Cuadernos de Ruedo ibérico
París, junio-julio 1965
número 1
páginas 106-112

¿Dialogar?
La anteúltima maniobra

por Luis Ramírez

«Señores: parecía que íbamos ganando las izquierdas pero resulta que hemos ganado las derechas.» Esta frase atribuida a Pittaluga ante sus alumnos en los años de la República la hacen suya ahora, muy seriamente e invirtiéndola, desde Emilio Romero en Pueblo hasta Rodrigo Royo en SP; desde Arriba hasta Sindicalismo. Señores; parecía que éramos de derechas pero resulta que intentamos ganar con las izquierdas. Más o menos izquierdistas, más o menos democráticos, más o menos obreristas, más o menos enemigos de esto o aquello según más o menos el régimen continúa firme o se trastabilla a punto de caerse.

Durante los primeros meses del año Arriba ha venido publicando unos inesperados artículos sobre la posibilidad de oponerse. De entre ellos dos han marcado más precisamente el nivel variable de sus temores. Uno, «Inmovilismo, oposición y desarrollo» es curioso porque en él, y por primera vez desde el fin de la guerra, el Movimiento pide la paz en vez de exigir el reconocimiento incondicional de su victoria.

El artículo es curioso por que se inicia: «Todo país en desarrollo atraviesa siempre por la necesidad de superar continuamente las dificultades que se le oponen. Dichas dificultades tienen que ver con dos tipos de problemas: los problemas que pudiéramos llamar físicos, tales como crear riqueza, obras publicas, &c.; y aquellos a los que denominaríamos sociales, es decir, el grado de asentimiento, de participación social en las tareas de desarrollo. De entre estos, cabe señalar principalmente dos: el inmovilismo y la negación a participar en una senda evolutiva, como una oposición que no admite diálogo».

El artículo es curioso porque según sus palabras es la oposición al régimen triunfante en la guerra civil quién ha negado el saludo al Poder, quién le ha perseguido silenciándole.

El artículo es curioso porque desarrolla después una alucinada teoría sobre lo que llama: «Actitud oposicionista a ultranza, esterilizada en su propia rigidez».

El artículo es curioso porque este desarrollo es tan insólito que llega a afirmar que esa oposición coincide a la larga con la burguesía inmovilista en la defensa de los mismos intereses económicos, ya que se niega «al progreso [107] del avance, a la dialéctica del desarrollo». Insistiendo: «Atacar ciegamente, negando al sistema el diálogo que por otra parte se ofrece y se exige, equivale a enfrentarse con el porvenir sin base, sin tradición y sin historia».

Pero el artículo es curioso, sobre todo, por la conclusión con que cierra una argumentación nunca esgrimida antes en la prensa oficial. Esa conclusión de que: «en la dialéctica del Movimiento se conservan latentes dos cosas: primera, la absoluta posibilidad de superar toda tendencia inmovilista; segunda, un repertorio de razones tanto democráticas como sociales, capaces de sobra para calmar y rebasar las más exigentes reivindicaciones» Finalizando: «Todo consistirá entonces en aceptar el juego planteado, en aportar a él con gallardía una función crítica, toda la posible capacidad de construcción junto a una sincera lealtad con el futuro».

Aparte la habitual ambigüedad de la literatura falangista, por primera vez en estos veinticinco años de victoria agresiva, el régimen tiende una mano, ofrece la paz. No discutamos más, parece decir, olvidemos antiguas historias, dialoguemos.

La oferta interesa. El entercamiento en el silencio puede ser una falta de sentido político. El dar la espalda sistemáticamente a toda posibilidad de inserción en la realidad activa de España también. El diálogo es palabra de actualidad. No seamos violentos, todo puede solucionarse siempre con una conversación sincera.

Bien. Dialoguemos. Pero: ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Sobre qué? El régimen, el Movimiento, que cuando, ha tenido su fuerza intacta se ha negado a todo cambio de puntos de vista, que ha rechazado siempre no sólo cualquier diálogo sino incluso las más respetuosas peticiones, ahora –ahora que se acelera su descomposición ideológica, ahora que la unidad entre sus componentes es sólo la tapadera que oculta un hervidero de intereses encontrados, ahora que se ha hundido estrepitosamente su plan de desarrollo, ahora que sólo se siente sostenido por la violencia represiva–, ahora olvida las viejas palabras. La oposición, «horda roja» un tiempo, «asesinos a sueldo» tantos años, «tontos útiles», «conciencias vendidas» son ahora gentes a las que sentar a la mesa, a las que ofrecer tabaco y preguntar amablemente: ¿qué, cómo va eso?

