Revista de las Españas
Madrid, agosto de 1926
2ª época, número 2
páginas 87-94

Blas Cabrera
El problema del átomo

La generación a que pertenezco fue educada en un ambiente hostil hacia la teoría atómica, que, desde Leucipo y Demócrito, venía pugnando por adueñarse de la filosofía natural. Pudo creerse que el descubrimiento de la ley de las proporciones múltiples, en las combinaciones químicas, justificaba para siempre a los partidarios de la realidad del átomo. El análisis químico había conseguido reducir a un número relativamente pequeño de elementos la variedad casi infinita de especies químicas que integran la materia, a cuyo hecho se agregaba la hipótesis de que cada elemento se halla constituido por partículas idénticas entre sí, que poseen todas sus cualidades características, y entre ellas, como la más fundamental, el llamado peso atómico.

En efecto; las masas de un elemento que intervienen en sus diferentes combinaciones son entre sí como los números Ai, 2Ai, 3Ai,..., donde Ai puede tener cualquier valor para un elemento particular; pero al compararlos todos, entre sus respectivas constantes Ai existen relaciones invariables, de modo que al fijar una de ellas ocurre lo mismo con las restantes. Hoy se atribuye al oxigeno el número 16 y los demás tienen los valores que constan en la tabla de los pesos atómicos.

Es indudable que por la posición de esta ley no se atribuye a los átomos la categoría de realidades tangibles, pero si es cierto que no se ha encontrado para ella una explicación más clara que la fundada en el reconocimiento de su existencia. Aun conviene agregar que algunos fenómenos exigen una determinada estructuración del edificio molecular, fijando las posiciones relativas de sus átomos (Estereoquímica). Sin embargo, la convicción atomista no logró resistir el soplo de otras concepciones más modestas, en cuanto a su capacidad, para inquirir la constitución íntima de la materia, pero más seguras de sí mismas en lo que respecta a la posición de la verdad. Los mismos químicos llegaron a considerar el atomismo como un lenguaje cómodo para el enunciado de las leyes que rigen estos fenómenos.

Las ideas, que subyugaron hasta tal punto al pensamiento del último tercio del pasado siglo, respondían al afán de construir la ciencia según el modelo elegante y lógico de la Mecánica de Newton. Esta construcción se realiza en dos períodos: primero, es necesario resumir toda la realidad que la experiencia nos muestra en un pequeño número de leyes fundamentales que se convierten en postulados de la teoría desarrollada a partir de ellos, utilizando la lógica rígida de las matemáticas. De nuevo debe intervenir la experimentación para confirmar la realidad de los corolarios de la teoría, asegurándonos de la buena elección de los postulados y de que los razonamientos se hallan libres de error. También es necesario acudir a ella para fijar ciertos coeficientes específicos que en la teoría se introducen corno parámetros indeterminados.

Quizá no sea superfluo notar que este modo de concebir la ciencia responde a una necesidad espiritual de todo momento, fuertemente sentida siempre por algunos pensadores, pero que en ciertas épocas parece generalizarse, acaso porque en ellas se tiene la sensación de que dominamos la totalidad [88] del campo de los conocimientos a nuestro alcance y sólo es necesaria una mejor organización de su contenido.

Los dos productos principales de esta modalidad espiritual en la época señalada fueron la Termodinámica y el Electromagnetismo. La arquitectura de ambas teorías es de tal belleza, a más de haberse mostrado tan rica en corolarios, confirmados por la experimentación, que no extraña se las haya tenido como el modelo de la verdadera teoría física. Su característica es prescindir de hipótesis relativas al mecanismo íntimo de los fenómenos. Procediendo de acuerdo con él, se empieza por destacar en éstos las magnitudes físicas que intervienen, definiéndolas en forma que se especifiquen las operaciones precisas para su medida. Así se establece la correlación de cada una con un tipo de cantidades, haciendo posibles los razonamientos matemáticos.

Para concretar nuestras ideas, fijemos la atención en el Electromagnetismo tal y como fue constituido por Maxwell. Las magnitudes a que me refería son aquí las cargas eléctricas, los campos eléctrico y magnético y la densidad de corriente, a las cuales se agregan ciertos coeficientes específicos de la materia. De estas magnitudes, unas se comportan como las cantidades escalares y otras como las vectoriales, gracias a lo cual se puede establecer entre ellas un grupo de ecuaciones que resumen toda la experiencia adquirida en el estudio de estos fenómenos. De acuerdo con el método de Newton, tal grupo de ecuaciones traduce el conjunto de los postulados fundamentales de la teoría.

