Cuadernos de Ruedo ibérico
París, agosto-septiembre 1965
número 2
páginas 72-82

Luciano F. Rincón
El fin del progresismo católico

Inflación religiosa

La inflación religiosa ha vuelto a ponerse, en España, tan de actualidad como la otra. De nuevo las coordenadas de lo religioso lo abarcan todo; de nuevo los paralelos y los meridianos de nuestra geografía intelectual se esfuerzan por pasar todos, a todas horas y con cualquier motivo, por la elaboración religiosa. La religión no ha sido casi nunca en España, como hecho público, una tarea del espíritu. Ha sido pretexto, justificación y arma arrojadiza indistintamente. Ha servido más para separar que para unir, más como apoyo material que como conformación espiritual tras de unas líneas evangélicas, más como cataplasma que como bálsamo.

En esta ocasión la principal responsabilidad de la inflación religiosa no es de los llamados «integristas», sino que son los acusados de «progresismo» quienes han puesto en circulación el mayor volumen de apasionada polémica intelectual. Han tenido razones para hacerlo, puesto que salen de una situación de silencio forzoso y recuperan el uso de sus miembros tras de una impuesta parálisis, pero el resultado ha sido el mismo o parecido. En vez de adaptar su paso al de fuerzas más eficaces, manteniendo su espiritualidad individual, han aceptado el juego –y la trampa– de las fuerzas tradicionales de poner en marcha una polémica religiosa más, de agruparse sensible o insensiblemente en torno a ese concepto de cristianos progresistas, de devolver vigencia a la inflación religiosa. Claro que ésta era difícilmente evitable pues se discute sobre el fondo inmutable de tumultuosas manifestaciones externas y disminución de espiritualidad interior hasta límites de deserción masiva, con el escándalo de unas clases poderosas más aparentemente religiosas cuanto más realmente opresivas.

