Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

La cuestión azucarera
Un cuarto a espadas

18-20-21 junio 1899

 

Parecen los ministros de Hacienda españoles influídos por una extraña industriofobia. Hay una industria nacional floreciente, como la corcho taponera, que daba vida a importantes regiones de Cataluña, Extremadura y Andalucía; como la iniciada en esta vega con el importantísimo cultivo del cáñamo; como la azucarera existente hoy en Granada y otras provincias. ¿Si? –dicen al punto los estadistas que aquí usamos– ¿Cómo se entiende ganar dinero y darlo a ganar trabajando? Ya, ya veréis. Y van los buenos señores y matan la sierpe venenosa que iba sacando la cabeza.

¡Ah! Si no fuera porque luego se procura acoger en las oficinas del Estado a cuatro veces más empleados de los necesarios; si no fuera porque se emplea en la función de consolarnos de los males presentes con la perspectiva de una bienaventuranza eterna la insignificante cantidad de cuarenta y cinco millones de pesetas; si no fuera por el ejemplo de abnegación que supone una lista civil no reducida, a pesar de haberlo sido el territorio nacional; si no se le diera ocupación (¿?) decorosa a multitud de individuos en la pletórica oficialidad, y más pletórico generalato de nuestro Ejército; si no se aliviara la carga del contribuyente rico, haciendo la vista gorda sobre la ocultación de su riqueza imponible, y se confiscara en cambio la propiedad del pobre que por serlo no merece propiedad alguna; si no se atendiera a la estabilidad política, dejando que cuatro infelices coman modestamente de los fondos públicos, y filtren el contenido de toda clase de arcas con el único objeto de aliviarlas de su peso; si no se hubiera facilitado la enajenación de inútiles colonias con el miserable gasto por traslado de dominio de 3000 pesetas mal contadas, evitando que los quinientos millones de pesos que había sobrantes en la caja de Filipinas en inútiles defensas de las Islas; si, en fin, no fuera nuestra Administración una Administración modelo, ¿qué sería de nosotros?

Ahora, visto que la nación quiere regenerarse por su trabajo, ¿qué será lo que va a hacer nuestro gobierno? ¿Favorecer ese insensato impulso, esa tendencia malsana, ese afán inmoral por las riquezas? ¿Ser débil como lo fue el anterior ante el clamoreo bélico de cuatro rotativas? ¿Eximir de tributo (no hablamos de la industria azucarera ya implantada) a las nuevas industrias que se creen favorecer las creadas? Engordar la gallina de los huevos de oro de la riqueza pública? ¡Bueno fuera! Por algo es un gobierno de orden; por algo asisten al Consejo la espada de Paraña que y el garrote del gobernador bien armado de los estudiantes. Lo que va a hacer este paternal gobierno que nos mata de puro mimo, es evitar el escandaloso desarrollo de la riqueza, cerradas las fábricas de azúcar, yermos los campos en que se cultivaba la primera materia, cruzados de brazos los obreros que de esa industria dependían, se les facilitará a cada industrial, a cada labrador, a cada obrero, un rosario para que se dedique a ganar el cielo con la oración piadosa, en vez de perturbar el descanso de la madre tierra con el maldito trabajo.

Así se regenera una nación; así se procura el bienestar, la paz, la beatitud del alma, la moralidad pública y privada. Y luego a ejercitar nuestra resignación viendo cómo los rapaces extranjeros, demasiado brutales para respetar nuestros místicos deliquios, se reparten el suelo nacional y extienden la partida de nuestra defunción como pueblo.

¡Ah, Sr. Ministro de Hacienda! –Lo digo de veras, bromas aparte. Si por virtud de la tremenda insensatez que V.E. proyecta; si por recargar bárbaramente el impuesto de una industria agrícola y de no exportación, esto es, que favorece al agricultor, al obrero y a la riqueza general del país, dejando dentro todo el beneficio; si mata V.E. esta industria que ahora florece y que podría contribuir en gran manera al engrandecimiento económico de España y las fábricas de esta región cierran sus puertas; si esta feracísima vega se viera privada por ahora de sumo beneficioso cultivo; si llegaran a invadir nuestras ciudades jóvenes obreros pidiendo el pan de la limosna por habérseles negado el pan del trabajo, no seríamos nosotros, ni sería nadie aquí quien trataría de evitar las maldiciones del pueblo hambriento; y las maldiciones de un pueblo hacen daño, no lo dude V.E.

Se nos dirá que las cuestiones económicas no son cuestiones de sentimiento. ¿No han de serlo, si son cuestiones de vida? La producción, y el consumo, el valor y el cambio, el trabajo y la retribución, el capital y el producto, ¿son cosas de las estrellas, fenómenos supraterrestres que nos tienen a todos sin cuidado, excepto a cuatro inquisidores de cosas sutiles? Trabajar o no trabajar, comer o no comer, ¿son cosas de mero raciocinio, de pura especulación filosófica? ¡El pan! lo más sentimental humano... ¿Y a dónde van a para todas las cuestiones económicas sino a la cuestión del pan?