Es aquí interesante resaltar cómo la mayor complejidad de estos fenómenos, si se compara con los puramente mecánicos a que Newton hubo de atender, aseguraba al Electromagnetismo su condición de ciencia experimental, que no conservó siempre la Mecánica, al menos en el pensamiento de muchos de sus cultivadores, pues el proceso por el cual se llega al referido grupo de Maxwell no tiene la sencillez que parece atribuir a los postulados de Newton el carácter de puros axiomas.

Sea cual fuere la complicación del andamiaje experimental que se haya necesitado para formular los postulados, una vez conocidos se convierten en el punto de arranque de la teoría, que, por razonamientos deductivos, obtiene la descripción de los fenómenos directamente observables. Entre ellos, están los mismos que sirvieron para establecer los postulados, los cuales nada agregan al valor de la teoría; pero también se deducen otros varios que escapan a la observación inmediata y cuya investigación experimental constituye un criterio de exactitud para aquélla.

Evidentemente, entendida así la ciencia, su contacto con la realidad se reduce al conjunto de magnitudes físicas, definidas con los requisitos arriba apuntados, y de las leyes deducidas como corolarios. El mecanismo íntimo de los fenómenos es inaccesible al conocimiento.

Imaginemos un hilo conductor entre cuyas extremidades se mantiene una diferencia de potenciales constante. Para ello es necesario gastar una cierta cantidad de energía por unidad de tiempo equivalente al trabajo necesario para transportar una carga eléctrica desde la extremidad a potencial más bajo a la de potencial más elevado. Dicho trabajo aparece en el hilo en forma de calor desarrollado. La teoría obtiene una relación numérica entre las calorías correspondientes, la diferencia de potenciales, las dimensiones geométricas del hilo y un coeficiente específico del mismo, llamado resistividad. Esta relación (ley de Joule) es lo único que importa; el modo como el trabajo realizado por mantener la diferencia de potenciales se convierte en calor desprendido en el hilo debe quedar al margen de la ciencia. A pesar de estas ideas, el lenguaje empleado en su desarrollo sugiere una visión concreta de la intimidad de los fenómenos, porque razones de hábito y comodidad aconsejaron conservar el creado por las concepciones menos abstractas que sirvieron en el período constructivo de este capítulo de la ciencia. Hoy hemos de felicitarnos de ello, pues las hipótesis, que parecieron demasiado pretenciosas en la época a que me vengo refiriendo, se acercan mucho a la realidad.

También por comodidad continuó usándose en química la terminología, nacida bajo la influencia del atomismo, y, muy particularmente, el peso atómico, aunque entendido como simple coeficiente [89] específico de cada elemento, sin relación alguna con la existencia de un límite en su divisibilidad. En efecto; la ley de las proporciones múltiples, que hizo indispensable la noción del peso atómico, no exige la realidad de este límite, como ya he dicho más arriba. Los mismos fenómenos estereoquímicos, y cuantos otros argumentos experimentales se aducían en pro del atomismo, no daban ninguna indicación precisa acerca de los átomos como entidades independientes. Ni siquiera nos pusieron en camino de comprender las relaciones evidentes entre las propiedades de los elementos químicos, que permitieron a Mendelejeff establecer su clasificación natural.

* * *

La justificación plena del atomismo estaba reservada al siglo actual, y, ciertamente, no se alcanzó siguiendo las tendencias que privaban entre los físicos que educaron a mi generación. La investigación experimental, un poco libre de prejuicios, y hasta con cierto desprecio de las críticas dictadas por un rigorismo lógico un tanto exagerado, ha sido el método que ha resuelto este problema milenario.

Para que los átomos se ofrezcan al pensamiento científico como objetos concretos, es indispensable encontrar los medios adecuados para determinar sus características geométricas, mecánicas y físicas; esto es, su forma y dimensiones, sus masas y las cualidades que den razón de las diversas propiedades de los elementos integrados por ellas. Descartada la posibilidad de la observación directa, aun con los recursos de la técnica moderna, sólo cabe atacar estos problemas indirectamente por caminos diversos para compensar con la concordancia de los resultados la poca evidencia de la prueba que cada uno aporta.

