Alférez
Madrid, 28 de febrero de 1947
Año I, número 1
[páginas 4-5]

Nuestro propósito

ALFÉREZ quisiera tener en su orden juvenil, aquellas virtudes que distinguen a San Miguel Arcángel, bajo cuyo patrocinio se pone. En San Miguel coexisten simbólicamente, fundidos al calor de la naturaleza angélica, los grandes principios constitutivos de la vida: la milicia y la lógica, la fuerza y la inteligencia. No son dos luces independientes, sino dos relumbres del mismo hogar de Dios: el que enciende la espada desnuda, presta a combatir a Satanás, y el que enciende la aureola que enmarca la Santa cabeza.

La liturgia llama a San Miguel «signifer», esto es, alférez, y bajo tal advocación lo tomamos por patrono. No se puede levantar un signo o tremolar una bandera cuando el otro brazo no está dispuesto a combatir. Y en San Miguel casan perfectamente ambos gestos.

Bajo este signo y este patronato intentaremos prestar una pequeña colaboración en esa gran tarea de construir un orden intelectual cristiano, esto es, universal. Cristianos somos, y por tanto nada humano puede sernos ajeno: ni el cine, ni la poesía, ni la vida diaria. Pero, naturalmente, aspiramos a respetar las estructuras varias del ser, y no veremos en el cine un instrumento de educación moral, al menos de primer intento, sino un principio de arte, y no nos derretiremos ante la literatura ejemplar, que con desgraciada frecuencia suele ser la peor. Querer meter la vida en una moraleja, borrando de ella el elemento intelectual y dejando solamente el ético, es profundamente anticristiano, e implica una renuncia a la edificación de un auténtico orden.

También será objetivo de esta revista combatir esos tristes divorcios entre los grandes valores humanos que hoy rigen por doquiera. Hoy es indudable que la belleza, por ejemplo, anda por distinto camino que la Verdad, que las imágenes religiosas son feas y que el mejor arte es muchas veces trasunto de un concepto pagano de la vida. Y también es indudable que no andan siempre juntas la ortodoxia y la combatividad, y que ésta, descristianizada, parece ser a veces monopolio exclusivo del mal.

Cuando estos divorcios seculares hayan desaparecido y vuelvan a vivir los grandes valores humanos en las viejas y nobles nupcias, cuando las iglesias vuelvan a ser bellas y las espadas vuelvan a tener empuñadura de cruz, el orden estará logrado. Pero aún está lejano este ideal. Un mundo ha muerto –el del desorden consolidado y hecho cinismo– y otro está por nacer. Los cristianos de hoy vivimos en una edad auroral, pero todavía rodeados de noche. Algo muy profundo y muy grave leva las anclas en la región del espíritu: todo el orden de ideas hijo de la Reforma y del Renacimiento. Pero la nueva nave, la nave cristiana que ha de venir bogando sobre un viejo mar medieval, todavía no asoma en el horizonte. A la Hispanidad está seguramente reservada la gloria de ser su vigía. A nosotros, generación que ahora empieza a caminar desde este borde del mundo desaparecido, la obligación de partir a su encuentro.

Esta conciencia de estar viviendo horas singulares animará subterráneamente nuestra Revista. Y junto a ella la seguridad –una seguridad visceral, ciega, poderosa– de que España y la cultura española están hoy, en esta quinta década del siglo XX, pisando el umbral de una futura grandeza. Pero para que la arrancada sea firme y el viático abundante necesitamos cuanto antes cumplir una tarea previa, que será también cometido de esta Revista: traer a nuestro seno la cultura católica extranjera y hacerla florecer entre nosotros, en este aire español todavía lleno de sustancia medieval.

Nuestro camino hacia el Orden, como españoles que somos, pasa por la Hispanidad. La Providencia nos ha dejado en las manos esta realidad magna de un mundo que habla español y cuyo espíritu sincroniza milagrosamente con el de la nueva era presentida. Cortar este miembro, en aras de un internacionalismo utópico, sería repetir el pecado de Orígenes. La Hispanidad es por esencia alteración, estar fuera de sí, no confinarse en un frío egoísmo. Entre todos los conceptos nacionales o supranacionales del mundo actual acaso sea el único que pueda subsistir con garantía de eficacia en el mundo de mañana.

La cultura católica es la médula lógica de la Hispanidad. Al incrementarla haremos que este gran ser colectivo, Cristobalón de la Historia, se alce y vuelva, como hace cuatro siglos, a cargar a Cristo sobre su espalda. El papel de esta revista, como el de toda nuestra generación, es servir de escabel.

A esta empresa humilde, pero ordenada, en el camino de la Verdad, convocamos a los jóvenes hispánicos con vocación de claridad intelectual.

Alférez

Laus Deo

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