Fernando Garrido (1821-1883)
La República democrática federal universal (1855)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo III

Breves consideraciones sobre algunos principios e instituciones del sistema democrático

El sistema democrático se funda en las libertades y derechos individuales; por lo tanto sus instituciones no deben tener otro objeto que garantizar, satisfacer aquellas libertades y derechos, cuya satisfacción es un deber para la sociedad; gobernando lo menos posible, en el sentido que hoy se da a esta palabra, a fin de que la acción del Gobierno no sirva de obstáculo a la iniciativa individual. La ley no debe tener otro objeto que garantizar la libre acción y ejercicio de los derechos de los ciudadanos; por lo cual las instituciones y leyes del sistema democrático deben ser pocas, claras y tan sencillas como sea posible. [84]

I. Del derecho a la asistencia

La sociedad tiene el deber de asistir al niño, al enfermo, al estropeado y al anciano.

El médico, la farmacia, la asistencia a domicilio, el hospital, el hospicio, la cuna y el asilo, sostenidos por el Pueblo y a cargo del Ayuntamiento, corresponden al cumplimiento de este deber.

Aunque imperfecta y parcialmente, la sociedad reconoce esta obligación y procura cumplir con ella: pero mal, pobremente, porque malgasta en cosas improductivas o perjudiciales lo que debiera emplear en satisfacer este deber social, con el cual podrá cumplir solamente el sistema republicano que, esencialmente económico en gastos improductivos y de puro lujo, podrá con holgura atender al cumplimiento de este deber de fraternidad y amor que tiene la sociedad para con cada uno de sus hijos. [85]

II. Del derecho a la instrucción

La sociedad debe al niño la instrucción.

Cuanto más instruido sea un pueblo, mejor conocerá sus derechos, será más honrado, más rico, más independiente.

Las escuelas de párvulos, de instrucción primaria y elementales, de oficios, artes y ciencias, corresponden naturalmente al Pueblo, y deben estar a cargo del Ayuntamiento, quien además, como complemento de la instrucción, deberá atender a la creación y sostenimiento de una biblioteca pública.

Independientemente de las escuelas sostenidas por el Pueblo, bajo la dirección del Ayuntamiento, los particulares podrán establecer, en uso de su derecho de libre enseñanza, cuantas escuelas crean convenientes.

El Ayuntamiento deberá tener exámenes públicos todos los años, y los padres deberán forzosamente presentar a ellos a sus hijos e hijas para que sean examinados en los conocimientos propios de su edad.

Los niños no están sólo bajo la tutela de los padres; están también bajo la tutela de [86] la sociedad. A la del padre corresponde elegir método y escuela: a la de la sociedad, cerciorarse de que los padres cumplen con el sagrado deber de educar a sus hijos. Si no cumplieren con él, la sociedad, representada por su corporación municipal, les amonestará obligándoles a enviar sus hijos e hijas a las escuelas públicas sostenidas por el Pueblo.

Las escuelas superiores de industrias, artes y ciencias, corresponden a las Administraciones Provincial, Nacional, Continental y Universal; y aunque esta instrucción superior no es obligatoria para el ciudadano, lo es de la sociedad para con él. Mientras la espontaneidad individual no sea bastante vigorosa para crear escuelas superiores, el estado debe conservar las suyas.

La instrucción GRATUITA Y OBLIGATORIA es, pues, un deber de la sociedad para con el individuo; por lo tanto una de las principales instituciones del sistema democrático.

III. Del derecho al trabajo

La sociedad debe al hombre un trabajo [87] conforme con sus fuerzas y aptitudes, cuyo producto baste a satisfacer sus necesidades.

