Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año I, número 1
[página 6]

El romanticismo y la serpiente

En presencia de esa rara avis, llamada por alguien «romanticismo católico alemán», experimentamos en seguida una sensación de hibridez, de íntima contradicción, o mejor, de que falla alguno de los términos del nombre. ¿Hasta qué punto es esencial la oposición entre «romanticismo» y «catolicismo»? Dando vueltas, empezamos por notar que si invertimos los términos diciendo «catolicismo romántico», la exclusión aparece menos flagrante, pero es porque, debido a la impermeabilidad del catolicismo, lo de «romántico» ha de ser cosa de cada individuo, terreno capaz de conciliaciones casi extremas. Individualmente, un católico puede tener una fuerte dosis de romántico; tan sólo, ello le incapacitará para actuar con trascendencia histórica como miembro de tal fe. Un escritor romántico puede ser perfecto católico en muchos casos; pero sólo particularmente, en el terreno de su vida privada.

Ahora bien: desde el momento en que prima la palabra «romanticismo», estamos poniéndola como postulado fundamental de una actitud histórica, de un movimiento colectivo cultural. Y, al modo del agua con el aceite, esto excluye al catolicismo. Ya iremos viendo la razón íntima. El titularse católico puede ser expresivo, o bien de una reacción nostálgica –sin más solución que escapar por la tangente «mística», una mística siempre algo panteísta–, o bien de una simple afición sentimental: por motivos de orden, no en el sentido en que entre nuestra juventud se dan tantos «aficionados a católicos», es decir, hombres que, sintiéndose de acuerdo con todo lo que el catolicismo significa, no han dado -aún– el paso a la creencia de unos dogmas.

Estos son los dos modos normales del titulado «romanticismo católico». El de la falsa afición retórica o de novela histórica, puede ser el francés, el de Chateaubriand; el de la nostalgia, el de Novalis; ayudado por la «seriedad metafísica» de los alemanes, pero que, así y todo, no tiñe jamás de católico su sofocante bosque de sentimiento, de lianas de pasión, de corazón vahariento y con lágrimas. En ese invernadero caliente, que es su estilo, la aparición de la Cruz y de Jesús –en los «Hymnen an die Nacht»– resulta extemporánea, descentrada. Porque el Romanticismo, por definición, es históricamente una «situación de pecado».

En la consideración del pecado hay que comenzar por sus dos aspectos primordiales; su esencia –acto humano contra la propia naturaleza– y su inmediato significado trascendente –separación del hombre de Dios–. Así, la cumbre del pecado estará donde no quepa distinguir estas dos cosas; quiero decir, donde el pecado no empiece por consistir en un acto para procurarnos algo, sino exclusivamente en separarnos de Dios, en ser independientes, en tratar de «Ser» prescindiendo de nuestra necesidad ontológica de fundamentación. Tal pecado será mayor aún, en ocasiones, que la misma blasfemia, cuando ésta no trate de negar la subordinación del hombre a su Creador. El orgullo es el primero de los pecados capitales: y el verdadero orgullo no sólo se alza sobre los hombres, sino que se escinde de Dios. En el fondo, es el único pecado, la carne con que están hechos los demás.

Antes de seguir, apresurémonos a dejar advertido que del tanto de pecado que se le encuentre al romanticismo, sólo un mínimo tanto de culpa le es imputable. El no es más que la continuación, el último estadio, inevitable y ciego, de algo que venía por los siglos, especialmente desde el Renacimiento, en que esta bola de nieve comenzó a rodar la pendiente. Me gustaría decirlo en latín; «serpit res», «la cosa serpentea», «se desliza», «resbala», para con este verbo «serpere», como con un conjuro, traer a la memoria a la Primera y Única Romántica, la Serpiente.

Eritis sicut dii. «Seréis como dioses, sabedores del bien y del mal». Seréis, seréis plenamente, tal como Dios es. La manzana era la llave sólo. Si el hombre la cogía era porque ya se creía capaz de «Ser como Dios». La esencia del pecado original consistió en esto, en querer, en creer que podía ser aparte de Él. Lo que ocurrió luego fue sólo el cumplimiento de esa voluntad. El castigo no añade nada al pecado, recordémoslo. Con anonador sarcasmo, el Señor exclama. «He aquí que Adán se ha hecho como uno de nosotros». El hombre quiso soltarse de la mano del Señor. El solo hizo dejarle un poco. Apuntemos, para tenerlas presentes en lo que sigue, algunas consecuencias: se encontró fuera del paraíso, vergonzoso y turbado por su propia desnudez, en manos de oscuras pasiones, como vientos nocturnos.

En medio de los siglos, conservamos la historia de otro gran romántico. La cuenta San Lucas (XV, 11-32) y todos la conocemos por el nombre de «parábola del hijo pródigo». Este fue un romántico sensato, ecuánime, discreto. No peleó, ni se sublevó contra nadie; ningún delito cometió contra el «derecho», el mínimo social. De nada podía acusársele. Sencillamente, quiso «vivir su vida», ser independiente. Con muy buenos modos, pidió su parte estricta de herencia y partió a ver mundo a adquirir vivencias, diríamos hoy. ¿Para qué recordar lo demás?

