Diccionario apologético de la fe católica
Sociedad Editorial de San Francisco de Sales, Madrid 1890
tomo 1
columnas 110-139

El alma de los brutos

Tiene por objeto este artículo demostrar a todos aquellos que no encuentran sino semejanzas entre el hombre y el bruto, que entre uno y otro existen cuatro diferencias esenciales: el alma del hombre difiere esencialmente de la del bruto por las operaciones, por la naturaleza, por el origen y por el destino.

1° Admito, como se ve, que los brutos tienen alma. Al hacerlo así, no ignoro la desazón que causo a muchos espiritualistas, que no comprenden [111] cómo es posible, en buena lógica, dejar a salvo la preeminencia del hombre sobre el bruto, una vez que también a éste se le concede alma. Pero, por grandes que fueran los inconvenientes que resultaran de reconocer alma en el animal, no nos podríamos excusar de hacerlo así, si de ello encontramos una razón demostrativa: ahora bien, esta razón existe.

En efecto, el animal vive; luego tiene alma.

Por alma entendemos, en general, el primer principio de las operaciones vitales en los seres vivientes; principio que es distinto de las fuerzas físicas y químicas, como se demuestra por este argumento común a Santo Tomás y a Mr. Claudio Bernard; es a saber, que las propiedades características de los seres vivientes no pueden explicarse ni por la física ni por la química. (Véase el artículo Vida).

Si el alma no es otra cosa que el primer principio de las operaciones vitales, es evidente que habremos de admitir la existencia de un alma donde quiera que se produzcan operaciones vitales, como por ejemplo, fenómenos de sensibilidad, &c.

Ahora bien: tales fenómenos se producen en el animal tan perfectamente como en el hombre, y en ello nos confirman la anatomía y la fisiología comparadas. Deducimos, pues, que hay necesidad de reconocerle un alma.

Comprobada, pues, la existencia del alma, así en el hombre como en el bruto, ¿cabe señalar alguna diferencia esencial entre el alma del hombre y la del bruto?

Lo afirmo.

La primera diferencia esencial entre el hombre y el bruto consiste en que el hombre piensa y raciocina, mientras que el animal no practica ninguna de estas dos operaciones.

Se me preguntará desde luego qué entiendo yo por pensar y qué por raciocinar; voy a decirlo.

2° Pensar, según nosotros los escolásticos, es conocer lo inmaterial por medio de una facultad inmaterial. Siguiendo a Santo Tomás, contraponemos el pensamiento a la sensación o percepción sensible, caracterizada esencialmente por el hecho de tener [112] siempre por objeto un cuerpo, y por principio subjetivo un cuerpo también, quiero decir, un órgano.

De donde se sigue que, por pensamiento entendemos una percepción o conocimiento que tiene por objeto una cosa inmaterial, y por principio subjetivo una facultad inmaterial.

— Y ¿qué es raciocinar?
— Es inferir una verdad de otra por medio de un principio general expreso o sobrentendido. Al hablar así, no creemos se nos pueda objetar cosa alguna, puesto que no se trata todavía más que de una definición de nombre, y nos es permitido dar a los términos el sentido que nos plazca, a condición de hacer una advertencia, si es que nos separamos del sentido que se les da ordinariamente, lo que no tenemos que hacer en el caso presente.

Antes de probar que el hombre piensa y raciocina, y que el animal ni piensa ni raciocina, quisiera desarrollar algún tanto esta noción del pensamiento en el ser que raciocina, exponerla de algún modo, y hacer ver todo lo que se contiene en esas definiciones cortas que no ocupan más de una línea.

Me atrevo a suplicar se preste la mayor atención a estas explicaciones –muy metafísicas en el fondo, pero que no lo serán tanto en la forma,– porque, si no me equivoco, han de arrojar nueva luz a la vez, acerca de la diferencia irreductible que separa al hombre del animal, y del valor filosófico de esas fórmulas profundas sí, pero redactadas con un laconismo lleno de misterios que a cada paso se encuentran leyendo a Bossuet, Pascal o Descartes; fórmulas que estos jefes ilustres de la escuela espiritualista francesa emplean siempre que quieren marcar de un modo preciso lo que caracteriza el alma del hombre, y la coloca fuera de toda comparación con respecto a la del animal: «La razón humana es un instrumento universal que se ejerce en todas direcciones.» (Descartes). «En nuestra razón, una reflexión evoca otra reflexión, procediendo así hasta lo infinito y sobre toda clase de objetos.» (Bossuet). «El alma humana hace reflexión sobre todo y sobre sí misma.» (Pascal).

Pensar es concebir, es entender lo [113] inmaterial. Hay que notar, sin embargo, que una cosa, un objeto, puede ser inmaterial de dos modos: natural o artificialmente. Me explicaré: el honor, el derecho, el deber, el aprecio, el menosprecio, el orgullo, he aquí cosas inmateriales, y son inmateriales por naturaleza, por sí mismas, pues ninguna cosa material entra a constituir la esencia de las mismas.

Por lo contrario, supongamos que en virtud de una operación del entendimiento, un ser material por su naturaleza, como un caballo o un roble, se encuentra en alguna parte bajo la forma de noción o de concepto, con una manera de existir completamente ideal, absolutamente independiente de las condiciones de existencia propias a los cuerpos que están real y actualmente en el espacio. Este ser, por razón de su existencia completamente ideal, es también inmaterial. Mas no lo es por su naturaleza, sino por efecto de una operación del espíritu, de una especie de preparación (Santo Tomás, Cont. Gent., lib. II, c. 60) que la filosofía explica: lo es artificialmente.

Pensar, pues, será concebir lo inmaterial puro, o también, según añade Santo Tomás, lo material, con tal que se presente de un modo inmaterial. Vel ipsnm materiale immaterialiter. (Comp., Platón. Repub., VII. –Taine, de l’Intelligence, 4.a edic., p. 34-38). Explanemos lo que supone esto de concebir una cosa material de un modo inmaterial, y con aquella existencia completamente ideal de que antes hablábamos.

La existencia actual y material en el espacio individualiza y concreta el ser, es decir, que le constituye individual y concreto. «Un ser, por el mero hecho de constar de materia, ocupar tal o cual lugar del espacio, subsistir en tal o cual momento de tiempo, y poseer tal número determinado de propiedades, de cualidades y de relaciones, es necesariamente único; es una existencia que no puede hallarse más que una vez, dado el conjunto de circunstancias que la acompañan; es, pues, una existencia necesariamente individual y concreta, y, si me es lícito hablar así, irrealizable en más de un ser.

Si, pues, se concibe un ser material, [114] no con la existencia circunstanciada que posee fuera del espíritu, en la realidad, sino con una existencia completamente ideal en que ya no aparece ligado a la materia, a tal punto del espacio, a tal instante del tiempo, ni con propiedades, cualidades y relaciones determinadas, este ser, en vez de ser individual y concreto, aparece inmediatamente como abstracto y universal; es decir, pudiendo reproducirse, repetirse en los individuos un número indefinido de veces: así el triángulo, el círculo, la palanca, entendidos de un modo general y abstracto.

Hay que decir, pues, que si pensar es concebir lo inmaterial, es también, por lo mismo, concebir lo abstracto y lo universal.

Pero hemos de decir algo más.

