La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Benito Jerónimo Feijoo 1676-1764

Teatro crítico universal / Tomo sexto
Discurso decimotercio

El error universal


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§. I

1. Si el amor, hablando en general se pinta ciego, ¿cómo se deberá pintar el amor propio? Horacio, que fue dotado de bella inteligencia, parece, que solo a éste tuvo por ciego, o por lo menos con singularidad antonomástica le aplicó el epíteto: Caecus amor sui (lib. I, od. 18). Pero yo, con la venia de todos, dijera, que ni el amor en general es ciego, ni aun lo es el amor propio. Tiene el amor ojos, tiene vista, y vista sin defecto alguno, sino aquel de que no exime aun la vista corporea más perspicaz. ¿Qué sucede en los ojos corpóreos? Que ven bien los objetos, que están a una determinada distancia; pero si están, o muy remotos, o demasíamente cercanos, o no los ven, o los ven solo confusamente. Esto mismo sucede al amor.

2. La voluntad ve los objetos con los ojos del entendimiento; o por mejor decir, en el entendimiento están los ojos de la voluntad. Así con grande impropiedad se dice, que la voluntad es potencia ciega: no es sino potencia con vista; pero su vista, o su potencia visiva es el mismo entendimiento. Con impropiedad se diría, que el alma para ver los colores es ciega, porque solo los ve con los ojos, que son una parte del cuerpo. ¿Qué importa, si esa parte del cuerpo es para ese efecto órgano del alma? Con más razón se debe decir el entendimiento vista de la voluntad, porque no hay entre ellos la discrepancia que hay [382] entre alma, y cuerpo, ni aun distinción real en probabilísima sentencia.


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§. II

3. Viniendo, pues, la voluntad con los ojos del entendimiento, veamos cómo ve con estos ojos los objetos. Con la misma proporción en orden a distancia, o proximidad, que los objetos corpóreos. Es menester que estén los objetos a una determinada distancia de la voluntad, para que ésta los vea claramente. Ni muy lejos, ni muy cerca. Si tan lejos, que respecto de la voluntad se consideren como totalmente extraños, no los ve bien. Si tan cerca que se contemplen como propios, tampoco. En aquellos se le ocultan las perfecciones, en estos los defectos. Es precisa una distancia media, y proporcionada, para que ni la displicencia oculte lo que hay de bueno, ni el propio interés esconda lo que hay de malo.

4. Sin embargo, esta analogía entre la vista espiritual, y corpórea, no es tan constante, que no padezca algunas excepciones. Sujetos hay, que con los ojos del entendimiento ven muy bien aun lo más llegado, que disciernen claramente lo que hay de malo, como lo que hay de bueno en el paisano, en el pariente, en el bien hechor, y, lo que es más, aun en sí mismos.

5. Digo que hay sujetos, que conocen sus propios defectos. Pero en esta misma excepción entra otra excepción. Hay cierto defecto, el cual ningún hombre conoce en sí mismo. ¿Ninguno? Ninguno. ¿Pues qué efecto será este? En una palabra lo digo: el defecto de entendimiento. Esta es la piedra donde tropiezan todos: esta es la parte donde nadie se conoce a sí mismo; y aquí es donde vuelve a restablecer la analogía propuesta entre la vista espiritual, y corpórea. Ni se ven a sí mismos los ojos corpóreos, ni se ve a sí mismo el entendimiento.

6. Son muchos los que conocen los defectos del propio cuerpo, aun cuando no son muy sobresalientes. Algunos conocen en sí mismos aun las malas disposiciones del alma. No ignora éste, que padece el vicio de iracundo, [383] aquel de inconstante, el otro el de tímido, y así de los demás. Pero llegando al entendimiento, no hay que pensar, que nadie se conozca. Todos se hacen merced a sí propios, Necios, y entendidos, aunque no con igual ceguera, unos, y otros caen en el mismo lazo. El necio piensa que es muy entendido, y el entendido piensa que lo es mucho más de lo que realmente es. Por eso doy a este Error el epíteto de Universal, con lo cual está explicado el asunto de este Discurso: de modo, que el error universal es el juicio ventajoso, y no merecido, que todos hacen del propio entendimiento. Después de tantos errores comunes, salga a este Teatro un error universal.