La polémica, pública o sorda, entre minorías progresistas y presiones integristas, entre abiertos y cerrados, entre despiertos y somnolientos, no sobrepasa nunca el marco de lo corporativamente cristiano, el derecho a la posesión de la etiqueta. Y esto cuando ser corporativamente progresista o integrista no tiene mayor valor que el de una apreciación estimativa desde fuera, porque en tanto que adjetivan a cristiano son términos que no pueden pesar con efewlines.asp?random=93103416 1 1 1 0 0 17957576 0 0 304 /userlist.asp?random=41350643 1 1 1 0 0 17955370 0 0 268 /newlines.asp?random=73758593 1 1 1 0 0 17956970 0 0 365 /userlist.asp?random=65750215 1 1 1 0 0 17962091 0 0 268 /newlines.asp?random=96499546 1 1 1 0 0 17961148 0 0 268 /newlines.asp?random=37708046 1 1 1 0 0 17961140 0 0 326 /userlist.asp?random=99152236 1 1 1 0 0 17948395 0 0 308 /userlist.asp?random=98162961 1 1 1 0 0 17958405 0 0 268 /newlines.asp?random=91344771 1 1 1 0 0 17957584 0 0 268 /newlines.asp?random=39017025 1 1 1 0 0 17957052 0 0 311 /newlines.asp?random=1084301 1 1 1 0 0 17957016 0 0 268 /newlines.asp?random=84640468 1 1 1 0 0 17956993 0 0 268 /newlines.asp?random=40016920 1 1 1 0 0 17961182 0 0 308 /userlist.asp?random=38602092 1 1 1 0 0 17954891 0 0 310 /userlist.asp?random=41130794 1 1 1 0 0 17962083 0 0 326 /userlist.asp?random=52671141 1 1 1 0 0 17957800 0 0 326 /userlist.asp?random=97393587 1 1 1 0 0 17957621 0 0 268 /newlines.asp?random=34521601 1 1 1 0 0 17960768 0 0 361 /userlist.asp?random=18817645 1 1 1 0 0 17948478 0 0 268 /newlines.asp?random=17475040 1 1 1 0 0 17948473 0 0 268 /newlines.asp?random=66165102 1 1 1 0 0 17957010 0 0 268 /newlines.asp?random=2523076 1 1 1 0 0 17957066 0 0 268 /newlines.asp?random=97488677 1 1 1 0 0 17317347 0 0 375 /loginout.asp?action=login&random=76446933 1 1 1 0 0 17953497 0 0 249 /newlines.asp?random=24410147 1 1 1 0 0 17957621 0 0 337 /userlist.asp?random=42118952 1 1 1 0 0 17948457 0 0 268 /newlines.asp?random=16046230 1 1 1 0 0 17957625 0 0 268 /newlines.asp?random=5930218 1 1 1 0 0 17960886 0 0 324 /userlist.asp?random=73223822 1 1 1 0 0 17964025 0 0 267 /sound.asp?random=75178836 1 1 1 0 0 17957579 0 0 268 /newlines.asp?random=17694742 1 1 1 0 0 17958046 0 0 326 /userlist.asp?random=31677683 1 1 1 0 0 17957595 0 0 330 /userlist.asp?random=58595234 1 1 1 0 0 17949559 0 0 268 /newlines.asp?random=6248928 1 1 1 0 0 17950663 0 0 421 /loginout.asp?action=login&random=74468577 1 1 1 0 0 17957613 0 0 268 /newlines.asp?random=696950 1 1 1 0 0 17958215 0 0 268 /newlines.asp?random=65395626 1 1 1 0 0 17953492 0 0 249 /newlines.asp?random=99467104 1 1 1 0 0 17956759 0 0 312 /newlines.asp?random=49348234 1 1 1 0 0 17956197 0 0 268 /newlines.asp?random=97718468 1 1 1 0 0 17956799 0 0 268 /newlines.asp?random=696938 1 1 1 0 0 17960903 0 0 324 /userlist.asp?random=15631281 1 1 1 0 0 17959708 0 0 268 /newlines.asp?random=88366377 1 1 1 0 0 17956191 0 0 268 /newlines.asp?random=13528225 1 1 1 0 0 17948473 0 0 268 /newlines.asp?random=86617752 1 1 1 0 0 17956786 0 0 268 /newlines.asp?random=12090416 1 1 1 0 0 17957620 0 0 268 /newlines.asp?random=54304886 1 1 1 0 0 17962588 0 0 326 /userlist.asp?random=27940864 1 1 1 0 0 17956967 0 0 268 /newlines.asp?random=68583023 1 1 1 0 0 17957784 0 0 268 /newlines.asp?random=87157371 1 1 1 0 0 17957607 0 0 268 /newlines.asp?random=64856054 1 1 1 0 0 17957004 0 0 268 /newlines.asp?random=33971906 1 1 1 0 0 17960752 0 0 268 /newlines.asp?random=34521537 1 1 1 0 0 17957591 0 0 268 /newlines.asp?random=7897499 1 1 1 0 0 17950726 0 0 702 /skins.asp?random=3608760 1 1 1 0 0 17953498 0 0 309 /userlist.asp?random=28480481 1 1 1 0 0 17962609 0 0 347 /userlist.asp?random=78828161 1 1 1 0 0 17948475 0 0 268 /newlines.asp?random=67373920 1 1 1 0 0 17949559 0 0 268 /newlines.asp?random=58691273 1 1 1 0 0 17948462 0 0 268 /newlines.asp?random=15506529 1 1 1 0 0 17956959 0 0 323 /userlist.asp?random=55417750 1 1 1 0 0 17953861 0 0 268 /newlines.asp?random=38247475 1 1 1 0 0 17948384 0 0 268 /newlines.asp?random=11331033 1 1 1 0 0 17957001 0 0 324 /userlist.asp?random=83994645 1 1 1 0 0 17956786 0 0 268 /newlines.asp?random=24179255 1 1 1 0 0 17960769 0 0 368 /userlist.asp?random=52011596 1 1 1 0 0 17957787 0 0 326 /userlist.asp?random=19357189 1 1 1 0 0 17955332 0 0 314 /userlist.asp?random=80817317 1 1 1 0 0 17948382 0 0 268 /newlines.asp?random=7677660 1 1 1 0 0 17962737 0 0 405 /send.asp?random=45080313 1 1 1 0 0 17956185 0 0 268 /newlines.asp?random=11990367 1 ida a la felicidad de los pueblos europeos está en relación proporcional con los puestos ocupados antes del empujón de los «milagros», y ya se advierte que éstos resultarán –recordando a Orwell– más milagrosos para unos que para otros. Se han olvidado factores importantes en una promoción de clase que se quiere ajustar únicamente a las mejoras económicas. Pero éstas satisfacen mientras funciona la memoria colectiva de la estrechez anterior, y se deterioran con el tiempo y otro tipo de comparaciones. Además, estos partidos que no son suficientemente audaces en su política obrera como para asegurarse una clientela firme en su base, tampoco están suficientemente a la derecha política y formal como para interesar al integrismo católico que desconfía de tal manera de la etiqueta democrática en productos cristianos que recibe su eclipse con bastante más júbilo que la izquierda.

