Hispania


 
Miguel Cascón S.J.
Menéndez Pelayo y la tradición y los destinos de España
con un comentario de Teófilo Ortega

Palencia, febrero 1937

 


fin

Explicación y dedicatoria

Salen a luz estas páginas, tan sólo por ceder a amables e insistentes requerimientos de buenos amigos.

Les es bien conocida mi adhesión a Menéndez Pelayo y el minucioso estudio que desde tiempo atrás vengo haciendo de su obra. Me invitaron a recordar algunas de sus sabias y proféticas ideas en torno a esta realidad nacional que él como pocos presentía y razonaba.

Es necesario –me decían– que tantos espíritus jóvenes que sienten hambre y sed de conocer los auténticos valores de España reciban un resplandor, alguna expresión, aunque débil, del genio y caudal riquísimo del maestro entre los maestros. [6]

He procurado complacerles, no sin dificultad, por encontrarme sin libros apenas, y sin tener a mano mis anotaciones, lejos de mis medios de trabajo. Este breve estudio se encierra por tanto en el marco modesto de los llamados de circunstancias. Para esta hora llena de emoción, en que nuestra Patria se moldea de nuevo, he compuesto este cauce humilde por donde transcurre algo de las aguas limpias y puras que forman el caudal ideológico de este inolvidable artífice del perfil de la España inmortal que ahora amanece.

Quiero poner al frente una dedicatoria:

Ofrézcole a nuestro Caudillo, y con él, a la nueva España que se forma en estos instantes con las más diestras armas y los más puros y mejores corazones en alto. [7]


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La España nueva debe enraizarse con la España tradicional

El jefe supremo del Estado, caudillo ilustre de la España rediviva, el Generalísimo Franco, en sus documentos y locuciones, ha vuelto varias veces su mirada a la España tradicional de los siglos de oro, como tipo sugestivo para la reconstrucción del Estado nuevo español que todos deseamos y él más que ninguno anhela levantar.

Recientemente, desde la emisora nacional de Salamanca, ha repetido que la España nueva que se ha de regenerar debe enraizarse hondamente con esa España tradicional, hasta exaltar en todos los españoles los sentimientos de la Patria, el orgullo de sentirse y llamarse españoles.

Y, entre los timbres de su ejecutoria, nos presentaba, en su locución el Generalísimo, un sentimiento religioso profundo y una fe ciega en los destinos de España. [8]

Nadie ha sentido más hondamente, ni con más amplitud, aquella «edad dichosa de prestigios y maravillas y de robusta vida», como Menéndez Pelayo. Ninguno celebró sus glorias con emoción viril tan amplia, tan desbordante y confortadora. [9]


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Fervorosa adhesión a Menéndez Pelayo

Dedicado yo desde hace tiempo en mis trabajos de investigación histórica, por vocación decidida y hasta por apasionado placer intelectual, al estudio y examen de la obra de Menéndez Pelayo, me ha sido dado analizar no sólo los libros y cuantos manuscritos suyos se conservan en la gran biblioteca de Santander que lleva su nombre, sino recoger preciosas cartas y valiosísimos escritos dispersos del maestro, y aun algunos ya raros de su primera juventud, que serán siempre su mayor gloria, y sólo había logrado completar en la Biblioteca Nacional y en la Hemeroteca de Madrid.

Me glorío –¿por qué no decirlo?– de rendir culto a Menéndez Pelayo, como discípulo y admirador, de pertenecer a su escuela, de formar desde que se fundó en la Sociedad de Menéndez Pelayo, de colaborar en el Boletín de la Biblioteca Menéndez y Pelayo; y hasta de haber [10] mascado, como él, el polvo de archivos y bibliotecas; y, puesto que con tanto rigor se llevaba la nota de lectores, también de haber sido el lector más asiduo y que más dulces horas ha gastado estos últimos años en la Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander. (Dios nos la libre de la rapacidad y furor rojo.)

Sólo esta mi fervorosa adhesión a la obra imperecedera de Menéndez Pelayo es la que, apartando los ojos de mi pequeñez, me hace aceptar la invitación para mí tan honrosa, de presentaros, en cuanto cabe, el pensamiento excelso del representante de nuestro genio nacional en la pasada centuria, con la persuasión íntima de que nadie ha hecho más que Menéndez Pelayo por la restauración de nuestro pasado glorioso, ni para incorporar a la actual generación el genio y el espíritu de las generaciones pretéritas; y con la mira de dejar bien impreso en el ánimo de los que se dignan escucharme aquel como pensamiento capital o idea dominante que flota tantas veces en la obra prodigiosa del insigne polígrafo: Que la causa de la decadencia y de los desastres de España es el haber vuelto la espalda a su pasado y el haber roto el hilo de la tradición. [11]


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Testamentario de nuestra antigua cultura

«No soy –decía modestamente, al disertar acerca de la Cultura literaria de Miguel de Cervantes y la elaboración del Quijote–, no soy educador de espíritus nuevos, sino conservador del espíritu de la Tradición, de que han de nutrirse.»

«Yo –dice a otro propósito–, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros la deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura.»

En medio de la desolación y noche que cayó sobre España al finalizar la pasada centuria, volvió él, como predestinado, sus ojos de vidente a las luces claras de nuestro imperio, y columbró en su resplandor la pauta reconstructiva de la España que huía, porque se olvidaba de su pasado, que era para ella redención y horizonte nuevo. Él midió de alto a bajo toda [12] la grandeza de nuestra nación, y cuando malos hijos se volvían rencorosos contra su propia casta y vilipendiaban a su madre Patria, por verla despojada y sin corona, él consoló su desgracia recordándola el romance de sus pasadas glorias.

Él fue casi el único que nos enseñó entonces a levantar la cabeza, a tener en lo que se merece nuestra ciencia clásica, un tiempo la primera del mundo, a hacer profesión solemne y pública de fe en España, en la España tradicional, en la presente y en la futura España. El fue el custodio y el paladín de la cultura española, el archivo y como la conciencia suprema de nuestra nacionalidad en el tiempo y en el espacio a través de los siglos y extendida a todos los territorios y latitudes que cayeron un día bajo el cetro de sus reyes o recibieron la herencia ideal de las razas e idiomas peninsulares. [13]


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Sus palabras, hitos de luz orientadora

Su influencia no se circunscribe a una o varias esferas de la actividad humana: su genio se cierne con potente vuelo por encima de todas esas esferas y, para valerme de la frase de su discípulo Bonilla y San Martín, dejó marcada su huella, como la garra del león, en todas las materias que tocó su pluma. Durante su vida, tan rica y productora, fue sin hipérbole el doctor y maestro de la más selecta y verdadera intelectualidad española. Lo fue asimismo, y lo sigue siendo en no pocas materias, de los investigadores extranjeros.

Era su voz –dijo un día Farinelli– como la voz de todo un pueblo, de un pueblo que quería levantar el dorso y volver a mirar frente a frente a otros pueblos y a otras culturas.

Que su voz de maestro inigualado, suene en estas horas entre nosotros y confíe y siembre en el nuevo ambiente que renace la idea [14] y la pintura de aquella España vieja, cada día más joven y deslumbrante según pasan los años, y que sus palabras sean hitos de luz que guíen los pasos de quienes con voluntad de hierro y con inteligencia poderosa y serena, han tomado sobre sí la ruda empresa de orientar nuestra vida y dar eficiencia a nuestras instituciones. [15]


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Espíritu español de la Edad de Oro

Ved cómo nos presenta el espíritu general de la España del siglo XVI:

«Nadie ha hecho aún la verdadera historia de España en los siglos XVI y XVII. Contentos con la parte externa, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tratados de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los investigadores modernos de los fatigosos y monótonos temas de la rivalidad de Carlos V y Francisco I, de las guerras de Flandes, del príncipe don Carlos, de Antonio Pérez y de la princesa de Éboli. Lo más íntimo y profundo de aquel glorioso período se les escapa. Necesario es mirar la historia de otro modo, tomar por punto de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la resistencia contra la herejía, y conceder más importancia a la reforma de una orden religiosa o a la aparición de un libro teológico, que al cerco de Amberes o a la sorpresa de Amiens. [16]

Cuando esa historia llegue a ser escrita, veráse con claridad que la reforma de los regulares vigorosamente iniciada por Cisneros, fue razón poderosísima de que el protestantismo no arraigara en España, por lo mismo que los abusos eran menores, y que había una legión compacta y austera para resistir a toda tentativa de cisma.

