Historia del Partido Comunista de España 1960

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Capítulo segundo
La República

Los gobiernos republicanos de izquierda

El principal significado político-histórico del 16 de febrero es que había abierto una posibilidad de desarrollo pacífico, constitucional y parlamentario de la revolución democrática en España.

Por eso había luchado el Partido Comunista. Eso es lo que querían las fuerzas obreras y democráticas y lo que quería el pueblo español.

Pero las elecciones, el triunfo electoral del Bloque Popular, no eran una meta en sí. Eran un punto de partida.

Seguían planteados los mismos problemas. El «Bienio Negro» no había resuelto nada. Al contrario, había agravado considerablemente la situación de las masas de la ciudad y del campo.

La amnistía, la cuestión agraria, la cuestión nacional, el problema del paro y de los salarios de hambre, continuaban reclamando una inaplazable solución.

Las masas, con grandes manifestaciones en las calles, impusieron la inmediata liberación de los presos políticos; la amnistía fue legalizada «a posteriori».

Las masas impusieron también la inmediata dimisión del Gobierno Portela Valladares. Azaña formó un Gobierno republicano de izquierda, que contaba con el apoyo del conjunto de las fuerzas integrantes del Frente Popular.

¿Qué causa determinó el hecho, sin duda lamentable, de que la clase obrera no participase ni en el Gobierno Azaña ni en el que se formó más tarde bajo la presidencia de Casares [114] Quiroga, al ser Azaña elegido Presidente de la República? La causa debe buscarse en la actitud adoptada tanto por los partidos republicanos como por el socialista.

Los primeros alegaban que la fórmula «Gobierno republicano puro» les permitiría «aplacar» o «amansar» a la reacción.

En el Partido Socialista los centristas consideraban que correspondía a la burguesía republicana dirigir el Gobierno de la República; y si pensaban en colaboraciones ministeriales, era al estilo de 1931, o sea liquidando lo nuevo que el Frente Popular había aportado a la política española, y haciendo una vez más del Partido Socialista el servidor de los intereses de la burguesía.

Los «caballeristas» rechazaban la colaboración con los partidos republicanos en nombre de un obrerismo ultraizquierdista. Pero, en el fondo, su concepción se parecía a la de los centristas: creían que después de una etapa de Gobiernos republicanos, el Partido Socialista sería llamado a gobernar, lo que representaba el principal objetivo de Largo Caballero. No comprendían que la política de Frente Popular, la unidad de acción entre el PCE y el PSOE, creaban la posibilidad de una nueva forma de colaboración de los partidos obreros y de los partidos republicanos, colaboración en la cual la fuerza dirigente no fuese ya la burguesía, sino la clase obrera.

El Partido Comunista formuló en diversas ocasiones la idea de un Gobierno popular en el que estuviesen representadas las diversas fuerzas sociales que componían el Bloque Popular. Pero la posición de los otros partidos imposibilitó que tal idea pudiese cuajar en aquel momento.

Ante los Gobiernos Azaña y Casares Quiroga, el Partido Comunista adoptó una política basada en la fidelidad al Pacto del Bloque Popular, en la lucha por conseguir la aplicación del Programa definido en dicho Pacto.

En marzo de 1936, se celebró en Madrid un Pleno ampliado del Comité Central del Partido, con la participación de delegaciones de las provincias y de los Partidos de Cataluña, Euzkadi y Marruecos. La resolución del Pleno ponía de relieve el crecimiento de la actividad política de la clase obrera, de los [115] y las capas medias que el triunfo del Frente Popular había provocado. Al mismo tiempo, comprobaba la gravedad de la situación que se estaba creando en España como consecuencia de las maniobras conspirativas y provocadoras de las fuerzas reaccionarias y fascistas.

Dichas fuerzas se entregaron afanosamente a ultimar la preparación de la sublevación militar –que ya venían proyectando con anterioridad– desde el momento mismo de ser conocido el triunfo electoral de las izquierdas.

El primer intento tuvo lugar a raíz del 16 de febrero; el plan era aprovechar el «interregno» constitucional de un mes entre las elecciones y la reunión del nuevo Parlamento para declarar el «estado de guerra» y dar un golpe de Estado. El general Franco era uno de los comprometidos en el complot.