A primera vista se cree difícil que la sociedad pueda cumplir con este deber; pero si así parece, es porque se considera la sociedad tal como hoy existe; y no cual será el día en que las instituciones democráticas rijan los destinos de los pueblos,

Con generaciones preparadas por la instrucción para el trabajo:
Con medios de comunicación rapidísimos y baratos por mar y por tierra:
Sin trabas fiscales ni gubernamentales, sin privilegios ni monopolios que dificulten la actividad individual:
Con libertad de asociación:
Con muchos millones de menos en el presupuesto nacional, obligatorio e improductivo:
Sin las paralizaciones que las guerras, revoluciones y reacciones producen en la industria:
Con la movilidad producida en la propiedad por la desamortización:
Con la inmensa facilidad que dará la libertad para la creación de Bancos, que generalicen y abaraten el crédito:
Con las obras de utilidad publica, que no [88] podrán menos de emprenderse por los pueblos, provincias y naciones:
Con la economía que en la producción y el consumo se podrá alcanzar por medio de la asociación, a la que las clases en que se divide la sociedad se lanzarán una vez ilustradas y libres; se puede asegurar que la sociedad no tendrá necesidad de cumplir este sagrado deber de proporcionar trabajo a sus hijos, sino parcial e indirectamente, en casos determinados, ya facilitando la traslación de los brazos sobrantes de un lugar a otro que hagan falta, ya ilustrando el interés individual sobre los precios y valores de productos y mano de obra, ya por otros medios análogos o semejantes.

La falta de un trabajo bien retribuido, de que generalmente son víctimas las clases productoras, no es natural; es la consecuencia de los vicios de la organización social de las monarquías, basadas en la conquista, en la opresión, en los monopolios, privilegios, estafas y abusos de mil géneros que constituyen su esencia y su forma.

La presión que el capital ejerce sobre el trabajo, no se origina exclusivamente en la escasez de dinero y en la abundancia de brazos; está además, y más principalmente, [89] en que los reyes, sus ejércitos, su magistratura y todo su horrible arsenal de opresión, colocándose siempre al lado del capital en sus luchas con el trabajo, han obligado y, lo que es peor, acostumbrado a doblegarse bajo su yugo.

La completa libertad política, la práctica de los derechos individuales, transformarán indudablemente las leyes y condiciones que hoy rigen las relaciones entre el trabajo y el capital, concluyendo por transformar sus luchas en acuerdo y armonía. Si a pesar de todo esto llegasen casos en que cierto número de ciudadanos carecían de trabajo, deber es de la sociedad proporcionárselo, bien por medio del crédito, bien adelantando primeras materias, o de otro modo cualquiera de los muchos de que puede disponer una sociedad bien organizada.

Aunque hay quien niega este derecho, no por eso es menos cierto que en todos tiempos existió de hecho, y aunque empíricamente se practicó en muchas ocasiones. [90]

IV. De la propiedad

La propiedad es la acumulación de los productos del trabajo: representa el sobrante que del producto de su trabajo lega cada generación a las venideras, y está llamada, en una sociedad bien organizada, a sostener las cargas públicas.

Una vez que esté completamente desembarazada de las trabas con que la sujetan la amortización y el sistema hipotecario, y de los odios que engendran los abusos a que hoy da lugar, la sociedad no necesita para asegurarla y garantizarla más que de una pequeña fuerza pública, policía o guardia, que vele por ella en plazas y caminos.

Cuando el trabajo bien retribuido conduzca a los ciudadanos al bienestar y a las comodidades, de que hoy gozan exclusivamente los propietarios y especuladores, perderá la propiedad mucha de su importancia, y disminuirán casi completamente los atentados de que es objeto. El ideal social respecto a la propiedad está en que todo ciudadano sea propietario: los progresos políticos y sociales [91] son proporcionados al aumento de propietarios, y cuantos más son estos, más efectivos son los progresos realizados.

La Democracia debe pues tender y tiende, sin lastimar ningún derecho creado y legitimo y por medios tan científicos como legales, a convertir este ideal en hecho, y la Democracia española, especialmente, tiene la ventaja de que la escasez de la población con respecto al territorio, le facilite el cumplir con esta parte de su programa.

V. Del impuesto

El impuesto es una prima de seguros, es la cesión de una pequeña parte de lo que poseemos; en cambio de la cual la sociedad nos asegura la pacífica posesión del resto, y la satisfacción de ciertas necesidades, que no puede el individuo satisfacer aisladamente.

Cuando el impuesto se paga y la propiedad no está asegurada, ni satisfechas las necesidades que lo motivaron, o cuando la prima que se satisface es mayor de lo que se necesita para ello, entonces la contribución deja de ser justa y se transforma en un [92] despojo, en una estafa, en un robo; pues es claro que la cantidad pagada por el seguro, desviada de su objeto, se malversa en otra cosa cualquiera.

