Cuadernos de Ruedo ibérico
París, junio-julio 1965
número 1
páginas 75-79

Crónica

Ángel Olmo [José Luis Leal]
Trabajadores españoles en el extranjero

Una vez los cantos y las algaradas terminados, los españoles nos convertimos en seres mustios y solemnes. Nadie más serio que nosotros en el tren. Los franceses viajan de forma natural, ¡no faltaba más!; están en su país. Los españoles nos aventuramos en tierra extraña. Los altavoces suenan opacos al atardecer en las estaciones, los cambios de agujas conducen el tren matemáticamente hacia París. Los españoles, a la caída de la tarde, no tenemos ya ganas de hablar: son varios días de viaje. Miramos fijamente el tabique que hay delante o cambiamos de postura en el pasillo. De diez veces que tomamos el tren, nueve va lleno hasta los bordes.

Cuando llegamos ya es tarde. Las habitaciones están alquiladas, los buenos trabajos ocupados. Y la gente nos habla de otros tiempos –confidencialmente– en los que la vida era mucho más fácil; aquellos tiempos (dudan al decirlo) en que nosotros aún no habíamos llegado. Porque venimos a negarles. A amasarles el pan y recogerles la uva. Han tomado gusto al pan que cocemos y nuestra presencia parece recordarles el tiempo en que ellos amasaban.

Tras las manos vienen los brazos, el pecho, la cabeza, el cuerpo entero. Les miramos con los ojos muy abiertos mientras nos lanzan discursos en idiomas que no comprendemos. El intérprete dice que hablan de solidaridad y buenas costumbres. Estamos cansados. El intérprete habla de deberes y derechos. Antes de enviar a cada uno por su lado viene un cura y nos habla también.

Todos nos hablan en este primer día.

Parecen tener prisa por que el pan se amase y cueza.

El día cae –antes que en España– y somos los mismos de siempre.

Dicen que cualquier hombre añora su país cuando está lejos. Para la gran mayoría de los españoles que trabajamos fuera de España es una gran verdad que se manifiesta de mil formas. En el extranjero cualquiera es compatriota de cualquiera. El gallego canta las excelencias de Andalucía y viceversa. Aquello, todo aquello, es España, la gente ríe, habla tu idioma, te comprende. Aquí, en el Norte, la gente es de otra manera. Mucho más cerrada. Van a lo suyo y listo.

Durante el año, en las fábricas, en los bares, en las calles, los españoles hablamos [76] de nuestra tierra, nos acordamos de las piedras de nuestra calle, del tranvía, de la mies en las eras. Al principio con un cierto desencanto. «Allí no hay quien viva». Según va pasado el año nos acordamos más y más. «¿Qué estarán haciendo ahora los chavales?» Vamos a la cafetería –en estos países no hay tascas– y pedimos cerveza porque el vino es caro. Y bebemos una caña y luego otra, otra. Damos a veces un puñetazo en la mesa. Nos rodean gentes bien vestidas que ahora –ya se han acostumbrado– no vuelven la cabeza hacia nosotros. Viene la camarera. Alguien le dice siempre alguna cosa pensando que no entiende. Si se sonroja es que también es española. Nos disculpamos, se queda un momento de pie junto a la mesa oyendo la conversación. Hablamos de lo de siempre, de nuestra tierra. ¡Lástima que no podamos vivir allá!

Salimos a la calle. Mira, vamos algo mareados. Pues bueno, vamos al baile. A ver qué se saca en limpio. Es sábado por la tarde y los bailes están llenos. Por cada mujer hay quince, veinte hombres; siempre hay algún escándalo. Se hace más tarde aún. Volvemos a la barraca en un taxi que pagamos a medias. La última vez, ¿sabes? El Pedro se va a comprar un coche porque a él, que nació con el pie derecho, le pagan primas. ¡Pues mejor para él! Si ganáramos en España lo que aquí a buenas horas íbamos a salir.

Pasa más tiempo aún y ya no nos acordamos de que «allí no hay quien viva» Todo es bueno allá. ¿Cerveza?, dirás lo que quieras, pero a mí me gusta más aquélla. ¿Vino?, ni compararlo siquiera. ¿Que ganas menos? Pues sí, bueno, de acuerdo, ¿y qué? Estoy en mi tierra (aquí se da otra vez un golpe sobre la mesa y se dice un taco) y eso es lo que cuenta.