Debe citarse, ante todo, la teoría cinética, que suministró los primeros datos imaginando los gases constituidos por un número muy grande de partículas idénticas (moléculas), perfectamente elásticas, moviéndose libremente, según las leyes de la Mecánica, en un volumen V, mucho mayor que la suma de los ocupados realmente por ellas. En tales condiciones, sus choques contra paredes que limitan el espacio V determinan una presión cuya dependencia de V de la masa total del gas y de la energía media del movimiento se expresa por leyes idénticas a las de un gas perfecto, supuesto que la temperatura absoluta de éste mida la indicada energía media de sus moléculas.

El razonamiento que conduce a tal resultado no toma en cuenta las características especiales de cada partícula, ni siquiera sus dimensiones absolutas. Es aplicable lo mismo a corpúsculos tan pequeños que escapen al microscopio más poderoso, que a moles como los astros. La única condición es que se abandone el conjunto a sí mismo el tiempo necesario para que se establezca en él un cierto estado permanente, tiempo cuya duración guarda proporción con el tamaño de las partículas: inapreciable para los corpúsculos, se eleva a billones de años para los astros.

Esta generalidad de las leyes fundamentales que rigen los movimientos de estos sistemas ha permitido su confirmación experimental en casos para los cuales son accesibles a la observación directa las circunstancias principales de dichos movimientos, como en el brosonniano de los coloides, y no sólo de un modo cualitativo, sino llegando hasta determinar (Perrin) el coeficiente que liga la temperatura con la energía media. En posición de esta constante universal, llamada de Doltzmann, es posible calcular el número de moléculas reales que integran una masa dada, y de aquí, por simple división, la propia de cada molécula. Las leyes de la química, recordadas arriba, conducen entonces inmediatamente a la expresión general

mi= Ai / 6,06 × 1025

para la masa de un átomo cuyo peso atómico es Ai.

La teoría cinética de los gases logra aun deducir otras características de las moléculas y los átomos, pero casi siempre se llega hasta ellas por una serie de razonamientos tan complejos, que el crédito concedido a tales resultados no ha solido ser grande. [90] Ello se justifica por la probabilidad grande de que se deslice un error, y hace deseables otros métodos que conduzcan a las mismas constantes más directamente.

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Evidentemente, la certidumbre atribuible a la realidad de los átomos sería máxima si al pesar cantidades arbitrarias de un elemento se hubiesen obtenido siempre múltiplos de una misma masa, cual necesariamente ocurre para todo conjunto numerable de objetos. Desgraciadamente, para intentar la prueba directa serían indispensables balanzas de sensibilidad fantásticamente superior a cuanto puede esperarse racionalmente de la técnica actual.

Pero lo que es utópico para la materia cae dentro de las posibilidades de los laboratorios en el caso de las cargas eléctricas, cuyo atomismo ha sido demostrado por este método. Ahora bien; Helmholtz observó que las leyes de la electrólisis establecen una dependencia tan íntima entre la estructura de la materia y la electricidad, que la existencia cierta de los átomos eléctricos impone los de la materia, y recíprocamente.

Veamos cómo se ha obtenido aquella certidumbre. El mérito de haber planteado el problema en forma que condujo rápidamente a la solución, corresponde a J. J. Thomson, quien comprendió todo el interés que tiene para tal finalidad disminuido al menor grado posible la complicación que la materia ordinaria introduce en los fenómenos eléctricos. Por ello emprendió el estudio detallado de la descarga en los gases, iniciando una larga serie de importantísimos descubrimientos, entre los cuales ocupa el primer rango el hecho de que las cargas que los gases contienen se hallan distribuidas sobre partículas aisladas, a las cuales llamó iones, la inmensa mayoría idénticas desde el punto de vista del valor absoluto de su carga. Los casos excepcionales corresponden a valores dobles, triples, &c., del que parece tipo normal, por otra parte idéntico para las electricidades positiva y negativa.

Estos hechos imponen ya el atomismo de las cargas; pero la prueba más rigorosa se debe a Millikan, que ha procedido midiendo por un método, que pudiéramos calificar de inmediato, las cargas de uno y otro signo de cuerpos microscópicos (generalmente, gotillas líquidas). Dicha carga es, en todos los casos, un múltiplo pequeño de una cierta cantidad de electricidad, que puede fijarse con una precisión no menor de una milésima: éste es el átomo eléctrico buscado. Aquí, como antes, su valor no depende del signo, circunstancia que obliga a no afirmar sino la existencia de un átomo, aunque, claro es, que nada se opone a que haya dos: uno de cada signo. En efecto; con sólo uno y la ley experimental de la conservación de la electricidad, se explica fácilmente que las cargas de ambos signos muestren el mismo divisor.