Dulce es apartar los ojos del miserable luteranismo español, para fijarIos en aquella serie de venerables figuras, de reformadores y fundadores. En San Pedro de Alcántara, luz de las soledades de la Arrabida, que parecía hecho de raíces de árboles, según la enérgica expresión de Santa Teresa; en el venerable Tomás de Jesús, reformador de los agustinos descalzos; en la sublime doctora abulense y en su heroico compañero San Juan de la Cruz; en San Juan de Dios, portento de caridad; en el humilde clérigo aragonés, fundador de las Escuelas Pías; y, finalmente, en aquel hidalgo vascongado, herido por Dios como Israel, y a quien Dios suscitó para que levantara un ejército más poderoso que todos los ejércitos de Carlos V, contra la Reforma. San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro. Ningún caudillo, ningún sabio influyó tan poderosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante débelo en gran manera a la Compañía de Jesús (1). [17]

{(1) San Ignacio y Laínez. «Lleno Ignacio de un entusiasmo noble y puro, que a veces podía parecer exagerado, se abrasaba en celo por Jesucristo y su Iglesia, y no conocía más que la Iglesia y Jesucristo. Laínez, hombre de fría y penetrante razón, y de un talento positivo y organizador, [17] parecía haber nacido para gobernar grandes imperios. Al celo lleno de fe del primero juntaba el segundo la ciencia de las cosas de la misma fe. Ignacio puso el principio de la vida interior sobre el cual se fundó la Compañía, y Laínez le dio la forma y la organización necesarias para que pudiera manifestarse y conseguir su objeto. Las cualidades de estos dos personajes, que desde el principio se identificaron entre sí, se han conservado siempre de una manera notable en la Sociedad que fundaron...» (Alzog, IV, 127)

San Francisco Javier. Tenía pensado Menéndez Pelayo tejer aquí un elogio del apóstol de las Indias, llamado por el gran Pemán al llevarle a las tablas, «El Divino Impaciente»: y así, escribe en la 2ª edición a los Heterodoxos: «Hay que estudiar atentamente la vida de este padre, y dedicar «un buen párrafo» a su admirable acción evangélica en Oriente.» (HE, edic. Artigas, V, 396).}


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El Concilio de Trento, tan español como ecuménico

España, que tales varones daba, fecundo plantel de santos y de sabios, de teólogos y de fundadores, figuró al frente de todas las naciones católicas en otro de los grandes esfuerzos contra la reforma, en el Concilio de Trento, que fue tan español como ecuménico, si vale la frase. No hay ignorancia ni olvido que baste a oscurecer la gloria que, en las tres épocas de aquella memorable asamblea, consiguieron los nuestros... [18]

Ellos instaron más que nadie en la primera convocatoria (1542) y trabajaron por allanar los obstáculos y las resistencias de Roma. Ellos, y principalmente el Cardenal de Jaén, se opusieron a toda idea de traslación o suspensión. Tan fieles y adictos a la Santa Sede, como independientes y austeros..., ni uno solo de nuestros prelados mostró tendencias cismáticas, ni siquiera el audaz y fogoso Arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, atacado tan vivamente... Ninguno confundió el verdadero espíritu de reforma con el falso y mentido de disidencia o revuelta. Inflexibles en cuestiones de disciplina y en clamar contra los abusos..., jamás pusieron lengua en la autoridad del Pontífice, ni trataron de renovar los funestos casos de Constanza y Basilea.

Pedro de Soto opinaba a la vez que la autoridad de los obispos es inmediatamente de derecho divino, pero que el Papa es superior al Concilio, y en una misma carta defiende ambas proposiciones.

Cuando la historia del Concilio de Trento se escriba por españoles y no por extranjeros, aunque sean tan veraces y concienzudos como el cardenal Pallavicini, ¡cuán hermoso papel harán en ella los Guerreros, Cuestas, Blancos y Gorrioneros; el maravilloso teólogo don Martín Pérez de Ayala, Obispo de Segorbe, que defendió invenciblemente contra los protestantes el valor de las tradiciones eclesiásticas; el rey de los canonistas españoles, Antonio Agustín, [19] enmendador del Decreto de Graciano, corrector del texto de las Pandectas, filólogo clarísimo, editor de Festo y Varrón, numismático, arqueólogo y hombre de amenísimo ingenio en todo; el Obispo de Salamanca, don Pedro González de Mendoza, autor de unas curiosas memorias del Concilio; los tres egregios jesuitas, Diego Laínez, Alonso Salmerón y Francisco de Torres; Melchor Cano, el más culto y elegante de los escritores dominicos, autor de un nuevo método de enseñanza teológica basado en el estudio de las fuentes de conocimiento; Cosme Hortolá, comentador perspicuo del Cantar de los cantares; el profesor complutense, Cardillo de Villalpando, filósofo y helenista, comentador y defensor de Aristóteles, y hombre de viva y elocuente palabra, Pedro Fontidueñas, que casi le arrebató la palma de la oratoria, y tantos y tantos otros teólogos, consultores, obispos y abades como allí concurrieron, entre los cuales, para gloria nuestra, apenas había uno que no se alzase de la raya de la medianía, ya por su sabiduría teológica o canónica, ya por la pureza y elegancia de su dicción latina confesada, bien a despecho suyo, por los mismos italianos! Bien puede decirse que todo español era teólogo entonces. Y a tanto brillo de ciencia, y a tan noble austeridad de costumbres, juntábase una entereza de carácter que resplandece hasta en nuestros embajadores Vargas y don Diego de Mendoza. [20]


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Santos y sabios

¿Cuándo ha sido España tan española y tan grande como entonces?...

¿Qué había de lograr el protestantismo, cuando honraban nuestras mitras obispos al modo de Fr. Bartolomé de los Mártires, don Alonso Velázquez, Fr. Lorenzo Suárez de Figueroa, Fr. Andrés Capilla, don Pedro Cerbuna, don Diego de Covarrubias, Fr. Guillermo Boíl y el venerable apóstol de Andalucía Juan de Avila, orador de los más vehementes, inflamados y persuasivos que ha visto el mundo; cuando difundían el aroma de sus virtudes aquellas almas benditas y escogidas en cuya serie, después de los grandes santos ya recordados, fuera injusto no hacer memoria de San Alonso Rodríguez y San Pedro Claver; de Bernardino de Obregón, portento de caridad; del venerable agustino Horozco; del austero y [21] penitente dominico San Luis Beltrán; del recoleto San Francisco Solano, apóstol del Perú; del beato Simón de Rojas, reformador de las costumbres de la corte; del Beato Nicolás Factor, gran maestro de espíritus? Pero, ¿a qué buscar tan altos ejemplos? El que quiera conocer lo que era la vida de los españoles del gran siglo dentro de su casa, lea la biografía que de su padre escribió el jesuita La Palma; lea las incomparables vidas de doña Sancha Carrillo y de doña Ana Ponce de León, compuestas por el padre Roa, luz y espejo de la lengua castellana, y dudará entre la admiración y la tristeza al comparar aquellos tiempos con éstos.

Joya fue la virtud pura y ardiente, puede decirse de aquella época, como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la historia y las heces de la literatura picaresca...

Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos. [22]


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Grandeza de nuestra especulación científica

¿Cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma, y exornar a las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste a recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de aquella invicta legión...