En los seres debidamente constituidos y en estado normal, la actividad que les es propia se ejercita espontáneamente hasta el completo desarrollo de los mismos, y las funciones inferiores se cumplen y ordenan por sí mismas, según lo que reclaman las funciones superiores, a menos que circunstancias exteriores desfavorables se opongan a ello.

Así, la planta se alimenta, saca su tallo y sus hojas, produce y madura su fruto tan naturalmente como el astro despide su luz, como la nube derrama su lluvia, como el hidrógeno y el oxígeno se combinan por la acción de la chispa eléctrica. Así, en el animal, las fuerzas físicas y químicas preparan el órgano, el órgano la función, y las funciones más bajas aquellas otras más elevadas. He aquí lo que han observado todos los hombres que pasan por haber estudiado el mundo a la luz del genio; lo que decía Alberto Magno al exponer la hermosa economía de la actividad humana (De Anima, lib. III, t. V, c. 4); lo que decía M. Claudio Bernard, cuando describía el processus de la vida (La Science experimentale, Definición de la vida); lo que canta Dante Alighieri en sus versos inmortales, cuando nos presenta todas las naturalezas, desde el origen de ellas, ordenadas entre sí e inclinadas a la acción por el poder eterno, y cada una impulsada por secreto instinto hacia la perfección que le ha sido concedida. [115]

Onde si muovono a diversi porti
Per lo gran mar dell’esser e ciascuna
Con istinto a lei dato che la porti.

Explíquese como se quiera este hecho, siempre la verdad de su existencia resulta fuera de toda duda, y por todos reconocida. Todo ser se dirige a la acción por una espontaneidad de naturaleza, y si está bien constituido y colocado en un medio propicio, su actividad se desarrolla siguiendo un orden perfecto en el sentido de la perfección particular propia de su especie.

Supongamos, pues, al ser que piensa y raciocina, en las condiciones, ya internas, ya externas, normales y favorables. Las nociones, los términos, no podrán quedar aislados en un espíritu dispuesto para el raciocinio. Ellos se concertarán y ordenarán entre sí de modo que formen juicios; y como quiera que los términos que entran en estos juicios son generales, los juicios mismos serán también generales, universales. Pongamos por ejemplo las ideas de todo, de parte, de magnitud. Con estos tres términos el espíritu obtendrá seguidamente este juicio general: el todo es mayor que su parte.

Supongamos también las nociones de causa, de efecto, de proporción: tan pronto como se hayan concebido, provocarán este segundo juicio, universal como el primero: todo efecto tiene una causa proporcionada.

Pensar, pues, no es sólo concebir lo inmaterial o poseer nociones universales, conceptos generales; es concebir, es formular principios, axiomas. Y yo añado, porque esto es una nueva consecuencia no menos necesaria que las anteriores: es poseer la llave del saber, es dominar el secreto de la ciencia.

Un principio, no hay necesidad de decirlo, es un saber en potencia, es algún conocimiento en germen. La ciencia está en el principio como el movimiento en el resorte y en el vapor, como la llama en el combustible, como este hermoso panorama del mundo en el sol que nos lo revela. Y cuando el principio es completamente universal y absoluto, es un sol que puede dirigir sus rayos en todas direcciones y esparce su luz en todas las regiones de la verdad. [116]

Estos dos principios, por ejemplo: «nadie da lo que no tiene»; «todo efecto reconoce una causa proporcionada», son y han sido siempre verdaderos, en todas partes y en todo orden de cosas. Cuando el espíritu se halla en posesión de éstos y otros parecidos, puede, pues, no sólo escudriñar lo que hay en sí mismo y lo que existe por debajo de él, sino también abrirse nuevos y luminosos caminos que le conduzcan a realidades que existan tal vez en un mundo superior.

Este progreso en la ciencia se realizará sin duda alguna, porque no hablamos de un espíritu que piensa solamente, sino que raciocina además; es decir, que procede de lo conocido a lo desconocido valiéndose de lo que sabe para llegar al conocimiento de lo que no sabe.

El espíritu se considera a sí mismo. Siendo inmaterial puede replegarse sobre sí mismo, observar sus actos y sus estados. Observará, pues, estos actos y estos estados; y luego, relacionando con estos datos de la experiencia el gran principio de «que todo hecho tiene una causa proporcionada», se formará idea de su naturaleza espiritual.

Además, si se halla unido substancialmente a un cuerpo, no simplemente introducido en un cuerpo, observará los fenómenos del cuerpo que él anima, como ha observado sus propios accidentes, y hará esfuerzos por descubrir la naturaleza de su cuerpo, como los hizo para descubrir su propia naturaleza.

Por la consideración de su cuerpo, ha llegado ya a la noción abstracta del ser material; ya conoce, pues, lo que los demás cuerpos tienen de común con el suyo. Aquello en lo que se distingue, ya lo aprenderá por la experiencia externa. Pero no se detendrá aquí.

Cuando haya observado los hechos en sí y fuera de sí, cuando los haya generalizado, entonces los comparará, los clasificará, verá que unos son antecedentes necesarios de otros, y llegará de este modo a concebir las leyes que rigen su actividad y las de otras substancias.

Y si vive en sociedad con otros espíritus unidos como él a un cuerpo, habiendo aprendido al observarse a sí propio por qué signos exteriores se [117] traducen naturalmente los pensamientos y las disposiciones de su alma, y observando e interpretando estos mismos signos en los demás, conocerá a sus semejantes poco más o menos como se conoce a sí mismo.

He aquí, pues, la serie de progresos que debe realizar en virtud de «su naturaleza el ser que piensa y raciocina.

Se conoce a sí mismo, conociendo su actividad y sus leyes.

Conoce los cuerpos, la actividad y las leyes de los mismos.

Conoce las demás naturalezas inteligentes, la actividad y las leyes de las mismas.

Mira todavía por encima de sí, para ver si su existencia finita y limitada tiene su explicación y su principio en una existencia más alta. ¿Va ya con esto a detener su marcha? ¿Estará cerrado en adelante para él el camino del progreso?

No. Viviendo, como le suponemos, acompañado de otras naturalezas inteligentes como él, y en medio del universo, sentirá bien pronto que le sería útil sobremanera cambiar con sus semejantes algunos pensamientos, y poder, en cierta medida, recular y dirigir la acción de los seres que le rodean.

He aquí el doble progreso que aspira desde entonces a realizar, y que realizará sin duda alguna con las nociones generales y los principios que posee. A los signos naturales por los que ha visto que expresaba él mismo sus pensamientos, añadirá otros signos convencionales, y, combinando de distintos modos las actividades y las leyes que ha observado en el mundo, llegará a regular un tanto, según sus deseos, la sucesión de los acontecimientos.

¿Se han expuesto ya con esta serie de deducciones rápidas, todo el alcance, la plenitud del sentido que encierran aquellas dos palabras, pensamiento y raciocinio?

Fijaos en el más humilde pensamiento, escoged la última de las naturalezas que piensan y raciocinan, el espíritu que menos sobresale de la materia, suponiéndole, como yo le supongo, en condiciones favorables al desarrollo y a1 ejercicio de su potencia.

Es un espíritu, y como tal piensa y raciocina: [118]

Luego conoce lo inmaterial;

Luego conoce lo abstracto, lo universal;

Luego formula principios generales.

Luego de los fenómenos que él observará en sí y en los seres que le rodean, inferirá cuál es su naturaleza y la de los seres que ve a su alrededor;

Luego le veremos investigar su origen y su principio.