El segundo de los descubrimientos fundamentales de Thomson se refiere a la existencia de cargas negativas libres de todo soporte material, que él llamó corpúsculos y hoy se conocen universalmente con el nombre de electrones, cada uno eléctricamente igual al átomo a que acabo de referirme. Ello permite identificar ambas entidades en cuanto a las cargas negativas, y para completar el cuadro de las ideas actuales a este respecto, agregaré que tenemos el convencimiento de que existe también un átomo positivo equivalente, llamado protón, si bien carecemos de una prueba experimental que lo convierta en verdad adquirida definitivamente.

También encontró Thomson que el electrón tiene una masa propia, en el sentido de que la acción de una fuerza sobre él determina una aceleración bien definida, pero esta masa es mucho menor que la de cualquier átomo (1.840 veces menor que la del hidrógeno), y por esto no puede ser atribuida a un soporte independiente. Además, ya Thomson la atribuyó al campo electromagnético que envuelve a la carga, hipótesis hoy precisada y confirmada experimentalmente.

De paso es interesante señalar cómo la prueba del atomismo de la electricidad influye en la valoración de las magnitudes que intervienen en la teoría de estos fenómenos. Al iniciarse su estudio se consideraron las cargas como entidades reales que se adicionan o quitan a los cuerpos, produciendo en su entorno el campo de fuerzas que la experiencia [91] denuncia; pero más tarde, bajo el imperio de las ideas que dictaron la teoría de Maxwell, fueron relegadas a un papel secundario, como simple nombre atribuido a una función del campo, al cual se consideró la realidad física fundamental. A primera vista distinguir entre una y otra concepción parece sutileza que ha de rozar bien poco a la ciencia positiva; pero pronto se comprende que, afirmando el atomismo de las cargas damos un argumento decisivo en apoyo del primitivo modo de pensar, pues la función analítica del campo, que aparece ligada con ellas, es continua y falta toda razón para atribuir a priori un límite a su divisibilidad.

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Volvamos a los átomos de los elementos químicos, cuya existencia he dicho ya es corolario del atomismo de la electricidad. La razón estriba en que las leyes de la electrólisis, establecidas empíricamente por Faraday, prueban que el paso de una cantidad de electricidad igual a 6,06 × 1025 veces la carga del electrón deja en libertad un número de gramos de cada elemento químico exactamente igual a su peso atómico, dividido por la valencia con que interviene en la sal electrizada.

Si a este resultado se agregan otros igualmente empíricos, obtenidos en la serie de trabajos que inició Thomson, como la posibilidad de separar más o menos fácilmente electrones de todos los átomos, y el que en cambio de electricidad positiva figura simple unidad al residuo material de esta extracción; habida cuenta de estos hechos, repito, puede con fundamento hacerse un primer esbozo de descripción del átomo, considerándole como un sistema del cual son elementos constituyentes electrones y protones, en igual número. Los últimos están ligados al sistema con tal fuerza que es imposible separarlos de él; en cambio, de entre los primeros existe un número, siempre igual a la valencia del elemento, tan flojamente enlazados con el átomo que frecuentemente los pierde convirtiéndose en el catión respectivo. Debe agregarse que, en general, esto no ocurre sino cuando su número es inferior, o a lo más igual, a cuatro; desde cuatro hasta ocho, que parece el máximo de los electrones de valencia, la organización que ellos forman se halla dotada de una cierta avidez para adicionarse los que faltan hasta dicho límite, engendrando el anión correspondiente.

Un mayor detalle en el conocimiento de la estructura atómica exigía precisar la intervención de los protones y también averiguar a qué podemos atribuir su masa material. Ambas incógnitas fueron eliminadas por Rutherford al descubrir que, tanto la electricidad positiva como la masa se alojan en un núcleo pequeñísimo que, naturalmente, ocupa el centro del átomo. Todo el resto del espacio que éste parece llenar queda libre para que los electrones describan sus órbitas, de modo comparable a como los planetas gravitan alrededor del sol.