Pero no hemos de olvidar que Fr. Alonso de Castro recopiló en su grande obra De haeresibus cuantos argumentos se habían formulado hasta entonces contra todo linaje de errores, y disputó con tanta sabiduría jurídica como teológica De iusta haereticorum punitione, que Domingo Soto, cuyo nombre suena todavía con elogio, gracias a su tratado de Filosofía del Derecho, De iustitia et iure, [23] trituró las doctrinas protestantes de la justificación en su obra De natura et gratia; que el Cardenal Toledo impugnó más profundamente que ningún otro teólogo la interpretación que los luteranos dan a la «Epístola a los romanos»; que Fr. Pedro de Soto, autor de un excelente catecismo, hizo increíbles esfuerzos con la pluma y con la enseñanza para volver al gremio de la Iglesia a los súbditos de la reina María; que el eximio Suárez redujo a polvo las doctrinas cesaristas del rey Jacobo y el torpe fundamento de la iglesia anglicana; y que el Obispo Caramuel, océano de erudición y de doctrina, y verdadero milagro de la naturaleza, convirtió en Bohemia y Hungría tal número de herejes, que, a no verlo confirmado en documentos irrecusables, parecería increíble y fabuloso.

Pero bien puede decirse que, entre todos los libros compuestos aquí contra la Reforma, no hay uno que, por la claridad del método y de la exposición, ni por la abrumadora copia de ciencia teológica y filosófica, ni por la argumentación sobria y potente, iguale al del jesuita Gregorio de Valencia: De rebus Fidei hoc tempore controversis. ¿Quién lee hoy este libro, uno de los más extraordinarios que ha producido la ciencia española? ¿Quién el elegante y doctísimo tratado de don Martín Pérez de Ayala, De divinis traditionibus? ¿Quién las obras del P. Diego Ruiz de Montoya, fundador de la teología positiva, y a quienes siguieron y copiaron muchas veces Petavio y Tomasino? [24]

Pero digo mal; es en España donde no se leen; que fuera de aquí no hay pensador que no se descubra con amor y veneración al oír los nombres de Molina y Báñez, de Medina, de Suárez y de Gabriel Vázquez. La sola historia de las controversias De auxiliis bastaría para mostrar la grandeza de la especulación científica entre nosotros.

No sólo nació en España la ciencia media y el congruismo, sino también el sistema de la gracia eficaz, que llaman tomista por haberla defendido siempre los dominicos, pero que fue creación de Bañez, en oposición a Molina. ¡Y qué ingeniosa doctrina la de éste, tal como la atenuaron y la desarroIlaron otros jesuitas posteriores! ¡Qué oportunidad la de los teólogos de la Compañía en levantar, frente a la hórrida predestinación calvinista, una doctrina que tan altos pone los fueros de la libertad humana!» (HE, v. 394-399).


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Reforma y contrarreforma. La Compañía de Jesús

«Basta la simple enumeración de sus errores para comprender los beneficios que la humanidad debe a Lutero y a Calvino. En filosofía, la negación de la libertad humana. En teología, el principio del libre examen, absurdo en boca de quien admite la revelación, puesto que la verdad no puede ser más que una y una la autoridad que la interprete. En artes plásticas, la iconomaquia, que derribó el arte de la serena altura del ideal religioso para reducirle a presentar lo que en la pintura holandesa, y en sus más eximio maestro se admira: síndicos en torno de una mesa o arcabuceros saliendo de una casa de tiro, obras donde el ideal se ha refugiado en los efectos del claro-oscuro. En literatura, baste decir que Ginebra rechazaba todavía en el siglo XVIII el teatro, y que ni Ariosto ni Taso, ni Camoens, fueron protestantes, y hasta es muy dudoso que Shakespeare lo fuera. Ni ¿cómo habría [26] de engendrar una doctrina negadora del libre albedrío el artista que más enérgicamente ha interpretado la personalidad humana, la cual tiene en la libertad su raíz y fundamento?

Bien dijo Erasmo: Ubicumque regnat luteranismus ibi litterarum est interitus. El luteranismo, ruina y exterminio de las letras.

¿Quién, que tenga en sus venas sangre española y latina, no preferirá aquella otra reforma que hicieron los Padres de Trento y que los jesuitas dilataron hasta los confines del orbe? ¿Quién dudará, aun bajo el aspecto artístico y de simpatía, entre San Ignacio y Lutero, o entre Lainez y Calvino?

Dios suscitó la Compañía de Jesús para defender la libertad humana, que negaban los protestantes con salvaje ferocidad, para purificar el Renacimiento de herrumbres y escorias paganas, para cultivar so la égida de la religión todo linaje de ciencias y disciplinas y adoctrinar en ellas a la juventud; para extender la luz evangélica a las más rudas y apartadas gentilidades. Orden, como las necesidades de los tiempos la pedían; y que debía de vivir en el siglo, siendo tan docta como los más doctos, tan hábil como los más hábiles, dispuesta siempre para la batalla y no rezagada en ningún adelanto intelectual. Allí, el geómetra al lado del misionero, el director espiritual, el filósofo y el crítico en amigable consorcio.

La reforma intelectual y la reforma moral brillaron en todo su esplendor, cuando honraban la tiara Pontífices como San Pío V; el capelo [27] cardenales como Baronio, Toledo y Belarmino; la mitra, prelados como San Carlos Borromeo y Santo Tomás de Villanueva. ¡Cuánta gloria dieron a España la reforma franciscana de San Pedro de Alcántara, la carmelita de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, almas abrasadas en el amor divino, maestros de la vida espiritual y de la lengua castellana! ¿Qué puede oponer la reforma a estos santos? [28]


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El mundo novelesco y el de la historia. Libros de caballerías

En los Orígenes de la Novela, hablando Menéndez Pelayo de la distancia que había en la edad de oro entre el mundo caballeresco y el de la historia, expresa, entre otros, estos conceptos:

«La supervivencia del mundo caballeresco era de todo punto ficticia. Nadie obraba conforme a sus vetustos cánones; ni príncipes ni pueblos. La historia de entonces se desbordaba de tal modo, y era tan grande y espléndida, que forzosamente cualquiera fábula tenía que perder mucho en el cotejo. Lejos de creer yo que tan disparatadas ficciones sirviesen de estímulo a los españoles del siglo XVI para arrojarse a inauditas empresas; creo, por el contrario, que debían de parecer muy pobre cosa a los que de continuo oían las prodigiosas y [29] verdaderas hazañas de los portugueses en la India y de los castellanos en todo el continente de América, y en las campañas de Flandes, Alemania e Italia. La poesía de la realidad y de la acción, la gran poesía geográfica de los descubrimientos y de las conquistas, consignada en páginas inmortales por los primeros narradores de uno y otro pueblo, tenía que triunfar antes de mucho de la falsa y grosera imaginación que combinaba torpemente los datos de esta ruda novelística.

Y, si tal distancia había entre el mundo novelesco y el de la historia, ¡cuán inmensa debía de ser la que les separase del mundo espiritual y místico en que florecen las esperanzas inmortales! Por inconcebible que parezca, se ha querido establecer analogía, si no de pensamiento, de procedimientos, entre la literatura caballeresca y nuestra riquísima literatura ascética, dando por supuesto que la una representaba nuestro espíritu aventurero en lo profano y la otra en lo sagrado... Los libros de caballerías se leían por pasatiempo, como leemos Las mil y una noches, como se han leído todas las novelas del mundo, sin que nadie se creyese una palabra de lo que en ellas se contenía, salvo algún loco, como don Quijote o sus prototipos el clérigo que conoció Melchor Cano y el caballero audaz de que habló Alonso de Fuentes... Las oscuras supersticiones en que se funda la parte fantástica de los libros de caballerías son indígenas de ambas Bretañas; aquí [30] no tenían sentido, ni eran más que una imitación literaria para solaz de gente desocupada. Ni España ni la Iglesia tienen que responder de tales aberraciones que eran del gusto, no de la creencia.