Todos pagamos para sostener tribunales que nos aseguren la justicia, cuando sobre nosotros, o sobre nuestra hacienda, se comete un crimen, y la justicia ni lo castiga, si no pudo prevenirlo, ni nos asegura una reparación. En este caso, podemos decir, que nos ha sido robado cuanto pagamos para asegurarnos la Justicia.

El impuesto, pues, para ser justo, debe tener por objeto asegurar a cada ciudadano la satisfacción de aquella parte de sus derechos encomendada a la sociedad.

Debe ser proporcionado a la riqueza de cada uno;

Votado o sancionado por todos los ciudadanos, y las administraciones públicas deben dar a los pueblos las cuentas de su inversión.

El sistema democrático, ateniéndose a estos principios, establece una sola contribución directa sobre el capital. [93]

VI. Del sufragio universal y de la sanción de las leyes sancionadas por el pueblo

El sufragio universal es el derecho que asiste a cada miembro de la sociedad de nombrar directamente y por sí mismo sus representantes, para proponer y discutir las leyes que los ciudadanos deban obedecer.

La sanción de las leyes por los ciudadanos es el derecho de aprobar las leyes que hacen las corporaciones, a quienes el Pueblo dio con su sufragio este derecho.

Las soberanías Individual y Nacional serían una quimera, una palabra vacía de sentido, si los ciudadanos no sancionaran las leyes que deben obedecer.

¿Qué es en efecto un Soberano obligado a obedecer leyes que no sanciona? El verdadero Soberano, en tal caso, sería aquel a quien delegó la facultad de hacer y dictar las leyes. La Soberanía entonces no reside en el ciudadano, más que en el momento de depositar en la urna el nombre del que va a nombrar legislador, a quien por este mero hecho transmito su Soberanía. [94]

Se desea sustituir la Soberanía del Pueblo a la Soberanía real. Sepamos antes, cuáles son los atributos de la Soberanía.

El Soberano nombra sus ministros cuando lo cree conveniente, y nombra a quien mejor le parece, reservándose el derecho de despedirlos y tomar otros cuando quiera.

Los ministros presentan al Soberano proyectos de ley: este los examina y sanciona, si los cree útiles: luego los ministros los proclaman a nombre del Soberano y los hacen observar.

Ahora bien, si el Pueblo ha de ser verdaderamente Soberano y no de farsa y sólo en el nombre, como ha sucedido hasta ahora, es preciso que tenga y ejerza los atributos de la Soberanía:

1º Nombrar los legisladores, y los que en su nombre han de hacer observar las leyes.

2° Cambiar cuando le convenga de representantes y administradores.

3° Aprobar o sancionar los proyectos de ley y los acuerdos discutidos por sus representantes.

En otro tiempo hubiera parecido imposible la práctica de la Soberanía por el Pueblo, tal como la acabamos de exponer; pero hoy [95] es más fácil trasmitir a toda Europa los proyectos de ley emanados de una administración central, y que todos sus habitantes emitan sobre ellos sus sufragios, que lo era hace pocos años el trasmitir una orden cualquiera desde Madrid a las provincias.

Sin embargo, todavía encuentran los explotadores de los pueblos una gran dificultad en las distancias, y suponen, además, que los pueblos serían incapaces para juzgar de los acuerdos o leyes sometidas a su fallo.

Las dos objeciones caen por su propio peso.

Suponed establecida la República democrática en todas las naciones de Europa; que un Congreso europeo compuesto de representantes de todas ellas, se establece, por ejemplo, en París, y que discute y acuerda presentar a la sanción de todos los pueblos un proyecto de ley pidiendo el desarme general y simultáneo de todas las marinas de guerra nacionales y la creación de una pequeña marina europea, que tenga por objeto vigilar en todos los mares por la seguridad de las vidas y haciendas de los europeos, y a cuya creación concurrirá cada país con su contingente.