Es difícil aceptar el cambio de modales. Pero la apariencia de ese artículo es tan candorosa que cualquier interlocutor olvida. Olvida que intentó dialogar Grimau, que intentaron dialogar los mineros asturianos en 1962 y 1963 entre otras ocasiones, que lo intentaron los obreros barceloneses en varias fechas; olvida que intentaron dialogar los intelectuales con Fraga en 1963, olvida que intentaron dialogar los universitarios en 1956, en 1957, en 1964 y 1965; olvida que, bien o mal, intentaron dialogar los hombres de Munich, y que quizá quería dialogar Luis Tomás Poveda Sánchez, el estudiante herido gravemente en las últimas manifestaciones universitarias de Madrid, sólo que no le dieron tiempo a abrir la boca. Ese interlocutor olvida que hay una revista que se llama Cuadernos para el diálogo, precisamente, a la que en cada número suprimen la mitad de los originales, es decir, la mitad del diálogo. Ese [108] interlocutor que sigue el sencillo razonamiento de Arriba olvida todos los sucesivos intentos de dialogar, todas las veces que abrió la boca y se la cerraron a bofetadas. A bofetadas físicas y a bofetadas del lápiz rojo de una censura huraña que prefiere el monólogo.

Lo olvida todo puesto que aseguran que todo está cambiando, y porque no es rencoroso. La petición de Arriba debe ser atendida. Hay razones democráticas y sociales sobre las que conversar y quizá incluso sobre las que coincidir. De acuerdo. No nos neguemos la palabra y el saludo. De acuerdo. No nos obstinemos en un silencio hostil. De acuerdo. Hay sitio para todos y posibilidades para mucho. De acuerdo. Dialoguemos por tanto. De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo.

Sin embargo, un mes después de ese artículo Arriba publicaba otro, complementándole, que se titulaba «Estrategia de la subversión», en el que sin ceder aparentemente en su postura dialogante hace unas de esas «aclaraciones embarulladoras» a las que tan propensa es la literatura falangista; debe ser el eczema orteguiano mal curado que Falange arrastra desde su infancia.

En ese artículo ya se define tan precisamente a la oposición, y tan en estilo falangista, que oposición puede serlo todo y nada puede ser oposición. Primero aclara que la subversión no reviste necesariamente formas violentas. Después: Entendemos por subversión la negación total de un orden establecido, el grado más radicalizado de oposición, no sólo funcional sino sobre todo doctrinal, de principios. La estrategia actual de la subversión está formada por una triple operación inteligente y bien dirigida. Consiste en lo siguiente: primero en asumir la bandera de todos los motivos de descontento; segundo, en identificar las deficiencias funcionales del gobierno con defectos sustanciales del sistema; tercero, en capitalizar los errores y las lagunas producidas por y desde el sistema. En toda sociedad hay siempre motivos para el descontento. Algunos de esos motivos son en sí irrealizables, otros tienen perfecta solución. Estos últimos constituyen el objeto de la oposición; al no existir ésta, la subversión los asume y los radicaliza, los lleva al extremo y, sobre todo, los identifica como producto de una misma situación. Dado que el sistema es reacio a conceder lo posible, el paso siguiente es exigir lo imposible por naturaleza».

Aparte de que la frase final debiera decir: «lo imposible por la naturaleza de ese sistema», cosa importante, a través de tal selva de abstracciones parece poderse extraer la sospecha de que la oposición no es todo lo que en el anterior artículo parecía. Es decir, que ya no es la materialización de las fuerzas de opinión que hoy se enfrentan con el régimen sino un mero «reflejo denunciante» de lo que el gobierno, y no el sistema, deja de hacer. Aun admitiendo tanta limitación hay que seguir olvidando gran parte de esos intentos de «hacer oposición» que antes enumeraba como frustrados. Porque ni el diálogo universitario imposibilitado ni el de los intelectuales de plantear públicamente las violencias de la policía con los mineros asturianos, que es un problema que «tiene perfecta solución», ni las denuncias contra la [109] violación de correspondencia que sigue siendo sistemática, caen en la definición de subversión. Como muchas otras situaciones silenciadas ya no sé si por el gobierno o por el sistema.

