Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogos
X, Año I, nº 1, 1º enero 1900

 

—El Estado, por su facultad protectora, debe abrogarse la educación primaria universal y gratuita.

—¡Qué horror! ¡qué tiranía! El cesarismo ejercido sobre las fuentes mismas de la vida... ¡El Estado padre y madre de cada ciudadano!... ¡qué disparate!

—¿Horror, tiranía, disparate?... ¿No tiene acaso el niño derecho a ser educado?... El horror, la tiranía y el disparate, será dejar irrealizado ese derecho.

—Ese derecho lo realiza el niño en el hogar; la familia lo educa.

—¿Y quién sufre las consecuencias de una torpe educación? ¿No es la sociedad entera? Pues el Estado, entidad que concentra las energías sociales para encauzarlas al bien común, el Estado como poder social para hacer cumplir el derecho de cada persona –y el Estado no es persona, no tiene fin propio– el Estado debe hacer que se realicen aquellos derechos que el individuo no puede hacer efectivos.

—Sí, un Dios al revés; un Dios omnipotente, pero sin derechos; un Dios con deberes, una abstracción. El Estado lo forman ya uno, ya unos cuantos caballeros que se encargan de dominar a cuantos pueden en cuanto pueden, con el santo fin de realizar sus derechos con un colmo espantable.

—Es imposible discutir contigo. Sea lo que fuere el Estado, yo te pregunto ¿qué garantías tiene el derecho del niño a recibir una educación adecuada al tiempo y al espacio en que vive, y en armonía con su propia naturaleza? ¿Qué sanciona el incumplimiento del deber recíproco de los padres?

—Si educas al niño siguiendo a la naturaleza, no se cómo te las vas a componer para ponerlo en condiciones de que se adapte luego a la sociedad. En la educación de la familia no se verificará lo primero, pero sí generalmente lo segundo.

—Suponiendo que sea como dices, que no lo es, como te lo prueban multitud de ejemplos, sublimes unos, ridículos otros, criminales muchísimos e infinitos que no se descubren a primera vista, porque el individuo soporta las leyes, costumbres y exigencias sociales, protestando eternamente en su interior, suponiendo, decía que la educación de la familia prepare mejor que la integral del Estado a la vida social, ¿vamos a preferir los artificios sociales a las espontáneas leyes de la Naturaleza? ¿Vamos a permanecer estacionados sin efectuar progreso alguno sólido y definitivo? ¡La educaciòn del hogar!... ¡El sagrado de la familia!... ¿El nido!... ¡Cuánta fórmula, cuánto convencionalismo, cuánta rutina, cielo santo! ¡La educación del hogar; qué pomposa, qué bonita, qué santa frase!

—¡Vamos, que tu no puedes quejarte del tuyo!

—¡Oh!, no por Dios. Y quizá por eso, al compararlo con los demás ves a casi todos tan deficientes. Yo me he fijado desde pequeño en estas cosas. Yo he visto hogares donde el padre iniciaba a sus hijos en los misterios de la pocilga social, le enseñaba las vías del albañal de la vida, y esto, intencionadamente hecho –con ánimo de disponerlos para que vivieran despiertos en este mundo antes de haberles descubierto y beneficiado y hecho conocer los tesoros que encerraban aquellos tiernos corazones; antes de enseñarles las vías de la lógica y de la virtud, que en el alma se abren al soplo de la palabra y a la vívida luz del ejemplo.

Y qué pudor! ¡Oh! qué pudor más exquisito! Las pobres criaturas saben que van a ser hembras y machos diez años antes de lo que debieran... y, claro, se adelantan!

Pues ¿y los deberes del ciudadano? ¿Qué saben ellos, los imbéciles padres, qué saben ellos lo que es ser ciudadano, ni lo que es ciudad, ni patria, ni estado, ni humanidad, ni universo, ni Dios?

En lo íntimo de los corazones ¡cómo penetran! ¿Cómo alientan la envidia de unos hermanos contra otros alabando, exagerando al último y denigrando horriblemente, sí, eso es horrible, denigrando horriblemente a los demás!

Ah! Si el padre es de los blandos, entonces, pobres hijos, pero también pobres padres. El niño se cría a su libre albedrío. El padre se somete al hijo. Este crece, se hace un hombre... y un vago. El padre se desespera, y el hijo le desprecia; ¡Qué hermoso!

Y, luego, en las clases pobres, esos infelices niños, tristes flores nacidas a la escarcha y no al rocío; a la sombra no a la luz; pobres niños, sin botas, sin abrigo, sin pan, o con pan duro por comida; durmiendo hacinados; respirando los miasmas de la zahurda donde se encierran los cerdos, si es en los pueblos; viviendo todos en una misma buardilla (sic), si es una ciudad poderosa.

De eso y de todo lo que eso implica, y de las consecuencias de eso, surge el odio a los ricos. Y los ricos («lo que ojos no ven corazón no siente») no comprenden la horrible disarmonía de los lamentos del pobre. Esos lamentos se unen, se concuerdan bajo la batuta de un alguien, y se forma la orquesta: Marsellesa o Carmañola. Las óperas a que estas orquestas sirven son hasta dramáticas; tú lo sabes.

Suponte, por otra parte, un padre honrado, hasta inteligente y de regular fortuna y una madre amante y discreta.

—¡Hum! mucho suponer es eso.

—Bien; pero supóntelo, y respóndeme ahora. Saben, esa madre y ese padre, educar? Conocen la gran ciencia y el gran arte, sobre todo el gran arte de educar?... ¿No? Pues entonces, qué me cuentas?

Ah! sí, me contarás (aparte de otras mil calamidades) doscientos mil frailes que debieran ser obreros, artesanos, labradores; veinte mil abogados que debieran ser lo mismo y algunos, muchos obreros, porquerillos, grumetes y aun golfos y criminales que debieran ser abogados, escritores, gobernantes, generales, sacerdotes, maestros. ¿Eso me cuentas? Pues es preciso que ese cuento acabe.

—Pero, hombre, y el instinto materno ¿para qué sirve? ¿Hay cosa más natural que una madre criando a su hijo? Y la razón, el porqué de ese instinto, ¿dónde te lo dejas?

—El instinto podrá servir y sirve para criarlos; pero la educación no es, no puede ser obra del instinto. ¡Cómo ha de serlo! La educación es en el que la proporciona un proceso racional, metódico, intencionado, sometido a principios y encaminado a fines universales. Servirá ese instinto en el estado salvaje para realizar la necesaria preparación de la niñez al medio total que ha de ser ambiente de su estrecha vida. ¡Pero en una humanidad que se ha arrancado ese pensamiento embrionario, a fuerza de darle desarrollo! ¡En un tiempo, en que cada individuo tiene que progresar en pocos años tanto como la humanidad en cientos de siglos! ¡En un espacio, en que a los bosques vírgenes ha sucedido la tierra esquilmada; a las veredas cuasi inaccesibles, la vía férrea; a la comunicación de las ideas por las personas la comunicación de las ideas por la electricidad; a la verdad sencilla, la verdad augusta; a la mentira cándida, la mentira cómica y la mentira convenida, a la superstición, la ciencia!...

El instinto, el instinto...

En fin, vuelvo a decirlo: el Estado, para algo es Estado. Aquellos de los fines humanos que se escapen de la esfera de acción individual deben recogerse en la esfera de acción del Estado.

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 62-65