Para simplificar la exposición futura, diré desde ahora que la pequeñez del núcleo sugirió inmediatamente a Rutherford la explicación de la masa material. He dicho más arriba que la de un electrón puede interpretarse por el campo electromagnético que le envuelve. Ciertamente fue en gran parte su pequeñez lo que hizo aceptar sin dificultad esta interpretación; pero analizando la teoría, no se encuentra nada que obligue a limitarla a estos casos. Por el contrario, es en ella notorio que dicha constante crece en proporción a como disminuyen las dimensiones lineales del espacio ocupado por la carga. Bastará que el diámetro del protón sea 1.840 veces inferior al del electrón para que su masa electromagnética iguale a la del átomo de hidrógeno. Esta fue precisamente la hipótesis de Rutherford, hoy sin contradictores. Entonces, el átomo de hidrógeno se reduce a un protón, que es su núcleo, y un electrón que compensa su carga; y en cuanto a los otros átomos, basta suponer integrado el núcleo por tantos protones como sea necesario para alcanzar el valor de su masa. A ellos se agrega un cierto número de electrones, que parecen indispensables para dar estabilidad al sistema, pero que al mismo tiempo disminuyen su carga; de modo que en definitiva el núcleo queda definido por dos constantes: el peso atómico Ai, indicador del número de protones, y el llamado número atómico, Zi. que mide la carga residual. Puesto que el átomo es neutro, fuera del núcleo y dentro de su volumen, gravitarán otros Zi electrones. [92]

El instrumento que permitió a Rutherford bucear en el seno de los átomos hasta topar con el núcleo, lo suministró la radiactividad; uno de los fenómenos que más hondamente conmovieron a la ciencia del pasado siglo. Trátase de la emisión permanentemente por ciertos átomos de tres clases de rayos (a, b, g) con la consiguiente pérdida de energía, no compensada por ningún foco externo. Esta circunstancia pareció inicialmente contradecir al primer principio de la termodinámica; pero la experiencia probó pronto que esta energía procede de la transmutación de unos átomos en otros. Así, el cambio impuesto a la ciencia ya constituida, se limita a barrer de ella la inmutabilidad, atribuida a los elementos en vista del fracaso que acompañó siempre a los intentos de transformación, utilizando los recursos ordinarios de la química. Felizmente semejante hipótesis no afectaba profundamente a su construcción.

De aquellos rayos, los a marchan a través de la materia en dirección perfectamente rectilínea, cruzando millares de átomos, a pesar de tratarse de núcleos de helio, libres de los dos electrones que este átomo posee. Sólo de vez en cuando se denuncia un cambio de dirección, cual si la partícula chocase con un obstáculo resistente o penetrase en un campo suficiente para desviarla. Para explicar este fenómeno elaboró Rutherford el modelo de átomo ya descrito, logrando su finalidad cualitativa y cuantitativamente.

Lo interesante es que dicha teoría aplica la mecánica clásica y las leyes de Coulomb en forma análoga a como se estudia el movimiento de los astros partiendo de las leyes de Newton; con lo cual se prueba la validez de nuestra física en condiciones tan alejadas de las que han asistido a su elaboración, como aquellas que reinan en el seno del átomo. Conviene advertir a este propósito, que las partículas a penetran a veces tan profundamente en el átomo que su distancia al centro desciende por bajo de las diez milésimas del radio, y, no obstante, su trayectoria no sufre perturbación de la cual pueda deducirse un encuentro con el núcleo o una modificación apreciable de las leyes en que se apoya el cálculo.

Los datos empíricos que justifican este juicio no son ciertamente los detalles de la trayectoria en las proximidades del núcleo, como en la mecánica celeste las posiciones y velocidades de los astros. Rutherford ha debido conformarse con realizar la estadística de los ángulos entre las porciones inicial y final de la trayectoria, en las proximidades de una quebradura, las cuales son asíntotas de la rama de hipérbola descrita por la partícula; pero la frecuencia con que se produce cada uno de estos ángulos coincide tan exactamente con los valores previstos por la teoría, que la conclusión dictada por estos experimentos no ofrece ninguna duda. Además, de ellos se han podido deducir los valores correspondientes para los números atómicos, Zi, de los elementos que producen la desviación.