Luego descubrirá las leyes que regulan su actividad y la de los demás seres;

Luego inventará signos con que manifestar sus pensamientos e impresiones;

Luego tratará de modificar, de dirigir a su provecho los fenómenos de la naturaleza.

Iba a omitir un punto esencial. Pensar es concebir lo abstracto, lo general. El que piensa, pues, no sólo conoce tal bien concreto, sino el bien abstracto, general, universal, absoluto, perfecto. De aquí esta consecuencia capital: el ser que piensa, puesto en presencia de algún bien particular finito, cualquiera que éste sea, no se halla nunca necesariamente impelido a quererlo y perseguirlo. Y en efecto, todo bien finito, por lo mismo que es finito y no realiza todo el ideal de la bondad, presenta por este lado una imperfección que puede ser para la voluntad motivo de aversión y de disgusto, y dispondrá siempre de una acción sumamente débil para vencer la resistencia que pueda oponerle una facultad cuya naturaleza tiene por objeto adecuado el bien universal y perfecto (Santo Tomás, 1ª, 2 ae q. XIII, art. 6).

Pensar, pues, es también ser libre, no con relación al bien ni a la felicidad en general, sino con respecto a la elección de los bienes particulares y de los medios que pueden conducir al bien, a la perfecta felicidad.

Ya sabemos, por consiguiente, lo que encierra naturalmente la noción de pensamiento y de raciocinio. Sabemos más: sabemos cuáles son los signos, cuáles son los indicios seguros que nos darán a conocer si un ser piensa y raciocina.

Hay pensamiento y raciocinio allí donde aparecen nociones abstractas universales, allí donde se muestra un [119] progreso en la ciencia, pero un progreso que, haciendo que se pase del conocimiento de los hechos al de las leyes, y del conocimiento de las leyes al de los hechos por una serie de operaciones delicadas y complejas, es lento y laborioso cual una conquista; pero un progreso cuyo principio, cuyo resorte, digámoslo así, se halla al arbitrio del ser que lo realiza, y no tiene en cada circunstancia, por causa determinante inmediata, un impulso ciego de naturaleza o una violencia que le viene de fuera; un progreso, en fin, que en el orden práctico se traduce por la investigación en todos sentidos y por la invención de lo que puede ser útil y agradable, a fin de perfeccionar el comercio social y mejorar las condiciones de la existencia.

Por lo contrario, allí donde todo se explica por nociones concretas, donde todo saber es innato sin haber aprendido cosa alguna, y donde se ignoran invenciblemente las leyes y razones de lo que se hace y de lo que acontece, allí donde existe la inmovilidad, la uniformidad, y a despecho de las más vivas solicitaciones y de las circunstancias más favorables, la carencia total de invención y de progreso consciente y reflexivo, donde nada se sale de la marcha ordinaria, allí no hay pensamiento ni se da raciocinio.

Vamos a resumirlo todo en una palabra.

El progreso de un ser, es decir, el adelanto consciente, reflexivo, calculado, querido libremente en cuanto a los detalles, por todos los caminos de la ciencia, de las artes y de la civilización; es el efecto seguro y el sello infalible del pensamiento y raciocinio ejercitándose en condiciones normales y favorables.

Sentado esto, podemos ya resolver la cuestión: ¿el hombre y el bruto piensan y raciocinan?

3° En cuanto al hombre, no hay cuestión. Su espíritu, así como sus discursos, están llenos de términos generales y abstractos. Las ciencias de que trata, aun las de observación –y en esto debieran haber reparado los positivistas– versan sobre abstracciones. ¿Qué es la botánica orgánica en general? Un estudio de las plantas en que se [120] hace abstracción de los caracteres propios de las diversas especies. ¿Qué es la zoología orgánica? El estudio de los animales en general, el estudio de la animalidad tomada en sí misma. ¿Qué es la biología? El estudio de la vida, abstracción hecha del sujeto en que reside, sea hombre, planta, o animal.

Y los principios, ¿no estamos invocándolos a cada momento todos, filósofos y sabios, sin distinción de escuelas? Principio de contradicción, principio de causalidad, principio de razón suficiente.

Poseyendo el hombre las nociones generales y los principios transcendentales, no podía permanecer estacionario y uniforme ni en su saber ni en su obrar. Su misma naturaleza le prescribía el progreso. Y en efecto, ha avanzado en su camino.

Desde luego se miró y se escuchó a sí mismo. Viose de pronto henchido de asombrosos pensamientos, así por el número como por la variedad de los mismos; pensamientos que hacían de él un espectáculo sucesivamente encantador y terrible, humilde y grandioso, risueño y triste al mismo tiempo: sintióse afectado por extrañas impresiones, impresión de amor y de odio, impresión de confianza y de temor, de felicidad y de amargura, de indignación y de esperanza. Al lado y por debajo de estos fenómenos observó otros de una naturaleza menos elevada; porque su cuerpo se mueve y vibra, sufre, goza, desfallece y se reanima.

Y el hombre, al sentirse autor y objeto al mismo tiempo, de estos acontecimientos tan diversos, se preguntó a sí mismo qué era él.

Pero no ve, no percibe el fondo de su naturaleza bajo la cubierta de los fenómenos que la envuelven. ¿Deberá, pues, limitarse a registrar hechos?

¿Permanecerá siendo un misterio para sí mismo?

De ningún modo.

Va a echar mano de un principio, como se coge una vela para alumbrar en un lugar obscuro, y mediante el raciocinio llegará hasta las profundidades a que no podía llegar la observación directa.

Y se dirá: todo fenómeno tiene una causa, y una causa proporcionada. Y a la luz de este axioma, penetrará en [121] su naturaleza y se verá a sí mismo, notando su maravillosa unidad, resultado de dos principios, materia y espíritu, ligados, entrelazados, fundidos por tan admirable manera, que de tal fusión resulta una sola substancia, doble en su base, una y simple en su coronamiento; porque, en el hombre, el espíritu no está como anegado en la materia, a la que penetra y vivifica; sino que sobresale por encima del cuerpo en que se halla, según la bella expresión de Dante Alighieri, «como el nadador en el agua.»

De la ciencia de su naturaleza, pasó el hombre a la ciencia del mundo. Aquí también, se presentan fenómenos más numerosos aún, y no menos sorprendentes. Al contemplarlos, concibió el hombre el deseo de conocer la naturaleza de esos cuerpos, que son su teatro y su principio.

Pero he aquí que le sale al paso la dificultad de antes: no ve más que fenómenos. ¿Cómo descubrir la fuente? Pues hará como hizo antes: se servirá de los principios como de proyecciones luminosas, y ahuyentará las tinieblas en las regiones profundas de la realidad corporal, y descubrirá el átomo que la observación no puede alcanzar a ver, y en el átomo, la materia y la fuerza que constituyen su esencia.

A medida que su ciencia se acrecienta, le espolea más y más el deseo de saber, proponiéndose infinidad de cuestiones. Se pregunta muy especialmente de dónde procede él y de dónde procede el mundo. Y siempre el mismo principio que estimula su curiosidad, sirve también para satisfacerla.