El Congreso remite copia del proyecto de [96] ley al gobierno de cada nación. Estos trasmiten copias a cada Administración Provincial. Estas imprimen copias para los vecinos de cada uno de sus pueblos, que remiten a los Ayuntamientos, los cuales reparten a domicilio una copia a cada vecino, y en el día que el mismo proyecto previene, los vecinos acuden a la parroquia o casa de Ayuntamiento y depositan en la urna su bola blanca o negra, o escriben su nombre en el gran libro, con un o no al margen, según antes se haya establecido por la ley.

La comisión nombrada al efecto hace el escrutinio, lo publica, trasmite copia a la Diputación Provincial: allí se hace el escrutinio de todos los pueblos de la provincia por las comisiones de los pueblos reunidos, se publica, y se remite a la capital. En esta se hace por las comisiones de todas las provincias el escrutinio de todas las de la nación, se publica y se manda a la Administración Central Europea, en cuyo seno las comisiones de todas las naciones de Europa hacen el escrutinio general, lo publican y lo entregan a dicha Administración Central Europea, quien se encarga de dar cumplimiento a la ley discutida por la Asamblea de Europa, y votada por todas las naciones. [97]

¿Cuánto tiempo pensáis que se necesitaría en el estado actual de las comunicaciones en Europa, para verificar estas operaciones, y para que su resultado fuera conocido después de haber votado 200 millones o más de ciudadanos? Pues no llega a CUARENTA DÍAS y antes de diez años no llegará a VEINTE. Aplicad este método a las administraciones nacional, provincial y municipal, y ya conocéis todo el mecanismo político de la República Democrática. Bastan dos horas en cada día festivo para que los ciudadanos sancionen lodos los acuerdos y leyes que les presenten las administraciones públicas.

Más seria parece la objeción del atraso de los pueblos, de su insuficiencia para juzgar de la oportunidad de las leyes cuya sanción se les pida. A esta objeción, responderé lo que ya dije en el folleto Espartero y la Revolución, hace algún tiempo.

Tal vez se diga que los electores no están todavía bastante ilustrados para juzgar la conducta de sus representantes, ni mucho menos para discernir las instituciones que les convienen. Pero esto es un sofisma. Si no son aptos para distinguir una ley o institución buena de otra mala, ¿no lo serán aún mucho menos para juzgar de las intenciones [98] y de la inteligencia e instrucción de aquellos a quienes ceden sus derechos de legisladores soberanos?

Negamos además esa supuesta ignorancia.

Hoy la cuestión no es sólo de ciencia e de ignorancia, sino de buena o mala fe.

Reunid a los vecinos del pueblo más atrasado, más ignorante de España, y decidles: «Sois libres y podéis resolver según os convenga todas las cuestiones políticas cuya solución os interesa.

¿Queréis pagar el 15 ó el 18 por ciento de contribución que hasta ahora habéis pagado, o reducirlo al 3 ó al 4 solamente?

¿Queréis que las quintas continúen arrancando de vuestro seno, todos los años, los más robustos y útiles de vuestros hijos, o que se queden entre vosotros, salvo correr todos a tomar las armas para defender la Patria y la Libertad si se vieran amenazadas por los déspotas?

¿Queréis nombrar vosotros mismos vuestro alcalde, o que le nombre el gobierno?

¿Queréis que vuestro ayuntamiento dé las cuentas de su administración al jefe político, o a los vecinos del pueblo reunidos en asamblea general?

¿Queréis que la práctica de los derechos [99] de reunión, de libre emisión del pensamiento, de asociación, &c., dependa del capucho de un mandarín o de vosotros mismos?

¿Queréis que los derechos de puertas y consumos, que pesan excesivamente sobre las clases trabajadoras, sigan aumentando vuestra miseria, o que sean reemplazadas por una contribución directa que reparta más equitativamente las cargas del Estado?

¿Queréis que la sal, el tabaco y demás efectos estancados sigan monopolizados por el gobierno, o que se permita a todo el mundo su fabricación y venta?

¿Queréis que la educación sea, como hasta ahora, monopolio del gobierno que la vende, y privilegio del rico que la puede comprar, o que se asegure a todos el derecho de enseñar, y que la educación nacional la dé el gobierno en vez de venderla?

