Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González
Historia de la Filosofía
Segundo periodo de la filosofía griega

§ 81

Física del estoicismo

La física del estoicismo comprende la psicología y la teología, porque para el estoicismo, o al menos para la mayor parte de sus partidarios, todos los seres son [342] corpóreos, y, por consiguiente, objeto de la física. Aunque alguna vez hablan de cosas incorpóreas, como el espacio, el lugar, el vacío, el tiempo, trátase de una incorporeidad relativa y de nombre, siendo muy probable que apellidaban incorpóreas estas cosas, en atención a que no tienen realidad distinta de las cosas sujetas al tiempo, espacio, &c. Porque la verdad es que para el estoicismo, cuerpo es todo ser real, todo lo que es capaz de acción o de pasión. Así es que, en realidad de verdad, todo lo que existe es, o cuerpo, o cosa corpórea y material, sin que haya cosa alguan que sea espíritu puro, sin excluir a Dios, diga lo que quiera Aristóteles. Lo que se llama espíritu, no es más que el principio o elemento activo en contraposición al elemento pasivo.

En conformidad con estos principios fundamentales, los estoicos concebían el mundo como el resultado y efecto de la unión de Dios, principio activo universal, con la materia inerte y grosera {124}, que sirve de principio pasivo. En realidad, sin embargo, tanto el principio activo como el pasivo, son materiales, y sólo se distinguen por cuanto el primero, Dios, la substancia etérea, el fuego divino, es un ser inteligente, está dotado de razón, por medio de la cual obra sobre la materia inferior y más grosera; pero obra entrando a formar parte de las substancias producidas con operación o producción inmanente; de manera que el [343] animal, por ejemplo, en tanto es animal y vive, por cuanto lleva dentro una parte del calor o fuego divino: Omne quod vivit, sive animal, sive terra editum, id vivit propter inclusum in eo calorem.

De aquí se infiere que la unión del principio activo con el principio pasivo, la unión del Dios-éter con la materia inferior y más grosera, no es la unión del motor al móvil, ni de la causa eficiente respecto de su efecto; es la unión de un principio informante y plástico, que informa, penetra y vivifica todas las partes del universo, a la manera que el alma humana informa y vivifica el cuerpo humano. Dios es, pues, el alma universal del mundo, y este es el cuerpo de la Divinidad, la cual, aunque como fuerza inmanente está unida al mundo de una manera íntima, le sobrepuja, no obstante, como razón; es la razón suficiente de su belleza, origen de su finalidad y del gobierno providencial a que se hallan sometidos los seres del universo, bien que esta Providencia se realiza de una manera fatal y necesaria; porque la Providencia divina de los estoicos se identifica con el fatum o destino de la antigua mitología, de manera que, en realidad, la razón divina que gobierna el mundo y la ley necesaria de la naturaleza, son una misma cosa.

El Dios del estoicismo es un ser corpóreo, como lo son todos los seres reales: apellídanle con frecuencia fuego, éter primitivo, y sus transformaciones contienen el origen y la razón suficiente de la variedad de seres que pueblan el mundo, el cual por esta razón está sujeto a perecer y renacer periódicamente. El universo, que ha salido de Dios o sea del éter divino, entra otra vez, al cabo de un tiempo dado, en éste, por medio de [344] la combustión. Esto quiere decir que la realidad, el ser, para los estoicos, es uno y único, es el fuego primitivo, es Dios, que se transforma en universo por medio de evoluciones e involuciones periódicas y fatales, las cuales llevan consigo la destrucción de los seres particulares, permaneciendo sólo eternamente el ser divino, germen y fondo esencial, principio, medio y término real de todas las cosas.

Por lo demás, es preciso no perder de vista que las ideas del estoicismo, sin excluir a sus principales representantes y a su mismo fundador, adolecen de cierta vaguedad, confusión e inconstancia, que no permiten formar concepto exacto y seguro de su teoría físico-teológica. Ora en Zenón, ora en sus discípulos, la Divinidad es el mundo o universo, es la razón difundida por todas las partes de éste; es un ser que carece de forma y sentido; es una fuerza fatal que agita la naturaleza y determina sus manifestaciones; es fuego o éter que informa y vivifica las partes del mundo; es el sol con los demás astros; es el éter que rodea y contiene dentro de sí al mundo {125}, sin contar [345] las aplicaciones e interpretaciones mitológicas. De todos modos, la idea más constante y más conforme con los principios del estoicismo que parece desprenderse de sus afirmaciones sobre la materia, es que Dios debe concebirse con la realidad una y toda que se halla sujeta a una ley fatal y necesaria, en virtud de la cual, y gracias también a la fuerza viva e inteligente que contiene en sí aquella realidad toda y una, reviste diferentes formas, estados y grados de evolución, los cuales constituyen el mundo, o, digamos mejor, los mundos, que aparecen y desaparecen alternativamente con sus diferenes seres o existencias particulares. Cuando los estoicos dicen que Dios es la razón o mente del mundo, conceden esta denominación a la mente en cuanto y porque es como la parte principal de Dios, pero no Dios mismo; pues en rigor este nombre sólo puede convenir al mundo mismo en totalidad y unidad, toda vez que para el estoicismo el mundo, no solamente es el mejor y más perfecto de todos, sino que nada se puede pensar más perfecto: Certe nihil [346] omnium rerum melius est mundo... nec solum nihil est, sed nec cogitari quidem quidquam melius potest.

