La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Antonio de Guevara 1480-1545

Reloj de Príncipes / Libro III

Capítulo XV
Do Marco Aurelio prosigue su carta, y pone la orden que tenían los romanos en hazer la gente de guerra, y cómo es escandalosa cosa yr mugeres y sacerdotes a ella, y de los desafueros que hazen los capitanes y la otra gente de guerra.


Agora te quiero contar, amigo mío Cornelio, la orden que tenemos de hazer la gente de guerra, y por ella verás la gran desorden que ay en Roma; porque en los siglos passados no uvo cosa más mirada ni corregida que fue la militar disciplina, y por contrario no ay cosa aora más dissoluta que es nuestra gente de guerra. Derrámase, pues, por el Imperio la nueva cómo el príncipe emprende de nuevo una guerra. Luego se engendran muy varios pareceres en los pueblos, echando sobre la guerra diversos juyzios, en que unos dizen que es justa y el príncipe que la emprende es justo; otros dizen que es injusta y el príncipe que la haze es tyrano; los pobres y sediciosos apruévanla con fin de yr a robar bienes agenos; los ricos y pacíficos condénanla por gozar de sus bienes proprios; por manera que no justifican o condenan la guerra según zelo de justicia, sino según lo poco o mucho que se les seguirá de aquella empresa.

Mando yo, que soy Emperador romano, poner edicto de guerra a fin que se ha rebelado una ciudad o una provincia. Házense las cerimonias acostumbradas en Roma, conviene a saber: lo primero, llamar a los sacerdotes que vayan luego a orar a los inmortales dioses; porque jamás el Pueblo Romano salió de Roma a derramar sangre de sus enemigos sin que primero los sacerdotes derramassen lágrimas en los templos. [703] Lo segundo, va todo el Sacro Senado al templo del dios Júpiter, y allí juran todos con solemníssimo juramento que si los enemigos contra quien van quisieren nueva confederación con Roma o pidieren perdón de la injuria hecha, que, pospuesta toda vengança, no les negarán la clemencia. Lo iii, el cónsul que está señalado por capitán de aquella guerra va al alto Capitolio, y allí haze un voto soleníssinmo a uno de los dioses (de quien él fuere más contento) que le ofrecerá una cierta cosa si buelve victorioso de aquella guerra; y, aunque la joya y promessa sea muy costosa, todo el pueblo se obliga a pagarla. Lo quarto es que ponen en el Campo Marcio la vandera de la águila, que es la antigua insignia romana; y esto es para que se tengan por dicho todos los romanos que ningún espectáculo ni fiesta se ha de celebrar en Roma entretanto que sus hermanos están en la guerra. Lo quinto, súbese un pretor encima de la puerta Salaria, y allí toca la trompeta para hazer gente de guerra, y sacan las vanderas para entregarlas a los capitanes; y es cosa espantosa de ver en que, assí como un capitán se apodera de la vandera, assí tiene licencia para cometer toda maldad y vileza, de manera que tiene por gentileza robar las tierras do passa y engañar a los con que trata.

Quánta licencia tengan de hazer mal y ser malos los que goviernan la guerra, paresce muy bien en los que traen en su compañía, ca los fijos dexan a sus padres; los siervos, a sus señores; los discípulos, a sus maestros; los oficiales, a sus oficios; los sacerdotes, a los templos; los criados, a sus amos; y esto no por más de que, so color de las libertades de la guerra, no los pueda castigar ninguna justicia. ¡O!, Cornelio, amigo mío, no sé cómo comience a dezir esto que te quiero contar, conviene a saber: que nuestra gente de guerra, después que salen de Roma, ni tienen temor a los dioses, ni acatamiento a los templos, ni reverencia a los sacerdotes, ni a sus padres obediencia, ni a las gentes vergüença, ni temor a la justicia, ni compassión de la patria, ni memoria que son hijos de Roma, ni aún tampoco que se les ha de acabar la vida, sino que, pospuesta toda vergüença, aman el injusto ocio y aborrecen el justo trabajo. Pues oye, que aún más te diré. Y, por mucho que yo diga, es muy poco respecto de lo que ellos hazen, [704] en que unos roban los templos y otros rebuelven ruydos; éstos quebrantan las puertas y aquéllos hurtan las ropas; quando prenden los libres, quando sueltan los presos; las noches passan en juegos, los días en blasphemias; oy pelean como leones, mañana huyen como covardes; unos se amotinan contra los capitanes y otros se passan a los enemigos; finalmente para todo lo bueno son inábiles y para todo lo malo se tienen por libres. Pues ¿qué te diré de sus torpedades, las quales aun he vergüença yo de escrevirlas? Dexan sus mugeres proprias, llevan mugeres ajenas; a las hijas de buenos desonran y a las innocentes vírgines engañan; ni dexan vezina que no combidan ni huéspeda que no fuercen; deshazen el antiguo matrimonio y cada año buscan un casamiento nuevo; por manera que hazen todo lo que quieren y ninguna cosa de lo que deven.