Pero las masas desbarataron ese plan. El Partido Comunista les había prevenido del peligro. En cuanto se conoció el resultado electoral, una verdadera marejada humana invadió la calle. El pueblo impuso la formación inmediata de un gobierno de izquierdas.

La experiencia de 1931, de 1932 y del período 1934-36, había demostrado a las fuerzas fascistas y reaccionarias que solas, en un plano puramente nacional, no tenían fuerza suficiente para derrotar a la democracia. En el plano español, la democracia era incuestionablemente más fuerte que la reacción y el fascismo.

Y esas fuerzas, que pretenden monopolizar para sí el título de patriotas, recurrieron entonces a la ayuda extranjera para luchar contra el pueblo español. Se pusieron de acuerdo con los Gobiernos de Roma y Berlín para garantizar que la sublevación fascista en España y en Marruecos fuese respaldada por una ayuda y una intervención militar de Alemania e Italia contra la República española.

En España, la preparación de la sublevación se llevaba a cabo aceleradamente, de todas las formas posibles. Los preparativos específicamente militares corrían a cargo de los generales de la casta africanista (Sanjurjo, Franco, Mola, Goded, &c.), muchos de los cuales conservaban mandos importantes. [116]

Al mismo tiempo, los fascistas y reaccionarios realizaban provocaciones de todo género: se cerraban fábricas, se despedía a los obreros, dejándoles sin trabajo; se aceleraba la fuga de capitales; se prolongaban las huelgas, rechazándose las más mínimas demandas de los obreros; los grandes terratenientes paralizaban las faenas agrícolas, agravando la miseria de las masas campesinas.

Pistoleros a sueldo multiplicaban los asesinatos y atentados contra dirigentes obreros y personas democráticas. Por todos los medios imaginables, los fascistas intentaban sembrar el desorden, hacer imposible el normal desenvolvimiento de una vida democrática en España.

Esta situación exigía imperativamente la adopción de medidas radicales para ahogar la conspiración fascista y asegurar la aplicación, con decisión y audacia, del Programa de Frente Popular. La política del Partido Comunista, ratificada por el Comité Central en su reunión de marzo de 1935, tendía precisamente a lograr esos dos objetivos que, además, en los hechos, aparecían estrechamente entrelazados el uno con el otro.

El Partido Comunista prestaba su apoyo leal al Gobierno para aplicar el Programa del Frente Popular. El Partido sostenía al Gobierno, en la calle y en el Parlamento, frente a los ataques de la reacción y del fascismo.

Pero ese apoyo no podía ser incondicional. Al concluir el Pacto del Frente Popular, el Partido no había hipotecado en modo alguno su independencia política. Es una cuestión de principio: un partido de la clase obrera, un partido marxista-leninista, al establecer compromisos con otras fuerzas, no puede, en ningún caso, sin caer en el oportunismo, abandonar su independencia, renunciar a elaborar y a defender ante las masas su propia política.

A la vez que apoyaba al Gobierno republicano, el Partido Comunista criticaba las cosas que no iban bien, presentaba al pueblo sus propias soluciones a los grandes problemas nacionales, movilizaba a las masas para que éstas presionasen sobre el Gobierno para exigir la aplicación del Programa del Frente Popular.

El Partido Comunista no olvidaba que la reacción, si bien había sufrido un serio golpe en las elecciones, conservaba su [117] poder económico y posiciones claves en el aparato estatal, principalmente en el Ejército.

La política propugnada por el Partido tendía esencialmente a privar a la reacción fascista de su base material y de la posibilidad de recurrir a la violencia contra el pueblo, a la guerra civil contra la República.

Eso sólo se podía hacer abordando de cara la solución de los problemas de la revolución democrática.

El PCE insistía particularmente en la necesidad de impedir la acción antirrepublicana de los grandes terratenientes que dejaban sistemáticamente sus tierras sin cultivar y decían a los campesinos: «Que os dé trabajo el Frente Popular». El Partido pedía que se emprendiese una verdadera reforma agraria, y lanzó la consigna: «Ni tierras sin cultivar ni campesinos con hambre», movilizando a las masas para aplicarla.

El Partido Comunista pedía medidas en favor de los parados, de los trabajadores en general. Luchaba para que se diese satisfacción a los anhelos populares, sobre la base de ejecutar el Programa del Bloque Popular.