Ni ¿qué significa que el futuro San Ignacio de Loyola fuese, como todos los caballeros jóvenes de su tiempo, «muy curioso y amigo de leer libros profanos de caballerías» y que en la convalecencia de su herida los pidiera para distraerse? ¿Por ventura aprendería en Amadís de Gaula el secreto de la organización de la Compañía, que es a los ojos de sus más encarnizados enemigos, un dechado de prudencia humana o (como ellos quieren) de astucia maquiavélica, y, para cualquier espíritu imparcial, un portento de sabia disciplina y de genio práctico; lo más contrario en suma que puede haber a todo género de ilusiones y fantasías aun en el campo teológico? ¿Qué significa tampoco que Santa Teresa leyera en su niñez libros de caballerías, siguiendo el ejemplo de su madre, y aun que llegara a componer uno en colaboración con su hermano, según refiere su biógrafo el P. Ribera? Curiosa es la noticia; pero ¿quién va a creer sin notoria simpleza, que de tales fuentes brotase la inspiración mística de la Santa, ni siquiera su regalado y candoroso estilo, el más personal que hubo en el mundo? Del que no sepa distinguir entre las Moradas y Don Florisel de Niquea, bien puede creerse que carece de todo paladar crítico.» (ON, I, CCLXXVII.) [31]

Me habéis de permitir la presentación de estos sinceros y justos elogios que Menéndez Pelayo tributa a la Compañía de Jesús, aunque sólo sea como débil muestra de la gratitud que los jesuitas debemos por ellos al maestro. [32]


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La unidad de creencia nos une en los momentos difíciles de nuestra historia

En todos los momentos difíciles de nuestra historia, lo que nos ha unido siempre en España contra toda clase de enemigos es lo que nos está uniendo ahora contra el marxismo y comunismo rojo: la unidad de creencia, el sentimiento religioso.

Abrid el epílogo de Menéndez Pelayo, a los Heterodoxos:

«España –dice– debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo. Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo [33] Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios, sin juzgarse todos hijos de un mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos; y consagra, con el óleo de justicia, la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lucha contra el enemigo de la fe o el invasor extraño; ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?

Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso.

No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores: la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos... brilló en Nicea y en [34] Sardis sobre la frente de Osio y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia;... comenzó a levantar entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Liciniano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Alvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsum; mandó a Teodulfa, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo don Raimundo y bajo la púrpura del Emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española...

¿Quién contará todos los beneficios de la vida social que a esa unidad debemos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano que nos juntaba, a pesar de las aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. Nos unía, con el sentimiento de [35] Patria, desconocido en rigor hasta el Renacimiento, una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia y una legión de santos que combate por nosotros desde Causegadia hasta Almería, desde Muradal hasta la Higuera.» [36]


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El destino de España, el más alto entre todos los destinos de la historia humana

«Dios nos concedió la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceylán y las perlas que adornaban la cuna del Sol y el tálamo de la Aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.

¡Dichosa edad aquella de prestigios y maravillas, [37] edad de juventud y de robusta vida! España era, o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible. La fe de aquellos hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso, en los arcanos de Dios, les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.

España evangelizadora de la mitad del orbe, España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio... ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad. No tenemos otra.» (HE, VII, 512 y ss.) [38]


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Menéndez Pelayo, comprensor y transmisor del genio nacional

Para festejar su nombramiento de presidente de la Academia de la Historia los amigos y discípulos de Menéndez Pelayo hicieron acuñar una medalla. Pronunció con este motivo un bello y breve discurso en el que, entre otras cosas, decía con sobrada modestia:

«Lo que honráis en mí no es a un sabio, no a un poeta, no a un grande orador, sino a un modesto erudito, cuyas trabajos no pueden ser populares nunca y cuya sola representación en el mundo es la del obrero firme y constante de la historia intelectual de España. Lo que honráis en mí no es mi persona, no es mi labor, cuya endeblez reconozco, sino el pensamiento capital que lo informa, y que desde las indecisiones y tanteos de la mocedad me ha ido llevando a una comprensión cada vez menos [39] incompleta del genio nacional y de los inmortales destinos de España... A esta soledad llegan a veces voces amigas que nos exhortan a perseverar sin desfallecimiento... En todas ellas palpita el mismo anhelo: la regeneración científica de España. Podemos diferir en los medios, pero en la aspiración estamos conformes. Y también lo estamos en creer que ningún pueblo se salva y emancipa sino por su propio esfuerzo intelectual, y éste no se concibe sin la plena conciencia de sí mismo que sólo puede formarse con estudio recto y severo de la historia.»

De la Historia que, como dijo en otra parte, no se escribe para gente frívola y casquivana y que impone a todo historiador honrado el deber de ahondar en la investigación, cuanto pueda, no desdeñar ningún documento y corregirse a sí mismo cuantas veces sea menester. (Advertencia preliminar a la nueva edición de Los Heterodoxos) [40]


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Brindis, por lo que nadie brindó hasta ahora

¿Quién no recuerda el brindis de Menéndez Pelayo en el festín con que sus compañeros de profesorado en la Universidad Central obsequiaron a los catedráticos extranjeros con motivo del centenario de Calderón de la Barca? Era a principios de junio de 1881. No había cumplido aún Menéndez Pelayo los veinticinco años. Acreditado catedrático de la Historia Crítica de Literatura, acababa de publicar el magnífico estudio de nuestro gran dramático nacional. Invitado a cooperar al homenaje, aunque le repugnaba el carácter anticatólico, semipagano que intentaban darle, fue a ver lo que pasaba en la casa persa del Retiro, donde se celebraba el festín. A los postres empezaron los brindis. Déjase entender lo que con motivo de Calderón se les ocurriría decir a aquellos hoy ya olvidados representantes de la ciencia krausista, [41] liberal y positivista. Desvirtuando la índole del glorioso centenario que se celebraba, mancillando la imperecedera memoria del celebrado autor de los Autos Sacramentales, llegó a convertirse el festín en una esbozada manifestación masónica y semipagana. Oía pacientemente Menéndez Pelayo aquella sarta de errores y desatinos, rebozados de entusiasmo fingido, y cuando comenzaba a pensar que era cosa de levantarse a protestar contra la profanación del nombre respetable del gran poeta y a defender los fueros de la verdad ultrajada con el pretexto de glorificar a nuestro gran dramático, comenzaron a llover sobre él alusiones malévolas, y se dejaron oír voces pidiendo que hablase. Levantóse entonces Menéndez Pelayo, y habló con noble y viril elocuencia. Los asistentes, los intelectuales de aquella infausta generación, que alardeaban de tener por base de sus doctrinas

el respeto a todas las opiniones, que además estaban reunidos en fraternal banquete, no pudieron resistir el sonido de la verdad, y al ver que la genuina doctrina y verdaderos sentimientos de Calderón tomaban cuerpo y vida entre ellos en la noble y elocuente peroración, gritaron, chillaron, silbaron con furia, verdaderamente atea y salvaje. Menéndez Pelayo, animado con tales estímulos, más inspirado en la improvisación, acentuando el discurso, dominando el tumulto, dijo con enérgica voz y fácil palabra:

«Yo no pensaba hablar; pero las alusiones [42] que me han dirigido los señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra.

Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica, que es el substratum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía y de nuestro arte.

Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional Monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que durante todo el siglo XVI vivió de un modo cenobítico y austero, y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en portaestandarte de la Iglesia, en gonfaloniera de la Santa Sede durante toda aquella centuria.

Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie... y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas setentrionales.

Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, [43] que Calderón sublimó a las alturas del arte en el Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia. En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros; que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos nosotros los que sentimos y pensamos como él; los únicos que con razón y justicia y derecho podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; del poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; del poeta teólogo, del poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos y festejamos y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos que en nombre de la unidad centralista a la francesa han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la península, asesinada primero por la casa de Borbón, y luego por los gobiernos revolucionarios de este siglo.

Y digo, y declaro firmemente, que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana informada por principios que aborrezco, y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón si levantase la cabeza.

Y, ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divisiones de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar [44] con su presencia esta fiesta y a quienes miro, y debemos mirar todos, como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española. Y no digo ibérica, porque esos vocablos de iberismo y de unidad ibérica, tienen no sé qué mal sabor progresista (murmullos). Sí, española, lo repito; que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens; y aun en nuestros días Almeida Garrett, en las notas de su poema, Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos la península ibérica. Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas, que, como arroyos, han venido a mezclarse en el grande océano de nuestra gente romana.» [45]


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Menéndez Pelayo, revelador de Lope y de toda la dramática española

La meritísima escritora doña Blanca de los Ríos, fiel como pocos a la memoria del maestro, ha expresado recientemente, a mi ver mejor que nadie, lo que los españoles debemos a Menéndez Pelayo, como a reedificador de nuestro inmortal teatro y egregio revelador de Lope de Vega y de toda la dramática española. Sigámosla de cerca en este punto.