Simultáneamente, junto al concepto de clase proletaria se ha instalado el concepto de país proletario. En éstos se realiza a la vez el movimiento de traslación y el de rotación; es decir, son países proletarios en cuanto que se mueven alrededor de otros considerados capitalistas, y son países proletarios en cuanto que sobre su propio eje social de unas minorías capitalistas reducidísimas gira un proletariado miserable, y tan inmerso en el problema colonial como cuando estaban allí los ejércitos extranjeros.

Cuando este problema arrastra también situaciones de violencia, como en Argelia y en el Congo, se generaliza una mala conciencia que revierte posteriormente en otras posiciones. Entre paréntesis el fenómeno De Gaulle, en Francia la mayoría popular se canaliza hacia situaciones extremas. Lo que supone el distanciamiento respecto a la confesionalidad política, cogida en la trampa de sus contradicciones y de la ambivalencia social de su clientela con motivo de esa guerra de Argelia.

Pero en los dos países con más fuerza democratacristiana, Italia y Alemania, sin colonias de que separarse pacífica o violentamente, donde sólo actúan inmediatamente esos otros factores del cierre de la mentalidad de posguerra, las formaciones políticas cristianas se tambalean también como consecuencia de la pérdida de efectividad, de la pérdida de energía de ese primer empujón de felicidad ensordecedora, la lenta adquisición de conciencia popular y como consecuencia de esto, la desconfianza de los grupos de poder económico, aunque sean cristianos sus componentes físicos.

Las democracias cristianas van perdiendo velocidad, cediendo terreno, acelerando su descomposición a medida de que la superior presión de la base del país exige aperturas hacia soluciones cada vez, aunque sólo sea nominalmente, más a la izquierda. Por su parte los grupos de presión económica más poderosos detectan la situación y procuran actuar sobre los frenos de esa evolución, aunque sepan lo peligroso de una detención súbita y por eso [75] no la fuercen. Pero el freno lo tienen, la sustitución de los equipos cristianos existe y aguarda su momento: el socialismo democrático.

La socialdemocracia de Saragat en Italia, el socialismo alemán a partir sobre todo del documento de Bad-Godesberg, el socialismo austríaco, pueden sustituir con ventaja a una democracia cristiana gastada, inmovilizada, en vía muerta, sin la necesaria salida por la izquierda porque esas formaciones socialdemócratas se la han ocupado. Además pueden ser sustituidas sin que se tambalee ninguna estructura en esos países, sin que nada ni siquiera medianamente importante pueda ser puesto en duda y añadiendo el prestigio que en el mundo moderno tiene la palabra socialismo.

La operación es redonda y rentable aunque la sustitución de los equipos será lenta y apenas advertida en sus efectos; la declaración de Bad-Godesberg se reclama del espíritu cristiano, rechaza el marxismo incluso como método de análisis de la sociedad o como instrumento de trabajo, tranquiliza, da seguridades. Sin embargo será el entierro definitivo del más importante intento de publicitar al cristianismo como formación política, de darle una encarnación de cara a los problemas de la calle. Desasistido de las masas, insuficiente para el dinero, ¿para qué puede servir?

Ese declinar es también el de todo movimiento corporativo cristiano, destinado a tener utilidad cerca de las clases explotadas, de los pueblos oprimidos desde el exterior a ellos o en las grandes acciones por una justicia que restablecer. Los condicionamientos de relación social de la Iglesia están situados dentro de un contexto tan determinado que la aprisionan, no sé si para siempre pero sí en el futuro previsible. Sin embargo esta experiencia someramente juzgada no servirá en España. Aún habrá que recorrer el camino de los deslumbramientos, de las posibilidades parciales que se saldan con fracasos definitivos. Y después, como sustitución a ese intento abandonado, algunos grupos, los más decididos, los más realmente interesados en participar del momento del mundo, se polarizarán en torno a esa nueva denominación, que está surgiendo vagamente, de cristianos progresistas. Sin advertir que su acción, en tanto lo sea corporativa, no sirve más que para lo contrario de lo que se propone; servirán de coartada a un mundo que invoca a menudo lo cristiano para la arbitrariedad y a una Iglesia que a la hora de un enjuiciamiento severo de sus actos enarbola esos grupos de gentes honestas que justifican así situaciones injustificables.