¿Queréis que los excesivos sueldos de los funcionarios públicos sigan siendo un incentivo para esa funesta empleomanía, que aparta de la producción las mejores inteligencias, o que se reduzca el máximum de los sueldos a 40.000 rs. y se eleve el mínimum a 6.000?»

Estamos persuadidos de que los vecinos de la aldea más atrasada de España, más [100] dominada por las influencias reaccionarias y jesuíticas resolverán estas cuestiones de una manera enteramente de acuerdo con los principios de Libertad, de Progreso y de Justicia.

Reunid, por el contrario, una asamblea compuesta de generales, intendentes, grandes capitalistas, magistrados y aspirantes a serlo, y os respondemos de que el general encontrará famosos argumentos para probar la conveniencia de la conservación de las quintas y del ejército; el hacendista demostrará las ventajas de las rentas estancadas; el rico capitalista os hará ver que las contribuciones deben ser indirectas; todos harán pasar mejor sus sofismas cuanto mayor sea su instrucción, y las reformas no se llevarán a cabo jamás.

¿Por qué, pues, la ignorancia del aldeano resolverá más acertadamente las cuestiones políticas y económicas que la inteligencia de las altas capacidades?

Es muy sencillo: porque es falsa la ciencia que está en contradicción con el interés general, y porque más que la ciencia, el egoísmo es el que inspira a nuestros legisladores sus grandilocuentes discursos, sus planes y sistemas. [101]

Se dirá que no todas las cuestiones son tan sencillas; que el Pueblo no resolvería con tanta facilidad, por ejemplo, la cuestión dinástica o de forma política como la de papel sellado u otras puramente económicas.

A esto responderemos, que por cualquier parte que abramos el libro de la historia, encontraremos todas las cuestiones dinásticas o políticas resueltas por la fuerza y no por la ciencia; y no esperamos que la solución del problema político que agita a la Nación en estos momentos sea una excepción de esta regla.

Mas si la masa general de la población fuere llamada a resolverlo y se le presentara con claridad, es probable que la solución del problema político fuese la más adecuada a sus intereses.

Decidle: Si te gobiernas por ti misma no tendrás quintas; pagarás la tercera parte de las contribuciones que ahora pagas; las nueve décimas partes de los empleados que hoy mantienes irán a trabajar en las industrias privadas; nombrarás tus alcaldes y ayuntamientos, tus juntas provinciales y jefes políticos; la mayor parte de la pequeña contribución que pagues, la invertirás en escuelas, en caminos, canales, &c. [102]

Si traes a Monpensier o a cualquiera otro que suceda a Isabel, tendrás quintas, derechos de puertas y de consumos; pagarás tres mil quinientos millones de reales, o más cada año; porque cualquiera de estos señores necesita para ser tu rey la suma de cincuenta millones al año para los gastos de su casa, 300 ó más millones para mantener un ejército que te obligue a obedecer sus órdenes y a pagar las contribuciones por fuerza si no quieres voluntariamente; necesitan otros ciento para jefes políticos, corregidores, comisarios de policía, alguaciles, policía pública, secreta, y otras clases de avechuchos que vigilen tus pasos y espíen tus palabras. Como estos empleos son muy lucrativos, todos los ambiciosos se los disputarán, y abandonando las industrias útiles y productivas, emplearán su talento en intrigar para ocupar los altos puestos que conducen a los honores y a la fortuna. Pero nombrando tú mismo tus autoridades y corporaciones civiles, sus funciones serán honoríficas, los empleos gratuitos, como sucede en las Provincias Vascongadas.

No tendríamos, repetimos, inconveniente en llamar a todos los españoles a dar su voto sobre la cuestión de forma política así presentada, y abrigamos la confianza de que, [103] fuera de la minoría que vive a expensas del presupuesto, todos: carlistas, imperialistas, monárquicos, de todas las variedades, desde las más divinas hasta las más humanas, preferirían el gobierno del Pueblo por sí mismo, el gobierno democrático, a los gobiernos opresores, caros e inmorales, de sus ídolos antiguos y modernos.

Sin sufragio universal, sin sanción de las leyes por el Pueblo, no hay Soberanía Individual ni Nacional, ni derecho, ni legalidad, ni justicia: no hay más que fuerza, superchería, opresión, injusticia e ilegalidad.

