La Gaceta Literaria
Madrid, 1º de septiembre de 1927
Año I, número 17
páginas tercera y sexta

Un debate apasionado
Campeonato para un meridiano intelectual
La selección argentina Martín Fierro (Buenos Aires) reta a la española Gaceta Literaria (Madrid). «Gaceta Literaria» no acepta por golpes sucios de «Martín Fierro» que lo descalifican. Opiniones y arbitrajes.

 

Sr. D. Pablo Rojas Paz.
Camarada: Sus corteses palabras invitando a la joven literatura española para que exponga su opinión sobre el debate suscitado por ustedes, con ocasión del editorial de La Gaceta Literaria (número 8), «Madrid, Meridiano intelectual de Hispanoamérica», me parecen las más nobles y acoloras de cuantas se deslizaron en aquellas dos páginas de «Martín Fierro», número 42, («Un llamado a la realidad»), tan subidas de color y de erratas ortográficas. He trasladado su pulcro guante a mis camaradas de acá, y ahí van –tras estas líneas– sus recusaciones y arbitrajes.
Comenzando las respuestas por la propia mía. Que antecedo, no en primacía vanidosa, sino como la del «speaker» presentador del espectáculo.
Para responder he dejado aparte mi calidad de Director de La Gaceta Literaria –como dejaban los antiguos jueces su máscara transcendental para mezclarse en la vida cotidiana de los demás, terminadas sus funciones.
La Gaceta Literaria –y todos sus componentes– afirmarán siempre sus postulados de respeto y atención absolutos hacia América (hacia Argentina). Pase lo que pase. Vengan o no turbiones.
Tan es así, que, en atención y respeto hacia ustedes (equipo argentino representante de cierta modalidad que, videntemente, no comparte el resto de ese noble país gaucho), hemos creído un deber complacerles, accediendo a su deseo de dejar sueltas las fieras. Para la amistad y para la lucha, henos siempre dispuestos.
¿Quieren ustedes –hoy– jaleo, encono, combate?
Vaya nuestro alarde, en forma de desfile. Ya que para trabarnos cuerpo a cuerpo se necesitaría más limpieza por parte de ustedes.
Allá van nuestros rugidos, querido Rojas Paz. Pero sin acento terrorífico ni iracundo. Simplemente con lo que de rugido tengan las sonrisas sostenidas.

* * *

Al desdén –decían los antiguos– hay que contestar con el desdén. Esta opinión arcaica, que sin duda es la de ustedes, amigos retrógrados de «Martín Fierro» (ojo por ojo, meridiano por meridiano), ha sido hoy superada en las culturas alegres, progresivas y ágiles de Europa.

A la antigua fórmula desdeñosa de nuestros antepasados, hoy vamos oponiéndola esta otra de más delicada psicología:

Al desdén, con las cosquillas.

A las actitudes rígidas y deficientes, un poco de buen humor y de risa.

* * *

Es decir, a su gesto engolado, inquisitorial y de «en torno al casticismo», un poco de desarticulación jazzbandesca. ¡Quién lo diría, la vieja España con más charlestón y zapateado que la nueva Argentina! ¿Que quién lo diría? Eso lo hemos dicho ya mucha gente aquí.

Buenos Aires tiene preocupaciones caquéxicas. Un país que avanza de veras, no se mira tanto los pelos en la lengua. Esa es una preocupación académica semejante a esa de en almar muy bien un tango –que dice Jorge Luis Borges. Y confirma Pablo Rojas Paz meridianamente con estas palabras de difícil glosa: «Después de todo, un europeo se asombraría de las pocas cosas que a nosotros nos importan.» Palabras corroboradas por las terminantes del Sr. Scalabrini; «¿Es que nosotros pensamos?»

* * *

«Martín Fierro» ha dado a nuestro editorial del núm. 8 una interpretación de campesino ofendido. El «Martín Fierro» del poema –gaucho noble y con ansia de pulirse la dehesa– no hubiera respondido así. No sólo no habría renegado del vientre que lo parió –pues era un hombre–, sino que hasta se hubiese esforzado en no sacar el argot de cabaret, que deshonra ese trocito del periódico firmado por un falsificador, por un tal alias Ortelli. «Martín Fierro» era un hombre, y además un hombre honrado.

Como gente de campo, han tomado ustedes el rábano por las hojas. ¡Madrid se siente imperialista, tiránico! ¡Madrid quiere tutelarnos! ¡Tutelar! ¡Qué palabra de pánico colonial todavía –amigos–, que sólo ustedes saben pronunciar! No, no. Jóvenes retrógrados de «Martín Fierro». Madrid no pretende tutelar a ustedes ni a nadie. Pretende solamente entenderse con los que cree sus iguales. Una vez convencido de que no hay tal igualdad, desiste en seguida, esperando otros tiempos más afortunados.

¡Cómo se va a entender Madrid con quienes aspiran a forjarse una cultura a base de candongueos y frases de mulato!