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§. III

7. Para entender cómo es universal este error, se debe considerar, que al entendimiento no le constituye bueno, o malo el saber mucho, o poco. El saber mucho consiste en tener muchas noticias; y el tenerlas depende de adquirirlas. Esto lo logran la buena memoria, la oportunidad, y la aplicación. Por falta de alguna de estas tres circunstancias, o de algunas, o de todas tres juntas, hay excelentes entendimientos, que son como tablas de hermosa, y bien dispuesta materia para recibir las imágenes de los objetos; pero tablas rasas, como comúnmente se dice, en quienes nada se ha pintado, o que cuando más, solo se ve en ellas tal cual rudo diseño. Es cierto, que la escasez de noticias cualquiera se la conoce en sí mismo, haciendo el cotejo con las que tienen otros; y así, no solo el rústico confesará, que no es Teólogo, Jurista, o Historiador; pero aun entre los mismos, que se aplican a estas Facultades, se hallan muchos, que advierten bastantemente, que otros profesores están más instruidos en ellas. Así no es este el asunto de la errada aprehensión universal de que tratamos; sí solo la capacidad intelectual tomada por sí sola.

8. Pero aun en esta misma capacidad intelectual hay mucho que distinguir. Hay entendimientos linces para una [384] cosa, y topos para otra. Hay entendimientos profundos, pero tardos. Hay entendimientos que perciben bien, y se explican mal. Hay entendimientos, que se enteran bellamente, y hacen recto juicio de lo que discurren los demás; pero ellos por sí mismos apenas avanzan un paso sobre aquello que hallan discurrido por otros. Hay entendimientos muy hábiles para discurrir sofísticos enredos; pero enteramente desnudos de aquella substancial, y sólida perspicacia, que se ha menester para tocar a punto fijo la verdad. Hay quienes tocan a punto fijo la verdad; pero no encuentran con razones para persuadirla. Hay quienes perciben bien un objeto simple; pero en las combinaciones de distintos objetos, o cuestiones complejas, se enredan, y confunden. A este modo hay otras innumerables diferencias, y aun cada diferencia se divide, y subdivide en otras: lo que me trae ahora a la memoria una reflexión, que mucho tiempo ha tengo hecha, y propondré aquí; porque sobre no ser incongrua al intento, puede hacérsele lugar, como a impugnación de otro error común.


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§. IV

9. Muchos (si no todos) conciben en los espíritus una identidad tan simple, tan uniforme, que se imaginan, que a la primera ojeada del entendimiento está visto todo lo que es un espíritu; y aun llega a parecerles, que visto un espíritu, están vistos todos, por lo menos los que son de la misma especie. De aquí resulta, que no pudiendo contemplar en los entes espirituales aquella variedad, que tanto nos agrada en los materiales, solo consideran en la vista clara de aquellos (que se supone sernos imposible en el estado presente) un deleite de cortísima duración, por cuanto todo lo que hay que ver, está visto en un instante; y la repetida representación de un mismo objeto, en quien jamás se ve más que lo que se vio a la primera ojeada, bien lejos de ser grata, a corto espacio de tiempo llega a ser fastidiosa. Este es un error procedido de falta de reflexión. Si Dios nos diese luz para conocer claramente [385] cualquiera alma humana, ¡qué teatro tan vasto, y tan variado se presentaría de repente a los ojos de nuestro entendimiento! ¡Cuánto número de facultades diversas! ¡En cada facultad cuánta multitud de distintas determinaciones! ¡Qué variedad tan prodigiosa de inclinaciones, y afectos! Ninguna selva tiene tantas hojas, cuantas son las diferencias, que hay que contemplar en cada una de las partes expresadas.

10. Para hacer bien comprensible esto, siento una suposición, que pienso no me negará ningún hombre de mediano entendimiento; y es, que entre tantos millares de millares, y aun millares de millones de hombres, que hay en el mundo, no se hallará alguno, que sea perfectamente parecido a otro, ni en el complejo de inclinaciones, ni en el conocimiento de todos los objetos. Cualquiera que lea esto, haga reflexión sobre si ha visto jamás dos individuos tan acordes en los afectos, que a uno agradase todo lo que agradaba a otro, o tan conformes en entender, que nunca discrepasen en el dictamen. Es ciertísimo que no. Y de aquí se infiere con evidencia, que así la parte intelectiva, como la apetitiva de cada hombre, consta de un número innumerable de disposiciones distintas; pues a no ser así, sería imposible, que entre tantos millares de millones de individuos no se repitiese en algunos, y aun en muchos el mismo complejo.