No ha sido hasta ahora de otra manera ni la situación tiene perspectivas de alterarse, ya que tras la disociación entre el «aggiornamento» individual que encarnó Juan XXIII y el «aggiornamento» de estructuras eclesiales que determina Pablo VI se ha abierto un espacio insalvable colectivamente. Juan XXIII abrió la vía del progreso individual desde posiciones que tenían muy poco que ver con el catolicismo progresista. Necesidades de sostener una postura difícil en un medio jerárquicamente hostil llevaron, en España principalmente, a embanderar el progresismo con un Juan XXIII que –toda insistencia me parece poca– no tenía nada de católico progresista. Pero que individualmente se situó en las más progresivas avanzadas del [76] diálogo con todos, y que dentro de las limitaciones de su cargo admitió y practicó una como separación entre la espiritualidad de su doctrina y la materialidad de sus actos contingentes.

Cuando abrió el diálogo del Concilio en una Iglesia intelectualmente agotada tras un pontificado autoritario, su preocupación parecía la de llegar a ese «aggiornamento» individual, lo que hubiera provocado en el interior de la Iglesia una puesta al día estructural que a su vez posibilitaría nuevas acomodaciones individuales en una cadena de acciones y reacciones. Pero fundamentalmente todo incitaba a un «aggiornamento» individual, único válido para que un cristiano se sume a las opciones colectivas que considere más oportunas o más eficaces para la colectividad a que pertenece y con la que se identifica. El que a la vez la Iglesia se acercara a formas democráticas, que es una forma elemental de ponerse al día, tenía entonces la validez complementaria de posibilitar las relaciones institucionalizadas de la Iglesia con otras fuerzas; de facilitar al cristiano su relación corporativa con los no cristianos; y para comodidad espiritual del cristiano que a través de su situación particular se suma en la vida civil a situaciones fuera de toda institución de la Iglesia, más allá de cualquier actividad corporativa bajo la etiqueta de cristiano.

Aun supuesto el caso de que realmente avancen a partir de este concilio, siempre irán las estructuras de la Iglesia más lentas que las necesidades de acción de un individuo consciente de la realidad económica y política en que vive; y política es desde las relaciones internacionales hasta las campañas contra el analfabetismo, desde las perspectivas de una guerra nuclear hasta la elevación del nivel cultural. La Iglesia como institución más frena que empuja. Medita con los ojos en un futuro probable pero con la espalda cargada de siglos de tradición no siempre tan limpia como todos quisiéramos; cargada de condicionamientos históricos, de haberse hecho representar durante siglos más por las clases poderosas que por los humildes; de haber superado toda ostensible llamada a la pobreza por una ostentosa exhibición de bienes, de pompas, de vanidad ceremonial y de complacencia con ese «mal menor» de dejarse querer por el dinero, por el «orden», por todo lo que en definitiva terminaba representando a los menos frente a los más.

La Iglesia cubana tardó muchos años en denunciar a Batista y creo, aunque no puedo asegurarlo, que sólo al final de su régimen algún obispo hizo un cierto esfuerzo tímido. Y la Iglesia conocía la brutalidad, la inmoralidad, la catadura venal de régimen de opresión que miserabilizaba a los campesinos. Cuba es sólo un ejemplo. La República Dominicana ha sido otro. Los intereses y las intervenciones coloniales de los Estados Unidos en América Latina, la guerra de Argelia en Francia, el apoyo del ejército norteamericano a un impopular sistema político de rotación de generales en Viet-Nam, África cruzada de sangre negra, derramada por los más sucios intereses económicos, son otros ejemplos de la actualidad más inmediata. ¿Cuándo denunció el episcopado belga la incivil colonización del Congo que en cerca [77] de un siglo produjo media docena de universitarios de color y el de sargento fue el grado más alto al que llegó un negro en su ejército? ¿Y el episcopado de África del Sur? La prisión o el destierro hubiera sido el resultado de una decidida oposición al «apartheid»; pero la capacidad de martirio voluntariamente admitido es un arcaísmo de los primeros tiempos de una Iglesia de esclavos que se alzaba contra privilegios y explotaciones. No, corporativamente los cristianos no tienen el derecho, después de veinte siglos de haber podido hacerlo, de intervenir en la marcha de un mundo que ellos han contribuido a hacer así. Para la resolución de tantos problemas urgentes que no se resolvían han surgido ideologías revolucionarias.