¿Es que pensamos nosotros? –se pregunta admirablemente Scalabrini.

—Si pensaran ustedes, no pasarían estas cosas, amigos.

Ustedes creen que a nosotros nos asusta el idioma argentino y los vocablos de color. ¡Qué gracia! ¡Como si a nosotros, junto al catalán, el portugués, el gallego, el valenciano y el vasco no nos diera lo mismo añadir el criollo! Mándennos criollismos, verán que no les tenemos miedo.

Ahora bien: nosotros creíamos que ustedes no aspiraban a tan poca cosa. Que sus problemas tenían altura menos local. Que el sentimiento de su vasto ideal cósmico de cultura, de núcleos anchos de inteligencia humana, les acariciaba las fibras más nobles de su ser. Vemos que no sucede así... ¡Paciencia! Un poco de paciencia. Otros vendrán que les superarán en grandeza de visión, en tener miradas menos miserables de los destinos históricos.

Bailen, bailen, el tango bien almado –como dice el amigo Borges. Aprendan, aprendan el inglés correctamente –como quiere no sé quién de ustedes– estilo Nicaragua. Adulen y defiendan a Baroja y Valle Inclán –los dos látigos que les han desollado.

Otros vendrán, retrógrados de «Martín Fierro», que nos entenderán. Apuntando al intelecto, y no al bajo vientre, como ustedes –tan campesinamente– han hecho con nosotros.

E. Giménez Caballero.

———

Ante todo, ¿qué es eso de «meridiano intelectual», así en abstracto? Sería necesario, quizá, intentar una exégesis previa de ese clásico concepto, abriendo una encuesta especial para dilucidarlo. Probablemente, el editorialista de La Gaceta Literaria empleó aquel término un poco al azar y, aproximadamente, sin pretender insuflarle una significación literal y rigorosa. Al margen de la geografía y del horario. Sin ánimo de apadrinar imperialismos, ni tutorías, ni cuadrantes reguladores, emplazados en esta ribera del Océano.

Nosotros amamos demasiado nuestra propia independencia intelectual para no respetar igualmente la independencia ajena: la legítima y alboreante y admirable autonomía intelectual americana.

Precisamente, en el fondo de las argumentaciones amistosas enarboladas por nuestro periódico, más que una tendencia a contrarrestar el influjo francés sobre América –otorgando este predominio a España–, vibraba subterránea y vehementemente una cordial incitación hacia la absoluta independencia americana. Latía allí implícitamente una fervorosa exhortación para que la América intelectual, prescindiendo de todo tutelaje directivo europeo –y sin perjuicio de mantener el contacto cultural con nosotros–, se adentre valientemente en esa línea de autoctonía ya iniciada, hasta crear una literatura oriunda y un pensamiento genuino, de irrefragable singularidad.

Por ello, considero totalmente inmotivado e inexplicable ese recelo surgido entre los jóvenes escritores argentinos. Se necesita poseer una susceptibilidad juvenil –y, por tanto, exacerbada, propensa a la hipérbole– para tratar de descubrir una intención hegemónica e imperialista en aquel editorial incriminado de La Gaceta Literaria.

¿Por qué nuestros compañeros «martínferristas» no han sabido verlo así, y por qué han tomado ese concepto de meridianismo español, demasiado al pie de la letra? Enese término impropio de meridiano radica, a mi juicio, el origen del error producido. Como siempre acontece en las pugnas de escritores, todo, en esta cuestión, se reduce a una estricta querella vocabular, a una triquiñuela de palabras alborotadas, que se han escapado de su cauce previsto y normal.

Donde ponía «meridiano», pongamos otro término más preciso, menos susceptible de originar equívocos. Ya que aquella palabra se empleaba como sinónimo de «vértice» o «punto de confluencia» de la literatura en lengua española, atribuyendo a Madrid esa situación crucial. Y conste que ese «punto de tangencialidad» que indudablemente posee Madrid tampoco implica unicidad o exclusivismo. Puede darse igualmente en cualquier gran ciudad al otro lado del mar. Y, desde luego, con caracteres acusadísimos en la metrópoli bonaerense.

A caballo sobre ambos continentes, emproado ya hacia esa latitud americana, renuncio, por el momento, a las explicaciones difusas. Voy a dar por terminadas las conjeturas a distancia y a persuadirme, en breve, sobre el terreno, de esa posición crucial –dejemos ya lo de «meridiano»– que –pareja e independientemente de Madrid– disfruta el Buenos Aires intelectual.

Guillermo de Torre.

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No creo que merezca ningún cuidado esa actitud de algunos jóvenes argentinos. ¡Es tan diversa y tan numerosa aquella juventud!

Yo tengo fe en un fantástico espíritu español, que va desde la cabecera de Méjico hasta la Argentina; recorriendo Repúblicas de un corazón independiente, que es santuario del habla y de la vera confraternidad.

