Cuadernos de Ruedo ibérico
París, junio-julio 1965
número 1
páginas 101-105

Pintura

Joan Roig [Francesc Vicens]
Realismo y formalismo

Cinco pintores españoles exponen en París. Durante el mes de mayo han coincidido en París tres exposiciones de artistas españoles sobre tema español. {(1) «Espagne», pinturas de Hernández, Millares, Ortega y Saura, en la Galerie Peintres du Monde, 43 rue Vivienne. «25 ans de Paix», pinturas de Eduardo Arroyo en la Galerie André Schoeller Jr. 31 rue de Miromesnil. «Saura, Œuvres graphiques» en la Galerie Stadler, 51, rue de Seine.}. La colectiva de la Galerie Peintres du Monde y la individual de Arroyo representan bajo títulos suficientemente explícitos. En cuanto a la exposición individual de Saura, basta la visita para ver enseguida que pese a su título exclusivamente técnico («Œuvres graphiques»), las obras que la componen están en su mayoría enfocadas sobre mismo objetivo.

Creemos que la comparación de las tres exposiciones entre sí ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el problema del contenido en arte y sobre esa «constante» que se dice característica del arte español: el realismo. [102]

Para centrar el problema puede servir el texto que J. M. Moreno Galván ha escrito como presentación de la exposición colectiva «Espagne». Dice Moreno Galván: «La «barbarie» de nuestro arte procede de la barbarie de nuestra vida , mantenida, sin posibilidad de compromiso, entre los dueños y los servidores: la violencia es la violencia de la vida entre la justicia y la injusticia; los contrastes máximos han sido establecidos –y obstinadamente mantenidos– en la vida de los hombres que, sintiéndose libres, han sido sometidos, sin embargo, de forma permanente a las tiranías: es el contraste sin término medio, sin vida intermedia, sin clase media, entre la grandeza arrogante de los grandes y la terrible miseria de los pequeños. Permítaseme pensar que, paralelamente a las situaciones sociales que «no pasan de los libros a la vida sino de la vida a los libros» la realidad de un arte realista «no pasa del arte a la vida sino de la vida al arte». Moreno Galván explica que en España, durante el primer periodo de los «veinticinco años de paz», surgió un arte sin fuerza, «irreal pese a si decidido carácter figurativo» interiormente decrépito. Era el arte «imperial» de los «ángeles con espadas» y del Valle de los Caídos. «La morbidez de ese arte no se derivaba –como antes de la guerra civil– del hecho de haberse dejado adormecer en el academicismo de las soluciones, sino más bien del hecho de haber suprimido fraudulentamente los problemas»: Ese arte –dice Moreno Galván– «no era ni sintético ni contradictorio: era andrógino». Y añade que, hacía 1956, lo que desde el extranjero se llamó el «despertar del arte español» fue posible porque coincidió con «el verdadero despertar del pueblo de España». Moreno Galván termina su texto de presentación refiriéndose al movimiento actual «por el cual la actividad creadora asume de nuevo la tradición realista y expresiva de la pintura de España, y aclara: «escribo la palabra realista sabiendo las relaciones que comporta en un mundo conceptual fundamentalmente formado de convenciones. No voy a justificarme largamente: ya sabemos que la representación no es la realidad; un arte es realista cuando su testimonio tiene raíces en la vida».

Efectivamente, el término realismo, a causa de la forma como ha sido manejado, se encuentra en tal situación de confusionismo que hoy es difícilmente utilizable. Probablemente, los máximos responsables de la confusión que lo ha sumergido son los «teorizadores» del arte pretendidamente marxistas. El resultado es que hoy, después de más de un siglo de desarrollo del pensamiento marxista, no existen apenas las bases de una estética marxista. El término de «realismo socialista» ha caído en tal desprestigio que los marxistas serios han dejado de usarlo, en especial a partir de 1956, es decir, a partir del momento en que se ha iniciado la lucha contra el dogmatismo. Los trabajos más interesantes que el pensamiento marxista ha producido en el último decenio (Antonio Banfi, Roccó Mussolino, Roger Garaudy, Ernst Fischer, &c.) se orientan a explorar los verdaderos problemas que habían sido ocultados y mixtificados durante la etapa estalinista de dogmatización del marxismo: forma y contenido, arte y superestructura, arte y cultura. Garaudy, al enfrentarse –aunque tímidamente– con el desprestigio en que ha caído el «realismo socialista» postula un «réalisme sans rivages».