«No hay efecto sin causa.» Ahora bien: el hombre es un efecto, el mundo es también un conjunto de efectos. ¿Cuál es pues la causa del hombre y del mundo? Y a estas alturas se sirve del raciocinio y llega no sin esfuerzo a esta conclusión: que por encima y aparte de la serie de los seres contingentes y finitos, existe un ser necesario e infinito, de quien procede y depende todo lo existente.

Si tal ser existe, y el hombre se halla con respecto a él en tal dependencia, ¿no tendrá este hombre deberes que cumplir para con aquel? ¿No deberá adorarle por razón de su infinita [121] excelencia, darle gracias por el beneficio de la existencia que le ha dado y le conserva, suplicarle que continúe concediéndole sus favores? ¿Y no deberá también considerar la voluntad de Dios donde y como quiera que se manifieste, como una ley sagrada?

Mas si el hombre sabe, también obra; y así como progresa en la ciencia, debe progresar en la acción.

El hombre está hecho para vivir en sociedad, y así vive en efecto. Sólo en sociedad puede encontrar su naturaleza el debido desarrollo, y sólo en sociedad también puede proporcionarse, con la seguridad, los medios de vivir felizmente.

Ahora bien: la primera condición para que la sociedad le proporcione todas las ventajas que tiene derecho a sacar de ella, es que pueda fácilmente entrar en comunicación de ideas con sus semejantes. El hombre, pues, debió sentir la necesidad de crear signos por medio de los cuales pudiese transmitir su pensamiento.

¡Y cuánto ha trabajado para esto! ¡Con qué cuidado, con qué constancia va perfeccionando el lenguaje! ¡Cómo aumenta las palabras, modifica las frases y los giros a fin de poder expresar su pensamiento con los más delicados y finos matices de expresión!

No satisfecho de poder comunicarse con sus contemporáneos, buscó y encontró medio de dar fijeza a la palabra por medio de la escritura, y de establecer un comercio intelectual entre hombres separados por una larga sucesión de siglos. Con la escritura podía ya comunicarse a distancia, pero era necesario un tiempo muy largo para transmitir sus escritos; a este inconveniente proveyó inventando el telégrafo.

Desgraciadamente el telégrafo, con sus signos, no permite oír la palabra, que es la vibración del alma: por esto ha inventado el teléfono.

Pero el teléfono presenta el inconveniente de que la palabra no puede percibirse sino en el momento en que la pronuncia el que habla; y lo ha remediado inventando el fonógrafo, que fija la palabra sonora, como la escritura fija la palabra gráfica, permitiendo de este modo el citado instrumento guardar la palabra en cartera. [123]

Estos inventos admirables nos manifiestan ya las conquistas verdaderamente asombrosas que el hombre ha conseguido en el dominio de la naturaleza.

Empezó por estudiar en ella las grandes leyes y las grandes fuerzas; con sublime entusiasmo se lanzó al descubrimiento en todas direcciones; exploró los lugares solitarios y desiertos, afrontó las iras espantosas del Océano, escudriñó la inmensidad de los cielos, las simas profundas del abismo, observándolo y anotándolo todo. Cuando ya se encontró frente a seres inaccesibles a su mirada, recurrió a las luces de su razón y creó una ciencia maravillosa para llegar a conocer con rigurosa exactitud la sucesión de los fenómenos.

En la actualidad conoce la tierra hasta sus últimos confines; conoce el cielo visible en el detalle de sus movimientos y en el conjunto de sus leyes. Calcula la distancia de los astros, conoce igualmente el peso de los mismos.

Conociendo las grandes fuerzas del mundo y el modo como estas se desarrollan, el hombre ha concebido la atrevida empresa de encauzarlas y dirigirlas para su propia utilidad. Efecto de ello ha sido hacer funcionar estas fuerzas como el maquinista hace funcionar las partes todas de una máquina; y de aquí las maravillas contemporáneas en las aplicaciones de la ciencia: la electricidad, el calor, el movimiento, el aire, el agua, todas las energías han venido sucesivamente a ponerse al servicio del hombre, a someterse a su voluntad y aun a su capricho, a subvenir a sus necesidades o a amenizar su existencia.

Ya se ve, pues: el hombre significa el progreso en todas direcciones. El hombre es, pues, esencialmente progresivo. Progresa en la ciencia y progresa también en la acción, en la práctica. No posee su saber desde que nace, sino que aprende, se perfecciona, se forma a sí mismo.

El hombre, por consiguiente, no sólo tiene conciencia de que piensa y raciocina, sino que, además, presenta la prueba, la señal cierta, irrefragable de ello. El progresa con un progreso [124]consciente, reflexivo y calculado, querido libremente, universal.

¿Puede decirse del animal otro tanto?

4° Ábrase el libro más reciente del naturalista mejor informado de nuestra época, y léanse las descripciones que nos da de lo que se llama el carácter y costumbres de los animales que aparecen hoy a nuestra vista. ¿Hay siquiera un detalle de alguna importancia que no se encuentre ya en las descripciones de los naturalistas del último siglo? No.

Más aún: cójase a Buffon, y cuando se haya leído lo que escribió este grande hombre sobre los animales que muy impropiamente se llaman los más inteligentes, ábrase a Plinio el Viejo, y compárense las descripciones del escritor francés con las que compuso el escritor romano hace más de dieciséis siglos: no podrá menos de convenirse en que dieciséis siglos no han producido ni un sólo cambio apreciable en la manera de ser y de obrar de las bestias que se han observado.

Remontémonos aún más lejos; traduzcamos algunas páginas de la historia de los animales de Aristóteles. Por una parte creeremos leer a un escritor de nuestro tiempo, y por otra nos convenceremos de que los detalles suministrados por el filósofo griego se hallan en perfecta conformidad con lo que los antiguos monumentos de Egipto nos enseñan sobre los animales de fechas remotísimas.

Es, pues, un hecho indudable, que los animales, durante la larga sucesión de los siglos, no han llevado a cabo un sólo progreso notable.

Y téngase muy presente que cuando hablo de animales hablo de los «más inteligentes», usando el lenguaje que hoy se emplea, y hablo de aquellos que, sin duda alguna, se han encontrado en las mejores condiciones para el progreso. Hablo del mono, del perro, del elefante, del caballo. Hablo de las más hermosas razas de perros, de monos, de elefantes, de caballos; de las que viven en el más benigno de los climas, bajo el cielo más puro, y dejo escoger según que una u otra condición sea más o menos favorable al desarrollo intelectual, en sociedad o en el aislamiento; en el seno de la abundancia, [125] del reposo y de los placeres, o en medio de las fatigas de una existencia austera y miserable; en la paz o en la guerra.

En cualquier época, en cualquier lugar y en cualquiera circunstancia que se consideren, ¿podrá mostrársenos una sola de estas bestias que vaya caminando por la senda del progreso? No.

Una circunstancia excepcionalmente favorable para este progreso de los animales, y que debería producirlo necesariamente, si fuese posible y cupiese en la naturaleza, es el comercio de tales animales con el hombre. El hombre que piensa, que razona y que progresa en presencia del animal, no podría menos de conducirlo por el camino de su pensamiento y de su acción.