Únicamente la pasajera inconsciencia de algunos espíritus confusos ha podido propugnar un idioma que lleguen a no entender los españoles, pues, no sólo se aislarían entonces de nosotros, sino de toda esa inmensa América española que gravita sobre la Argentina en el Mapa-Mundi y que no seguiría sus modismos, además de que todo emigrante se adiestra en el castellano, porque le puede servir en el arribo a cualquier República hispánica, y hasta Francia aprende el español porque sirve para comprender los grandes pensamientos chilenos, peruanos, guatemaltecos, mejicanos, venezolanos, argentinos, cubanos, &c., &c., sin contar con que, de paso, puede así penetrar en la literatura española.

Quiero ser respetuoso, una vez más, con esas grandes multitudes que exigen las cosas españolas porque tienen un ritmo seguro que coincide y se armoniza con el corazón de la América toda, y hasta quiero, por mi parte, no agravar la cuestión con respecto a esa revista en que he escrito de buena fe y con la sincera alegría de asomarme a aquella luz meridional, que entiende con comprensión milagrosa y extensa, la lengua en que nací.

Ramón Gómez de la Serna.

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Comparto la opinión de ese grupo de argentinos y argentinoides que, en un tan lamentable castellano, proclama su desdén por nuestro idioma. Creo, como ellos, que les ha llegado la hora de adquirir otro idioma en buen uso.

Pero, si no se deciden por un súbito y genial esperanto, claro es que habrán de acudir al Rastro, es decir, forjarse una lengua con materiales de derribo. Todos los diccionarios del mundo les cederán gentilmente un buen lote de género podrido. Por mi parte, ahí tienen «magüer» y «asaz»

Ahora que, mientras se fragua el idioma, «el rey, el burro o yo, ¿no moriremos?»

Eso, amigos, va para muy largo. No se sacrifiquen así por sus biznietos. Yo temo que, por ganar un idioma, perdamos muchas obras maestras. Este grupo argentino y argentinoide va a consumir sus ímpetus juveniles en la espinosa tarea de crearse un instrumento... ¿No sería preferible que, en cualquier lengua, latín o francés, sueco o polaco, rompiese ya a escribir su obra genial?

Benjamín Jarnés.

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Efectivamente, creo que Madrid no es meridiano de nadie. Es un paralelo. Y Buenos Aires otro paralelo: el paralelo del Sur. Porque la hora es lo de menos, y la civilización se distribuye en franjas horizontales que visten al terráqueo su jersey de niveles. Por lo más, en Nueva York hay la misma hora que en Londres o en Tokio, y en Buenos Aires que en Valparaíso o en Capetown. Y cada día más. Toda ilusión de amanecer en casa más pronto es más cada vez un insoluble problema de ganador o colocado en caballito de Tío Vivo.

Los nacionalismos todos me parecen nefastos. No les conviene a los jóvenes argentinos hurgar demasiado en su criollismo. Por ese lado no van a ninguna parte, a no ser que quieran encontrarse a España, a una de las maneras de España. Y si consiguen crearse ese idioma nuevo que les aflige la impaciencia, o será un dialecto porteño –hacia eso vamos todos, y los marinos por delante de todos los esperantistas– cosmopolita y antiliterario –qué bien–, o un cerril y bizcaitarra supercriollo, con su cortejo obligado de incultura, fealdad. Chamizos y Cejadores. Líbrelos Dios de ser más gauchistas que el gaucho. Porque en España sabemos de esa peste, por haberla padecido tanto.

Por lo demás, Buenos Aires y la Argentina me parecen un pueblo admirable, cuyos mismos posibles desaciertos y extremos están indicando su magnifica potencialidad. Como, en general, la de toda América. Y como no me gusta hablar de lo que no conozco bien, me abstengo de emitir juicio sobre el valor de sus producciones artísticas y de su vitalidad total hasta después de conocerlas directamente en el viaje que preparo: viaje de pacífica y ávida curiosidad. Lo poco que de su arte conozco me parece mejor en entusiasmo que en resultados. Esa exuberante falta de respeto del muchacho argentino la envidio y la deseo para el nuestro. Nada –paradójicamente– más respetable cuando es movida por un sentimiento, por un ideal positivo, y no por un arribismo, negativo y descartador.

Quedamos en que nada de meridianos; si acaso paralelos. El hiperbóreo no puede pensar como el latino, ni éste como el tórrido. El Meridiano es ya único y pasa por todos los relojes del mundo. Y el planeta gira tan de prisa como la acerada superficie que crean las aspas del ventilador, o como ese juguete que mete el pájaro del anverso en la jaula del reverso a puro vértigo de vueltas sobre su eje. El Meridiano Universal es uno y múltiple barrote de la jaula. Y dentro canta el pájaro. Todavía, por ahora, a veces en español y a veces en inglés o en chino. Mañana tal vez en humano, en homogéneo humano simplemente.