Porque, además, ¿ cómo mantener la diferencia del gobierno con el sistema? El gobierno no es el representante de la colectividad momentáneamente delegada en un grupo determinado, sino el representante permanente de un sistema económico drásticamente impuesto hasta a las «figuraciones» políticas admitidas, como Falange y Arriba saben perfectamente. Los errores del gobierno son automáticamente errores del sistema porque dentro de él no hay lugar a opciones.

La oposición se queda así limitada a reflejo de insuficiencias. El Estado «puede hacer que el centro de gravedad del descontento, de la oposición, pueda ser canalizado desde el sistema. La subversión aprovecha la ausencia del Estado en esa zona intermedia entre ella y el Estado; ahora bien, el Estado puede comparecer en ese sector de la sociedad, puede atender el descontento, puede admitir la oposición».

El Movimiento admite la existencia de deficiencias, pero no cree en la necesidad de su superación porque sean deficiencias sino para privar de armas a la oposición. «El segundo paso consiste en dejarla sin razones. La subversión maneja como argumento lo que está por hacer y que no puede hacerse. El Estado ha de reconocer la deficiencia y demostrar que es posible corregirla. Quiere decirse que hay que socializar antes de que esto se exija, que hay que dar libertad antes que su necesidad produzca malestar, que hay que recoger las banderas del desarrollo, de la socialización y de la democracia antes de que vayan a ser privativas reivindicaciones de la subversión». Yo creo que lo que esto demuestra es la urgente necesidad que tienen los españoles de que se generalice eso que Arriba llama la subversión, única manera de que las deficiencias se corrijan por unos o por otros.

Pero ¿cómo encarar desde esos supuestos la tarea de la oposición invocada en el primer artículo de la serie? ¿Cómo reprochar el silencio de quienes no saben ni su tarea exacta ni como llevarla a cabo? El diálogo entre un ente real, tangible en sus medios y en sus efectos –con una materialidad agobiante más que palpable, opresiva incluso– con una generalización tan vaga como «oposición» no puede producirse ni espontánea ni inorgánicamente. Porque, y sobre todo después de la imprecisa frontera trazada entre lo lícito y lo intolerable: ¿quién es para el Movimiento la oposición? Y suponiéndola una figura concreta y determinada: ¿cómo y a través de qué medios puede manifestarse? Y después: ¿a quién se dirigiría? No a un jefe de Estado intangible, infalible, sacralizado, casi taumatúrgico, sobre quien jamás ha podido expresarse ni una duda. No tampoco con al jefe del gobierno, que es él mismo. ¿Con quién, a qué escala dialogar?

Un paso más. La revista que dirige Rodrigo Royo, SP, ha publicado a últimos del mes de abril un número de portada restallante: «Después de Franco [110] ¿qué?» La preocupación es evidente. La buena fe de los artículos de Arriba obedece a una situación de miedo inmediato que SP no hace más que sintetizar en su portada. En realidad «Después de Franco ¿qué?» es la pregunta que agita a toda esa marea de «recuperación del Movimiento» la inquietud, el nerviosismo que impone un futuro cada día más imperfecto... y más distante de sus ambiciones o de sus deseos. El artículo recoge toda la teoría de la oposición, primero con un deje implorante, como haciéndose perdonar, después dejando abiertas puertas para una posible –probable más que posible– represión de los opuestos.