¿Qué son los inconvenientes que este sistema pudiera tener, comparados con los males infinitos del sistema contrario, seguido hasta ahora?

Cada delegación de la Soberanía Nacional, hecha por el Pueblo, en un Congreso o Asamblea Constituyente, después de sus costosísimas revoluciones, ha producido una apostasía, una decepción.

¿Hubieran los Pueblos sancionado la Constitución de 1837 con que las Constituyentes del 36 reemplazaron la de 1812?

¿Hubieran sancionado los pueblos la que fabrican los Constituyentes en 1856 abortados por la revolución de julio? Es más; [104] ¿la hubieran hecho tal como es, si supieran que el Pueblo había de sancionarla? No: La Constitución del 37, ni la del 45, ni la del 56 no hubieran nacido, si el Pueblo hubiera sido el encargado de sancionarlas.

Pero admitamos que las hubiera sancionado, ¿habría hecho otra cosa que estar a la altura de sus representantes? ¿Acaso los pueblos más ignorantes, más atrasados, hubieran atacado más violentamente con sus acuerdos, los derechos individuales, la Libertad y sus sagrados fueros, que lo que lo han hecho y lo hacen esos grandes políticos, esos patricios eminentes, elevados por los medios que todos sabemos a regir los destinos de la patria? Es bien seguro que no. Y si así fuera, si los pueblos usaran mal de sus derechos, no podrían quejarse a nadie, y el resultado de sus propios actos, la experiencia, les enseñaría más en un año de lo que les han enseñado en medio siglo, los que en su nombre han ejercido y ejercen la Soberanía.

Tal vez se preguntará, si el Pueblo sancionara las leyes, ¿cuál sería la función del presidente en la República democrática?

En primer lugar, no es indispensable la existencia de un Presidente en el sistema republicano. Una junta compuesta de un [105] representante por cada provincia, o un Consejo Federal Nacional, son preferibles a un Presidente. La función del Presidente o del Consejo Federal Nacional, no es sancionar las leyes, es proclamarlas, ejecutarlas y velar por su ejecución.

VII. De la religión en la república democrática

Los explotadores de la superstición y del fanatismo de las masas, los falsos sacerdotes, que en nombre de Dios las estafan y contribuyen eficazmente a que no salgan de su embrutecimiento, acusan a las ideas republicanas de enemigas de la religión; pero las calumnian injustamente.

¿Cómo han de ser contrarios a la religión unos principios que tienen por base la más completa Libertad individual?

Si la Religión es una necesidad de nuestra alma; si los pueblos son naturalmente religiosos, ¿por qué teméis que cuando sean libres, cuando puedan manifestar y practicar todas las ideas y actos religiosos, peligre la Religión? [106]

En el sistema republicano, los hombres son libres; pueden asociarse, fabricar conventos, y vivir en una cristiana comunidad, y lo pueden hacer sin que el gobierno intervenga. Los que deseen dar al clero sus bienes y haciendas, pueden hacerlo también. La práctica de la religión es libre, completamente libre. ¿Por qué, pues, ese horror de cierta parte del clero hacia el sistema republicano? ¿Por qué? Bien fácil es comprenderlo. Porque con la Libertad republicana no podrían estar ocultos sus vicios.

Porque con la Libertad republicana no podrían engañar al Pueblo, dándole por religión lo que tan lejos está de serlo.

Porque entonces sólo a condición de ser modelos de virtud, y de cumplir y practicar las máximas del Evangelio, los creería y los mantendría el pueblo, y no les bastaría, como ahora, decir: «haced lo que yo digo, y no lo que yo hago.»

Comparad la conducta de la mayor parte de los sacerdotes, con las máximas sublimes del Decálogo, y ved cuántos encontráis dignos de llamarse representantes de Jesucristo, de aquel modelo de caridad, humildad, abnegación y mansedumbre.

