásicos, el 1 %. En lo [41] único que se han quedado cortos los planificadores franquistas ha sido en lo tocante a la emigración. Lo cual viene a demostrar una vez más que el éxodo agrícola no es, al menos en nuestro caso, fruto del desarrollo, como se quiere hacer creer, sino del empobrecimiento general del campo.

Y esto no lo decimos sólo los comunistas.

«Si echamos un vistazo al problema de la emigración de campesinos –dice el Norte de Castilla– notaremos en seguida que no guarda relación el volumen de este éxodo con la marcha que sigue el empleo de la maquinaria en el campo, ni muchísimo menos. En el decenio 1950-1960 abandonaron el campo 500.000 trabajadores y en el cuatrienio 1961-1964 se llegó casi a otro medio millón. Solamente en el año 1964 abandonaron el campo 215.000 campesinos. El Plan de Desarrollo había previsto 85.000, como también había previsto llegar a los 200.000 tractores y sólo se llegó a 129.000. La quiebra del ritmo es evidente.»

En la inmensa tragedia que representa la emigración para las masas campesinas, la dictadura ve un buen negocio. Pero ¡qué mal «negocio» es para España enajenar las energías productivas de gran parte de su juventud! En la prensa regimentada leemos a diario lamentaciones como ésta:

«Nuestros pueblos se vacían Inexorablemente. La población emigra a las grandes ciudades y al extranjero. Las tierras se quedan sin cultivar y las casas permanecen abandonadas.»

Pero una cosa es describir la ruina del campo y otra muy distinta ofrecer soluciones reales para evitarla. Nadie ignora que las soluciones han de ser diversas; pero no hacen falta muchos razonamientos para comprender que la principal y más urgente de todas es precisamente la reforma agraria. Esto lo reconoce hoy todo el que aborda los problemas del campo con un mínimo de seriedad y responsabilidad.

Recientemente, en una conferencia pronunciada en la Facultad de Ciencias Económicas de Bilbao, el profesor Echevarría hacía esta afirmación:

«El Plan de desarrollo ha fracasado hasta ahora. Dentro de nuestra economía no se puede hacer nada sin llevar a cabo una reforma agraria.»

Esta misma idea la hemos visto deslizarse hasta en las páginas de YA al hacer el balance del primer año del Plan de Desarrollo, en los siguientes términos:

«El «talón de Aquiles» sigue siendo, naturalmente, el sector agrario, cuyos defectos y debilidades estructurales no se superan con nuevas mejoras técnicas, como piensan los tecnócratas, sino con una auténtica reforma agraria... El creer que basta con la concentración parcelaria (sin acometer el problema de los latifundios) y con permitir la elevación de los precios agrícolas para resolver la grave situación del campo es un error cada vez más patente.»

Efectivamente. Pero ¿cómo conjugar esa posición favorable a una auténtica reforma agraria con el apoyo al régimen que impide su realización? Lo que es un error, y algo más que un error, es creer, o intentar hacer creer a los demás, que la dictadura franquista puede dar solución a éste ni a ninguno de los grandes problemas nacionales.

Más de un cuarto de siglo es tiempo sobrado para juzgar de un régimen, no por sus palabras, sino por sus hechos. En el campo, el balance de la dictadura no puede ser más negativo. Un solo dato nos permite ver a qué nivel nos encontramos en el aspecto económico: nuestra producción agropecuaria por habitante no ha superado los índices de hace treinta años. Las manipulaciones con las estadísticas no pueden cambiar esta realidad.

Frente a los defensores abiertos o solapados de unos privilegios condenados a desaparecer, siempre es bueno recordar los términos en que está planteado el problema de la propiedad agraria: por un lado, unos 50.000 latifundistas que poseen más de la mitad de la tierra de España; por otro lado, millones de obreros agrícolas y de campesinos que carecen de ella o sólo disponen de míseras parcelas. Este es el problema que hace falta resolver y la solución verdadera consiste precisamente en liquidar la gran propiedad latifundista, poniendo la tierra en [43] poder de quienes la trabajan, es decir, de los obreros agrícolas y de los campesinos.