Buscando antecedentes, siempre suele incurrirse en exageración. No acusemos a los nominalistas de la Baja Edad Media, a Occam, a Roger Bacon, a Autrecourt. Es verdad que éstos abrieron la puerta, pero los caminos aún eran muchos; que cavaron el abismo entre Dios y el hombre, pero no era necesario por eso que éste se volviera de espaldas. La primera etapa es el Renacimiento, todavía inocente, cuando menos por falta de advertencia. La resurrección grecolatina fue el gran pretexto: el hombre encontraba un placer pueril, como chico con zapatos nuevos, en residir en sí mismo, en recortarse, en autodeterminarse. «Su vaso era pequeño, pero él bebía en su vaso». «Pequeñito, pero recalcado», he oído decir para calificar a algún hombre de poca estatura. Al iniciar la gran escapatoria, sentían la emoción deliciosa del muchacho que viaja solo por primera vez. Se iba a intentar apurar las posibilidades del hombre, demostrar hasta qué punto era capaz de ser por sus propias fuerzas. La primera cuenta de cristales rotos fue la Reforma. Pero ahorremos etapas; es bien sabido.

Ya en la soledad –recordemos muy brevemente– era menester buscar el estribo donde hacer pie en la concepción de todo, mundo y hombre. Descartes, todavía muy tranquilo, muy devoto de la Virgen, sin angustia visible, lo puso en el rincón iluminado del «yo», en el punto de donde surgen los rayos de la conciencia. Proporcionaba con esto una envidiable sensación de seguridad razón lógica, con su coherencia y acabamiento, era buen andamiaje para creerse firmes y completos. ¿Por qué, entonces, ese hastío de la razón, ese misologismo asfixiado al cabo de poco, si en la dorada jaula del cerebro se hubiera podido seguir viviendo sin fin, no muy brillantemente que digamos, pero con sosiego y un «mediano pasar»?

El romanticismo propiamente dicho, en cambio, nacía condenado a durar poco, como una mariposa. Porque el hombre, abandonando la seguridad de lo infinito, de lo acabado y «perfecto», que es en él la razón, y lanzándose a la porción ilimitada de su ser, a volar por sí solo, no podía durar mucho. Algo notaba en sí de «infinito en potencia», que podemos llamar el sentimiento; y, a modo de Icaro, el romántico se lanzó a su llama. Al principio se lograron brillantes resultados, quizá menos debidos al mismo romanticismo que al previo atesoramiento paciente. («Para que el siglo XIX pudiera darse el gusto de echar los pies por alto, fue preciso que siglos y siglos anteriores almacenasen reservas ingentes de disciplina, de abnegación y de orden», dijo José Antonio, buen debelador del romanticismo.) O bien eran debidos a algún freno de discreción nativa: tal el «comnion sense», dando lugar a aquellos poetas del tipo de Keats, Wordsworth, &c.

No tardaron ni un siglo los primeros síntomas del hastío. El «spleen» baudeleriano, (soñando el «ordre» subrepticiamente), la utopía para andar por casa de los parnasianos, el prosaísmo, &c., anunciaron que el hombre se aburría de roer sus propios entresijos cordiales. Porque el infinito en el hombre es un recuerdo, un rayo amarrado, un sueno encarcelado. El hombre es hombre por su limitación; el ramalazo de ilimitación que le traspasa es el sello vivo de su procedencia divina. Tal es la tensión insoluble, la tragedia humana; tiene un grano de infinito, pero si destruye su finitud, se destruye a sí mismo, arde, estalla.

En el caos de los «ismos» daba sus últimos coletazos el romanticismo, si bien de muy contrarios modos. Su más fiel continuador era el surrealismo, desesperanzado, y amargo, pero obstinado en sondear la postrera alcantarilla, quizá para terminar ya de una vez. Fue la hez del vaso romántico, que pedía a gritos ser apurada, para poder retroceder en busca de la vieja luz. Paradójico instrumento de Dios, bien merece una oración en su tumba.

Sin embargo, por grandes lanzadas que le demos, ello no significa que el moro esté muerto. Se refugia en las masas, en el «jazz», en el inatacable –por exterior a la historia– reducto de lo popular. O, a veces, produce inesperados y, diríamos, póstumos brotes.

Ahora que se inicia el regreso desde el confín último, acordémonos de aquel romántico que antes citaba; el hijo pródigo, que exclamaba: «... ya no soy digno de llamarme hijo tuyo: hazme como uno de tus mercenarios». Sin esa verdadera humildad, todo será vano; nos quedaremos en dilettantis de católicos, en medievalistas de tertulia. No se nos espera para jefes, para fundadores de gloriosas edades, sino como oscuros precursores –destinados al olvido–, al modo de aquellos frailes, que entre los vándalos o los godos, guardaban viejos códices que apenas sabían leer. Lo importante es que –no precisamente aquí– el Padre nos acoja poniéndonos «la mejor túnica, el anillo en los dedos y la sandalia en los, pies».

José Mª Valverde.

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