Pero mientras tanto, queridos amigos –y extranjeros, si así lo deseáis, porque a nosotros igual nos da llamaros extranjeros o hermanos, eso como vosotros queráis, y de vosotros depende–, queridos amigos argentinos, lo importante es que hay pájaro. Que haya pájaro. Y que cante. Olvidado de los 360 meridianos.

Gerardo Diego.

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Querido Giménez Caballero: Me pide usted unas líneas sobre la cuestión que suscita el número de «Martín Fierro» publicado el 10 de Julio.

Le aseguro que he intentado corresponder a su cortesía. Pero al cabo tengo que darme por vencido. Me sentiría humillado respondiendo al florilegio de injurias y vanidades jactanciosas que en dicho número se nos ofrenda con un pensamiento limpio y escrupuloso. Para mí, la distribución espiritual íntima de un hombre se aprecia por su capacidad de resistir al empleo de los argumentos ad hominem en las discusiones intelectuales. Consecuencia primera de esta inhibición es la ironía, represa que pone el espíritu a las espontaneidades agresivas del instinto. Y también de esto, se advierte penuria en dicho número. No confundamos la ironía con la burda cuchufleta.

El argumentador ad hominem suele ser al mismo tiempo un jactancioso. Y si algún pecado hay imperdonable contra el espíritu, éste sería: la jactancia. Porque en la medida que seamos jactanciosos seremos ciegos, y acaso la función más especifica del espíritu consiste en ver, idear, especular. ¿Es que hay muchos argentinos dispuestos a suscribir estas cláusulas: Nosotros, dueños de una recia fisonomía intelectual. Nos hemos acuñado un espíritu propio? Como síntoma, resultaría deplorable. Pero tengo también inteligentes amigos argentinos y sé que la confusión les cubrirá el rostro cuando lean esto. La jactancia con títulos es siempre odiosa, pero fuerza al menos una especie de respeto rencoroso. La jactancia sin títulos, no encontrando otra repercusión que el desdén y la sonrisa, acaba por acrecentar en quien la usa el sentimiento de la propia insignificancia. ¡Pobres títulos los que nos ofrece la pretendida argentinidad de «Martín Fierro»!

No necesito ocuparme de la fórmula que parece haber herido tantas susceptibilidades sospechosas: el célebre meridiano. La Redacción de La Gaceta Literaria sabrá hacerlo perfectamente. Y hasta creo que se podría dar esta fórmula, cum grano salis, un sentido discreto que no debería sobresaltar a nadie. También con mis amigos argentinos he hablado alguna vez de esto, sin que se alterase la frecuencia de nuestras pulsaciones. Porque la imagen del meridiano no puede significar otra cosa que la aspiración, inherente a todo movimiento intelectual de fijar vigorosamente la atención, marcando la hora de una actualidad plena. Todos debemos aspirar a ser meridianos; todos aspiramos a ello. Acaso lo único inoportuno sea declararlo así, paladinamente. Meridiano es D. Miguel; meridiano Ortega y Gasset; meridiano la greguería de Ramón Gómez de la Serna, delicia del capricho europeo contemporáneo. Vano es siempre jactarse a título de solidaridades colectivas; sentirse orgulloso de ser español porque fue español Cervantes o porque las naranjas de Valencia no tienen rival en el mundo. Pero aquí tienen los señores de «Martín Fierro» tres casos meridionales españoles de meridiana evidencia. Y no sólo dentro de Hispanoamérica, sino plus ultra.

Meridiano fue también Rubén Darío. Pero que no se agravie a la sombra de este grande, utilizando su recuerdo para sacudirse la necesidad de una genealogía española. Rubén Darío es un alma ejemplar americana, un arquetipo de lo que debe ser un alma americana limpia de rencores, piadosa con su alcurnia y al mismo tiempo con ese anhelo de futuro que da su timbre particular a la genuina alma americana. No se ha insistido lo bastante en el genial sentido histórico que tiene Rubén Darío, un sentido histórico de su humanidad concreta. Y Rubén Darío se sentía con igual fuerza español, americano y cosmopolita. Sentía que la herencia de la tradición española le pertenecía tan íntegramente como a los españoles de nacionalidad política. ¿Cómo invocar el nombre de Rubén en una hoja donde se estampa esta frase... sencillamente, falsa: españoles, jamás?