A los que argumentan, no sin segundas intenciones, que la distribución de los latifundios por sí sola no resolvería el problema les respondemos: no se preocupen, señores, que para nosotros y para todo el que de verdad propugna la reforma agraria está clarísima la necesidad de poner a disposición de los campesinos el dinero y todos los medios necesarios para cultivar la tierra en las mejores condiciones posibles. La agricultura de arados romanos, mucho más que de tractores, es la que tenemos, no la que surgirá de la reforma agraria y de la democratización del país.

Los comunistas hemos prestado primordial atención al problema de la tierra. Sin ir más lejos, en la Declaración hecha por nuestro Partido en junio de 1964 figuraba en primer lugar, como una de las grandes transformaciones a realizar por la democracia, una profunda reforma agraria que termine de raíz con la existencia de los grandes latifundios. En esta ocasión el Partido Comunista, defensor de las masas campesinas, reiteraba la consigna de «la tierra para el que la trabaja, que en las condiciones de la España de hoy tiene un contenido antifeudal y antimonopolista e implica el absoluto respeto de la propiedad campesina

Desde entonces la situación de las masas del campo se ha agravado considerablemente. En paro forzoso meses y meses, sin subsidio de paro ni ayuda de ningún género, nuestro numeroso proletariado agrícola vive en condiciones infrahumanas. En sus hogares falta hasta lo más indispensable, alimentarse medianamente es punto menos que imposible. Mala comida, mala vivienda, mala asistencia médica cuando la hay, mala enseñanza y casi nunca gratuita. Así malviven nuestros obreros agrícolas. El mismo cuadro de pobreza ofrece, con pequeñas variantes, la vida de millones de campesinos, empujados a la ruina por todos los medios.

¿Cómo hacer frente a esta situación? En un reciente llamamiento a los obreros agrícolas y a los campesinos, nuestro Partido responde: «Para resolver de verdad el problema del paro, para que los arrendatarios no tengáis que seguir pagando por las parcelas que cultiváis rentas, foros, censos o aparcerías insoportables, para salir de la penosa situación en que os encontráis hace falta convertir en realidad este justo principio: la tierra para el que la trabaja.»

Al situar la consigna de la tierra para el que la trabaja en un primer plano, nuestro Partido tiene en cuenta los intereses generales de la lucha por la democracia; el desarrollo de esta lucha y su desenlace victorioso exige la incorporación a ella de las masas trabajadoras del campo. Las acciones de los obreros agrícolas y de los campesinos, aunque aún no hayan alcanzado la envergadura que pueden alcanzar en este período, han contribuido al debilitamiento de la dictadura. A medida que éstos se vayan decidiendo a salir a la calle en defensa de sus reivindicaciones económicas y políticas, la lucha de las fuerzas democráticas se verá considerablemente facilitada. Es ésta una razón de más para que todos los demócratas y antifranquistas consideremos la solución del problema de la tierra como un asunto que nos concierne a todos y no sólo a los obreros agrícolas.

En los centros industriales, las organizaciones del Partido deben esforzarse en dar conciencia a los trabajadores de la necesidad de incorporar a su lucha el problema de la tierra. No sólo por espíritu de solidaridad, sino porque haciendo suya la consigna de la tierra para el que la trabaja, los obreros industriales se asegurarán la confianza y el apoyo de los obreros agrícolas y de los campesinos en la lucha común por un régimen democrático. Los infinitos vínculos que unen a numerosos obreros industriales con el campo pueden ser canales por los que se transmitan a los obreros agrícolas y a los campesinos las experiencias de organización y de lucha de los destacamentos más avanzados de la clase obrera.

Por razones análogas, la lucha por [44] la solución del problema de la tierra debe contar con el apoyo activo de los estudiantes e intelectuales demócratas, que no pueden olvidar que la reforma agraria es una de las premisas fundamentales para el desarrollo cultural de España. El importante paso dado por ellos apoyando abiertamente las reivindicaciones y la lucha de la clase obrera debe ir seguido de una actitud de solidaridad activa con las masas trabajadoras del campo. Lo mismo puede decirse de otros sectores sociales, profesionales, comerciantes e industriales no monopolistas. En resumen, esta debe ser una preocupación de todos los españoles interesados en la liquidación de la dictadura y en el desarrollo democrático de España.

La lucha por la solución del problema de la tierra debe convertirse más aún que hasta aquí en una tarea inmediata y fundamental de todas las fuerzas democráticas y, en primer lugar, de todas las organizaciones, militantes y simpatizantes de nuestro Partido no sólo en las zonas agrarias, sino en todo el país.


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