* * *

Después de los resultados precedentes, es obligado suponer que las mismas leyes que rigen el paso fugaz a la partícula a a través del átomo, se han de aplicar a los movimientos de sus electrones propios, convirtiendo así en imagen exacta el simple paralelo hecho más arriba entre un átomo y el sistema planetario. El problema se ofrece desde luego con mayor complejidad que para este último caso, puesto que la acción perturbadora de un electrón sobre otro es comparable a la atracción del núcleo, mientras las influencias mutuas en el movimiento de los planetas tienen importancia secundaria. Además, en todo caso, ésta y otras dificultades afectan exclusivamente a la parte analítica de la solución, no a la visión mecánica del problema. Por ejemplo, en el átomo de hidrógeno, donde un solo electrón gravita alrededor del núcleo, se puede calcular de modo preciso la elipse que aquél describe.

Sin embargo, la realidad dista mucho de esta sencillez. Los electrones son cargas eléctricas, y mientras describen sus órbitas, tienen una aceleración bien definida, en virtud de la cual debe producirse una emisión de energía, según exige la teoría electromagnética de la luz. Un cálculo sencillo enseña que, dado el tamaño del átomo, la radiación ha de corresponder a longitudes de onda pertenecientes a la luz ordinaria y los rayos X, circunstancia que nos [93] provee de un medio para contrastar los resultados del cálculo, pues es bien conocido que esta emisión engendra en cada elemento un espectro de líneas que le caracteriza unívocamente.

Por otra parte, la radiación supone una pérdida en la energía del sistema, y con ella la caída rápida del electrón sobre el núcleo; tan rápida, que la vida del átomo resultaría demasiado efímera para que su existencia fuese tomada en consideración; aparte de que las bien delimitadas rayas espectrales son incompatibles con ella. El único movimiento amortiguado que no excluye una longitud de onda fija es la vibración alrededor de un punto, cual ocurre con los cuerpos sonoros.

Para ser un poco más completo, añadiré que, teóricamente, si t es el tiempo invertido en una revolución sobre una cierta órbita, la radiación debe componerse de ondas superpuestas con períodos t, t/2, t/3, ... cuyas intensidades dependen de la naturaleza de la órbita. Y aunque la experiencia prueba que existen en los espectros series de líneas, sus relaciones mutuas no se ajustan a la ley precedente.

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Estos hechos evidencian el fracaso de la teoría electromagnética de la ley, o mejor, de la física completa aplicada a los fenómenos que ocurren en el seno del átomo, en evidente contraste con su perfecta adecuación para aquéllos que llenan espacios finitos, trátese de la emisión o absorción de ondas por artificios todos cuyos elementos se hallan a nuestro alcance, o de los muchos fenómenos producidos en la propagación de aquéllas (interferencias, difracción, dispersión, polarización, &c.).

Es interesante comparar este fracaso con el sobrevenido al interpretar los fenómenos que transcurren en cuerpos dotados de movimiento con relación al observador. En ambos casos quebró la teoría, no por insuficiencia, sino por manifiesta contradicción de sus corolarios con los hechos observados, de donde se deriva la necesidad de una rectificación en sus fundamentos, pues es notorio que aquélla no puede existir en la realidad, ni podemos admitirla en razonamientos trabados por una lógica impecable.

Para el caso que acabo de recordar, Einstein encontró la falta con intuición genial en la propia noción de tiempo, transportada sin reservas por la Mecánica de Galileo y Newton desde nuestra conciencia al mundo exterior, y al reconstruir la ciencia relativista conservó los postulados del Electromagnetismo. En cambio, la falta denunciada por los fenómenos intratómicos parece afectar más directamente a este último capítulo, sin que en este punto podamos ser demasiados explícitos, puesto que el problema planteado espera aún la solución completa.

Bohr ha dado el primer paso hacia ella formulando dos postulados provisionales, que tienen, al menos, la virtud de presentar limpios de todo hecho accesorio los que hoy parecen nudos de la cuestión.

El primero afirma que el átomo es un sistema dinámico de electrón, capaz de adoptar un cierto número de configuraciones estacionarias, caracterizadas por valores constantes de su energía. Analíticamente, este postulado significa la imposición de determinadas condiciones a las leyes del movimiento, que recuerdan aquella otra que el atomismo de las cargas supone para el campo eléctrico. Aquí como allí es necesario aceptar la discontinuidad de una cierta magnitud, que ahora es la acción, a cuyo átomo se denomina cuanto, como antes lo fue la carga; pero si entonces teníamos de ésta una noción intuitiva perfectamente clara, la acción es un concepto dinámico que no sabemos a qué cosa pueda corresponder, sin que ello quiera decir que su cuantificación repugne a la inteligencia ni contradiga a la ciencia.