Y es aquí donde entra el gran temor de los cristianos. Para el progreso no ha servido su democracia y se dan los factores precisos para que tampoco sirva su progresismo. Entonces, existente el marxismo como ideología capaz de plantearse la realidad, admitida objetivamente su presencia y su vigor, ¿a qué habrá que renunciar para fundir lo más vivo del cristianismo con la lucidez analítica del marxismo?, se preguntan los cristianos marginados de la polémica tradicional. Y ¿no será el marxismo la necesaria continuidad, el relevo buscado? Pero un cristiano no puede admitir ese relevo más que con alteraciones sustanciales en su doctrina. ¿Sustanciales? ¿Es posible plantear la trascendencia no más que como el anhelo de una perfección no intuida para la vida material pero que el marxismo la niega porque la reconstruye sobre elementos materiales inmediatos en vez de con perspectiva esotérica de eternidades e infinitudes mágicas, de origen, lenguaje y mentalidad entre oriental y populista? De todas formas, aparte preguntas angustiadas al futuro, el cristiano firme en la totalidad esencial de una doctrina interpretable, pero que acepta tal y como en este momento se presenta, no puede ser marxista, pero sí puede usar el marxismo como herramienta de trabajo en tanto le es imprescindible para el análisis del mundo moderno; mientras prepara con su nueva receptividad el advenimiento real de otro tiempo de la Historia.

Y puede además colaborar con unas técnicas impuestas a la vida civil por un régimen declaradamente marxista –Polonia y Cuba como ejemplos posibles– rechazando –y rechazando en conciencia– cualquier llamamiento a la subversión aunque ésta sea sólo intelectual.

Pero frente a esta inmensa apertura de posibilidades continúa, sobre todo entre nosotros, funcionando la vieja máquina de crear polémicas banales. Siempre se ha podido ser cristiano y banquero, por ejemplo, puesto que se trataba de dos esferas que no se interferían. ¿No se podrá ser cristiano y algo que se oponga radicalmente al desenfrenado poder de los banqueros? Difícilmente, aclaran los más puros exégetas, puesto que banquero es una profesión y «antibanquero» –para decirlo rápidamente– es aceptar una ideología. Se puede ser banquero y plomero, que son dos profesiones distintas, y en todo caso promover la salvación cristiana del banquero y del plomero cada uno en su esfera. Claro que se puede ser fascista y cristiano. [78] ¿Se puede ser entonces antifascista y cristiano teniendo en cuenta que, enfermedades juveniles del fascismo aparte, ser fascista es tratar de instaurar un régimen de banqueros? Entonces empezamos nuevamente. Pero banquero es una profesión...

La tarea de los cristianos progresistas en ese marco es cada vez más claramente la de convencerse y convencer a los demás de que se puede llegar en el seno de las corporaciones de la Iglesia hasta extremos mucho más próximos a un ideal material de justicia, de paz terrena y de libertad real que lo que hoy se vive. Es decir, a que los banqueros cumplan con la ley de Dios igual que los plomeros. En ese sentido son los progresistas la garantía de la Iglesia de que también desde su interior es posible la acción sobre el mundo económico y político de hoy. Pero los últimos incidentes de la J.E.C. francesa demuestran lo contrario. No es posible. Lo que sí es posible es que algunos universitarios católicos, de los forzosamente retirados de la dirección de su asociación por la jerarquía –una asociación por cierto que no dependía más que de ella misma, que sólo ella elegía a sus directivos y los destituía– pertenezcan además, y ahora exclusivamente, al P.S.U. Es decir, hayan dejado de etiquetarse cristianos para la acción colectiva incrustándose individualmente en formaciones políticas mayoritariamente de distinto signo al suyo, y sin intención de misionarlas.