Dada esta concepción de la divinidad, dicho se está de suyo que auque el estoicismo nos habla de providencia divina y de libertad humana, una y otra deben considerarse como meras palabras y fórmulas sin realidad objetiva en el sentido propio de la palabra. Los movimientos y acciones del hombre, los mismo que las transformaciones productivas y evolutivas de Dios están sujetas a la ley inflexible del fatum universal, sin que Dios ni el hombre puedan dejar de poner sus actos en la forma que los ponen. La libertad, lo mismo para Dios que para el hombre, sólo puede significar la espontaneidad natural, pero necesaria, que si excluye la coacción externa, no excluye la necesidad interna, incompatible con la verdadera libertad con dominio de sus actos, incompatible con lo que se llama libre albedrío.

De aquí es que para el estoicismo el mal es necesario e inevitable en el mundo. No solamente los males físicos, como la guera, las enfermedades, la muerte, sino también el mal moral, son manifestaciones, o, si se quiere, evoluciones necesarias y fatales de la Divinidad; pues aunque no se diga que Dios quiere el mal, este es inevitable y hasta necesario para que exista el bien, tanto en el orden físico como en el orden moral. Para probar esta doctrina, los estoicos, apropiándose el pensamiento de Heráclito y preludiando a la escuela hegeliana, enseñaban que ninguna cosa puede existir sin que exista su opuesto, razón por la cual la justicia no puede existir sin la injusticia, y en general el bien no puede existir sin el mal. [347]

Admitían los estoicos cierta especie de teología natural, fundada en la realación y subordianción de fines entre los diferentes seres del mundo, pero no con respecto a éste, el cual no se ordena (praeter mundum, caetera omnia aliorum causa esse generata) a ninguna otra cosa, siendo, como es, el ser perfectísimo. En esta serie teológica corresponde al hombre lugar importante y preferente, pues tiene por fin la contemplación e imitación del mundo, es decir, de Dios, del ser perfectísimo y supremo: ipse autem homo ortus est ad mundum contemplandum et imitandum.

El alma humana es una emanación del alma universal del mundo, un soplo, una participación del fuego divino primitivo. Aunque corporal en su esencia, es superior al cuerpo humano, y puede sobrevivir a la destrucción de éste. Pero esta inmortalidad o incorruptibilidad del alma es solamente relativa y temporal, en atención a que perece y deja de existir cuando perece el mundo por medio de la combustión, para que comience a existir otro universo. La inmortalidad absoluta corresponde a Dios solamente.


{124} «Stoici nostri, escribe Séneca, duo esse in rerum natura (dicunt), ex quibus omnia fiant, causam et materiam. Materia jacet iners res ad omnia parata, cessatura, si nemo moveat; causa autem, id est, ratio, materiam format, et quocumque vult versat; ex illa varia opera producit» Opera, epist. 65.

{125} Todas estas opiniones, más algunas otras, se hallan indicadas en el siguiente pasaje de Cicerón: «Zenon autem naturalem legem divinam esse censet... quam legem quomodo efficiat animantem, intelligere non possumus: Deus autem animantem certe volumus esse. Atque hic idem alio loco aethera Deum dicit… Aliis autem libris rationem quandam, per omnium naturam rerum pertinentem, ut divinam esse affectam putat. Idem astris hoc idem tribuit, tunc annis mensibus annorumque mutationibus… Cujus discipuli Aristonis non minus magno in errore sententia est; qui neque formam Dei intelligi posse censeat, neque in diis sensum esse dicat, dubitatque omnino, Deus animans, necne sit.
»Cleanthes autem, qui Zenonem audivit una cum eo, quem proxime nominavi, tum ipsum mundum Deum dicit esse; tum totius naturae [345] menti atque animo tribuit hoc nomem; tum ultimum, et altissimum atque undique circumfusum, et extremum omnia cingentem atque complexum ardorem, qui aether nominetur, certissimum Deum judicat, tum divinitatem omnem tribuit astris…
»Jam vero Chrysippus, qui stoicorum somniorum vaferrinus habetur interpres, magnam turbam congregat ignotorum Deorum...
»Ait enim vim divinam in ratione esse positam, et universae naturae anima atque mente; ipsumque mundum Deum esse dicit et ejus animi fusionem universam: tum ejus ipsius principatum qui in mente et ratione versetur; tum fatalem vim et necessitatem rerum futurarum; ignem praeterea, et eum, quem antea dixi, aethera; tum ea quae natura fluerent atque manarent, ut et aquam, et terram et aera, solem, lunam, sidera universitatemque rerum, qua omnia continerentur.» De nat. Deorum, lib. I. n. 14 y 15.

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Zeferino González Historia de la Filosofía (2ª ed.)
Madrid 1886, tomo 1, páginas 341-347