De hecho, el hombre no ha vivido nunca probablemente sin el animal. El perro, por lo menos, ha sido su fiel compañero desde los tiempos más antiguos. El ha visto, pues, al hombre fabricándose instrumentos adecuados para trabajar la piedra, la madera, el hierro; le ha visto pasar, gracias a su actividad y a su industria, de la penuria y escasez a la abundancia y a las comodidades, luego al lujo; él ha ocupado un sitio en su mesa y en su hogar; él le ha seguido a la caza, a la guerra, en los viajes, en las fiestas y asambleas públicas. El ha sido su compañero, y ¡cuantas veces ha ocurrido no tener a nadie más que a él por amigo y confidente! Ha sido, decimos, el compañero no sólo del pastor y del salvaje, sino también del artesano en su taller, del sabio en su gabinete de estudio, del general en el campo de batalla, del rey hasta en sus consejos.

El hombre no se ha contentado con exponer ante sus ojos las maravillas de su arte y de sus inventos: ha querido, además, instruirle, y ha recurrido a toda clase de medios para conseguirlo; caricias, golosinas, golpes, hambre, sed, estímulos de todas clases, amenazas, palabras, gestos de todo género. Y estos esfuerzos, estas tentativas de instrucción no se han empleado con individuos tomados casualmente y sin tino, sino que se han escogido los que parecían ofrecer más probabilidades de buen éxito. Y no se ha trabajado solamente con ejemplares aislados [126] y sin relaciones unos con otros, sino que tales trabajos se han operado a veces sobre los padres, y se ha querido darles permanencia en la raza, cultivando en los productos de una serie de generaciones las cualidades preciosas que se había pretendido desarrollar en los individuos, por una educación algunas veces secular. Los anales de la montería contienen sobre este particular los hechos más auténticos y curiosos.

Pues bien: con todos estos ensayos, con tanta habilidad y paciencia tanta, ¿hase podido conseguir que brillase una chispa de razón en uno sólo de estos cerebros caninos? ¿Hase visto una raza siquiera que llegase a producir, en un orden cualquiera de cosas, acciones tales que no puedan explicarse sin que se reconozca a los individuos de esta raza conceptos abstractos, ideas generales, universales, en las que se hayan inspirado para realizar por ellos mismos (ex propria inquisitione) un sólo progreso? Si tal raza existe, exhíbasenos: si no existe ya, que se nos diga dónde y cuándo ha existido. Que se nos muestre, bien en lo presente, bien en lo pasado, en Roma o en Atenas, en París o en Londres, la más rudimentaria obra de ciencia, el más ligero bosque de civilización, una sombra siquiera de teoría artística de que pueda gloriarse la más linajuda y escogida aristocracia canina.

El hombre ha influido sobre el animal; los distintos medios han influido también sobre el animal. Este ha sido modificado, mas no se ha modificado a sí mismo; ha sido cambiado y transformado, pero no se ha cambiado y transformado a sí propio. Si alguna vez ha llegado a ser más perfecto bajo ciertos aspectos, nunca ha dado prueba alguna de que tuviera ni conciencia ni voluntad del perfeccionamiento que recibía: ni más ni menos que lo que pasa con el árbol al que el jardinero dispone las ramas o hace cambiar las flores o las hojas. No es en él sino fuera de él donde se halla, no sólo la ocasión, sino también la causa determinante y la medida de los cambios que experimenta. No es él quien camina a la perfección «non progreditur», no se mueve a sí mismo «non se agit», sino que es impelido «sed agitur», porque [127] carece del principio general de todo progreso verdadero, del concepto general, de la idea.

Y si se perfecciona el animal, no es más que en un género determinado, con exclusión de los demás géneros. La araña tenderá mejor su tela, el ave construirá mejor su nido y el castor su morada: pero jamás se verá que ninguno de estos animales utilice ni uno sólo de los principios que supondría el progreso que realiza, caso de que tal progreso fuera inteligente, para adelantar en otro orden de actividad, a pesar de las ventajas que de ello reportaría; prueba es, pues, de que no ha realizado su primer progreso a la luz de un principio universal y trascendente. El progreso propio del animal es un progreso en línea recta, no el progreso en todos sentidos, el progreso irradiante, el verdadero progreso.

Es, pues, un hecho sobre el que no cabe siquiera discusión, que los animales más perfectos, colocados en las condiciones más favorables, permanecen extraños al progreso consciente, reflexivo y calculado, libre y universal.

Y bajo este supuesto, debemos concluir diciendo:

Luego los animales no piensan ni raciocinan, puesto que, en buena lógica, nosotros no debemos admitir la existencia de ninguna fuerza ni facultad, sino en tanto que a ello nos veamos obligados por la vista de los fenómenos que la suponen.

Véase, pues, que los principios y los hechos son los que nos conducen a semejante conclusión.

Al estudiar en abstracto la naturaleza y las propiedades esenciales del pensamiento en el ser que raciocina, como podríamos estudiar la naturaleza y las propiedades del círculo o del triángulo, de la fibra muscular o de la célula nerviosa, hemos visto que el progreso es al propio tiempo la consecuencia y el signo inequívoco del pensamiento y raciocinio, de tal suerte que el ser dotado de las citadas facultades, hallándose sano e íntegro, y colocado además en condiciones propicias, se perfecciona y adelanta en el saber, en la manifestación libre y voluntaria de su pensamiento y de sus sentimientos, en la industria y en todo cuanto concierne [128] a la civilización, por una ley tan fatal como la que hace caer la piedra en el aire y correr el agua hacia abajo.

Por otra parte, es un hecho constante que los animales que por voz unánime se cuentan entre los más inteligentes, el perro, por ejemplo, no han realizado el menor progreso en la ciencia, en el lenguaje convencional, en la industria. Tenemos, pues, perfecto derecho para decir después de esto:

Los animales ni piensan ni raciocinan.

Este argumento es decisivo; pero comprendo perfectamente que no resuelva todas las dificultades que en tal materia se suscitan. Pregúntase ciertamente, cómo negándose a los animales el raciocinio, será posible explicar todas las maravillas que practican a nuestra vista, y qué género de conocimiento hay que reconocer en ellos; porque, a la verdad, no es admisible que el bruto no conozca ni sienta más que un leño o una piedra.

Trataré de contestar a estas preocupaciones de ciertos espíritus.

5° Hablemos desde luego de las facultades que nos vemos precisados a reconocer en los animales. A seguida someteremos la tesis que sustentamos a la prueba de los hechos particulares.

Hay que reconocer desde luego a los animales –hablo de los animales superiores– con facultades de percepción, los cinco sentidos externos, vista, oído, olfato, gusto y tacto. Esto no necesita demostración.

Hay que reconocer también en ellos sentidos internos: la imaginación, todo el mundo sabe que los perros sueñan; la memoria, recuérdese el perro de Ulises; la facultad que los antiguos llamaban estimativa, y que no es otra cosa que la habilidad en distinguir los objetos útiles de los que les son perjudiciales; así sucede que el cordero huye del lobo, y que el pájaro elige la paja que necesita para hacer su nido; en fin, una especie de sentido general, central, sensorium commune, a donde, por una parte, confluyen para agruparse las impresiones aisladas de los sentidos particulares, y donde, por otra parte, vienen a repercutir los diversos accidentes del organismo, sano o enfermo, en movimiento o en reposo. [129]

Este sensorium commune es el que, agrupando las sensaciones especiales, permite que el animal se forme la representación íntegra de los objetos, la de un fruto por ejemplo, del cual el ojo ha percibido el color, el olfato el olor, el gusto el sabor, &c., y que, advirtiéndole del estado en que se hallan las diversas partes del organismo, le sirve para que pueda regirse como conviene, así en el conjunto como en los detalles.