Ese es el camino hacia la opción individual. Un camino que no pasa por ninguna estructura de la Iglesia, en trance ahora de una suave puesta al día. Una puesta al día insuficiente para abrirse hacia posibilidades importantes pero suficiente para la expansión de un cristianismo progresista que, estando fuera de sospecha su buena fe individual, colabora con sus inhibiciones a la perpetuación de situaciones intolerables. Una noticia publicada recientemente en España confirmaba ese estar colectivamente donde estábamos en la óptica de la Iglesia, pese a todas las apariencias. En un tradicional periódico católico se reproducían llamativamente unos párrafos del dominical del Vaticano: «Osservatore della domenica condena la bomba atómica china». Está bien, sólo que ninguna publicación vaticana, española menos, ha condenado las palabras de MacNamara ahora conocidas de que los Estados Unidos usarán armamento atómico allí donde les convenga, allí, donde lo consideren rentable para sus intereses. Y el recuerdo de las palabras de un obispo norteamericano en el concilio sobre que la guerra atómica defensiva puede ser lícita. Puede ser lícita para los Estados Unidos, quería decir. Dos pesas y dos medidas, ¿no? Me parece recordar que sobre esto habla algo el evangelio. Seguimos con el banquero y el plomero.

La opción individual

No es una parodia la cuestión de los banqueros y los plomeros. Insisto en que la buena fe de los cristianos progresistas me parece fuera de duda. También me parece evidente la posibilidad de que individualicen su [79] cristianismo, de que se convenzan de que no se puede ser cristiano progresista; sino cristiano, que es algo que conduce a la perfección individual, y además militar en movimientos progresistas no sólo no confesionales sino radicalmente diferentes y en ocasiones opuestos a lo que la Iglesia representa en el mundo. Pero que la situación actual de los cristianos progresistas es la citada, tampoco creo que pueda discutirse. No se trata de vivificar el cuerpo de la Iglesia, como dice P. Thibaut en el número de mayo de Esprit; de «introducir más vida, iniciativa y libertad» en la Iglesia. Esa es una tarea que otra vez lleva a marginarse de la realidad. Y a tratar de intervenir agotadoramente en un combate que los hechos demuestran imposible.

En España concretamente la cuestión del cristianismo progresista atraviesa ahora, provocando la nueva curva de inflación aludida, un momento de particular apasionamiento. Es lógico, en parte por las razones ya dadas y en parte también porque se ha arrancado de una situación de retraso evidente con respecto a la evolución de otros cristianos. Quedan más razones aún: No ha habido convivencia de cristianos con no cristianos, como en el resto de Europa; los tímidos intentos de diferenciarse no se han resuelto con maneras precisamente académicas; se ha atravesado por una situación de particular violencia en una guerra civil que dividió a España en dos bandos trazados al hilo de las clases y en la cual la unión material de la Iglesia con uno de ellos impidió su neutralidad conciliadora; y porque al final no se trata más que de un planteamiento parcial ya que son unos cristianos que se niegan a «heredar» situaciones políticas muy concretas; ofreciendo a cambio una continuidad repleta de inconcreciones. Lo cual es lógico porque ¿qué soluciones pueden dar como formación específicamente cristiana admitida al flanco de la Jerarquía?

Por todo, el cristianismo progresista español es diferente del resto de Europa pero sirve para observar más acusadamente sus limitaciones. El español nace de una situación política que discute, pero no conduciría a sus hombres a la adopción de posturas individuales en formaciones extraconfesionales e incluso anticonfesionales aun en una situación en que sea lícito el juego de fuerzas políticas distintas. Es un producto además esencialmente eclesial, clerical incluso, pues ha surgido preferentemente de unos sacerdotes preocupados para los que esa postura era suficiente. El progresismo subsistirá en el clero con una vida fecunda, en el interior de sus instituciones propias. Fuera de esa situación particular no será más que otra ficción de posibilidad en un mundo de ficciones e irrealidades.

El cristianismo progresista, decía antes, puede ser una coartada, de hecho es una situación de recambio de que puede disponer la Jerarquía. Dentro de la radical peculiaridad de lo español, que no es más que lo general retrasado por lo que tan difícil suele resultar encajarlo, es válido lo que en la revista Triunfo –15-6-65– afirmaba Miret Magdalena: «Cuando se habla de integrismo religioso nunca se debe uno referir a determinada idea política discutible, pero perfectamente legítima en un católico. Estos serán [80] integristas en el campo de lo civil; pero no es ése el plano de la actuación de la Iglesia, porque ella «siempre rehusa comprometerse en las soluciones técnicas que tocan a la organización civil de las cosas de este mundo» (Monseñor Gueny).