Pero detengamos la pluma. Penetrar en las razones profundas de todo esto exige más tiempo y más serenidad. Es urgente crear una conciencia profunda del hispanoamericanismo. Procuremos, pues, más bien colaborar en nuestra orientación. Su devoto amigo,

Ángel Sánchez Rivero
19-XIII-27

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He leído «Martín Fierro». Y no me he indignado del todo. El disparate forma parte de la economía del mundo: como el calor, el frío o el viento. Molestan y molestarán. Pero contra ellos no cabe otra cosa que prevenirse: en modo alguno enfadarse ni protestar. Sobre todo si se considera que el disparate va y viene de acá para allá, complicándonos a todos. El disparate de acá ha sido tratar de imponer a América –en la plenitud de su fe y de su experiencia– el meridiano de Madrid. ¡Bueno fuera que los pueblos viviesen eternamente bajo el peso fatal del abolengo! Lo que no quiere decir –¡no faltaba más!– que la tradición histórica deje de gravitar en parte sobre el futuro. Y aquí está el disparate de los de «Martín Fierro»: negar la casta, considerarse como nacidos esta mañana y libres hasta el capricho para escoger influencias. No; la española alienta en primer lugar, y no pueden –ni deben– eliminarla. Completarla con otras, sí. España misma, ¿no se empapa de Francia?... El porvenir de América está fiado a la libre concurrencia. Nosotros no podemos alzarnos con el monopolio. Y América hará bien si compra, a derecha o izquierda, a los países blancos como a los negros, o a los rojos, o a los amarillos, lo que necesite para su autónomo desenvolvimiento. Contamos, sí, con un cierto privilegio: la lengua. Pero una lengua no es otra cosa que un vehículo y, a su modo peculiar, un instrumento que cada país ha de tocar como quiera. Disparataremos si esperamos que en Buenos Aires o en Méjico se compre un libro por el sólo hecho de estar escrito en español. Un libro francés bueno desplazará siempre, entre gentes cultas, a un libro castellano malo. Claro que hay libros nuestros que son tan buenos como los que más. Gracias a Dios. Pero el aumento de su porcentaje ya no es cosa que dependa de los americanos, sino de nosotros mismos. Demos contenido a nuestra cultura, y lo demás nos será concedido de añadidura. Las hegemonías no se pregonan: se merecen.

Lo demás –y este demás alude a la casi totalidad del «Martín Fierro» en cuestión– es zonzada y pamplina. Los chicos de «Martín Fierro» riñen por cubrir el «record» de la inepcia. ¡Todos campeones! ¡Que la conquista fue saqueo; que pronto hablarán inglés; que Madrid desalma los tangos y hace humorismo del retruécano!... (¡Tu quoque. Jorge Luis Borges!) ¡Pamplina y zonzada! Yo celebraré que los escritores españoles no nos hayamos contagiado al replicar.

Melchor Fernández Almagro.
San Sebastián, 27-8-27.

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«Convidó un hidalgo de un pueblo, muy rico y principal, a un labrador pobre...» –decía Sancho Panza en casa de los Duques («Don Quijote», parte II, cap. XXXI)– «y estando los dos para sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el hidalgo mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciéndole: Sentaos, majagranzas, que adondequiera yo me siente será vuestra cabecera.»

Este cuentecillo viene muy a pelo, muy a propósito del exabrupto lanzado por esos cuatro horteras de «Martín Fierro». Horteras tan cascarrabias como anónimos, que no hay que confundir, naturalmente, con el verdadero grupo intelectual de la Argentina.

Grupo exiguo, pero enterado y sagaz. Es posible que llegue un día –lejanísimo ¡ay!– en que todos estos scalabrinis y ganduglias, alcancen la mentalidad normal del hombre. Entonces, podrán aportar a la cultura, en ciencia, arte y literatura, algo más que lo que hasta ahora han producido.

Entonces podremos concederles nosotros una atención –exenta de ironía y de reservas mentales– que todavía no merecen.

Antonio Espina.

Postdata.
Sr. Director de «Martín Fierro».
Muy señor mío: Aprovecho gustoso esta ocasión tan «meridiana» para darle las gracias por el reiterado envío gratuito que me hace (como a casi todos los escritores españoles) de su pintoresca revista. Pero, no se molesten, ustedes. ¿Para qué?
Por mi parte, le suplico que me dé de baja en la subscripción y no me envíe más el periodiquito, que yo –se lo juro, Sr. Director– se lo agradeceré lo mismo que si le continuase recibiendo. A. E.

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Meridiano no quiere decir sometimiento, sino, en todo caso, unidad y confluencia. Las eternas potencias disolventes, tan nuestras, lucharán siempre contra una ordenación semejante. Y mucho más hoy, tan en moda todos los nacionalismos. Hay potencias disolventes que son estos localismos de aquí y de allá y el engolamiento señoritista que se apodera de todo ambiente de gran ciudad numérica. Esto, a pesar de todo, debe superarse. Pues además de esas potencias disolventes –enemigo interno–, hay las potencias absorbentes –enemigo externo. Y ahí, sobre todo, hay que apuntar. Si hay algún enemigo que designar, es, sin duda, ese latinismo baboso y confusionista, en el que se mezcla de propaganda turística y hotelera de Francia, el trémolo acechante de Italia y el turbio rencor de los emigrantes aun mal fundidos y vanidosos que quisieron borrar la substancia española de tierras que –en el fondo– viven de ella todavía. Por lo demás, ni los jóvenes literatos de «Martín Fierro», ni nosotros, tenemos en la mano la palanca del futuro. Cada cual quiere forjarlo a su manera, sin que deje de quedar todo en un pío deseo. Lo que no quita que digamos a aquellos queridos compañeros que creemos, en nuestra posición y mirando hacia adelante, pisar terreno más firme que el suyo.