El segundo postulado dice que el tránsito del sistema de una a otra de sus configuraciones supone la pérdida o adquisición de una cantidad de energía, emitida, o absorbida, respectivamente, en forma de ondas electromagnéticas cuya presencia se defina por la relación

V = Wi - Wf / h

donde h designa el cuanto, y Wi, Wf son las energías de las configuraciones inicial y final. Es aquí donde la contradicción es inevitable: se rechaza la conección íntima de los movimientos acelerados de [94] las cargas con las ondas electromagnéticas, que es un corolario esencial de la física clásica, sustituyéndola con una relación numérica de la frecuencia con las energías inicial y final, que nada nos cuenta del mecanismo del fenómeno, si bien es cierto que no se opone ningún obstáculo a la existencia de un enlace desconocido entre los estados extremos y los detalles del tránsito.

Partiendo de estos dos postulados, y mediante el auxilio de un llamado principio de correspondencia, porque asegura la validez de la ciencia clásica para todos los fenómenos en que hallaba confirmación, se ha logrado sintetizar un numeroso conjunto de hechos que escapan a aquélla. A esta nueva organización se la llama ciencia cuantista, cuyas testimoniales son: la interpretación del espectro de todos los elementos, lo mismo el luminoso que el de rayos X; la explicación de los procesos que determinan la emisión, o de los que siguen a la absorción de las diferentes frecuencias características del elemento, y también haber obtenido importantes detalles del sistema electrónico que integra a cada átomo, que si no equivalen a una descripción completa, son los primeros apuntes para llegar a ella.

* * *

Toda esta justificación empírica no hace sino intensificar la necesidad de una construcción racional de la ciencia cuantista. No es ello una exigencia arbitraria, sino una condición indispensable para que el nombre de ciencia le sea aplicable con pleno derecho. Planteado el problema en estos términos por la teoría del conocimiento, la crítica debe alcanzar hasta los propios postulados que, sin duda, carecen de los caracteres que adornan a los que sirven de fundamento a los diferentes capítulos de la física clásica. Sin ir más lejos, observemos que en el primero, y acaso el más fundamental para la teoría, no intervienen magnitudes accesibles a la observación, sino que todas se refieren a procesos dinámicos que nos escapan completamente.

Mirando a esta circunstancia, Heigenberg y Born realizan el primer intento de reorganización de la Mecánica cuantista de modo que en ella sólo intervengan magnitudes observables, que para el caso actual han de referirse las más de las veces a las ondas emitidas o absorbidas por el átomo. Pero entonces a cada configuración corresponde un número infinito de estas ondas, dificultando todo razonamiento por los métodos clásicos. Para Born, esto significa que las magnitudes adecuadas para representar al átomo no pueden ser las cantidades aritméticas o geométricas usadas hasta ahora en Física, sino otras más complejas (matrices) que engloban en una unidad un número infinito de las primeras relacionadas entre sí parejamente a como lo están las ondas que corresponden a un estado del átomo. Ello obliga a crear un nuevo algoritmo para operar sobre las matrices, entre cuyas leyes formales se introduce una llamada de conmutación, gracias a la cual el segundo postulado de Born tiene asegurada su intervención en la teoría. Es muy pronto para pronunciarse sobre el porvenir de este intento; pero hasta el presente es innegable el éxito que le acompaña.

Diré más. La reserva anterior no anidaría en mi ánimo sin los trabajos de Schrödinger para lograr la misma finalidad por derroteros que habla sugerido L. de Broghe. En vez de un nuevo análisis esencialmente discontinuo, aplica el clásico, sustituyendo los dos postulados de Born por un principio que debe reflejar alguna particularidad de los procesos que ocurren en la intimidad del átomo, hoy fuera de nuestro alcance. El cuerpo de doctrina en cuestión se llama Mecánica ondulatoria, por su estrecha analogía por la teoría clásica de las ondas en los medios continuos.

Una circunstancia merece fijar nuestra atención como término de este artículo. A pesar de la oposición esencial entre los puntos de vista iniciales de ambas concepciones, parece que su diferencia es sólo formal. Ello indica que el problema del átomo espera una solución de la cual los dos intentos reseñados pueden representar aspectos diferentes.

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