Un análisis detallado de los documentos de la Jerarquía en estos veinticinco años demostraría palpable y cronológicamente hasta que punto se ha abusado de este juego mientras ha resultado favorable. La J.O.C. y la H.O.A.C. nacen paralelamente a unos sindicatos a los que se da consideración global de cristianos pero en ocasiones en competencia con ellos. Lo que no quita para que cuando el paso dado por sus militantes sea demasiado largo les recuerden que son meramente organizaciones de apostolado. Lo que tampoco quita para que situaciones económicas tan degradadas como las que han denunciado los falangistas de Sindicalismo jamás las haya denunciado la Jerarquía de la Iglesia española. Es que entonces su misión no es la de «intervenir en las técnicas de la organización civil» de la sociedad. Bien. Pero en cambio la propiedad privada, que es una técnica de organización civil de la sociedad, sigue siendo periódicamente defendida y hasta exaltada. Según Monseñor del Pino, obispo de Lérida, es una forma de alabar a Dios. Otra vez pesas y medidas diferentes. Una jerarquía que ahora denuncia con más frecuencia circunstancias meramente políticas, aunque ella siga siendo formalmente la misma de antes, pero capaz de decir con Monseñor Gúrpide, Obispo de Bilbao: «Es menester cortar como sea el mal, y después entrarán las razones; que si esperamos a que salga de dentro y del fondo del alma de cada cristiano (los subrayados son míos) esto acabará de hundirse en la barbarie de Rusia y del paganismo»; afirmación, relativa además a un tema banal, que no rehusa comprometerse en la «organización civil» y que subraya su confianza en los cristianos, la libertad individual de cada conciencia y demás «pamplinas conciliares» como algún sacerdote ha dicho; completando Monseñor Gúrpide el perfil netamente político de sus palabras cuando dice más crudamente todavía: «La cosa está clara. Estilo español. El palo cuando haga falta para meter en seso a los desaprensivos»; la forma es pastoral a más no poder, y nos concede una triste paternidad sobre la violencia para que nadie después se pueda hacer de nuevas.

Esta situación muestra, un dato tras otro y se aborde por donde se aborde, la necesidad de la opción individual. Pero puesto que cada uno es incapaz de ser útil individualmente, y admitido que la Iglesia «siempre rehusa...», el cristiano tiene o que renunciar a participar en esa organización o aproximarse a técnicas distintas, excluyentes si se aceptan como formas totales que no admitan concurrencia intelectual, pero necesarias para el que quiera participar en un desarrollo progresista del mundo en que vive. Sólo en tanto el cristiano mantenga su adopción espiritual pero encarne su acción temporal en el más adecuado instrumento material, ese cristiano será útil a la fracción de la Humanidad que le rodea. Mientras, no hará más que justificar con su distanciamiento inútil la aproximación masiva de otros cristianos a las fuentes del poder arbitrario y al sostén de unas estructuras que [81] considera poco dignas, injustas, y en total desacuerdo con lo que juzga exigible por un cristiano.

Pese a desconocerse en España, esto ha sido así entendido por parte de algunos católicos en Cuba, que han optado individualmente por una concreta situación revolucionaria. En Cuba, donde no ha existido persecución a los católicos salvo a los directamente implicados en acciones políticas contrarevolucionarias, han sido los católicos quienes corporativamente han elegido distanciarse de su misión entre el pueblo para marcar su oposición política respecto al socialismo cubano; pero ha habido sin embargo quienes manteniendo su espiritualidad individual de católicos han permanecido en los puestos de trabajo que les ha correspondido dentro de la planificación socialista de la nueva sociedad. Estos no son católicos progresistas agrupados como tales, sino miembros de una comunidad humana que marcha por el camino del socialismo, que utiliza esa técnica de organizar su sociedad ; aunque este esfuerzo esté en su caso teñido de amor a Cristo o del cumplimiento más adecuado del mensaje evangélico.