¿Cómo opinar, cómo hacer oposición así y frente a quién? ¿Cómo dialogar y con quién? ¿Hacerlo con la ideología política del régimen y sobre ella? ¿Pero cuál es y en quién se encuentra encarnada realmente si la división entre sus componentes inutiliza en la práctica toda definición unitaria? Dialogar quizá con los grupos de presión que conforman y refuerzan el sistema, pero ¿a través de qué canales, de qué cauces si el sindicato es el régimen y no la oposición? ¿Dialogar con la prensa y a través de ella? Pero cómo si la censura sigue siendo un instrumento incontrolado por una posible opinión pública? No sobre la libertad, no sobre estructuras, no sobre los grupos de presión económica, no sobre el tentacular dominio del dinero, no sobre represiones, no sobre la violación diaria del Fuero de los Españoles por las propias autoridades que lo han impuesto, no sobre la situación real en el campo, en las minas, en las factorías industriales o en la Bolsa. No sobre las fechas, no sobre los símbolos, no sobre las personas.

Es difícil así otra cosa que el silencio. Ese silencio necesariamente hostil que posiblemente sea ya la subversión según tan sutiles apreciaciones. Cualquier diálogo es imposible y cualquier oposición se convierte automáticamente en subversión. ¿La invitación a discutir es una trampa? Algo peor: un instrumento de dispersión ideológica, una justificación y una lamentable pérdida de tiempo puesto que quien puede definir lo que es todavía oposición y lo que ya, por un corrimiento inapreciable de los factores, es subversión tiene en sus manos un poder totalitario que esteriliza cualquier intento de diálogo sereno y serio sobre la realidad española.

El número de SP citado, en trance de salvar lo que se pueda de un naufragio que ellos –o para ellos– imaginan inminente, intenta ofrecer algo a cambio de un seguro de existencia. La primera petición de un diálogo franco y sin contrapartida, matizada después por el miedo a la subversión, es ahora ya un sistema de intercambio de seguridades. Después de unos párrafos con más citas a Ortega y la necesaria palabrería pedante del partido para llegar a «conclusiones aristotélicas» nada menos, dice el editorial: «este país está buscando afanosamente el cauce que le permita solidificar y garantizar la continuidad de cara a un largo futuro, de los veinticinco años de concordia sustantiva, que ha venido disfrutando y que le han permitido prosperar en la medida que todos sabemos. Esa búsqueda, ante un horizonte cerrado por la fuerza de las circunstancias, se sintetiza en esta sola y rotunda frase, [111] pronunciada mentalmente todos los días por treinta millones de españoles preocupados: después de Franco ¿qué?».

Ese futuro les preocupa, evidentemente. Respecto a quienes «han prosperado en la medida que todos sabemos» se trata sólo del deseo, muy lógico, de mantener lo que personalmente se ha prosperado sobre una situación que ahora se les escapa. Porque en cuanto a la generalidad de los españoles al margen de un progreso de elemental inercia copio algunos títulos del último número de Sindicalismo, realista falangista: «El dinero de las Mutualidades en la empresa capitalista» y tras cifras de miles de millones de pesetas y el nombre de las empresas a que benefician, un recuadro: «Reforzando el capitalismo» con este párrafo; «Estas son algunas cifras reveladoras que pueden servir para que muchos españoles comprendan la realidad. Con el dinero de los trabajadores, a través de las inversiones de Montepíos y Mutualidades, Instituto Nacional de Previsión y Cajas de Ahorro, se financian las grandes empresas, para beneficio, principalmente, de los controladores de ellas. Es decir, que las inversiones de los trabajadores sirven para reforzar las posiciones de los capitalistas, sin que a ellos les valga un solo puesto en los consejos de administración, ni una participación activa en la vida y dirección de cualquiera de los organismos directivos de la empresa».

Sindicalismo puntualiza a SP indirectamente: «¿Dónde quedan las ocho horas de trabajo? Vuelven las jornadas agotadoras». Y también: «El desamparo de los jurados y enlaces» en cuyo texto denuncia: «En los últimos meses han sido despedidos, por su inquietud social, treinta y nueve trabajadores de la Empresa Nacional de Autocamiones Pegaso (Factoría de Madrid) y ocho jurados y enlaces fueron suspendidos de empleo y sueldo, como trámite previo a su separación de la plantilla de la Empresa». Después, y antes, asegura que los Sindicatos no pueden hacer nada por impedirlo y que esos obreros serán despedidos siempre que «su actividad sindical llegue a ser considerada molesta o perjudicial para los intereses capitalistas».