Gracias al excelso polígrafo de Santander no hemos tenido que aguardar, los españoles a que sabios extraños vinieran a descubrir lo más ingente, glorioso y representativo de nuestro patrimonio estético: el Teatro. Sabido es que entre las grandes reedificaciones que debemos al esfuerzo ciclópeo de aquel hombre de estirpe de símbolos, que fue él sólo todo un Renacimiento, digno de marcar era en la Historia, ya que él sólo, [46] revivió toda la vida mental y espiritual de la raza, ninguna tan cara al sentimiento nacional como la reedificación de nuestro Teatro, expresión la más sintética y significativa del genio hispano.

En cuatro estudios colosales: los Orígenes de la Novela, los prólogos que ilustran las Obras de Lope de Vega, publicada por la Real Academia Española, prólogos magistrales, tan elogiados como poco leídos, Calderón y su teatro, y la Historia de las Ideas Estéticas en España, amén de aIgunas páginas de la Historia de la Poesía Hispano Americana, y de varios opúsculos, incorporados en su mayoría a estas mismas grandes obras, realizó Menéndez Pelayo la historia íntegra de nuestra Dramática nacional, desde la Celestina, estudiada en sus más remotos precedentes, hasta el Romanticismo; es decir, desde las postrimerías del siglo XV, hasta bien entrado el XlX, hasta el estreno de la Conjuración de Venecia, que nos anticipó el Romanticismo.

Pero la Celestina, cuyos personajes existían sólo para sí y para su pasión, y en pleno siglo XV vivían como si Cristo no hubiera nacido, no contenía la esencia del genio nacional. Faltaba allí todo el jugo de la tradición infuso en la sangre hispana, el influjo del elemento épico y caballeresco; faltaba el sentimiento del honor; faltaba, sobre todo, el alma de España: la fe católica.

Sin una total renovación del ambiente y del alma nacional, no se explica, después de la [47] tragicomedia de Rojas, el teatro del siglo XVII; y esa total renovación la operó la Mística, que, a la vez que llama y estímulo de amor, fue gran escuela de introspección espiritual, en la cual se formaron los grandes psicólogos de la Pintura, de la Novela y del Teatro: El Greco, Cervantes, Tirso. Sin la Mística no se explicaría la efusiva lírica de Lope en su suavísima poesía y en sus autos.

Entre la orgía pagana del Renacimiento y la creciente exaltación de la fiebre mística, y del sentimiento del honor y de la tradición, formóse el Teatro en aquella enorme resaca moral que bullía desde el Boccacio hasta Santa Teresa, desde La Celestina hasta Lope.

Sin desandar ese camino, sin alumbrarlo con reveladoras luces, no era posible estimar desde sus remotos precedentes y en toda su magnitud nuestra opulenta dramaturgia. Y esa titánica labor la realizó el maestro de nuestra historia literaria. Asombra la suma de materiales que remueve y utiliza y la soberana inteligencia con que anima la colosal reconstrucción.

Leyendo a Lope, comentado por Menéndez Pelayo, siéntese emoción semejante a la de ver el cielo reflejarse en el mar. Son dos inmensidades que se afrontan y en sus ilimitadas lejanías se confunden en una sola unidad sublime. Predestinado a toda exaltación y apoteosis, aquel hombre, síntesis y prodigio que en vida mereció ser llamado «poeta de los cielos y la tierra», y bebió a raudales del vino enloquecedor de la [48] gloria, tres siglos después de muerto logró historiador y panegirista digno de él. Porque en verdad que, si el cauce en que se tiende el océano ha de bastar a contenerle, para contener a todo un Lope se necesitaba a todo un Menéndez Pelayo.

Él prologó, colectó e ilustró no menos que doce enormes tomos de la monumental colección académica de las Obras de Lope de Vega. Los estudiosos saben que esa titánica obra de Menéndez Pelayo es modelo de sabio laconismo, si se compara su extensión material con su contenido enciclopédico e inmenso –de muy contados lectores conocido– con las dilatadas tierras intelectuales que abarca y con los horizontes casi infinitos que descubre y domina. Lope de Vega era ya toda una literatura, y Menéndez Pelayo, que estudia desde sus fuentes más ignoradas o remotas los hilos, los regatos, los arroyos, los torrentes de inspiración, de saber, de historia, de fantasía, que nutrieron aquel océano poético, es cien literaturas juntas.

En manos del maestro de nuestra crítica crecieron las riquezas de Lope, porque él sabía de Lope y de sus obras más de lo que Lope mismo supo de ellas. [49]


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El teatro español, manifestación grandiosa del genio nacional

Desde que Menéndez Pelayo, al trazar la carta geográfica del mundo dramático de Lope, consagra los cuatro primeros tomos de la edición académica al «teatro religioso» y no menos que otros siete volúmenes a las «Crónicas y leyendas dramáticas de España», con sola esta sabia distribución evidencia plenamente el espíritu creador de aquel cosmos estético que se encerraba en este lema: «Dios y España.»

Por Dios y por España, la gente de quien procedemos guerreó, arrostró mil muertes en inhóspitos países, ensanchó la tierra para ensanchar los dominios de la Cruz y de nuestra habla empapada en fe; produjo libros, poemas, cuadros y esculturas de dramatismo y espiritualidad por nadie superados y alumbró las inexploradas profundidades del alma humana [50] y los ásperos caminos de la santidad con el celeste rayo de la Mística.

Y por eso, porque nació lleno de aquel espíritu que fundió en un mismo sentimiento a Dios y a nuestra Patria, que de Dios vivía, el teatro que surgió de las manos de Lope y se agrandó en las de Tirso y se transfiguró en las de Calderón, no fue sólo un ingente montón de comedias inmortales: fue el teatro español, la manifestación más grandiosa y representativa del genio nacional.

Lope era, por derecho propio, el creador de nuestro teatro, porque era la personificación de aquella España inmensa colmada de gloria y de poder y siempre ansiosa de nuevas tierras y nuevos cielos por donde dilatar la plenitud desbordante de su espíritu.

Era que Lope y la España que lo engendró tan a su semejanza, estribaban en la roca inconmovible de la fe; era que España y su poeta, con sus altas virtudes, y a pesar de sus pecados, estaban llenos de la afirmación de Dios; y los que están llenos de Él son los fuertes, los grandes, los creadores, como los que de Él están vacíos son los incolmables, los yermos del alma, los estériles, los que se hunden indefinidamente en las brumas negras de la negación, porque sólo en Dios halla el alma su plenitud, su paz, su alta potencia creadora, centella fugaz de la esencia increada. Y porque Lope era la encarnación de aquella España inmensa por cuyas venas hervía el exultante júbilo de tan [51] insólitas hazañas y descubrimientos y ante cuyos ojos esplendía la esperanza del amanecer eterno, a Lope le tocó cerrar el gran ciclo de nuestras grandezas erigiéndoles un monumento eterno: el Teatro. Y ese alto sentido español del espíritu y de la dramática de Lope, nadie lo penetró y definió como Menéndez Pelayo. [52]


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El creador del teatro nacional y su intérprete

Asombra la suma erudición que significa la obra inmensa de Lope y su estudio y comentarios realizados por Menéndez Pelayo. Los doce enormes tomos de la edición académica suponen una triple, formidable bibliografía. Para calcular aproximadamente esa triple multitud de libros empecemos por recordar que Lope era un insaciable bebedor de lectura. Lope lo leía todo, lo arcaico y lo reciente, lo bueno y lo malo, lo genuino y lo apócrifo, lo sagrado y lo profano, el verso y la prosa, lo sublime y lo monstruoso, el infolio reverendo y la jácara matonesca, la relación de la última jornada militar o del arribo de los galeones de Indias, la canción de ciego, el desalmado vejamen o la descomulgada letrilla; diríase que se sorbió íntegra la materia histórica y aun la materia legible de sus tiempos, y toda la convirtió en [53] substancia dramática. Lope lo leía todo, y Menéndez Pelayo supo a tres siglos de distancia cuanto Lope leía; y esto de suerte que podía indicar el volumen, la edición, hasta la página de la crónica, del romancero, del cancionero, del ejemplar sacro, de la genealogía nobiliaria, del libro de caballerías, de la novela italiana o española, del cronicón apócrifo, de la gesta veneranda, del olvidado poema, de la miscelánea farragosa, de la égloga primitiva, del informe auto, del misterio litúrgico, del centón o de la floresta de historias y apólogos orientales de donde Lope tomó cada una de sus farsas.

