Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX [1927]
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XVI
El siglo XVIII

§ IV
Los escolásticos

Estancamiento del escolasticismo. –Céspedes. –Silva. –Valcarce. –El P. Muñana. –Aguilar. –Rodríguez de Vera. –El P. Lossada. –El Dr. Lessaca. –Araujo. –Palanco. –El P. Ceballos. –El P. González de la Peña. –Fray José de S. Pedro Alcántara.

La filosofía de las Escuelas, agotado ya su propio contenido, no progresa en relación al siglo XVII. Continúan los franciscanos sosteniendo el matiz escotista, los dominicos el tomismo, los jesuitas el suarismo, pero nada adelanta ni varía en los escolásticos puros.

Las figuras de mayor relieve son los polemistas, es decir, que en este período todo el esplendor de la filosofía tradicional se reduce a una pirotecnia de ingenio.

Distínguese entre los suaristas de esta etapa Pedro de [358] Céspedes (1682-762), de aristocrática estirpe hispalense. Profesó en la Compañía, presidió el Colegio de Teólogos de la Concepción y escribió su Curso de Filosofía, que dictó después a sus discípulos de Granada. Alcanzó tan sólida cuanto extensa reputación que, dice Matute, «eran apreciados de todos los sabios los trabajos que dictaba y aun los maestros de diversas Universidades mandaban a toda costa les copiasen los discursos del P. Céspedes».

De ilustre alcurnia el jesuita José Fernando de Silva (1750-829), que ingresó de novicio a los quince años y llegó a los más elevados puestos en su orden, dejó entre sus innumerables producciones, escritas ora en latín, ora en italiano, pues en los días de la expulsión se imprimieron en Italia, relativas a teología, historia y aritmética, una sobre filosofía física en dos tomos, aún no impresa, titulada: Adversaria philosophica, desenvolviendo, con arreglo a los conocimientos de la época, los conceptos vulgares acerca de la electricidad y las causas de los terremotos.

No me explico, salvo la natural y juvenil exageración de pasajero sectarismo, que el Maestro D. Marcelino lamentase cual «pérdida grande de nuestra ciencia» la interrupción, después de impreso el cuarto tomo, de los Desengaños filosóficos del deán D. Vicente Fernández Valcarce. La literatura al menos, no perdió gran cosa, porque el buen capitular escribía con menos elegancia que corrección y eso que no despuntaba por esta última cualidad. Ni podía siquiera lucir erudición ni humanidades, aunque no economiza las citas latinas. Estima que la pluralidad de mundos habitados «no amplifica ni sublima las ideas de la divinidad» y asienta que «la población planetaria no se compone bien con lo que nos enseña la religión acerca del fin del mundo» (II, d. IV, c. V). Establece muy curiosas razones para demostrar el poder del demonio y asegura que «los que dudan de estas verdades no proceden con sinceridad ni con piedad» (d. V, c. IV).

Tomista, como buen dominico, el eruditísimo y excelente orador D. José de Muñana (1669-721) dejó un [359] elegante apologético titulado Dignitas Philosophiae accla mata et vindicata (Sevilla, 1702), pero su actividad mental recayó con preferencia sobre las investigaciones históricas.

José Aguilar, a quien por la fecha y algunas indicaciones supongo tomista, imprimió Cursus Philosophicus (Sevilla, por Francisco de Blas, 1701). Tres volúmenes.

D. José Rodríguez de Vera, fallecido en 1800, «Preceptor de Filosofía en el patrio Liceo hispalense», según dice en el subtítulo de su obra, y ejemplar presbítero, se dedicó a la enseñanza de la Filosofía «en que tiene crédito de muy hábil», según reza una nota enviada al palacio arzobispal.

Publicó para auxiliar sus explicaciones de cátedra Institutiones logicae ex philosophorum tum veterum tum recentiorum scriptio (Hispali, 1788, 2ª ed., id., 1789).

Distínguese entre los aristotélicos decadentes el suarista asturiano Luis de Lossada (1681-748), S. J., no por su originalidad relativa, pues en nada disintió de las Escuelas, sino por la preferencia, insólita entre los escolásticos, concedida a los avances de las ciencias físicas en su tiempo, mas respetando siempre la cosmología aristotélica. Sus Institutiones Dialecticae (1721) y su Cursus Philosophicus (1724-30-5), merecieron elogios de Feyjóo, y dos de sus Cartas, firmadas con seudónimo, en defensa de los PP. bolandistas, fueron recogidas por la Inquisición.

No abandonaron los aristotélicos su puesto en el torneo empeñado entre atomistas y antiatomistas, de que hablé en el articulo anterior; antes bien, ganoso de romper una lanza, contestó a Avendaño el médico y catedrático de la Universidad de Alcalá D. Juan Martín de Lessaca con el Colirio filosófico-aristotélico y el libro titulado Formas ilustradas a la luz de la razón, con que responde a los diálogos de D. Alexandro Avendaño y a la censura del Doctor Don Diego Matheo Zapata (Madrid, 1717), donde combate el atomismo y patentiza la inconsecuencia de Martín Martínez y sus amigos, admitiendo dos cosmologías contradictorias: la aristotélica, completada por los [360] escolásticos, y la atomística. Lástima que la pesadez del estilo convierta en fatigosa su lectura.