La formulación que nos ofrece Moreno Galván tiene la ventaja de ser una formulación abierta: «un arte es realista cuando su testimonio tiene sus raíces en la vida». En este sentido, todo arte verdadero (y no la simple decoración) es realista. Esta formulación aparece mucho más clara todavía cuando se aplica a ejemplos concretos, como es el caso de la exposición que Moreno Galván presenta. Se trata de cuatro pintores, uno de los cuales, Ortega, podría ser calificado de «figurativo», y los otros tres, Hernández, Millares y Saura, de «no figurativos». Es evidente que las expresiones «figurativo» y «no figurativo» carecen de todo rigor científico, pero, a falta de otras mejores, nos vemos obligados a seguirlas usando todavía para intentar una clasificación provisionalmente útil.

Así pues, realismo es una categoría estética que no tiene nada que ver con la de pintura «figurativa». Está situada a otro nivel.

Para el espectador atento, las obras de la exposición de referencia permiten otra observación interesante: la que se deriva de la adherencia relativa de forma y contenido en la obra de cada uno de los pintores representados. Hoy –afortunadamente– ya es un lugar común decir que forma y contenido en arte son conceptos que sólo pueden ser separados con fines gnoseológicos. En la realidad de la obra de arte, forma y contenido son categorías que aparecen fundidas e inseparables, puesto que el contenido de la obra de arte sólo es aprehensible a través de la forma. Los artistas saben bien que cualquier variación formal, por mínima que sea, cambia el contenido expresivo, y que –en el proceso de creación– les es imposible disociar contenido y forma. Precisamente la separación metafísica de contenido y forma en la obra de arte ha sido una de las [103] alteraciones más características del dogmatismo en la estética marxista.

Siendo esto así, ¿qué sentido tiene hablar de la adherencia relativa de forma y contenido en la obra de un artista? Al emplear esta expresión nos referimos a un fenómeno bien conocido por la crítica de arte: el academismo, es decir, la reducción a fórmulas, más o menos convencionales, de las posibilidades expresivas de un estilo. Se trata, como es bien sabido, de un fenómeno al que ya se ha acostumbrado todo espectador de la vertiginosa evolución de los estilos en la pintura contemporánea. Todo camino nuevo en la exploración del mundo sensible es abierto por artistas verdaderamente creadores, pero inmediatamente irrumpen tras ellos los seguidores, incapaces de una creación personal, que se dedican a especular con los nuevos hallazgos y academizan rápidamente el nuevo camino abierto por los creadores. El academismo es la utilización de los aspectos puramente formales de un estilo, que así deja de ser un camino capaz de penetrar en nuevas zonas de la realidad, y se convierte en un conjunto de fórmulas convencionales cada vez más incapaces de expresar un contenido. La relación dialéctica entre forma y contenido, característica de toda auténtica obra de arte, queda cortada y deriva hacia la aplicación de fórmulas y de «maneras», hacia los innumerables manierismos, hacia un formalismo incapaz de explorar la inagotable riqueza de la realidad. Creemos que los términos que se oponen entre sí no son realismo y «abstracción» (o «no-figuración»), sino realismo y formalismo {(2) Queremos aclarar que todo arte realista, por el hecho de serlo, es abstracto. Es decir: abstrae ciertos aspectos del inagotable mundo real y, como es lógico, prescinde de otros. Esto es lo que demuestra toda la historia del arte, empezando por el bisonte de Altamira. Lo que varía en todo arte realista es el grado de abstracción, pero esto es ya otro problema.}

La exposición «Espagne» es muy interesante porque permite ver cómo desde el terreno de la «no-figuración» se producen obras de arte realistas, y como desde el terreno de la «figuración» se puede llegar al formalismo, a la pérdida de contacto con la realidad. En esta exposición, Millares y Saura (pintores «no-figurativos") encarnan el realismo de hoy, en cambio Ortega ("figurativo") y Hernández ("no-figurativo") tienden hacia el formalismo.