El Partido realizaba una gran acción política independiente, entre las masas, acción que no debilitaba la unidad antifascista, sino que la fortalecía.

A pesar de que el Partido Comunista había conquistado una fuerza numérica considerable y gozaba de gran ascendiente entre las masas, ni un solo momento se apartó de lo que había constituido la base de la formación del Frente Popular, ni pretendió valerse de su influencia política para imponer condiciones al resto de los partidos republicanos y democráticos.

Consciente de que, en las condiciones de España y en la situación internacional compleja que entonces existía, la única política justa era el mantenimiento de la unidad de las fuerzas democráticas, el Partido dedicó a esta tarea sus mejores esfuerzos. Y más de una vez se vio obligado a pronunciarse contra voces aisladas, irresponsables, que en el campo republicano expresaban deseos larvados de romper la unidad que había dado la primera victoria a los partidos del Frente [118] Popular, con el pretexto de una independencia política que nadie mermaba ni restringía.

En ese período, un hecho nuevo en la historia del Parlamento español fue la presencia en su seno de una minoría comunista. Los diputados comunistas llevaron a las Cortes un espíritu nuevo, un estilo auténticamente popular; demostraron prácticamente cómo la acción parlamentaria puede ser una contribución eficaz al desarrollo de la democracia, a la movilización de las masas.

La minoría comunista contaba con 17 diputados, de los cuales cuatro han sido asesinados más tarde por los franquistas: Bautista Garcés (diputado por Córdoba), Cayetano Bolívar (diputado por Málaga), Daniel Ortega (diputado por Cádiz), Suárez CabraIes (diputado por Canarias). La reacción temía las constantes denuncias que de su criminal labor antirrepublicana hacían los comunistas en las Cortes. Los grupos de izquierda expresaban su respeto, y muchas veces su aprobación, cuando hablaron los diputados comunistas, en particular José Díaz y Dolores Ibarruri. Las intervenciones de los parlamentarios del Partido, ampliamente difundidas entre las masas, eran eficaces instrumentos para la orientación del pueblo.

La política de Frente Popular implicaba básicamente la intervención de las masas en la vida política en un grado muy superior a lo que se había conocido en cualquier período anterior. Los dirigentes republicanos desconocían por completo esta realidad. Su idea, y también la de no pocos dirigentes socialistas, era que el Frente Popular debía disolverse una vez pasadas las elecciones. O subsistir, a lo sumo, en el plano de la actividad parlamentaria.

El Partido Comunista consideraba, por el contrario, que era decisivo conservar, extender y consolidar el Frente Popular después de las elecciones, como un amplio movimiento organizado de las masas para la lucha contra el peligro fascista y para garantizar la aplicación del Programa del Frente Popular.

El Partido Comunista lanzó la consigna: «Ni una aldea sin Frente Popular». Esta consigna fue comprendida y hecha suya por las masas, y también por numerosos comités y [119] cuadros locales de los partidos de izquierda. Lejos de disolverse, el Frente Popular se fortaleció después de las elecciones, y fueron constituidos Comités de Frente Popular hasta en los pueblos más pequeños.

Se llevaron a cabo grandiosas manifestaciones de masas, como la que tuvo lugar en Madrid el 1 de marzo, en la que participaron 600.000 personas y el impresionante desfile del 1º de Mayo. Ningún Gobierno había contado en España con un apoyo de masas comparable al que tuvieron los dirigentes republicanos en ese período. Disponían de todos los elementos para haber podido desarraigar del suelo de España, si hubiesen actuado al estilo jacobino, las plantas venenosas del fascismo, asegurando así el desarrollo pacífico de la democracia. Pero no lo hicieron.

Y cuando, frente a los febriles preparativos de la reacción, era imperativo actuar con ritmo rápido y con pulso enérgico, los dirigentes republicanos aplicaban una política de blanduras y vacilaciones con respecto a la reacción; con pretextos legalistas demoraban, o realizaban sólo con cuentagotas, el Programa del Frente Popular, demostrando que nada habían aprendido de la triste experiencia del período de 1931 a 1935, en el curso del cual se habían dejado arrebatar la República.

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  Historia del Partido Comunista de España
París 1960, páginas 113-119