Los sindicatos, el gobierno, las empresas, el sistema: ¿dónde está la diferencia? Y enfrentarse a esa situación mediante los escasos medios de que puede disponerse, extralegales por la teoría misma de los sindicatos, ¿es oposición o subversión? ¿Es atacar al sistema protestar por medios que, según falangistas citados, no pueden ser los sindicales? Pero no disponiendo de otros medios y siendo notorias esas «deficiencias»: ¿por qué cauces hacer transcurrir la oposición a esas medidas del gobierno que son imposiciones del sistema y consustanciales con él?

Todo no es más, entonces, que una simple maniobra. La última maniobra de un régimen asustado en ocasiones y envalentonado después, provocador y suplicante, indeciso, anárquico en su dirección y en sus decisiones. ¿Dureza o diálogo? ¿Quién sabe ya lo que conviene...? Maniobra para perdurar, maniobra para conservar la mera apariencia física del Movimiento que sabe que desaparece, que se borra, que se esfuma y no por empuje de la oposición sino porque cada día le sirve para menos al sistema.

Mitad súplica, mitad amenaza, maniobra, son también las palabras finales [112] del editorial que firma Rodrigo Royo: «El Movimiento Nacional debe ser a España lo que la Corona es a Inglaterra, o la Constitución es a Estados Unidos, o el Partido es a Rusia. Debe ser el gran tabú, el único tabú, aquél que no se discute, con objeto de que todos los demás pequeños tabús –en los que abunda España en demasía– puedan ser abolidos». Luego: «Y si el Movimiento Nacional se entendiese así, los señores de la oposición podrían hacer a decir todo lo que les viniera en gana. Que echen por delante su profesión de fe en el Movimiento Nacional, que digan explícitamente que ellos también están a este lado de la trinchera, y entonces podremos dialogar, discrepar, discutir y tirarnos los trastos a la cabeza como buenos amigos. Pero que nieguen el punto fundamental, que se coloquen y se declaren en la trinchera de enfrente, y entonces verán cómo reponemos en escena la dialéctica de los puños y las pistolas, en la que les podemos dar muchísimas lecciones. Que no se equivoquen en esto los señores de la oposición». «Miradas así las cosas puede verse con toda claridad que el problema del futuro de España no es tan oscuro como a algunos les parece a primera vista».

El resumen es fácil. La «oposición» si es en la conciencia del Movimiento algo más tangible que un elemento fantasmagórico al que se apela mecánicamente, necesita de un instrumental, de una técnica de dialogar y de un respeto más una libertad para, aceptando el orden material, discrepar en lo que razonadamente considere discrepable, sea el Movimiento o no. Y ese instrumental sólo puede dárselo quien hasta ahora ha cerrado todos los caminos y monopolizado todas las técnicas políticas e informativas.

Lo demás, las diferencias entre oposición y subversión, los «exámenes de ingreso» con pruebas eliminatorias como la fe en la trinchera, la amenaza para quienes no la acepten, y hasta la vaguedad en que se deja el camino para que se opongan quienes acepten el Movimiento Nacional –¿pero a qué oponerse entonces?, a disentir sobre el alcantarillado nadie puede llamarlo oposición...– es sólo maniobra, un intento final de salvarse del naufragio. La última maniobra. Mejor dicho, la anteúltima, porque la más última, la que cierra brillantemente toda la argumentación falangista sobre la oposición es la que España acaba de vivir: centenares de guardias armados, docenas de agentes de la brigada política han atacado brutalmente en Bilbao, San Sebastián y algunos otros lugares, a los obreros que trataban de manifestarse pacíficamente el primero de mayo ante una situación económica que se agrava día por día y ante una situación sindical totalmente degradada ya. Los obreros han sido golpeados, detenidos, apaleados nuevamente en las comisarías. Ha habido numerosos arrestos previos. Toda reunión prohibida. Deformación de la verdad en los periódicos.

Esa sí que es la última maniobra. La última y la primera, porque lo mismo es el primero de mayo de 1965 que el 18 de julio de 1936. Las discusiones, las puntualizaciones, Ortega y Aristóteles, la dialéctica y la oposición, son elementos admitidos a escala de corbata. A escala de alpargata, el régimen, el gobierno y el sistema no conocen más diálogo que la violencia.


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