Esta constatación aparece de forma mucho más clara si relacionamos entre sí las tres exposiciones mencionadas.

En la Galerie Stadler, Saura expone 67 obras en las que han sido utilizadas gran diversidad de técnicas (tinta, óleo, collage, flomaster, gouache, serigrafía, &c. y las combinaciones entre ellas). El denominador común de todas ellas es la elevada emotividad que caracteriza toda creación artística, la correspondencia entre forma y contenido. Por eso Saura es un gran pintor realista. Y precisamente porque ante cada una de esas obras el pintor se ha planteado una idea, un problema nuevo, y lo ha resuelto sin someterse a ninguna preocupación por la forma, Saura posee un estilo propio, una personalidad.

En la Galerie André Schoeller Jr., Arroyo presenta 15 grandes óleos bajo el título general «25 años de paz». Se trata de un artista «figurativo» que probablemente los amantes de las clasificaciones académicas colocarán en el apartado de la «nueva figuración». Son clasificaciones que no tienen ninguna importancia. Arroyo propone al espectador la crítica de toda una serie de mitos españoles, antiguos y recientes, y para ello –al margen de toda preocupación de estilo– invita al espectador a ingresar en un mundo en el que la ironía y la insolencia circulan en libertad. Porque resulta que incluso aquí, en la «figuración» más legible, también es posible la libertad.

En cambio, en la Galerie Peintres du Monde, Ortega y Hernández muestran cómo –independientemente de su carácter «figurativo» o no– la repetición de fórmulas, la preocupación por las características formales de un estilo, vacían a la pintura de contenido, interrumpen su contacto con la realidad. No conocíamos antes la producción de Mariano Hernández, pero su muestra en esta ocasión produce al espectador la impresión de ver repetido a tamaños y formatos diversos el mismo cuadro. Las mismas manchas de rojo, ocre, azul y blanco no bastan (aunque se mezclen a ellas las inscripciones Sol, Sombra y Viva España) para comunicar al espectador un contenido que no existe. Con Hernández nos encontramos ante un formalismo «no-figurativo», no ante el realismo. José Ortega, por su parte, sigue desarrollando su serie de campesinos. En realidad, se trata de su campesino, siempre el mismo rostro barbudo y rugiente que viene repitiendo desde hace años. Ortega insiste en su fórmula salida del Picasso de «Guernica».

Es lástima que sus referencias a temas que tienen un dramatismo real, queden en alusiones que tienen más de literario que de plástico. Para que esos temas pudiesen comunicar algo al espectador no basta con la reiteración del mismo rostro estereotipado. El realismo exige correr el riesgo de plantearse problemas nuevos, [104] en lugar de la repetición –evidentemente más confortable– de una fórmula bien aprendida. Con Ortega nos encontramos ante una pintura que tiende al formalismo (esta vez «figurativo") de manera tan peligrosa como las manchas coloreadas de Hernández.

Leonardo decía «la pittura é cosa mentale». Es decir, la pintura –si es algo más que formalismo, si es realismo–, requiere un esfuerzo mental, requiere un esfuerzo de creación continuo: el planteamiento constante de ideas nuevas y su resolución por procedimientos exclusivamente plásticos. Requiere esa relación dialéctica entre contenido y forma que hace impensables a uno y otra por separado. Estas tres exposiciones de cinco artistas españoles en París son una buena invitación a reflexionar sobre realismo y formalismo. Junto a obras densas, porque su contenido se manifiesta inseparablemente adherido a la forma, encontramos otras que ofrecen –por decirlo con el lenguaje de Leonardo– el extraño espectáculo, por desgracia hoy tan frecuente, de una desmentalización» de la pintura.

J. R.


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