Las facultades de percepción reclaman facultades de tendencia, o los apetitos correspondientes. Así vemos que a las percepciones sensibles de los diversos objetos se suceden en el animal emociones de las diversas pasiones: raptos de amor o de odio, accesos de ira, temblores de miedo, &c. Según esto, pues, el animal tiene una voluntad sensible, como tiene una facultad de percepción sensible.

Pero no es esto todo: debemos admitir que existe en cada una de sus facultades aquella tendencia a la acción, aquel impulso a cumplir los actos propios de su especie, que, se encuentra en todos los seres del mundo, y que hace que todos, al encontrarse en el momento oportuno y en las condiciones propicias, ejerciten espontáneamente la actividad de los mismos, cual si se vieran arrastrados por cierta fuerza natural, instinctu naturae.

Debemos también admitir que la actividad del animal, cuando en virtud de una causa cualquiera se ejercita constantemente en determinado sentido, puede modificarse tan profundamente, que contraiga ciertos hábitos o propensiones a obrar siempre en un mismo sentido, sean esas propensiones útiles o perjudiciales, defectuosas o no.

Tenemos que reconocer, por fin, que el animal, en algunos casos y en cierta medida, transmite sus hábitos o tendencias a sus descendientes por medio de la generación, hasta el punto que ciertos instintos se fijan en algunas razas en forma de cualidades o defectos, y resultan luego hereditarios.

Sería inútil insistir sobre estas aserciones plenamente justificadas y aclaradas tanto por la experiencia vulgar como por los datos corrientes de la zoología y anatomía comparadas. Mas no creemos ocioso añadir algunas [130] otras palabras para caracterizar con precisión las operaciones de estas facultades del animal.

Todas estas operaciones son del orden sensible, pues todas proceden de un órgano, y todas tienen por objeto alguna cosa no sólo material, sino también concreta, individual.

Así como el ojo jamás percibe el color en abstracto, sino tal color en tal objeto, así la imaginación del animal nunca percibirá el cuadrado en abstracto, sino siempre tal cuadrado de tales dimensiones; y la memoria le recordará siempre, no los conceptos de hombre, de caballo o de casa, sino de este hombre, de ese caballo, de aquella casa; y la estimativa a su vez, no se dará cuenta de la conveniencia, sino de la cosa que conviene. En una palabra: las facultades sensibles, los sentidos, así internos como externos, no perciben nunca las cosas materiales sino envueltas en la tosca tela del hecho y de la individualidad, cum appendiciis materiae. (Alberto Magno).

Por lo demás, las percepciones sensibles, bien así como los movimientos de la pasión, se producen en el bruto siguiendo en todo el mismo procedimiento fisiológico que en el animal humano. De donde se deriva esta consecuencia –de extrema importancia porque arroja una luz vivísima sobre la vida animal:– que la gran ley de la asociación de las percepciones y de las emociones tiene su aplicación y produce sus efectos en el bruto de idéntica manera que en el animal humano.

Ya puede formarse el lector una idea clara de lo que concedo y de lo que niego al animal.

Le niego toda percepción de lo inmaterial.

Por consiguiente, toda idea moral y religiosa, todo concepto abstracto y universal; por consiguiente, todo juicio y raciocinio, es decir, todo juicio y raciocinio propiamente dichos, que incluyan por lo menos un término abstracto y universal; por consiguiente, la conciencia o la reflexión completa de una facultad de conocimiento sobre sí misma, así como también la libertad, pues que, por una parte, ningún órgano puede replegarse sobre sí mismo y percibirse, ni percibir su acción, y por [131] otra, sólo los conceptos y juicios universales pueden constituir la raíz de la voluntad libre.

En cambio, concedo que el animal ve, oye, huele, gusta y palpa los objetos. Concedo también que conserva las imágenes y se las representa cuando están ausentes.

Concedo que recuerda las cosas.

Admito también que por un acto estimativo que se parece a un juicio, distingue los objetos útiles y nocivos, aquellos para buscarlos, éstos para evitarlos.

Afirmo también que, en virtud de la ley de consecución, que es consecuencia necesaria de la asociación de las percepciones y emociones, el animal pasa en ciertos casos de una representación a otra, y consiguientemente, de una emoción, de una operación a otra diferente, por un movimiento de conocimiento que se asemeja al raciocinio.

Le reconozco un bosquejo de conciencia, en el poder que tiene por el sensorio común de ver, en cierto grado, lo que pasa en los diversos puntos de su organismo; y una imagen de libertad y de elección, en la vacilación que manifiesta por decidirse cuando es solicitado en distintos sentidos por muchos objetos que le atraen.

Estoy conforme en que el animal contrae a veces hábitos, o mejor dicho, instintos nuevos, y que también a veces los trasmite, de donde resulta en los individuos y en las razas una apariencia de progreso.

En fin, si se quiere que resuma en una sola palabra mi pensamiento sobre las bestias, diré con Leibnitz, que sobre este particular dejó escrita una palabra que acredita al hombre de talento.

«Las bestias son puramente empíricas.» (Nouveaux Essais, prólogo.) He ahí lo que yo admito, he ahí lo que han admitido unánimemente, puede decirse, los grandes doctores del siglo XIII «tradunt peripatetici omnes.» (San Buenaventura, Compendium theolog. verit., lib. II, c. 24.) Vamos a ver ahora nosotros si basta esto para explicar todo lo que se observa más elevado y maravilloso en la actividad animal.

6° «Es necesario no haber visto nunca de cerca animales, dice un gran profesor de la escuela de antropología [132] de París; es necesario desconocer sus modos de obrar, cual si se tratase de habitantes de otro globo, para negar las pruebas de inteligencia que nos ofrecen a cada instante. Se necesita no haber visto nunca el perro que, siguiendo una pista, encuentra una encrucijada, se detiene, vacila un instante entre los tres caminos que se presentan delante de él, busca la pista en uno de ellos, luego en el segundo, y si no la encuentra en uno ni en otro, se lanza sin nueva vacilación por el tercer camino, como expresando por este acto el dilema consistente en que, si aquel a quien busca ha debido pasar por uno de los tres caminos, no habiendo tomado ninguno de los dos primeros, necesariamente ha debido seguir el tercero.» (M. Matías Duval, Le Darwinisme, pág. 69.)

Si no tuviera yo una razón decisiva para creer que el respetable profesor no ha hojeado nunca las obras de Santo Tomás, juzgaría que la objeción que acabo de transcribir se había tomado de las obras del santo doctor. He aquí, en efecto, la dificultad que Santo Tomás se propone en un artículo de la Suma teológica, artículo que se encabeza de este modo: «La elección razonada conviene a los animales?» (1ª, 2ae., q. XIII, a. 3.)

«Como dice Aristóteles, la prudencia, virtud intelectual, es la que hace que cada cual elija intencionadamente lo que conviene al fin. Ahora bien: la prudencia conviene a los animales... Esto cae en la esfera de los sentidos. Et hoc etiam sensui manifestum videtur; porque en las obras de los animales, abejas, arañas y perros, hay un arte y una industria admirable. El perro, por ejemplo, que persigue a un ciervo, si llega a una encrucijada, si ad trivium venerit; indaga con el olfato si el ciervo ha pasado por el primero o por el segundo camino. Y si halla que no ha pasado por allí, entonces ya seguro de sí mismo y sin nueva investigación, se lanza por el tercer camino, jam securus per tertiam viam incedit non explorando, como si se hubiese servido de un dilema, quasi utens syllogismo divisivo, cuya conclusión sería que el ciervo había pasado por aquel camino, puesto que no había pasado por los otros dos, [133] no habiendo más que tres. Parece, pues, que la elección razonada es también propia de los animales.»