Enrique Lafuente.

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¿Una ofensiva? ¿Una defensiva?... ¿A qué me invitas en tu carta, querido Giménez Caballero ?

«Martín Fierro», en nombre de la juventud sudamericana, por la pluma de unos airados jóvenes sin miedo ni freno en la expresión, protesta vivamente, con viveza que le lleva hasta la injusticia, hasta la confusión más negadora, de una afirmación ambiciosa, pero sin grave peligro imperialista, planteada, con mayor o menor razón, con mayor o menor fortuna, en esta Gaceta Literaria.

La más absoluta lealtad por delante de la palabra, abriendo camino a la palabra. Allá vosotros, amigos literatos, en lo que se refiere a las letras; otros quisiera yo, que no yo mismo, en lo que a las artes atañe.

¿Meridiano de Hispanoamérica, Madrid? (Busco en el diccionario: «Perteneciente o relativo a la hora del mediodía.») –¡Ay, esta mala hora, esta obscura hora en las artes de España!– «Círculo máximo en la esfera celeste que va de polo a polo.» Excesivo, excesivo el peso que solicitasteis para nosotros.

¿Madrid? ¿París?... ¡América! América, y el aire del mundo, y la gracia del mundo regando su más honda raíz.

¿Con sinceridad podemos afirmar nosotros que tiene Madrid densidad estética suficiente para enriquecer la avidez de los espíritus desvelados y agudos de nuestra América? ¿Existe en Madrid la posibilidad del vital hallazgo, la confirmadora sorpresa alumbradora de los veneros esenciales del fino creador artista?

La realidad es que podemos anotar pocas pulsaciones –salvo, claro está, en esa amplia zona del arte burgués, arte que tanta aceptación tuvo y tiene en nuestra América, particularmente en Buenos Aires, en donde se edita «Martín Fierro»–, pocas pulsaciones, modesta suma de valores, totalidad precaria, en fin.

¿Meridiano? ¿Y de juventud a juventud? ¡De ninguna manera! Juego de mutuo esfuerzo, saltos de la sombra a la luz, desplazamientos repetidos; todo para encontrar y afirmar la particular visión del mundo que cada uno de nosotros –de España, de América– lleve en el hondón de su ser.

Yo pienso ir a América algún día, porque a ello me tienta el fiel deseo de vivo aprendizaje. No a Buenos Aires, claro es, donde se edita «Martín Fierro», donde no había de hallar, en lo que se refiere a las artes plásticas, sino blandura, ecos de ecos, jactancias vanas, delicuescencias y esnobismos. De ir a América alguna vez, habrá de ser a Méjico, en donde se fragua, intentando con gran esfuerzo canalizarse, un movimiento artístico de poder sorprendente. Méjico, en donde se puede afirmar que se encontrará, dentro de poco, el meridiano artístico de América, meridiano que los jóvenes violentos de «Martín Fierro» ignoro si atienden y estiman en sus valores efectivos.

Y si voy a América, habrá de ser para aprender, al tiempo que para enseñar, a debatirme, a decantarme, a buscar un medio en formación en que sumarme y transfundirme, pero no a ejercer tutoría ninguna, no a admitir ningún vasallaje. Y eso puede hacerse en América, no en Buenos Aires, donde se edita «Martín Fierro»; tampoco en Madrid, por desgracia, tampoco en Madrid –quiero repetirlo–, tan poco propicio al impulso del arte moderno expresivo.

Pero el que yo no acepte tutela ni meridiano alguno, ni quiera imponérselo a nadie, no quiere decir que no me sume a vuestra protesta, repeliendo con vosotros, amigos de La Gaceta Literaria, esa acometida pedante, incorrecta, en definitiva incivil, de los jóvenes de «Martín Fierro». Un abrazo de,

Gabriel García Maroto.

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Que sean los horizontes, señores argentinos, los que limiten. No las vallas. Las vallas siempre ponen un cerco peligroso de hipódromo. Puestos a potrear, es preferible desbocarse a campo libre. Al menos, no se paga por el espectáculo, y, a veces, resulta hermoso. De todos modos, encabritarse es síntoma de poca civilidad. Si ser europeo representa ser urbano, preferimos nuestra caduca pausa –nuestro orden; nuestra cultura– al torbellino –ruido nada más– de América. A nosotros no nos asusta un motor, pero ya no creemos que la cultura salga de sus intersticios.