11. Toda la variedad, que hemos considerado en el entendimiento, y voluntad del hombre, es menor que la que hay que contemplar en el amplísimo seno de la memoria: aquel seno, digo, capaz de contener el ser inteligible de todo un mundo, y aun de muchos mundos, y donde actualmente se contienen millares de millares de aquellas especies, que la Escuela llama inteligibles, o impresas. ¡Qué teatro tan vario, tan espacioso, tan augusto aquel donde se representa vivo la inmensa mole del Cielo, el cuerpo, curso, y resplandor de todos sus astros: la tierra, el aire, el agua, con tanto número sin número de cuerpos vivientes, inanimados, elementales, y mixtos! [386]

12. Todo esto, y mucho más, que es imposible individuar aquí, hay que contemplar en el espíritu del hombre, que tan simple, tan uniforme se representa al común modo de entender. Yo me imagino, que si Dios nos fuese mostrando sucesivamente todo lo que hay que ver en él, de modo, que en cada minuto de tiempo solo viésemos lo que es representable en un acto, el más precisivo del entendimiento, pasarían muchos centenares de años antes de verlo todo. Yo, sin duda, si se me diese opción, antes eligiría ver calramente una alma humana, que registrar cuantos entes visibles contienen el Cielo, la tierra, el aire, y el agua. Si esto digo del espíritu humano, qué diré del Angélico, cuya amplitud de continencia es proporcional a la altrua de su perfección, y en cada individuo, según doctrina del Divinísimo Tomás, está recogida la interminable extensión de la especie. Firmísimamente conprendo, que si a los sentidos, y potencias de un hombre se presetasen a un tiempo cuantos objetos delectables hay en el mundo, de modo, que a un tiempo los gozase todos, no igualaría este deleite, ni con mucho, al que tendría en ver claramente al menor de todos los espíritus Angélicos. Aun prescindiendo del asunto, que seguimos, es concluyente la razón que lo persuade. Un objeto tanto deleita más, cuanto es más agradable; y tanto es más agradable, cuanto es más excelente. ¿Pues quién duda, que junta la perfección de todos los objetos sensibles, no iguala la perfección del menor de todos los Espíritus Angélicos? Pero aquí de la admiración. Si el deleite de ver uno solo, y el menor de todos, será tan grande, ¿cuál sera el ver tantos millares de millares, que sucesivamente van creciendo en excelencia, de modo, que el supremo excede al ínfimo, lo que un nomte a un átomo? ¡Oh dichosos habitadores de la Celestial Patria, lo que gozais! ¡Oh locos enamorados del mundo, lo que perdeis! ¿Pero dónde paro yo, si resta un espacio infinito desde aquí hasta la cumbre de la felicidad? ¡Oh piélago de perfecciones, y excelencias! ¡Oh Dios, y Señor de las virtudes! ¡Oh gran Dios! [387] ¡Oh Dios de los Dioses! Si tanto gozo resultará de ver aquellas criaturas tuyas, bien que nobilísimas, pero al fin criaturas, cuya perfección dista de la tuya infinitamente más, que dista el más vil insecto de la tierra de la suprema inteligencia del Cielo, cuya hermosura es un borrón, cuyo resplandor es obscuridad, si se comparan con tu hermosura, y con tu resplandor; ¿qué será verte a tí mismo? Mas aquí, detenida del asombro, vuelve la pluma al asunto.


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§. V

13. Supuesto, pues, que, como hemos insinuado arriba, en el entendimiento hay que considerar muchas facultades distintas: digo, que el error universal no es respectivo a cualquiera de ellas, y mucho menos a todas juntas; sí solo en orden a una, pero la más esencial, que es la rectitud del juicio. Infinitos hombres hay, que conocen lindamente, que otros son más prontos en comprender, más ágiles en discurrir, más felices en explicarse, de más genio para esta, o aquella profesión, de más vasta extensión para abarcar a un tiempo varios objetos, de más inventiva, &c. pero siempre le queda un recinto, y el más importante de todos, donde salvar su vanidad, que es el juzgar rectamente de las cosas, una vez que se impongan en los términos. Este es el punto en que nadie cede a nadie. Búsquese al hombre, que más modestamente sienta de sí mismo; confesará que es poquísimo lo que sabe: que es tardo en comprender, y aun en discurrir: que se explica mal; y a este modo otros muchos defectos de su entendimiento; pero al mismo tiempo se quedará en la presunción de que en orden a aquellos objetos, cuyos términos comprende, dándosele el espacio necesario para meditar en ellos, nadie juzga con más acierto.