Añádase a este mundo de lectura la inextricable selva de las ediciones genuinas, apócrifas o extravagantes de Lope; toda la historia bibliográfica de las quinientas piezas conocidas del gran dramático y todos los litigios, problemas y controversias con ellas relacionados. Y sobre esas dos ingentes montañas de libros aún hay que asentar una tercera: la abrumadora bibliografía de la historia y de la crítica dramática puesta a contribución por el magno polígrafo, para realizar el estudio, el comentario y el juicio de la dramática de Lope. Todo ese caos ha ordenado el maestro de la erudición española y con esos ingentes materiales ha erigido uno de los más excelsos monumentos de que puede gloriarse literatura alguna. Y esta labor titánica, que requería un hombre, un sabio todo entero, y que hubiese [54] quebrado los bríos a los más atléticos luchadores intelectuales, es –¡pasma el considerarlo!– una sola de las gigantescas obras de este atlante de las letras, del único escritor digno de eternizarse en la constelación gloriosa al lado del gran Lope, creador de nuestro teatro. [55]


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El despertar en la guerra de la independencia nace del mismo espíritu que el despertar presente

No hace mucho, desde la emisora palentina, el ilustre inspirador de la Asociación Francisco de Vitoria, al tratar de la legitimidad de la guerra actual según los principios jurídicos de nuestro más celebrado tratadista de Derecho internacional, recordaba que esta lucha presente contra el marxismo era en cierto sentido semejante, aunque en intensidad y número mucho mayor, a la de la guerra de la Independencia. En intensidad y número mucho mayor, puesto que en ésta tenemos por adversarios, no sólo a los envenenados marxistas españoles, sino al comunismo ruso, a los del frente popular francés, a toda la escoria y ralea, y a toda la hez comunista de las demás naciones; en ésta llevamos empleados seis meses de gloriosa reconquista, aquélla nos duró más de seis años. [56]

Oigamos a propósito de ella el verbo siempre fecundo y sugeridor de Menéndez Pelayo, pues parecen aplicables sus palabras al momento actual; y aquel resurgir patrio, aquel despertar admirable, nace del mismísimo espíritu que el glorioso despertar presente:

«Nunca en el largo curso de la historia despertó nación alguna tan gloriosamente, después de tan torpe y pesado sueño, como España en 1808. Sobre ella había pasado un siglo entero de miseria y rebajamiento moral, de despotismo administrativo sin grandeza ni gloria, de impiedad vergonzante... de ruina acelerada o miserable desuso de cuanto quedaba de las libertades antiguas, de tiranía sobre la Iglesia... y, finaImente, de arte ruin, de filosofía enteca, y de literatura sin poder ni eficacia, disimulado todo ello con ciertos oropeles de cultura material, que hoy los mismos historiadores de la escuela positivista, (Bukle, por ejemplo), declaran somera, artificial, contrahecha y falsa.

Para que rompiésemos aquel sopor indigno, para que de nuevo resplandeciesen con majestad no usada las generosas condiciones de la raza, aletargadas, pero no extintas, por algo peor que la tiranía, por el achatamiento moral de gobernantes y gobernados, y el olvido de volver los ojos a lo alto; para que tornara a henchir ampliamente nuestros pulmones el aire de la vida, y de las grandes obras de la vida; para recobrar, en suma, la conciencia nacional atrofiada..., era preciso que corriera un mar de sangre... [57] y que en esas rojas aguas nos regenerásemos después de abandonados y vendidos por nuestros gobernantes y de invadidos y saqueados con perfidia e iniquidad más que púnicas por la misma Francia, de la cual todo un siglo habíamos sido pedisecuos y remedadores torpísimos.

Pero, ¡qué despertar más admirable!... ¿Qué edad podrá oscurecer las glorias de aquellas victorias y de aquellas derrotas, si es que en las guerras nacionales puede llamarse derrota lo que es martirio, redención y apoteosis para el que sucumbe, y prenda de victoria para el que sobrevive?...

La resistencia se organizó democráticamente y a la española, con ese federalismo instintivo y tradicional que surge aquí en los grandes peligros y en los grandes reveses, y fue, como era de esperar, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso... Alentó la Virgen del Pilar el brazo de los zaragozanos; pusiéronse los gerundenses, bajo la protección de San Narciso, y en la mente de todos estuvo, que aquella guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII, difundidas por las legiones napoleónicas.» (HE, VII, 7-9).

Del mismo modo, señores, que la guerra de hoy es también guerra de religión contra los principios y las ideas difundidas por los «sin Dios» y las hordas comunistas de Rusia. [58]


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España, un corazón y un alma sola cuando se trata de la salud de la Patria

En el discurso titulado Dos palabras sobre el Centenario de Balmes, presenta Menéndez Pelayo aquellos días de angustia para la Patria, en que nació el insigne filósofo vicense. «Días, –dice,– de grandeza épica, de abnegación sobrehumana, en que la conciencia nacional estaba íntegra y no desgarrada como ahora por pasiones frenéticas y sectarias. Ejércitos extranjeros hollaban nuestro suelo, y un corto grupo de innovadores audaces levantaban la primera tribuna política, a la sombra del glorioso alzamiento nacional. Pero ni el invasor era dueño de más tierra que la que materialmente pisaba, ni el fermento de la idea revolucionaria, con ser un principio de discordia, bastaba a amenguar el heroísmo de la resistencia. Todavía España tenía un [59] corazón y un alma sola, cuando de la salud de la Patria se trataba, y los mismos que por educación, o por influjo de extrañas lecturas, parecían más apartados de la corriente tradicional, se dejaban arrastrar por ella, confundidos generosamente entre la masa de sus humildes conciudadanos.» [60]


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Un nuevo momento, grande en nuestra historia, que no estamos desperdiciando

«En aquella federación espontánea y anárquica, que surgió como por ensalmo de un pueblo aletargado pero viril, todas las voces de la antigua Iberia volvieron a resonar con su secular acento; organismos, que parecían muertos o caducos, resurgieron con todos los bríos de la juventud, y una inmensa explosión de amor patrio confiada, irresistible, corrió desde las playas de Asturias hasta la isla gaditana, volviendo a unir regiones, no con el yugo servil del centralismo exótico, sino con los lazos del amor y del común sacrificio.

¡Grande, aunque desaprovechado momento, que quizá no volverá a presentarse en nuestra historia!»

No salió en esto profeta Menéndez Pelayo, para gloria nuestra. Hemos visto, estamos [61] presenciando que ha vuelto a presentársenos este momento y que afortunadamente no estamos desperdiciándolo.

«La fe –prosigue el maestro– hace portentos y salva las naciones como a los individuos. De aquella formidable contienda salió ileso el cuerpo de la Patria, porque aún había un alma que la informase y ningún español dudaba de los destinos de España.»

Tampoco hoy podemos dudar de los destinos inmortales de España con esta valerosa, intrépida, dura y disciplinada juventud que obedece a un Caudillo –Franco– a quien considera el más capaz para guiarla a la victoria. [62]


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Gárrulos sofistas querían destruir la única España que el mundo conoce

Pero ved cómo el insigne maestro Menéndez Pelayo, con luz de vidente, parece describir los infaustos días que precedieron al resurgir de este glorioso y providencial momento actual, cuando, con estilo caldeado por noble pasión, escribía:

«Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y, corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que ennoblece y redime a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su [63] pensamiento, reniega de cuanto en la historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene poder bastante para retardar nuestra agonía.»