Un periodista tan poco sospechoso y tan bien informado como Claude Julien ha publicado unas crónicas en Le Monde que no han sido ni comentadas ni citadas siquiera en España. En una de ellas –6-3-65– habla de la Iglesia perseguida, y entrecomilla esa palabra; tocando un tema que entre nosotros se cita cada día, bien que se haga con un escaso bagaje de información y con pocas ganas de saber si esa información es cierta. «La víspera de la revolución ejercían su ministerio en Cuba setecientos cincuenta sacerdotes. De hecho, un poco más de la mitad enseñaban en colegios dedicados, en su mayoría, a muchachos de la buena sociedad exilada hoy en Miami, en Nueva York, en Caracas o en Puerto Rico. Durante este tiempo, en un país de siete millones de habitantes, el campo carecía gravemente de sacerdotes, hasta el punto de que los hijos de los campesinos estaban muy raramente bautizados.» Los jesuitas norteamericanos, en su revista América, reconocían que nunca han sido los practicantes más que una pequeña minoría; un 1 ó 2 % en algunas parroquias de La Habana, menos aún en el campo. El número de sacerdotes ha bajado a medida que bajaba también la clientela, pero sólo ciento diez sacerdotes y un obispo han sido expulsados por el gobierno de Castro, tras ser declarados culpables de actos políticos hostiles. Los demás son ellos quienes se han marchado voluntariamente. Pero ¿por qué? Julien cuenta un hecho revelador: «En La Habana, religiosas que poseían una clínica donde atendían enfermos recibieron durante meses cartas de la superiora general pidiéndolas que huyeran del país. Después de largas dudas tres cuartas partes decidieron marchar. Las restantes continuaron, siendo urgidas para que abandonaran el país: la casa madre pagaba su viaje en avión. Pero las religiosas se negaron, lamentando únicamente ser cuatro veces menos numerosas para hacer el mismo trabajo». Ellas se explicaron, aclararon que no las perseguía nadie, que no habían recibido presión alguna; la superiora fue a Roma y volvió. Explicó que aceptando ellas las técnicas de organización civil de la sociedad cubana [82] se aceptaba que ellas fueran no sólo individualmente católicas sino incluso tan militantes de una religión como pueden ser quienes se encuentren disciplinadamente encuadrados en órdenes y obligaciones. Con unas palabras o con otras eso es lo que dijeron. Pero muchas abandonaron pese a las peticiones de que se quedaran por parte de las autoridades cubanas. Y de todas formas los comentarios siguieron siendo los mismos en los estamentos religiosos «oficializados»: persecución, expulsión, violencia. Y observa Julien: «Los superiores de las órdenes religiosas se prestaban así a una operación política que no podía a la larga más que volverse contra ellos, y, bien entendido, contra la misma religión».

Podría decirse entonces que si se acepta la más adecuada técnica para la organización civil de la sociedad, será posible tener que plantearse la necesidad de que ese instrumento conduzca a una restricción aparente o real de la religiosidad. Aunque a mí personalmente siempre me sorprenden los comentarios sobre la pérdida de la religiosidad en tal o cual país en revolución. Volviendo a los datos cubanos ¿qué religiosidad podía haberse suprimido si apenas existía, según han reconocido fuentes precisamente religiosas? Me sorprenden afirmaciones como «es cierto que se nota un aumento de la solidaridad entre las gentes, una mayor preocupación por el prójimo y los problemas de la colectividad, pero está en trance de desaparecer la religiosidad». Y todo porque no se pueden encender unas velas alrededor de unos iconos el tercer martes de febrero, por ejemplo. Creo que a partir de la aceptación de la ficción de «pueblo cristiano» ya es fácil imponer la de «pueblo descristianizado».

El progresismo termina cuando se identifica con los instrumentos precisos para luchar por el progreso de los hombres y de las ideas. Es como el camino hacia un campo de batalla. Por mucho que se retrase la opción alguna vez hay que llegar a ese campo y elegir bando. Participar en un lado o en el otro de la más importante aventura de la Historia, la de la batalla en torno a una desenfrenada civilización del dinero, de los intereses económicos, del racismo como pretexto para la dominación material, de tantas técnicas de opresión, de explotación y deshumanización como se puede llegar incluso a sancionar con una presencia ambigua que permita creer que existen actitudes intermedias. Hay caminos distintos en tiempo y espacio pero sólo esas dos actitudes entre las que definitivamente optar. Aunque para un cristiano eso suponga la certeza de un penoso drama vivido día a día.


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