14. Que esto sea así, se prueba con evidencia, de que jamás vemos, que hombre alguno ceda ordinariamente a otro, mudando de juicio en orden a aquellas cosas, sobre las cuales, después de miradas, y remiradas, estableció su dictamen. He dicho ordinariamente, por no negar, que esto [388] suceda una, u otra vez. Pero nótese, que aun entonces cede en virtud de que el que es de dictamen opuesto, le propone alguna noticia, reflexión, o experimento, que él ignoraba, o no le había ocurrido. Así siempre se mantiene en el concepto, de que el haber errado en el primer dictamen, no dependió de tener menos talento que el otro para juzgar rectamente, sino de que el otro tuvo la oportunidad de adquirir alguna noticia, que él ignoraba, o la felicidad de que le ocurriese alguna refelxión, que a él no había ocurrido.

15. Explicaráme un ejemplo. En esta dilatada obra del Teatro Crítico he persuadido a infinitos muchas máximas contrarias al dictamen, que antecedentemente tenían formado sobre varios asuntos. ¿Cree por eso alguno de estos, que Dios me ha dado aquel principalísimo talento del alma, para juzgar rectamente de las cosas con algunas ventajas al suyo? Creo que no. Conocerán todos ellos, que yo he acertado, y ellos antecedentemente erraban. Pero en unos asuntos atribuirán esta desigualdad a mi mayor aplicación al estudio; en otros a la mayor oportunidad, que he tenido para manejar libros, y adquirir noticias; en otro a haberme dedicado más a meditar sobre ellos; en otros finalmente a mi mayor felicidad en que me ocurriesen algunas reflexiones, que a ellos no ocurrirían; y todos, desde el primero hasta el último, quedarán en la persuasión de que si en ellos hubiesen concurrido con igualdad las felices circunstancias, que yo he tenido, habrían penetrado las verdades, que yo les he descubierto, y desengañándose por sí mismos de los errores de que los he sacado.

16. Podrá acaso en una, u otra ocasión mudar alguno de dictamen, sin atribuir el acierto de otro, a quien cede, ni a la accidental felicidad de la ocurrencia, ni a mayor aplicación, ni a mayor oportunidad de averiguar lo que hay en la materia. Pero sobre que esto sucederá rarísima vez, no por eso le concederá más claro entendimiento, porque le queda el recurso de que un acierto no [389] basta a graduar un entendimiento, ni basta a degradarle un yerro; y juntando este supuesto verdadero con la falsa estimación de que, por una vez que acierta el otro, y yerra él, acierta diez veces él, y otras tantas yerra el otro; se queda constantemente en el dictamen de que la ventaja substancial del entendimiento está de parte suya.


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§. VI

17. Por otro camino, y en distintas circunstancias se engañan frecuentemente los hombres, para no conceder exceso en el entendimiento, aun a otros que se lo hacen muy grande. Oyen, o leen una máxima bien fundada, una sentenica aguda, un discurso sólido sobre alguna de aquellas materias, en cierto modo extrafacultativas, en que todos entienden algo; pongo por ejemplo, en materia de costumbres, genios, gobierno, o política. Supongo, que nunca leyeron antes, ni oyeron aquel pensamiento; pero al momento que lo leen, les cuadra como verdadero, como en efecto lo es: hácense cargo de la razón, y asienten de plano a la nueva máxima; mas no por eso tributan algún particular elogio al Autor. ¿Pues por qué no? Porque les parece que ya ellos alcanzaban lo mismo. Así con gran satisfacción propia, esto, dicen, ya yo acá me lo conocía. Es verdad, que mil veces se habrá tocado en las conversaciones, en que ellos se hallaban, la materia a que pertenece la máxima, y nadie se la oyó, ni cosa equivalente, ni aún, si quieren confesar la verdad, pensaron en ello jamás. ¿Pues cómo es esto? ¿Mienten cuando dicen, que ya sabían aquello? No por cierto. No mienten, se engañan.