A lo que añade a continuación:

«¡De cuán distinta manera han procedido los pueblos que tienen conciencia de su misión secular!» [64]


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La tradición teutónica y la tradición italiana

«La tradición teutónica –y nunca, señores, más a propósito y mejor recordada esta tradición que ahora, que colabora en favor nuestro contra el marxismo; cuando los prelados alemanes reunidos en Fulda acaban de condenar el comunismo; cuando tan gratamente suena en nuestros oídos el himno de la nación amiga– la tradición teutónica, dice Menéndez Pelayo, fue el nervio del Renacimiento germánico.»

Motivos de simpatía y agradecimiento tenemos igualmente para Italia y los italianos de hoy, y los acordes del himno itálico, como los del lusitano, nos suenan con inusitada armonía y hallan eco en nuestro corazón.

«Apoyándose en la tradición italiana –prosigue diciendo Menéndez Pelayo– cada vez más profundamente conocida, construye su [65] propia ciencia la Italia sabia e investigadora de nuestros días. Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo, menos la cultura intelectual; un pueblo viejo no puede renunciar a la suya, sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil.» (ECL, 363-364.) [66]


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Desconcierto y perversión de nuestro ser nacional

El modo con que se ha venido viciando y pervirtiendo nuestro ser nacional nos lo presenta Menéndez Pelayo en su penetrante y luminoso epílogo a los Heterodoxos, con cuyas palabras quiero cerrar esta ya fatigosa locución:

«Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí, donde nunca pudo ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso y sale a la superficie, cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad, o solo aprovecha para el mal. No nos queda, ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propias. Cuanto hacemos es remedo y [67] trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por aparecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas.

Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y, aunque no sean muchos los librepensadores españoles bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conoce en el mundo, porque (a no estar dementado como los sofistas de cátedra) el español que ha dejado de ser católico, es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda, y los salteadores literarios de la baja Prensa que en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material nos indica a veces que estamos en Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.» [68]


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Menéndez Pelayo, orientador de nuestra regeneración gloriosa

«No sigamos, –añade,– en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre es ciertamente obra impía en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana y que sólo la hez es la que sale a la superficie? Ojalá sea verdad. Por mi parte prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban ciertamente falta de virilidad en la raza. Lo futuro ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación. Pero, mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío [69] de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración, aún puede esperarse que juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente.

El Cielo apresure tan felices días.» (HE, VII, 514.)

Amigos: ni los límites que me he impuesto para esta locución, ni el ambiente guerrero que nos rodea, me permiten ofreceros más ampliamente el pensamiento de Menéndez Pelayo, digno educador de almas y noble transmisor del pensar de todos los pensadores españoles.

Aquel su espíritu de reconstrucción y de reivindicación nacional, aquel su intento de renovar los valores de la cultura española, es hoy –bien lo veis–la expresión de un anhelo común, la iniciación de un esfuerzo, que ha de librar a toda la raza del peso muerto de prejuicios y de pesimismos.

Es la voz de la liberación. España entera debe pensar con Menéndez Pelayo.

Su magisterio debe continuar desde la tumba; sus ideas deben orientar los ideales y aspiraciones de la nueva España. Ellas contienen la virtud plasmante de nuestra regeneración gloriosa. [71]


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Comentario al margen de un estudio del P. Miguel Cascón
[por Teófilo Ortega]

El vigía

I

Su vida entera transcurrió en puesto de vigilancia y en actividad estudiosa. Alternaba. Clamaba por una España Grande, sufriendo con la nostalgia de las pasadas venturas; y leía, estudiaba, investigaba, acumulando página a página, material tan precioso como aquel que servía para construir, en edades dichosas, templos al Señor. [72]

II

Fue el vigía. De tanto conocer, y por conocer tan bien el pasado, logró desenmascarar el futuro y dar con la piel verdadera de la España del porvenir, quebrando su secreto.

Por eso, llegados a esta coyuntura en la que gran parte de nuestros luchadores fijan su mirada en Isabel y Fernando, con ansia de hallar moldes y maneras de conseguir la España unida, libre y grande, su figura, el espíritu de Menéndez Pelayo, adquiere presencia actuante y viva. El gran montañés propicia victorias, bien dispuesta desde la Eternidad su onda, con esas demoledoras pedradas sobre el extranjero invasor que constituyen, afirmando a España Eterna, sus obras y la más grande y admirable entre ellas, la obra formidable de una vida que dedicó hasta el último aliento a la gloria de Dios, el honor de España y la pureza del Arte. [73]

III

Nuestros luchadores, en esta hora emocionante que vivimos, no combaten solamente con armas de fuego. A ellos aportan símbolo, firmeza y caminos, estas grandes figuras que, como Marcelino Menéndez Pelayo, llenan un pasado glorioso y que son capaces de moldear en apretados límites todo un futuro. La España Eterna que ahora prosigue su paso, salvando un triste colapso, ha incorporado esta modalidad netamente española, en su pugna, que puede considerarse triunfante, contra el invasor. No le ha presentado solamente una barrera de pechos invencibles, sino que también, unido a ellos, fortaleciéndoles, les ha dispersado y les vence con un buen acopio de nuestros valores tradicionales, que producen una invulnerable y triple resistencia. Tres Españas que no quieren sepultarse: nuestra gloriosa España de ayer, la espléndida y apasionada y generosa de hoy, y la otra España, en preñez de futuro Imperio, de nuestro bien cercano mañana. [74]

IV

A Marcelino Menéndez Pelayo hemos de extraerle de las bibliotecas y los archivos, haciendo de muchas de sus obras ediciones accesibles a todos, para que lleguen con facilidad a nuestros hijos, los ciudadanos de mañana. El caso de Menéndez Pelayo no admite parigual, ni soporta semejanza. Si se escribe, para enseñarle junto a nuestra doctrina católica, un catecismo donde se inspire al niño a que sienta orgullo por haber nacido español y con ello se prenda el fuego de su amor a la Patria, el nombre de don Marcelino Menéndez Pelayo debe ser citado, y al citarle no deben omitirse estas o parecidas palabras:

«Vivió, soñó, trabajó en tiempos de decaimiento nacional, de tal manera, como si la España imperial, gloriosa y floreciente, fuese testigo de su vida, de su ensoñación y de su tarea.» [75]

V

Deteneos un momento, que aquí reside la entera verdad. El XIX se halla plagado de figuras que antes de comenzar a escribir partían de un supuesto, tan deprimente y agostador, como este de lamentar la hora de España, juzgada equivocadamente no en decadencia pasajera, sino en ruidosa y definitiva caída. Sentado este supuesto de soportar fatalmente un país que ha perdido su alma, empezaban a escribir y la buscaban por el extranjero, o requebraban a las almas de otros países en cortejo trashumante y agrio, que daba como frutos ese montón de obras sin nervio, sin carácter y sin corazón, que casi han plagado los catálogos del ochocientos. Comenzaban por pedir perdón al mundo de haber nacido españoles, y, como dudando de obtener semejante indulgencia, se consideraban obligados a la mortificación y desprecio de lo propio, y al ensalzamiento sin discernirlo bien de todo lo ajeno, por el hecho de no ser español. [76]

VI

Menéndez Pelayo y pocos más hicieron en el ochocientos, con toda su obra y la obra de su vida, lo opuesto. En estos días claros y llenos de luz he gozado de la satisfacción, que no me resulta fácil expresar, de albergar entre mis libros una como voz dormida suya, como presente y cariciosa huella. El ilustre erudito Miguel Cascón, S.J., que ha dedicado gran parte de su vida a estudiar la obra de don Marcelino; a ordenar y sistematizar sus pensamientos; a explorar en sus ideas realizando el sondeo más profundo y diestro que yo conozco; a recoger sus dispersos escritos, y que como fruto espléndido había logrado reunir materiales para varias obras, que pido a Dios ponga a salvo librándolas, donde por desgracia se encuentran, de la rapacidad, rencor y bilis de los invasores rojos; esta gran figura de la Compañía de Jesús, me proporcionó por algunos días el hospedaje, entre mis papeles, de varias cartas de don Marcelino. En la noche, solo por testigos mi pluma [77] y mis libros, he interrogado al papel, pidiéndole aquél emocionante recuerdo que estampó, serena y firme, la mano del maestro. Las cartas han hablado ante mis ojos, impulsando a mi corazón a un trote de latidos en los que cabalgaba apresurada mi emoción.