Por donde se ve que la objeción del docto profesor se remonta por lo menos hasta el siglo XIII. Y también desde esta época se sabía la solución. «Un arte infinito, dice Santo Tomás, es el que ha dispuesto todos los seres. Y por esto, cuanto se mueve en la naturaleza, se mueve con orden, como en una obra de arte. Por esto también, aparece en los animales cierta industria y cierta prudencia, porque habiendo sido formados por una razón soberana, tienen sus facultades naturalmente inclinadas a obrar según cierto orden bello y siguiendo procedimientos perfectamente adecuados. Por esto se dice muchas veces que son prudentes e industriosos. A la vez decimos que no existe en ellos ni razón, ni elección razonada; y lo que lo prueba con evidencia es que todos los animales de una misma especie obran siempre del mismo modo.»

No hay, en efecto, necesidad de que nuestro perro raciocine para perseguir al ciervo del modo que lo hace. Concedámosle tan sólo el conocimiento y los apetitos empíricos de que hemos hablado, y su conducta se explicará por sí misma. Juzguemos si no es así.

Veámosle que encuentra la pista de un ciervo. Una sensación del olfato es lo que se la ha hecho conocer. Si ha visto alguna vez ciervos, esta sensación, en virtud de la ley de asociación de las percepciones, despierta en él la imagen de un ciervo; y si ha dado caza en alguna ocasión a otro ciervo, evoca la imagen y al propio tiempo el recuerdo de la parte de presa que le cupo. Mas el tufillo que aspira en el caso presente, sus imágenes, sus recuerdos, ¿qué queréis? un perro es de tal naturaleza que no puede menos de encontrar todo esto y estimarlo delicioso, y delicioso también, soberanamente deseable el objeto que tales impresiones y recuerdos suscita. Es más, no puede menos de desearlo y perseguirlo. Corre, pues, lleno de deseos y lleno ya también de alegría. Al principio sigue fácilmente la pista, manifestando con alegre griterío, repetido y reforzado por la soledad del bosque, el contento y los ardorosos [134] deseos de que se halla poseído. Pero he aquí que se presenta de pronto la maldita encrucijada. Una pista vaga y tres caminos enfrente. ¿Qué hará nuestro perro? Pues va a ceder a un doble instinto: el instinto de pesquisa, que le incita a explorar, valiéndose del olfato, todas las rutas abiertas, todos los caminos por los cuales ha podido huir la pieza que persigue; instinto de movimiento, el más fácil y menos complicado, que le determina a tomar el camino que tiene más cerca. Se mete en él. De vaga que antes era, pasa ahora la pista a ser nula. No atrayéndole nada en esta dirección, y solicitándole los recuerdos aun recientes de la pista hacia la encrucijada, vuelve a ella y se dirige por el camino más próximo. No habiendo pasado tampoco el ciervo por este camino, según la hipótesis, lo abandona también como había hecho con el primero; e impulsado siempre por su doble instinto, se acerca al tercero. Como el ciervo ha pasado por allí realmente, la pista deja de ser vaga y se acentúa más y más a medida que se va acercando, razón por la que se precipita sin vacilación y con nuevo ardor y mayor velocidad por este tercer camino.

Véase, pues, cuan naturalmente se interpreta, siguiendo nuestra doctrina del conocimiento y de la voluntad «empíricos» del animal, este proceder del perro en la encrucijada, proceder que se nos presentaba como signo evidente de que los perros piensan y raciocinan. Sostener que en este caso ha practicado el perro un acto de raciocinio, y que se ha servido de un dilema «silogismo divisivo» pugna abiertamente con la regla aceptada por todos los filósofos: que hay que explicar siempre las acciones del animal por el minimum de causa psicológica que baste para dar razón de ellas: lo contrario, en nuestro caso, es caer en la interpretación antropomórfica.

Darwin argumenta con más sutileza que sus discípulos sobre este punto. Sus razones no son más sólidas, pero son especiosas cuando menos. Oigámosle:

«Cuando un perro, dice, percibe otro perro a gran distancia, su actitud da a entender muchas veces que concibe qué es un perro; pues cuando se [135] acerca, esta actitud cambia por completo si reconoce un amigo... Cuando grito a mi perro de caza (y yo he hecho la experiencia bastantes veces) «¡Eh, eh! ¿Dónde está?» Al instante comprende que se trata de dar caza a algún animal: ordinariamente empieza por echar la vista alrededor de él, luego se lanza por el bosquecillo más próximo para buscar en él vestigios de la pieza cazable, y por fin, no encontrando nada, dirige su mirada a los árboles, donde descubre una ardilla. Ahora bien: ¿estos actos diversos no revelan claramente que mis palabras han despertado en su espíritu la idea general o el concepto de que había allí, cerca de él, un animal cualquiera que se trataba de descubrir y perseguir? (La descendance de l’homme, p. 87-88).

Bien se manifiesta aquí el espíritu ingenioso del ilustre escritor; pero no basta ser ingenioso, se necesita probar. Pues bien: Darwin, con estos dos hechos que cita, no prueba absolutamente nada. Cuando habla del primero, confunde evidentemente la percepción vaga e incompleta con la percepción abstracta. Porque lo que percibe el perro de Darwin no es de ningún modo el perro en abstracto, sino otro individuo de la especie canina, cuyas disposiciones e intenciones no distingue desde luego. Darwin, identificando, como lo hace, la noción abstracta y la imagen contusa, identifica dos cosas entre las cuales, como dice muy bien Mr. Taine, «media un abismo.» (De 1’Inteligence, t. I, p. 37, 4.a edic.)

En cuanto al segundo hecho que se alega, respondo simplemente que por estas palabras «he, he, dónde está?» Darwin despertaba en su perro el instinto de la busca, y acaso también en alguno de los casos, por vía de asociación, la imagen de algún animal determinado.

Ateniéndose de esta suerte a los principios de psicología y al método de interpretación que he seguido yo poco antes, se podrán explicar sin ninguna dificultad las acciones más sorprendentes que se cuentan de los perros, monos, elefantes, &c., con tal que: 1°, no se acepten sino relatos perfectamente auténticos, y cuyos detalles hayan sido sometidos a rigurosa [136] confrontación; 2°, que las costumbres del animal de que se trate, y los de su especie, hayan podido ser seriamente estudiadas y sean perfectamente conocidas; 3°, que se descarten del relato propiamente dicho las suposiciones que los narradores, con intención o sin ella, suelen introducir en ellos.

Tomadas estas precauciones, la interpretación será más o menos complicada, según los casos, pero siempre nos conducirá a esta conclusión: que la razón y el raciocinio no tienen residencia en la cabeza del animal; porque es un hecho general, evidente, que está por encima de cuantos hechos particulares puedan alegarse, el hecho que observó ya Santo Tomás y que dejó consignado, según antes decíamos, en estos términos: «Todos los animales de la misma especie obran del mismo modo:» el animal no progresa.