18. Es de advertir, que en estas materias, que son, digámoslo así, de la jurisdicción de todos los hombres, no hay verdad alguna, que no esté en algún modo estampada en los entendimientos de todos, por lo menos de aquellos, que tienen el jucio bien puesto, y son dotados de una buena razón natural; pero muy desigualmente según la desigualdad que hay en los mismos entendimientos. En unos está estampada con claridad, y distinción; en otros [390] confusamente, y como en bosquejo: en unos pintada con toda perfección; en otros amagada solo en un rudo diseño: en unos tan brillante, que gozan de lleno su luz, y aun la pueden participar a otros; en otros tan cubierta de sombras, que ni aun la perciben para sí, teniéndola dentro de sí mismos. Cuando pues, estos segundos leen, aquella verdad, o la oyen a alguno, que la goza claramente, la luz que éste les da, disipa aquellas sobras que se la ocultaban, y entonces, viendo la verdad dentro de su propio entendimiento, quedan muy huecos con la presunción de que aquello ya se lo sabían; y de aquí infieren, que su alcance no es inferior al de aquel que los alumbró.

19. ¡Oh que engañados viven estos! Ahí es nada la diferencia. Apenas hay otro exceso substancial de un entendimiento a otro, sino el de entender aquel con claridad lo que éste percibe solo confusamente. Corren parejas en esto la vista corpórea, y la intelectual. Si de dos sujetos, que tienen a igual distancia de sus ojos un mismo objeto, uno lo ve con claridad, y otro confusamente, no dudamos en pronunciar, que la vista de aquel es buena, y la de éste corta. La misma desigualdad subsiste entre dos entendimientos, de los cuales uno entiende con claridad, otro con confusión el mismo objeto, que está a igual distancia de entrambos; esto es, que en orden a su inteligencia no haya tenido más estudio, o enseñanza uno, que otro.


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32. Sería yo sin duda uno de los más achacosos de esta general docencia, si presumiese haber discurrido eficaz remedio con que curarla. Sin embargo, propondré la público uno de propia experiencia, con alguna confianza de que el que quisiere usar de él, ya que no se cure perfectamente, podrá mejorar mucho.

33. En esta enfermedad, mas que en otra alguna de cuantas trata la Medicina de los cuerpos, se verifica el famoso aforismo: Cognitio morbi, inventio est remedii. El que conoce en sí misma esta enfermedad, ya está curado de ella. Pero en conocerla está la dificultad. Aunque el entendimiento es reflexivo, no alcanzan, como hemos probado, [397] sus reflexiones a ver la limitación, o defectos del propio juicio. ¿Pues cómo podrá verlos? Como ven los ojos corporales los suyos: no en sí mismo, sino en un espejo, que por reflexión se les presente. ¿Mas, dónde está este espejo milagroso? Hay innumerables en el mundo. Los entendimientos de todos los demás hombres son otros tantos espejos, donde cada uno puede ver la imperfección del suyo. Ya he dicho, que este remedio es de propia experiencia. Explicaré cómo uso de él, para instruir en el modo de aplicarse a los que quisieren gozar del mismo beneficio.

34. Cuando el aire de la vanidad me infla el espíritu con la aprehensión de que logro algunas ventajas sobre otros en discurrir con agudeza, y juzgar con rectitud, vuelvo los ojos a innumerables hombres, que he visto altamente poseidos de la misma aprehensión, los cuales sin embargo yo conozco con perfecta claridad, que piensan de sí mucho más que lo que son. Pues si ellos (digo yo entonces hacia mí) se engañan en el ventajoso concepto, que hacen de su entendimiento, ¿por qué no podré engañarme en el que hago del mío? Yo los he visto profundamente persuadidos a que discurran con acierto en mil ocasiones, en que yo palpaba su error. Si aquella persuasión, aunque tan firme, era engañosa, ¿por qué no podrá serlo la mía, cuando de mis discursos hago el mismo juicio? ¿Qué testimonios tengo yo de que acierto, los cuales no tengan ellos del mismo modo? ¿Qué otra prueba hay de mi parte, más que un acto reflejo que hago, el cual me representa ser recto el juicio, que antecedentemente hice en orden al objeto? Este mismo acto reflejo hacen los otros, y también les representa recto el juicio, que formaron. Digo, que no hay otra prueba; pues aun cuando la materia es tal, que puede reducirse a disputa, se para en alguna proposición, la cual ellos juzguen falsa; y yo verdadera, o al contrario; y de allí no se puede adelantar cosa de substancia. Fuera de que de las ventajas, que se logran en [398] el argumento, nada se infiere a favor de las ventajas del juicio; pues a cada paso sucede, que a uno que juzga rectísimamente de las cosas, le atorolla otro de entendimiento menos claro, pero más ágil, y más tramposo, con sofismas. Con que hecho análisis de todo lo que hay en la materia, todo viene a parar de parte mía en aquel dictamen reflejo de que he mirado las cosas a mejor luz. Pero este mismo dictamen reflejo está también de parte de los otros con igual firmeza. Luego como el suyo es engañoso en muchas ocasiones, puede serlo también en muchas el mío. Este es el espejo en que yo miro mi entendimiento. Cualquiera puede mirar en el mismo el suyo.