Ellos cifran su lujo en hacer todo lo [107] contrario de lo que prescribe el Evangelio.
Ellos están más cerca de la venganza que del perdón, del trabuco que de la bendición, de la antesala del poderoso y de la alcoba del rico, que de la choza del pobre.
Ellos reciben en lugar de dar.
Ellos trafican con el cielo y el infierno.
Ellos venden el perdón de los pecados, como los malos mercaderes en las tiendas las telas averiadas.
Ellos a trueque de promesas que Dios, según afirman, ha de pagar en el cielo, se han apoderado de los bienes de la tierra, y amenazan, no sólo con el fuego del infierno, sino con el de sus trabucos, a los que quieren rescatarlos.
Ellos ayudan a sostener a los fariseos, a quienes Cristo condenó, a condición de participar de sus privilegios.
Ellos aconsejan en sus libros el asesinato de los reyes, cuando se niegan a partir con ellos el poder.

¿Quién conocerá un representante de la religión, un discípulo de Jesucristo, que es todo amor, en un energúmeno vestido de negro sayo, que con una cruz en una mano y un puñal en la otra predica el exterminio de sus hermanos, y los extermina él mismo, como [108] hace medio siglo lo estamos viendo todos los días en la católica España, con escándalo del mundo civilizado?

Cristo proclamó la Libertad, declarando iguales y hermanos a todos los hombres.

Ellos defienden el despotismo.

Cristo proclamó la fraternidad, y ellos queman vivo al que no piensa como les conviene.

Cristo proclamó la igualdad, y ellos se declaran sostenedores de las aristocracias y de las jerarquías, principiando por establecerlas entre sí mismos, y por vender en el templo el asiento preferido al más poderoso.

He aquí por lo que gran parte del clero condena la República. Porque la República es cristiana, según Jesucristo, y no según ellos. La condenan por la misma razón que hoy condenarían a Jesucristo, si volviera a redimirnos, porque ellos hacen todo lo contrario de lo que el Evangelio enseña.

En el sistema republicano, los católicos practican libremente su religión; nadie tiene derecho a estorbarlo ni a oponerse a sus prácticas y devociones.

En el sistema republicano, la religión no tiene más armas que las que le son propias: la persuasión y el ejemplo. La violencia desaparece. [109]

La religión, en lugar de perder, gana pues con la República; porque depurada por la publicidad y la libertad, de los vicios que hoy la corroen, dejará de ser una institución social, un oficio mundano, para volver a adquirir un carácter esencialmente espiritual.

En el sistema democrático, la administración pública no tiene nada que ver con la religión. Los fieles se entienden directamente con el clero, al cual pagan espontáneamente el culto.

Si la religión católica es la verdadera, ¿por qué temen sus defensores de por vida, que hombres que profesan otras religiones vengan a establecerse y a practicarlas en España? ¿No les será más fácil de ese modo convertirlos por la persuasión y el ejemplo, haciéndoles abandonar sus errores?

¿Qué le importa además al buen cristiano que su vecino sea protestante, con tal que sea buen ciudadano y hombre de bien?

¿Acaso los españoles de hoy son mejores católicos que sus abuelos, porque hoy, como en tiempo de aquéllos, no existan ya en España los protestantes, moriscos ni judíos, que expulsaron los estúpidos reyes de la raza austríaca?

Sea la que quiera la religión que los [110] hombres profesen, pueden estar plagados de vicios o adornados de todas las virtudes.

La diferencia de religión no debe ser entre los hombres un motivo de odio o menosprecio, sino de caridad y amor. Jesucristo ha dicho: «amemos más al más desgraciado.» ¿Y quién puede serlo más, a los ojos de un buen cristiano, que el que está sumido en los errores de una falsa religión?

Por otra parte, en el fondo son iguales todas las religiones, puesto que todas tienen por objeto la adoración del Ser Supremo; su diferencia esencial consiste sólo en la revelación, en la forma, en las prácticas exteriores.

La religión de Jesucristo manda al hombre amar a sus semejantes sin distinción de religiones.

La libertad de cultos, lejos de ser un mal, es pues un bien para los pueblos, porque tiende a que se destruyan los odios, creados por las falsas interpretaciones dadas a la religión por los malos sacerdotes.

Porque con ella se estrecharán los lazos de unión entre las diversas razas y naciones, en beneficio de todos, y sobre todo, es justa porque se funda en el respeto a la libertad y a los derechos individuales.


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© 2000 España
Fernando Garrido
La República democrática federal universal
Barcelona 1868, páginas 83-110