He dicho al P. Miguel Cascón: tenemos el deber todos de colocar en el primer plano de la atención de España renacida, la figura ingente de don Marcelino. Fuera petulante pretender descubrirle; pero remozarle, reverdecer su recuerdo glorioso, sí. Es como si fuéramos a un campo de rubias espigas, en busca de la más lozana para que la traslade un gran pintor al lienzo; cada luchador, fusil en mano, será al retorno de la guerra como ese pintor que tiene albura de lienzo virginal, dispuesto para que dibuje, con la misma mano dura y decidida que ahora dispara tras del parapeto, el perfil de la España que hemos de hacer. Enseñémosle esta espiga de granos robustos y sanos, la más lozana de la investigación española, para que toda posterior pintura en ella se inspire. [78]

VII

Le insisto:

P. Miguel Cascón: usted que será seguramente el español que ha dedicado más horas al estudio de la obra de Menéndez Pelayo; que conoce, de manera insuperable, su trayectoria espiritual; que ha sentido de cerca, por su gran amistad con su hermano Enrique, sus emociones, trabajos y esperanzas, ¡escriba!, ¡háblenos de él! Ahora, en los días de atención concentrada en la guerra, que merecidamente recibe los mejores y más valiosos esfuerzos, en aquella forma superficial que el instante exige, ávido de la impresión rápida para recibir un poco de luz y regresar en seguida a la trinchera. Mañana, cuando la guerra acabe, publicando en rebosantes tomos, todos sus trabajos y anotaciones, que he tenido la dicha y el honor de entrever, a través de la cortina de fuego de su emoción suavísima que irradia y comunica entusiasmo al hablar del maestro. Hable; escriba y hable, y escriba mucho de don Marcelino.

P. Miguel Cascón: no descanse usted, si [79] puede Ilamarse trabajo lo que hace con tanto gozo del alma. España entera se alzará de puntillas, muy pronto, para otear, desde una altura, el magnífico paisaje de la obra de don Marcelino. Esta España que renace, perfilada entre mártires, héroes y bayonetas, acudirá a las fuentes que no envenenó el rencor, ni enturbió la envidia, ni manchó la traición y beberá para satisfacer su sed de muchos años, usando de las propias manos para llevar el agua a la boca. Manantiales puros, usted bien lo sabe, hay pocos. El de la obra de don Marcelino es uno entre ellos, quizá el más puro. Y usted ha de ser quien guíe, en mañanas próximas y jubilosas, a esta juventud sedienta que quiere acudir, en el renacer de nuestra Patria, a descubrir el secreto profundo que reside en el surgir a la luz las aguas que formarán con su correr, que es vida, el río. [80]

VIII

Obra de Menéndez Pelayo. Campos así precisa la juventud española, entregada ahora a los azares y riesgos de la guerra, para los días alegres de su retorno, cuando ondeen banderas victoriosas abriendo camino de luz y realidad a los sueños. Obra de Menéndez Pelayo, propicia para recordarla poblando nuestros campos donde amanece, porque en ella no se hallará, página a página, rastro de tibieza, ni aleteo de duda, con reiterada afirmación de su gran confianza y su gran amor: fe en Cristo, y todo por España. Resuelta de manera tan concluyente la dirección de su espíritu, por eso trabajó tan desenvuelto y con tanto fruto, como quien no sufre de ninguna demoledora piqueta interior. Capacidades indiscutibles anularon toda posibilidad de hacer algo importante, precisamente por lo contrario; acosados por dudas, devorados por el mordisco de la desconfianza, decepcionados ante su falta de seguridad, ni la más pequeña obrita levantaba vuelo, sordamente devorada por la [81] indecisión agotadora. El caso más formidable de orden, de serenidad y de bueno y abundante y fácil fruto le da como ninguno don Marcelino, ante cuya producción asombrosa razona y justifica algo el entusiasmo, comprendiendo que ella solo fue posible con la ayuda que suponía su querer a España, tan dulcemente apoderado de sí –que este querer tan hondo, obra en el interior milagros– y esa su fe en Jesús tan temprana, bien cimentada y absoluta, que con la posesión de tanta venturosa riqueza, no se ve solamente la obra del hombre; de la cruz desciende quien, a su santa sombra, le guía en vida. Por eso, apreciando su caso, el homenaje máximo de nuestro entusiasmo hemos de rendirle a quien hace posible tal magnitud, llevando la paz y la ventura al corazón. [82]

IX

La lección de su vida encaja de manera perfecta con el horizonte de la España Eterna. Toda una existencia entregada con devoción ardorosa a esos sus dos amores: la Patria y Cristo. Transportado en ellos, guiado por su luz, ¿qué cumbre del pensamiento humano pasó desapercibida para él? Hoy es glorioso como la nueva España puede mañana ser grande: dando cara a Dios, buscando en él inspiración y guía y acometiendo la cimentación del Imperio, sin volverle la espalda. Ha de caminar España en directa ruta de su grandeza, cara también a otra fuente formidable de fuerzas: las que ofrece un pasado glorioso, con el que hemos de hacer enlace, saltando sobre años y aun siglos de estúpido abatimiento. Apartarse de este camino recto y claro, supondría perderse en la selva oscura donde aguardan el paso del caminante que se extravía, tantas y tantas bocas hambrientas. Apartarse sería tanto como caer en la tiniebla y el abismo, para no gozar ya nunca de la luz y [83] del suelo firme. Nuestro destino, el destino de la nueva España, es precisamente el contrario. Nació y vive con dolor, ceñida a la más severa disciplina; el cáñamo áspero que oprime la cintura del religioso no le considera extraño, le lleva en el alma; el casco del soldado, cubriendo sus cráneos, ha protegido a sus mejores hijos. La nueva España, España Eterna, renace prosiguiendo su historia, bajo doble signo y milicia: dispuesta a reñir todas las batallas, todas, por Dios y su existencia, como país grande, uno y libre. El vigía la observa, en puras auras inmarchitables de la gloria eterna. Don Marcelino sonríe sin duda, entreviendo con sobrenatural certeza los días gloriosos que nos aguardan. Vuelve España su mirada a él, que sigue viviendo y actuando, en sus libros y con sus ideas, sabiamente invocadas por mentalidad tan capacitada y ágil como este incansable y enfervorizado P. Miguel Cascón, digno hijo de San Ignacio, que gana todos los días batallas para nuestra nueva España gloriosa al recoger, en abundantes gavillas, espigas y más espigas de luz, en la cantera inagotable y esplendorosa de la obra de don Marcelino, esta sombra querida que sentimos muy cerca del corazón, cuando le leemos.

Teófilo Ortega
Febrero, 1937

 

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[Nota del PFE] Transcripción íntegra del libro de Miguel Cascón S.J., Menéndez Pelayo y la tradición y los destinos de España, con un comentario de Teófilo Ortega, Imprenta de la Federación, Palencia, febrero 1937, 83 páginas. En la página dos se lee: «Nihil obstat: Angel Tejedor, Cens. eccles. Imprimi potest: Antonio Encinas, Provincialis Prov. Leg. Imprímase: + Manuel, Obispo de Palencia. Es propiedad. Imprenta de «El Día de Palencia», propiedad de la Federación C. Agraria.» En la página cuatro de nuestro ejemplar se lee: «Edición numerada de 10 ejemplares en papel «registro» y 400 en papel «pluma», no destinados a la venta. Edición costeada por varios amigos de Menéndez Pelayo. Ejemplar nº 154.»


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