Sujeto a la ortodoxia tomista, imprimió en Madrid su Cursus Philosophicus el minorita Francisco Palanco (1657-720), electo «Episcopo iaccensi», encabezando el libro con ferviente dedicatoria al Doctor Angélico. Tanto en este libro como en el complementario Dialogus Physico-Theologicus (Madrid, 1714), se nota el propósito de combatir las ideas cartesianas y gasendistas que tímidamente comenzaban a introducirse en España.

Armado de la dialéctica escolástica, se colocó en situación de «Thomista contra atheistas» y provocó la vigorosa respuesta del minorita francés Jean Saguens, que impugnó la tesis de Palanco en su Athomismus demonstratus et vindicatus ab impugnationibus philosophico-theologicis, y otra firmada por el «Profesor Theologo Don Francisco de la Paz» y fechada en Málaga a 14 de Agosto de 1741. Palanco contestó con más acrimonia que razones y quedó vencido por el malagueño.

Al mismo grupo antiatomista se afilió el Dr. Bernardo López de Araujo y Azcárraga, autor de Centinela médico-aristotélica contra escépticos (Madrid, 1725). Llama «centinela» a la obra, porque, como médico, sojuzgaba obligado a descubrir en los libros su utilidad o inutilidad o el daño que pudieran ocasionar. Dedica las mayores censuras al pirronismo y defiende la indefendible enseñanza que entonces se daba en las escuelas españolas. Martínez y Feyjóo respondieron con sendas refutaciones.

A la opuesta margen de los adalides de la innovación, se yergue la interesante figura del sabio monje, natural de Espera (Cádiz), Fray Fernando de Ceballos (1732-802), poniendo el pecho contra el torrente de los tiempos y erigiendo con sus solas fuerzas una enciclopedia frente a la enciclopedia de los pensadores franceses. La Falsa Filosofía es un monumento notabilísimo, y, sin juzgar su pensamiento filosófico, hay que admirar el natural talento del autor y su copiosa ciencia, que, como dice D. Federico de Castro, [361]«es difícil calcular dónde pudo adquirirla en el estado miserable de las escuelas españolas». Su estilo se desborda vivo, nervioso, y parece vibrar como la hoja de una espada. Escribió, además, Insanias o las demencias de los filósofos confundidos por la sabiduría de la Cruz (Madrid, 1878), especie de compendio en forma epistolar de La Falsa Filosofía; El juicio final de Voltaire (Sevilla, 1856, 2 tomos); Ascanio o discurso de un filósofo vuelto a su corazón, y otras sobre temas no filosóficos o en defensa de sus obras citadas. Comienza el jerónimo andaluz por indagar en el notable y original Aparato de su Falsa Filosofía el origen de los librepensadores (protestantes, enciclopedistas, teístas, &c.), desde la Sagrada Escritura, al través de todas las herejías, hasta su tiempo, denunciando ante el poder público y la conciencia general las peligrosas consecuencias de sus teorías que destruyen las virtudes personales y las familias, porque la filosofía deja de serlo si no contribuye al bien de la sociedad.

Termina el primer tomo con la idea de Dios y la demostración de su existencia por cinco pruebas, siendo las principales la idea de la perfección y la repugnancia ante un proceso hasta lo infinito. Dios es mente y razón del universo, presente en cuanto vemos, y se diferencia de nosotros en que lo más noble de nuestra naturaleza es el alma y El es todo alma. «Las cosas humanas, aunque remotamente, son disposiciones para las divinas».

Desarrolla una teodicea, muy bien trabajada dentro de la escuela del autor, y en punto a Ética combate las ideas de Espinosa. Exalta la fe sobre la razón y propugna que la filosofía no basta para hacer a los hombres virtuosos, pues si puede convencer, no consigue mover la voluntad. Católico antes que filósofo, persigue un fin práctico.

En concepto de Ceballos, negada la divina Providencia, toda humana potestad, pública o doméstica, es una quimera por falta de finalidad, y, negada la libertad del hombre, queda destruido el sujeto de los gobiernos, o sea los ciudadanos libres. «Creedme, exclama; si Bayle tiene muchos [362] admiradores, es porque Dios, el rey y la sociedad tienen muchos enemigos» (1.I, c. VI).

Pese al tono agresivo, no carece de respeto a los adversarios. «Si alguna vez les arguyo como a necios... no niego, por otra parte, las luces naturales de los mismos cuyos extravíos lamento. No quiero hacer injusticia ni aun a los injustos. Es Dios quien da los talentos, quien a ellos como a nosotros los ha concedido, y quien nos pedirá cuenta del uso y del abuso». (Aparato, parte 1ª, c.V.)

El P. Vicente González de la Peña, franciscano, en su Cursus philosophicus scholasticus, sigue las huellas de Duns Scoto. Divide su tratado en tres partes: Dialéctica (1736-8), Física (1741) y Psicología y Metafísica. Nada nuevo.

Otro franciscano, Fray José de S. Pedro de Alcántara Castro, fallecido en 1792, escribió su Apología de la Theología Escholástica (impresa en 1797), engendro tan erudito cuanto iliterario, donde se escarnece el progreso de las ciencias y se llama «cosillas de modernos» (sic) a bagatelas como el descubrimiento de la circulación sanguínea.

¿Cabe agotamiento mayor de una filosofía?


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Mario Méndez Bejarano
Historia de la filosofía en España
Madrid [1927], páginas 357-362