Se ha dicho que la religión de los salvajes, de los Bosjimanos, por ejemplo, se reducía a un sentimiento de terror causado por la aprensión del daño que podrían causarles ciertos seres hostiles e invisibles; y que tal sentimiento no difiere notablemente del temor que experimentan los animales en presencia de ciertos fenómenos extraordinarios.

Respondo, desde luego, que tal afirmación podría ser discutida. En segundo lugar, digo que, aunque las ideas y sentimientos religiosos entre los salvajes fueran tan nulos como se pretende, todavía quedaría entre estos salvajes y el animal una diferencia esencial; pues que el salvaje puede llegar por la enseñanza y la reflexión a la verdadera idea de Dios y de la ley moral, en tanto que la bestia es absolutamente incapaz de esto. Lo que ahora afirmo, puedo probarlo aduciendo una autoridad que no será sospechosa. Todos saben que los Fueguenses ocupan uno de los últimos grados de la familia humana. Ahora bien: Darwin cuenta que tres de estos salvajes, habiendo pasado algunos años en Inglaterra, hablaban la lengua de este país, y que llegaron a alcanzar una cultura intelectual y moral no inferior, en apariencia, a la que suelen alcanzar los marineros ingleses. (La descendance de l’homme, página 67). [137]

Y es que, aun en el último de los salvajes, por el sólo hecho de ser hombres, brilla esta luz exclusivamente humana y verdaderamente transcendental, que se llama razón, y hace accesibles a quien la lleva, las alturas de la ciencia, del arte y de la virtud.

He aquí lo que explica que se haya podido ver a un negro, o al menos a un mulato, miembro correspondiente del Instituto de Francia, y lo que permite esperar que, antes que pase mucho tiempo, veremos a los hijos de la Tierra del Fuego y a los Bosjimanos seguir los cursos de nuestros colegios y disputar los primeros puestos a los hijos de los europeos, entrar en nuestras escuelas superiores, llegar a desempeñar las cátedras de matemáticas o de filosofía, y desde lo alto de alguna cátedra de la Sorbona o del Colegio de Francia, excitar a los sabios demasiado amigos de las bestias, al respeto de la dignidad y de la persona humana: pruebas vivientes de que entre la razón y el instinto, el hombre y la bestia, la diferencia es irreductible.

Decididamente, todos los razonamientos que se aducen para probar que los animales piensan, como nosotros, hacen creer, como dice Bossuet, «que es una distracción para el hombre defender en contra suya la causa de las bestias.» Ni uno solo de entre los que patrocinan esta defensa ha desvirtuado nunca este argumento:

El que piensa y raciocina, progresa.

Es así que el hombre progresa; y el animal, aun colocado en las circunstancias más favorables, no progresa.

Luego el hombre piensa y raciocina, y el animal no.

7° Habiendo llegado al punto en que nos encontramos, nuestra tarea puede darse por terminada; porque el espíritu descubre de una sola mirada la triple diferencia esencial entre el alma del hombre y la del bruto, diferencia que procede necesariamente del hecho que dejamos sentado, a saber: que el hombre piensa y el bruto es incapaz de pensar.

Cuando se habla de la naturaleza del alma humana, se desarrolla extensamente el principio de que la operación de los seres es proporcionada a la naturaleza de los mismos, y que esta [138] puede inferirse de aquella. Con el mismo derecho y por idéntica razón que dice el fisiólogo «tal función, tal órgano», el filósofo, generalizando la fórmula, dice: «tal operación, tal naturaleza.» Ahora bien, se dice además, el alma humana tiene una operación, cual es el pensamiento, a donde no alcanza ningún órgano, ni hay tampoco cosa alguna material que pueda ser sujeto ni principio inmediato de tal operación. Luego el alma humana, en su fondo, en su naturaleza, no depende en manera alguna de la materia, no está enteramente sumergida en el cuerpo, sino que sobresale, sino que brilla por encima de él, como la llama sobre la vela. Luego es espiritual, es decir, que existe con una existencia que le es propia, con una existencia que no le viene del cuerpo, ni del compuesto que forma con el cuerpo, ni de ningún principio intrínseco que no sea ella misma.

Por la razón contraria, es evidente que el alma del bruto no es una fuerza emergente. No tiene, como hemos visto, más que operaciones del orden empírico, operaciones que se realizan todas ellas en un órgano; ella depende del cuerpo en toda la extensión de su actividad, y no da señal ninguna de sobreponerse a la materia. Luego depende de ella en toda su naturaleza y en todo su ser, y no es espiritual.

No hay necesidad de insistir, y paso seguidamente a la otra diferencia fundamental que existe entre el alma del hombre y la del bruto, desde el punto de vista del origen.

El principio en que suele basarse la doctrina, al tratarse del origen del alma humana, es éste: El origen de un ser debe corresponder a su naturaleza; su modo de llegar a la existencia ha de estar en relación con su modo de existir. En efecto, la naturaleza del ser que es producido a la existencia, es a la acción que lo produce como el término de un camino es al camino que conduce a él. Pues el término no es tal sino porque termina el camino, y en consecuencia, el uno está en relación y en proporción con el otro. La conclusión que de aquí se deriva inmediatamente es, que el alma del animal, como dependiente del cuerpo en todo su ser, llega a la existencia bajo la misma [139] dependencia del cuerpo; y, por consiguiente, es producida al mismo tiempo que éste, y por la misma acción orgánica: la generación.

De otro modo hay que hablar al tratar del alma humana.

Recordad aquella vigorosa argumentación de San Agustín: «O el alma del niño procede del alma de su padre por fraccionamiento, o es sacada de la nada por creación.» (De anima et ejus origine, lib. I, cap. 15). Tales son las dos únicas hipótesis plausibles que sobre esto pueden hacerse. Porque, decir que el alma humana, substancia espiritual, puede producirse por vía de generación, es imposible: la desproporción sería muy evidente entre la causa y el efecto. Y pretender, por otra parte, que el alma es una partícula o una emanación de la divinidad, sería un absurdo y un sacrilegio omnino sacrilegium (ibid.) Mas el alma del niño, simple y espiritual, no puede proceder de la de su padre por fraccionamiento, pues no se fracciona lo que es simple. Luego el alma humana es obra toda ella de la mano de Dios, y no llega a la existencia sino por creación.

El alma humana es inmortal. En efecto, hemos probado ya que siendo como es espiritual y poseyendo facultades espirituales, puede y debe existir, obrar y tener conciencia de sí misma, siempre, aun en el caso en que el elemento a que está unida, el cuerpo, llegue a sucumbir y disolverse.

El alma del bruto, no siendo espiritual, y dependiendo inmediata y directamente del cuerpo en todo lo que es y en todo lo que hace, no puede sobrevivirle, y sucumbe con él.

Si, pues, se pregunta qué diferencia existe entre el alma del hombre y la del animal, diremos:

El alma del hombre piensa: la del animal no piensa.

El alma del hombre es espiritual: la del bruto no lo es.

El alma humana ha sido creada: la de la bestia ha sido engendrada.

El alma humana es inmortal: la otra es mortal.

He aquí lo que enseñan los doctores cristianos con respecto al alma del bruto, comparada con la del hombre: San Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, [140] Alberto Magno. Por lo dicho se verá que ninguna doctrina puede hallarse más conforme con lo que de consuno proclaman los hechos y los principios.


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