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§. XII

35. Confieso no obstante, que este remedio, si no se le añaden los ingredientes de otras reflexiones, no alcanza a curar a todo género de sujetos. Hay algunos, que juzgan no habla con ellos el desengaño propuesto, por tener fundada en mejor finca su presunción. Hablo de los que se ven aplaudidos, y oyen resonar alabanzas en las bocas de otros muchos. Verdaderamente esta es una gente difícil de conquistar, porque sustenta en algún modo su vanidad a costa del Público, y tiene atrincherada la satisfacción propia tras de la estimación ajena. Si alguno se empeña en combatir su opinión, todo el Pueblo les sirve de muro; tal vez toda la Provincia, y todo el Reino; porque dicen entonces, que el concepto, que hacen de sí mismos, es el concepto mismo, que de ellos hacen los demás; así no es su capricho propio, sino la voz pública, quien los persuade las ventajas de su entendimiento.

36. Con todo, también para estos daremos receta, la cual consiste únicamente en ladear un poco el espejo hacia la circunstancia misma, que nos proponen a su favor. ¿Veste aplaudido? diré a cualquiera de estos. Está bien. ¿Pero [399] te aplauden todos? Vives muy engañado si lo piensas; ni aun creo que lo pienses. No hubo hasta ahora hombre, que gozase tal dicha. Ves los aplausos, y no los vituperios, porque aquellos te buscan por la frente; éstos por las espaldas. Es imposible, que tu entendimiento parezca bien a todos, porque son muchísimos los que juzgan de las cosas muy diferentemente que tú, y estos necesariamente piensan que yerras a cada paso. Siendo, pues, cierto, que unos te aplauden, y otros te desestiman, ¿de qué sabes, que tienen razón aquellos, y no éstos? Parecerante acaso aquellos los más discretos. Este es el lazo en que caes. Pero repara en los demás hombres, y verás, que siempre tienen por los más discretos aquellos que se conforman con su opinión. Pues los ves engañar a cada paso en este concepto, ¿por qué no podrás engañarte tú en el tuyo? Mas pasemos adelante. Doy que todos te aplaudan, o, por lo menos, que te aplaudan todos los entendidos, o discretos. Pregunto: ¿hasta qué grado te aplauden, o en qué altura colocan tu entendimiento? ¿Confiesan por ventura, que en todo aciertas? Sin duda que no; ya a la vista tienes la prueba, pues muchas veces impugnan tu dictamen en orden a varias cosas, y son de contraria opinión. Luego tú, que juzgas que simpre aciertas, adelantas tu vanidad mucho más allá del término adonde llega la ajena estimación. Rebaja, pues, de tu presunción, hasta colocarte en el grado donde te ponen los que te aplauden.

37. Pero lo peor es, que aún tienes mucho más que rebajar. Has de rebajar de los mismos aplausos los que añade la cortesanía, lo que el hipérbole, lo que la adulación. Rarísimo es el sujeto, que elogiando a otro en su cara, no engrandezca el panegírico algunos palmos sobre lo que tiene en la idea. Muchos son naturalmente exagerativos, así en lo que aprueban, como en lo que reprueban; y casi todos lo son en los elogios de sujeto presente, porque el deseo de agradar al elogiado es transcendente a todo elogiante. [400]