¿Piensas agora tú, mi Cornelio, que pocos males se le siguen a Roma de yr tantas malas mugeres a la guerra?, ca por su causa los hombres ofenden a los dioses, son traydores a su patria, niegan su parentela, vienen a estrecha pobreza, viven con infamia, hurtan la hazienda ajena, gastan la suya propria, jamás tienen vida quieta, ni reyna verdad en su boca; finalmente por amor dellas muchas vezes se rebuelve la guerra y muchos buenos pierden la vida. Dexémonos de razones y vengamos a las hystorias. Bien sabes tú que la mayor parte de Asia más conquistada y enseñoreada fue de las mugeres amazonas que de ningunas otras gentes bárbaras. Aquel mancebo generoso y valeroso Poro, rey de la India, porque faltavan hombres y le sobravan mugeres fue vencido del Magno Alexandro. Aníbal, monstruoso capitán de carthaginenses, tanto tiempo fue señor de Italia, quanto no consintió muger en la guerra; y, como se enamoró de una moça de Capua, luego le vieron las espaldas en Roma. Si Scipión Africano no alimpiara los reales romanos de luxuria, nunca la invencible Numancia fuera assolada. El capitán Sila en la guerra de Mithrídates y el animoso Mario en la guerra de los zimbros porque en sus exércitos no consintieron mugeres malas, por esso de los enemigos uvieron tantas victorias. En tiempo de Claudio Emperador, los tharentinos y capuanos estavan muy públicos [705] enemigos, a tanto que los unos contra los otros sacaron en campo sus exércitos, y acaso un día en los reales de los capuanos rebolviéronse dos capitanes, sobre que tenían ambos con una muger públicos amores; y, como los reales se perturbassen todos, dieron sobre ellos los tharentinos, de do se siguió que fue vencida Capua por ocasión de una muger perdida. Yo tuve en esta guerra de los parthos diez y seys mil de cavallo, y ochenta mil peones, y treynta y cinco mil mugeres; y fue en este caso tan grande la desorden, que desde la hueste uve de embiar a mi Faustina y a otros senadores a sus casas algunas mugeres que sirviessen a los viejos y criassen a los niños. Nuestros antepassados llevavan antiguamente mugeres a la guerra para guisar de comer a los sanos y curar de los heridos; pero agora llevámoslas para que tengan ocasión los covardes de afeminarse y los esforçados de aviciarse; porque al fin los enemigos assestan a la cabeça, pero las mugeres hieren al coraçón.

Quiero que sepas otra cosa, mi Cornelio, y es que los galos, los vulcanos, los flámines, los regios, los quales son sacerdotes de la madre Cibiles, del dios Vulcano, del dios Mars y del dios Júpiter, pospuesto el temor de sus dioses, dexando desiertos sus templos, desechando sus honestos hábitos, no se acordando de sus sanctos ritos, quebrantando sus estrechos votos; vanse infinitos dellos para los exércitos, do viven aun más deshonestos que otros; porque cosa es muy común los que en algún tiempo presumieron de retraýdos y vergonçosos, después que se perdieron venir a ser muy bulliciosos y desvergonçados. Cosa es desonesta y aun peligrosa traer sacerdotes en la guerra; porque su oficio es aplacar a los dioses con lágrimas y no indignar a los hombres con armas. Si acaso dixeren los príncipes que es bueno llevar sacerdotes a los exércitos para ofrescer a los dioses sacrificios, a esto respondo que los templos están dedicados para orar y los campos para pelear, por manera que en un lugar quieren los dioses ser temidos y en el otro honrados y sacrificados. En el año de la fundación de Roma de cccxv passó en Asia el cónsul Vietro, que yva contra los palestinos, los quales se avían rebelado contra los romanos, y de camino fuesse por el templo de [706] Apolo en Delphos, y, como allí hiziesse al dios Apolo una oración muy larga porque le revelasse si bolvería de Asia con victoria, respondióle el oráculo: «Si quieres tú, ¡o! cónsul Vietro, bolver victorioso de tus enemigos, restituye los sacerdotes que llevas de nuestros templos; porque nosotros los dioses no queremos que los hombres que escogimos para solo nuestro servicio vosotros los llevéys a los bullicios del mundo.» Si es verdad, como es verdad, lo que Apolo dixo al cónsul Vietro, no me parece que es cosa justa consientan a los sacerdotes yrse perdidos a la guerra, que como tú sabes, mi Cornelio, sin comparación es muy mayor la ofensa que ellos fazen en yrse a perder que no el servicio que hazen a los príncipes en querer pelear.