Volvemos de vacaciones a España, en coche, claro. Lo compramos de segunda, tercera o cuarta mano y lo venderemos otra vez al volver por la mitad de lo que nos costó; pero vamos en coche, para que se vayan enterando. También compramos un sombrero y le ponemos una pluma pequeñita. Lo dejamos en la parte de atrás del coche, ¡je, je! para que se vayan enterando de quién soy yo.

Volvemos otra vez de España, hartos, porque no encontramos ningún trabajo. La cerveza de allí es una porquería que no hay quien la trague. Pero lo del trabajo... ¡mira que tener que salir otra vez! Y empieza el ciclo. Primero renegamos de todo, luego vamos a los bares y damos un puñetazo en la mesa porque la familia y los amigos tiran y después de todo ¿de qué te sirve ganar tres veces más si vives amargado? Más adelante volvemos a decir, como la copla, «España no hay más que una». Y todo recomienza.

Visitamos las barracas.

Primera Barraca

Está, como casi todas, en las afueras de la ciudad. Se trata de varios cuerpos de edificio de una sola planta de madera, recién acabadas. No hay comunicación entre ellas. En un extremo hay una cocina común, vieja y destartalada, que pertenecía a las viejas barracas que se deshicieron. En las ventanas faltan la mitad de los cristales y delante de cada banco de madera sucio y alargado no siempre hay una mesa, igualmente de madera sucia y gastada. En esta cocina [77] ocurre lo siguiente: cada uno puede hacerse la comida si quiere, pero como da la casualidad que las doscientas personas que viven en las barracas acaban de trabajar a la misma hora y tienen hambre también a la misma hora, hay que esperar una larga cola hasta que llega el turno. Algunos prefieren cocinar a cielo raso, haciendo un fuego entre dos piedras. Se pasa frío pero se acaba antes. Si llueve no hay otra solución que esperar.

Por dentro la barraca se compone de un pasillo largo al que dan las habitaciones, que son de cuatro camas cada una. En el centro hay una mesa con cuatro taburetes y al lado de cada cama un armario de dimensiones reducidas. Terminantemente prohibido cocinar. La calefacción consiste en unos tubos que atraviesan la habitación a la altura del techo. Los tocamos: están templados. El precio de alquiler de cada cama es de 75 francos por mes.

En el extremo de una de las barracas están los lavabos y los servicios. Preguntamos si hay instalación de agua caliente y nos dicen que sí. Preguntamos si funciona y nos dicen que no.

En una habitación, pequeña, han instalado una cooperativa. En ella se venden conservas, tabaco y bebidas no alcohólicas al mismo precio que en las tiendas. Preguntamos cómo funciona desde el punto de vista administrativo. Nos contestan que no tienen ningún beneficio. Algunos voluntarios se encargan de ir a la ciudad, comprar las cosas y traerlas. No tienen ayuda de ningún género y las rebajas que les hacen en las tiendas son las normales de un cliente asiduo. El responsable de esta cooperativa es un hombre maduro que habla despacio y utiliza con precisión las palabras. Le preguntamos que por qué se dedica a la cooperativa si en definitiva ello le representa un trabajo accesorio y no le produce ningún beneficio material. «A pesar de todo hay que hacer algo», nos contesta.

La gente que vive en esta barraca son peones de la construcción, la mayoría entre 25 y 35 años. Es un día entre semana y, por lo que sea, no tienen demasiadas ganas de hablar. Al asomarnos a las habitaciones, la mayoría, tumbados en las camas, ni siquiera vuelven la cabeza. Un hombre viejo, italiano, nos lleva a su habitación en el extremo del pasillo, más pequeña que las demás pero individual. Nos quiere contar su vida entera, desde la infancia. Saca una botella de un vino muy blanco, muy dulce, que guarda como oro en paño. Es vino de su tierra: Sicilia.