Yo siempre pienso que se es nacionalista cuando no se puede ser universal. (Así, quien no ha podido conquistar una ciudad se reduce, después, a conquistar una aldea.) Cuando faltan las alas, es necesario ensalzar las virtudes de las patas. Es casi disculpable. Pero no valoremos nuestros medios de acción negando los medios que nos faltan. No creamos mejor el arte, que sólo tiene alientos para andar por nuestra casa; que el arte, al contrario, que tiene ímpetus para volar por el mundo. Aunque las corralizas sean extensas y aunque, desde lo alto de las ventanas, la visión campera sea ancha, un arte encerrado es siempre un arte apagado. Todo arte necesita del trafico del viento –alas– para vivir.

Y es curioso: estos destemplados argentinos desbordan sus gritos al mismo tiempo que reducen su arte. En nuestro mundo se hace hoy lo contrario: se reducen los gritos y se desborda el arte. Porque, primeramente, los gritos ya han perdido aquella antigua eficacia de asustar –nosotros ya estamos de vuelta de jugar al coco–. Y después, porque nuestro arte –esto que llamamos arte nuevo, en la Argentina y aquí. En París y en Berlín –tiene ya vitalidad desbordadora. Y la contención inunda. La expansión, en cambio, fertiliza y ordena. Cuando un engranaje chirría demasiado, no marcha bien el ritmo de la máquina. Hay que aspirar al poco ruido y al mucho rendimiento.

Además, sólo teme la conquista quien es débil. Nosotros –generosamente– ofrecemos a los argentinos nuestro campo literario. No nos asustaría encontrarles patrullando por nuestros caminos. Sabríamos, al menos, ser corteses, y nunca pondríamos en regateo tacaño el valor de las cosechas obtenidas en nuestro suelo. (España –es bien sabido– siempre fue generosa con los americanos que representaban algún auténtico valor.) El arte es algo más que comercio y competencias, números y beneficios. No atraca en los puertos ni rueda por las carreteras. Por esto son inútiles los vigilantes y los portazgos, las controlaciones y las desesperaciones. Cuando tiene algún valor, sobrepasa todos los obstáculos. Es imperial por sí mismo, por su propio mérito, sin que aquí o allí se le impulse o se le contenga. Se le recele o se le admita.

Y es mezquina idea reducir a balance nuestra curiosidad por América. (Qué triste pobreza la del receloso.) No sólo yo –que me acercan a la Argentina estrechos vínculos de familia–, sino cualquiera, otro, sin justificación sentimental, puede abordarse, desinteresadamente, sobre el espectáculo literario de otro país. Porque hoy, el mundo es otero, no cueva. (Piensen los argentinos que desde la cueva al arte rupestre, no hay un solo paso.) Precisamente lo más simpático del arte de vanguardia está en sus entronques universales. Tenemos una red de caminos libres al tráfico de las ideas. Es absurdo impedir la circulación. Se corre el peligro de que la hierba –tapiz nacional– oculte los raíles, que son, después de todo, indicios de civilización y de vida.

Los escritores argentinos se han disfrazado de gauchos para atacarnos. De otro modo, no se comprendería que vestidos a la europea tuviesen esos desplantes desdeñosos para España. Con cierta indumentaria se justifican ciertas actitudes. Pero los gritos de la pendencia, que en el rancho suenan a típicos, en la ciudad suenan a salvajes. Y ya que se empeñan en exaltar sus cualidades típicas, enciérrense en la pampa y griten a capricho. Pero cuando vayan a una ciudad y hablen con personas educadas, guarden un poco de compostura. En la ciudad, las fieras causan risa, no temor. Y más aún si todo se reduce a un disfraz.

César M. Arconada.

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Están revueltos los aborígenes. En Bolivia. En la Argentina.

Tanto en un caso como en otro –esto es divertido siempre– mi deseo les acompaña en su insurrección.

Especialmente en el segundo. La dependencia intelectual debe ser más desesperante aún que la material (¿Verdad?) Como que la redención no puede venir por caminos de violencia. Se adopta, una actitud irritada, procaz. Y esa misma actitud marca la distancia que separa de la libertad... Ha de resultar angustioso.

Concretamente. Concretamente. ¿Puede hablarse de una literatura sudamericana como de algo substantivo, autónomo? No: y esto es lo lamentable. La literatura americana vive supeditada a la nuestra. Se rige por el Meridiano de Madrid. Aun cuando sus relojes marquen siempre –respecto a él– la hora retrasada. (Retraso constante, injustificable ya, dada la rapidez relativa de las comunicaciones.)

Espero –no obstante– que algún día lograrán sincronizarse, y hasta –quién sabe– independizarse con relación a nosotros. Voluntad no es –precisamente– lo que les falta.

Confío en este mañana. Hay que concederle a América un gran crédito de futuro. Ella lo pide en toda ocasión. ¿Por qué negárselo? Nada cuesta.

Mientras tanto dicho crédito se hace efectivo –o pasa a incobrables–, me parece elegante esa actitud española, que no vacila en conceder una mano fraternal a pueblos que los demás, ¡injustamente!, desprecian. Desde el rubio yanki, que pretende enseñarles su idioma con el látigo en la mano, hasta el espiritual francés, que se divierte explotando al meteco.

