Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogos
II

El Heraldo Granadino, 5 agosto 1899
(Reproducido de nuevo en X, 17 marzo 1900)

 

Pero veo que no acabamos nunca, si no concretamos. Otro día hablaremos más del asunto. Fíjate ahora en las definiciones anteriores de la voluntad; en ninguna de ellas la verás considerada como una fuerza superior, independientemente de los demás, con poder bastante a querer cuanto deba y realizar cuanto quiera. Apeteciendo necesariamente el bien universal, según Santo Tomás...

—Y, libremente, los bienes particulares.

—Pero como los bienes particulares se perciben como participación del bien universal, como se obra siempre, aunque sea con error, en razón de bien, todo lo demás que se hable, habiendo sentado en principio, es hablar en un vacío lógico. Nada hay que decir de Schopenhauer, Spinoza y Leibniz. El mismo Kant, afirmando que nada podemos conocer de lo esencial de las cosas, quita gran importancia a su imperativo categórico. Hegel, con la objetivación universal de la Idea y con las evoluciones del pensamiento teórico al práctico y de este a la libre voluntad, parece dar el concepto de una libertad determinada, puramente formal; así lo ha entendido la izquierda hegeliana.

Y es que en el concepto estricto de la libertad, en exponer en qué consiste la libertad no están conformes tampoco los que de eso han tratado. «Elegir o querer el mal no es libertad ni parte de la libertad», dice Santo Tomás, es una imperfección de la libertad. Lo mismo vienen a decir los neoplatónicos, cuando afirmaban que «la elección es la posibilidad de errar, que Dios no sería libre si eligiera, y que todas las cosas son como tienen que ser», que es, nada menos, que todo lo que obra empíricamente en la sensibilidad y afecta patológicamente a la voluntad. Leibniz, afirmando que «la libertad es la espontaneidad inteligente», y que «todo está determinado»; Schopenhauer cuando dice que la libertad sólo consiste en negar el mal, que, para él, es la voluntad de vivir; y lo mismo implica el nirvana indio. Kant mismo, al hablar de los móviles de nuestra actividad y clasificarlos en dos; el uno material y físico y el otro trascendental y formal, dice del primero, que no es causa, sino instrumento; que la causa supone libertad; reservándose el asignar esta última condición a los actos derivados de otro móvil trascendente; es, niega la libertad de casi todos los actos de casi todos los hombres.

En oposición a estos y más directamente opuesto a los primeros, dice Tiberghien, filósofo krausista que «la libertad sería imposible si no fuera dado elegir entre el bien y el mal».

—Eso era lo que yo entendía por libertad.

—Pues ya has visto que no lo entiende casi nadie.

—Todo el mundo por ahí piensa como ese apreciable señor Tiberghien.

—Porque la literatura, gran difundidora de ideas, ha sido en su mayor y mejor parte durante este siglo espiritualista y romántica; porque el individualismo, al quitar trabas a la actividad social de los hombres, ha hecho suponer a gentes poco reflexivas que los hombres éramos dioses; cuando los principios individualistas no significan otra cosa sino que todos, buenos o malos, tuertos o ciegos, somos iguales, y debemos tener iguales derechos y todos los derechos posibles. Digo esto a expensas de echar pestes del individualismo, en cuanto me venga en ganas. En fin, no saques nunca a relucir argumentos de opinión vulgar, juicios de sentido común. ¿Qué es la opinión de los más sino la refracción del pensamiento de los menos? ¿Qué es el decantado sentido común sino el desquiciamiento, la burda traducción del sentido privilegiado?

¿Qué pensarían sobre nada la mayoría de los hombres, si no hubiera cerebros más perfectos –o más pervertidos– verdaderas fábricas de productos intelectuales, que corren luego de boca en boca, más bien que de inteligencia en inteligencia?

—¿Y cómo existirían su funcionación esas fábricas de ideas si los instrumentos no le hubieran sido legados por la herencia, y si las primeras materias, las ideas más o menos desordenadas, no les fueran ofrecidas por el común de los mortales? Aunque hoy no tenga un pensador que recurrir al vulgo para trazar con sistema determinado, ¿sucedía eso en los comienzos de la civilización?

—Bueno; pues por lo mismo es innecesario acudir a ambos lados de la formación del pensamiento. Y prosiguiendo, o, mejor dicho, terminando la enumeración de contradictorias o diferentes opiniones sobre el concepto de la libertad moral, repetiré la frase de M. Julio Payet, quien, depués de revolverse airado contra fatalistas y partidarios del libre albedrío, llega a la conclusión ya citada, que para mi no es tal conclusión sino una verdadera petición de principio: «sólo dentro del determinismo, dice, cabe la libertad».

Con que, ya ves, no hemos hecho sino citar ligeramente un cortísimo número de opiniones, ya ves el lío monumental en que nos enredaríamos si pretendiésemos poner de acuerdo a esos señores, o lo que es igual, si quisiéramos poner de acuerdo nuestro propio pensamiento. Cualquier cosa que pienses de la voluntad, como de todo, está ya pensado. Y de todo lo pensado no sabemos todavía qué es la verdad.

—Proclamas que nada puede saberse.

—¡Quiá! Eso quisieras tú, para contestarme con el célebre silogismo. Lo que digo es que tu has pronunciado dos palabras: voluntad y libertad. Yo te invito a que me digas a qué realidades responden esas palabras ¡Vamos! ¿Por qué teoría respondes?

—No respondo por ninguna.

—Muy bien hecho.

—Pero digo, prescindiendo de que la voluntad sea lo que fuere y aun prescindiendo del nombre voluntad y aun del nombre libertad, que yo puedo hacer tal cosa o tal otra, o no hacer ninguna.

—¡Ja, ja, ja...! estamos en lo mismo. Pero, en fin, me hace gracia la salida. Discurriremos sobre esa frase en otra ocasión. Hay tela cortada.

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 59-62