Dexemos a los sacerdotes en sus templos para orar y veamos cómo los capitanes se suelen elegir, y en este caso hallarás que el día que a un patricio le señala por capitán el Senado, le pruevan si sabe jugar de armas en el amphiteatro, le lleva el cónsul al alto Capitolio consigo, le ponen el palio de la águila en los pechos, le echan la púrpura en los ombros, le dan del erario público dineros. Luego este tal crece en tanta sobervia, que, no acordándose de la pobreza passada, piensa a la buelta que buelva le harán emperador de Roma. Cosa es muy común que, quando a los hombres de baxo suelo la fortuna los sube en algún alto estado, es mucho lo que presumen, y muy poco lo que saben, y muy menos lo que valen, por manera que si sus flacas fuerças se ygualassen con sus altos pensamientos, uno solo abastaría para vencer a los enemigos y aun para ganar muchos reynos.

Han tomado agora una costumbre los capitanes en Roma, y dízenme que es invención de Mauritania, conviene a saber: que se entretexen la barba, herízanse los cabellos, entonan las palabras, mudan las vestiduras, acompáñanse de homicianos, andan lo más del tiempo armados, trabajan por parecer hombres fieros; finalmente tienen en poco ser amados y tómales vanagloria de ser temidos. ¿Y sabes, mi Cornelio, quán temidos quieren ser?, que un día, estando en Pentápolin un capitán mío, yo le oyendo y él no me viendo, sobre que no le dexavan hazer todo lo que él quería en la posada, dixo a una [707] huéspeda suya: «Vosotros, los villanos, aún no conocéys capitanes de exércitos. Pues sabe, si no lo sabes, madre, que jamás tiembla la tierra sino quando es amenazada de algún capitán de Roma, y nunca los dioses embían rayos sino do nosotros no somos obedescidos.» Pues has oýdo lo que dixo, oye el esfuerço que tuvo; y fue tal, que este capitán, dando yo una cruda batalla en Arabia, él sólo huyó y desamparó la vandera, el qual hecho, aviéndolo hecho a tal hora, por muy poco me hiziera perder la batalla, la qual acabada yo le hize cortar la cabeça; porque al punto del encontrar con los enemigos más daña uno que huye que aprovechan dos mil que acometan. Muchas vezes le oý yo al Emperador Trajano, mi señor, que los hombres que en tiempo de paz hazían mayores fieros, de hecho eran en la guerra mayores covardes. Acontece que muchas cosas se expiden por tener una buena eloqüencia, otro por darse buena maña, otro por poner gran diligencia, otro por abrir bien la bolsa. Y a la verdad, éste es el que más y mejor en Roma negocia; pero las cosas de las guerras y que de hecho han de llegar a las armas, no consisten en blasonar mucho delante los amigos en la plaça, sino en acometer a los enemigos en la batalla; que al fin fin los hombres muy verbosos por la mayor parte son descoraçonados.

¿Qué más quieres que te diga, mi Cornelio, de los agravios que hazen estos capitanes por las tierras do passan, y de los escándalos que levantan en las provincias do passan? Hágote saber que no haze tanto daño la carcoma a la madera, la polilla a las ropas, la centella a las estopas, la langosta a las miesses, ni el gorgojo a los graneros, como hazen los capitanes en los pueblos; porque ni dexan animal que no matan, ni huerta que no hurtan, ni vino que no beven, ni colmena que no catan, ni templo que no roban, ni caça que no corran, ni sedición que no levantan, ni vileza que no intenten. Pues más hazen, lo qual no se les devría consentir hazer, conviene a saber: que comen de gracia sin querer pagar, y no quieren servir sin ser muy bien pagados. Y lo peor de todo es que, si les pagan, luego lo baratan o juegan; si no les pagan, luego hurtan o se amotinan, por manera que con la pobreza andan descontentos y con la riqueza viven viciosos. Ha venido el [708] caso a tanto corrompimiento, y ay oy en Roma de la gente de guerra tan gran descuydo, que no parece cada capitán sino caudillo de homicianos, origen de sediciosos, émulo de buenos, despertador de todos los malos, cabeça de los ladrones, pirata de los cossarios; finalmente no digo que lo parecen, pero afirmo que son verdugos de virtuosos y buytrera de viciosos. No querría dezirlo, pero todavía lo avré de dezir, que es la burla tan burlada, y va la cosa tan perdida, que a estos malaventurados, aunque son nuestros amigos domésticos, ni ay príncipe que los enseñoree, ni justicia que los castigue, ni miedo que los reprima, ni ley que los sojuzgue, ni vergüença que los enfrene, ni pariente que los corrija, ni castigo que les abaste, ni aun muerte que los acabe; sino que ya como a hombres que no tienen remedio les dexamos comer de todo. [709]


{Antonio de Guevara (1480-1545), Relox de Príncipes (1529). Versión de Emilio Blanco publicada por la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro: Obras Completas de Fray Antonio de Guevara, tomo II, páginas 1-943, Madrid 1994, ISBN 84-7506-415-9.}

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Edición digital de las obras de
Antonio de Guevara
La versión del Libro áureo de Marco Aurelio, preparada por Emilio Blanco, ha sido publicada en papel en 1994 por la Biblioteca Castro, y se utiliza con autorización expresa de su editor y propietario, la Fundación José Antonio de Castro (Alcalá 109 / 28009 Madrid / Tel 914 310 043 / Fax 914 358 362).
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