(Actitud elegante, pero peligrosa –dirá alguien. –Hay el peligro de que se olviden las distancias y el condescendiente haya de hacerlas recordar con una sonrisa. –No importa.)

Confío en el futuro de América. En ese futuro, tanto más glorioso cuanto más difícil. América ha de luchar –ante todo– contra la fatalidad de su origen. Nadie tiene la culpa de que la pampa le haya dado un espíritu melancólico. Ni de que en su alma haya algo de caldeo. ¿Puede culparse a alguien?

Téngase en cuenta cómo se forman esos pueblos: sobre una base étnica –ya entonces tan depauperada y decadente el aluvión infrahumano de toda Europa. Es verdad: los ríos de oro les llevaron todos los detritus humanos. Estoy conforme: de ellos se alimentó la raza. He aquí un pecado original de terribles consecuencias. Pecado y, al mismo tiempo, penitencia... ¿Puede culparse a alguien?

Comprendo el dolor de tragedia griega que encierra esta lamentación transoceánica: Nuestra mayor tristeza es no saber quiénes somos. (Desgraciadamente, nosotros tampoco podemos decírselo.)

Deseo que una vez resuelto este problema fundamental; quiénes son, surja entre ellos una literatura autónoma. Y que surja un otro idioma (dado el espíritu cosmopolita que anima a los insurrectos argentinos) de ese caló porteño, que nos parecía tan inconsistente y chabacano como el nuestro de Barrios Bajos.

Deseo esa autonomía: ¿cómo no? Mi sentimiento internacionalista me hace desear la independencia política y espiritual de todos los pueblos. Incluso de los negros bubis del Golfo de Guinea.

Francisco Ayala.

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Varios globitos inflados de vanidad inefable ascienden al limbo de los engreídos pintorescos. Espectáculo mágico, eterno como el tiempo, maravillosa y peligrosa ascensión. De tan pobre, da lástima. De tan pueril, ternura. De tan estulta, pena. En el cielo espléndido de la América hispana, hacia el limbo, varios globitos inflados de vanidad inefable. Leve síntoma, sin embargo. Insignificante síntoma el de esos globitos infelices, perdidos de mar a mar, ridículos, en berlina ante los horizontes de la América hispana. ¿Debemos complicar el continente, tan vasto, tan rico, tan nuevo, tan hermoso con sus pobres, deprimentes globitos náufragos? Son éstos la vanidad, nada más. La vanidad irrefrenable, que sale fuera de sí misma, exasperada, consolándose con vivir –en su imaginación– la pantomima de sus gestos, de sus palabras, de sus voces. Espectáculo cómico y triste a la vez el del vanidoso. Exterioridad, periferia, fachada, «parada». Suple con ésta el contenido de que carece: la vanidad. Consuélase de su vacío desolador con gestos y ademanes espectaculares terribles. Pero –queridos amigos– no demos a esos globitos más categoría que la que tienen. No juzguemos de América por sus desgracias, miserables escorias artísticas. Si no juzgamos de una ciudad por las obscenidades que un pigre infesto dibuja en los muros recién encalados, no juzguemos tampoco de América por los pigres aliterarios –si que también insultantes– de «Martín Fierro». ¡Paz a los tontos de mala voluntad! América está por encima de ellos. Por encima del mal escritor, siempre un mal hombre.

Esteban Salazar y Chapela.

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¿Conque bueyes cometas, amigos de «Martín Fierro»? ¿Cuándo peninsulares y transatlánticos habíamos espontáneamente convenido mostrarnos y ser maruchos ante el enemigo común, que es la beocia analfabeta y mostrenca?

¿Para qué la picana? ¿Para montar la guardia junto al ombu, o para unirnos, evitando tantas noctas cunicularias como están sorbiendo el óleo puro de la verdad y de la justicia?

Desde el punto de vista poemático y pintoresco, la legendaria figura de «Martín Fierro» está bien. Su reverberante evocador, el magnífico argentino José Hernández, es digno de la invulnerable gloria de que disfruta, pero... hacer de semejante mito, en lo que tiene de disasociatorio, un estímulo para la sociabilidad contemporánea, sino incongruente con la realidad del progreso, fuera ser de una alarmante paradoja, precisamente entre jóvenes.

Y si no que Argentina rectifique su trayectoria, del general Roca acá.

¿Que los camaradas de «Martín Fierro» han querido con sus diatribas dirigir a los peninsulares determinadas insinuaciones de rectificación de la actualidad política?

Este es ya otro cantar u otro vidalito u otra sonsera, que podemos deletrear conjuntamente cuando gusten.

Están, afortunadamente, muy lejos Felipe II y Rosas para que no podamos, peninsulares y transatlánticos, seguir un idéntico y confraternal camino.

Jose María de Sucre
Barcelona

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