38. Pero sobre todo te encargo, que defiendas con suma vigilancia tu juicio de los asaltos de los dependientes, porque te le corromperán sin duda, si los crees. Una cosa bien notable voy a decirte. En el discurso de mi vida he visto ascender a innumerables hombres de inferior a superior fortuna. A muchos de estos traté bastantemente en uno, y otro estado. Asegúrote con toda verdad, que en todos ellos, todos, sin exceptuar alguno, conocí con entera certeza mucho mayor presunción de la propia capacidad después de elevados, que la que tenían antes de su elevación. ¿En qué consiste esto, sino en que creen a tantos aduladores, cuantos son los dependientes? Ayer que yacían en fortuna humilde, nadie aplaudía su entendimiento. Hoy a cada momento les repiten, que tienen un ingenio soberano, una comprehensión prodigiosa, una prudencia consumada. Cuando los oyen hablar de chanza, celebran como sazonadísimos sus chistes: cuando de veras, todas son sentencias dignas de estamparse en mármoles: los adoran como ídolos, y los escuchan como oráculos. Con que los pobres, cegados del humo de los inciensos, si antes erraban mucho, ahora yerran mucho más; porque persuadidos a que su inteligencia es muy superior a la de los demás hombres, solo su capricho toman por regla para todo; y entretanto, los mismos, que públicamente los veneran como prudentes, y sabios, ocultamente los desprecian como estólidos, y ridículos. ¡Ay, míseros de ellos, si dando otra media vuelta la rueda de la fortuna, los precipita a la bajeza en que antes estaban! Entonces se retira el aplauso, y sale al público el vituperio.

39. Tengo noticia de un Religioso, a quien, habiendo ascendido sin mucho mérito a una de las más estimadas Prelacías de su Orden, muchos súbditos suyos le trastornaron enteramente por este camino; porque conociéndole de genio intrépido, y duro, no hallaban otro arbitrio para mitigar su ira, o ganar su afecto, sino adularle, exagerando a cada paso el gran talento que Dios le había dado. Tragábaselo [401] el cuitado, y sobre ese supuesto rajaba, hendía, ataba, y desataba, sin consultar otro entendimiento más que el suyo. Acabóse el tiempo de la Prelacía, y se vio reducido al mismo estado en que antes se hallaba. Entonces los mismos que antes le adulaban, sin mucho rebozo le daban a entender, que cuanto hablaba, y discurría era un continuado desacierto. Entonces, aunque con tardo desengaño, cayó en la cuenta, y con triste, y desconsolado gracejo decía a los que le improperaban: ¿Es posible, que tan tonto soy? Pues Padres míos, no me dirán a dónde se fue aquel grande entendimiento, que yo tenía mientras fui Prelado? No sé lo que respondían ellos. Yo le respondería, que había venido con la Prelacía, y se había ido con la Prelacía, como sucede a otros muchos; y que se quejase de sí mismo, pues no le habría causado daño alguno la adulación, si no se hubiese puesto de parte de ella su credulidad.

40. Mírense, pues, los que ocupan puestos, donde tienen dependientes, en el espejo de éste, y de otros muchos. Ninguno dejará de conocer a algunos de bien corta capacidad, los cuales están persuadidos a que la tienen admirable, solo porque se lo intima así la audulación. Dígase, pues, cada uno a sí mismo: ¿Por qué no podrá sucederme a mí lo que veo sucede a éste, a aquel, y al otro? ¿Por qué no podré yo estar engañado, como lo están ellos?

41. Esta lección sirve para infinitos de inferior fortuna, si quieren aprovecharse de ella. Vuelven muy huecos a su casa, o a su celda, éste que acaba de presidir un Acto en la Aula, y aquel que acaba de orar en el Templo. ¿Y esto por qué? Porque al pie de la Cátedra, y del Púlpito recibieron mil enhorabuenas. ¡Oh incautos! ¿no habeis visto a algunos, a quienes reputais casi del todo incapaces para uno, y otro ministerio, recibir otras tantas en las mismas circunstancias? Direis, que aquellas fueron dictadas de la cortesanía, y éstas de la verdad. Pero también los otros se hacen esa merced a sí mismos; y unos, y otros sois jueces incompetentes, porque juzgais en causa propia. [402]

42. ¡Oh mortales! con todos habla la sentencia: Noste te ipsum, estampada en las puertas del Templo Délfico. Con todos hablan estos avisos del Teatro Crítico.

O. S. C. S. R. E.


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{Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), Teatro crítico universal (1726-1740), tomo sexto (1734). Texto tomado de la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 381-402.}


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