Segunda Barraca

Es un grupo de barracas mucho más viejas que las otras, contruídas de piedra y madera. A un lado están los dormitorios colectivos en los que hay seis y siete camas, con un armario común. En un extremo de la habitación hay un grifo del que sólo sale agua fría. Debajo de cada cama hay una maleta, y en el centro, muy alta, una bombilla. Enfrente están las habitaciones individuales. En cada una vive una familia, muchas de ellas –nos dicen– ilegalmente, pues es muy difícil obtener un permiso para que la mujer y los hijos puedan entrar en el país. Los obreros que habitan estas barracas son especialistas y trabajan en la misma fábrica. La impresión que producen es de vivir en peores condiciones que los de las barracas nuevas de madera. [78]

En el patio, es decir, entre las dos filas de barracas, hay bastantes coches estacionados. Preguntamos si pertenecen a la gente que vive en las barracas y nos dicen que sí. Miramos los coches más despacio: indudablemente son de segunda mano, pero nos sorprende el tipo medio de automóvil. No se trata del famoso «Citroën 2 caballos», sino de automóviles mucho más caros. Incluso hay un Alfa Romeo descapotable y un Mercedes.

La alegría se pierde al llegar a las grandes ciudades. Cuando el tren entra en la última estación del trayecto todo el mundo arma ruido menos los españoles. Miden el terreno tomándole el pulso a éste o aquél nuevo país.

En cada grupo hay siempre una maleta de madera y cien paquetes envueltos en papel de periódico. El último suspiro del periódico de provincias. ¿Quién diría que El Faro de Vigo o El Ideal de Granada iban a acabar sus días en la estación de Austerlitz en París o en las de Colonia o Ginebra?

La llegada es siempre la misma. Unos se quedan parados largo rato, sin saber qué hacer. Van a la primera manifestación visible de la autoridad y preguntan en castellano, despacio (es su forma de hablar idiomas extranjeros), dónde se cambia dinero. Van luego a las oficinas de cambio, dan sus billetes españoles, les dan monedas que no comprenden y parecen siempre esperar que aún les sigan dando. El empleado de la Oficina de Cambio hace pasar al siguiente y el español se aleja despacio, paso a paso, contando lo que le han dado, acostumbrándose a la nueva forma de su sudor.

A otras ciudades no se llega así: en Ginebra hay que pasar la Aduana. Antes, un policía suizo alto y fuerte (¡Qué policías más grandes tienen en Europa!) gritaba a los españoles que esperaran. Y pasaba todo el mundo salvo los españoles. Nosotros los últimos, como está mandado por las reglas del Mercado Común. Y cada uno a demostrar que tiene contrato de trabajo o que es turista de verdad. La policía suiza sabe que los pobres no hacen turismo.

Ahora ha cambiado el sistema. Sin que nadie grite nada, los que no son españoles pasan por detrás de la barrera, por donde en teoría se ponen los guardias. Los españoles pasan por delante. El que no tiene contrato de trabajo y tiene cara de pobre sabe que no podrá entrar en Ginebra. En el tren siguiente lo devuelven a España.

Está prohibido pasar embutidos. Los aduaneros miran las maletas y los paquetes. Algunos se espabilan y ponen en práctica un truco que suele dar buenos resultados: desde que salen de España, todos los papeles llenos de grasa de los embutidos que comen, en vez de tirarlos, los meten de nuevo en la cesta de la merienda. Cuando el aduanero mete la mano en la cesta para ver si hay algo en el fondo, nunca llega al final. Saca la mano llena de grasa y masculla frases tenebrosas en su lengua. Y el español pasa la aduana con varios kilos de embutidos.

En Colonia es peor. Llega los españoles de los viajes que organiza el Sindicato en trenes especiales. Cada uno lleva colgado del cuello un cartón con su nombre para identificarlo fácilmente. Nuestro comercio de exportación de brazos se desarrolla satisfactoriamente. [79]

— ¿De dónde vienes?
— De Cuenca
— ¿Tienes familia?
— Mujer y dos hijos
— ¿Traes contrato de trabajo?
— No
— ¿Sabes leer y escribir?
— No
— ¿En qué trabajabas en España?
— En el campo.

Donde dice Cuenca puede ponerse sucesivamente: Cáceres, Lugo, Villabuena del Puente (Zamora), Berlanga de Duero (Soria), &c... y el resultado será siempre el mismo. La misma cara, la misma expresión de cansancio, la misma desorientación.

— ¡Si es que a esta gente no hay quién la entienda!

Otro dijo una vez:

— Con lo bonito y lo claro que es el español, ¿por qué tendrán que empeñarse en hablar esos idiomas que nadie comprende?

Si se les dijera que forman parte del «Ejército Industrial de Reserva» nos mirarían con ojos asombrados y dirían:

— ¡Ahí va! ¿Y qué ejército es ese?

Ángel Olmo


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