Nos parece estar oyendo a algún doctor grave exclamar: Pero ¡qué necios son estos escribidores! ¿Si sabrá donde tiene la pluma el que esto ha escrito? No se trata de que no afecte a los más caros sentimientos humanos eso de la economía, sino de que las leyes económicas son leyes...

—Sí, sí, no se ofenda por tan poco, y procuraremos demostrar en otro u otros artículos la inconveniencia económica y la injusticia social que el Sr. Ministro trata de cometer. Sirvan estos renglones de prólogo, ya que no hemos podido reprimir nuestro entusiasmo por el Gobierno que padecemos.

La economía política prescinde de las múltiples descomposiciones y formas del egoísmo humano: orgullo, vanidad, emulación, resentimiento; de sus contrarios altruistas: filantropía, caridad, respeto; de las ideas políticas, religiosas, sociales, que por mucho influyen en la exaltación, atenuación y direcciones de aquel sentimiento fundamental y de otras causas modificadoras y hasta predominantes para determinar cambios radicalísimos, distintos del fin económico; sugestión ejercida en graves conflictos por las autoridades o el ejemplo de compañeros, &c. y no considera sino un fin utilitario personalísimo, pudiendo decirse que trata de descubrir las leyes que regulan la lucha de los individuos por la subsistencia social.

Pero resulta que los hombres no son maniquíes regidos por leyes económicas, inflexibles ni aun en las mismas cuestiones económicas.

Ejemplos, la repulsión total que los productos ingleses sufrieron por parte de sus colonias de Nueva Inglaterra, durante la revolución de estos países; el fabricante que se arruina, o pierde dinero por continuar produciendo, cuando ya no le conviene, movido o por impulsos de amor propio, o por sentimientos de conmiseración ajena; un arancel prohibitivo, no surtiendo el efecto que se buscaba, a causa del contrabando, que, si obedece al afán de lucro de los introductores y empleados venales, y es sostenida por la necesidad o el deseo de economía de los consumidores, no puede clasificarse por su inmoralidad, anormalidad y falta de fijeza, entre los fenómenos económicos oficiales, digámoslo así; las adulteraciones de productos debidas a causas ocasionales análogas y se desenvuelven en la misma esfera moral; el que una contribución exorbitante pueda ser satisfecha... gracias a la ocultación; que una primera materia industrial suba de precio, no por virtud de la ley de competencia, sino por el capricho de un fabricante y, por último, que la pasión política, los compromisos de partido, la debilidad o la incompetencia de un gobierno haga mangas y capirotes de las leyes económicas, las cuales, aunque fundamentalmente no puedan ser destruidas, han de sufrir, por la reacción social contra la arbitrariedad gubernamental hacia algunos de los diversos centros solicitantes, las pasiones que hemos hablado. Mientras la economía política no sea una parte integrante de la biología social –a la que debe estar subordinada, es decir, integrada a su vez por ella– no será esa ciencia sino un manojo de secas varitas, pretendiendo sostener el colosal edificio humano.

Y vamos con los azúcares.

El señor ministro de Hacienda, llevado, sin duda, del laudable deseo de ir sosteniendo nuestra postradísima Hacienda; e imposibilitado de hacer nada que comprometer pudiera la estabilidad del régimen, arraigado profundamente en la conciencia nacional y rodeado de una gigantesca aureola de gloria, tiene que pagar con el pobre contribuyente; mejor dicho, tiene que estrujar al país para que sude la gota... flaca de su exhausta riqueza.

Así es que grava los azúcares con el módico impuesto de cincuenta pesetas, los cien kilos ¡una bicoca! Y como esto habría de producir indefectiblemente el cierre de las fábricas de esta materia, dice el gran Colbert, que la divina Providencia nos ha deparado para nuestra salvación (no sabemos si terrenal o eterna) ¡margen protector! Cien pesetas los cien kilos a los azúcares extranjeros. Y pata. Pata introducida, decimos nosotros, en los pobres hogares españoles; desde hoy más amargos, por la total ausencia del cristalino producto.

Porque ¿quién compra azúcar? Será cosa de leer en las crónicas de los periódicos de gran circulación. En el abundante, exquisito y bien servido lunch con que los señores duques de la Torre de San Crispín obsequiaron ayer a sus amigos, se sirvieron exquisitas tazas de café de Moka ¡¡¡con azúcar!!! Azúcar contenían también, según hemos podido comprobar en el laboratorio del Dr. Sacaroso, merced a un piquillo que nos llevamos en la faltriquera del pantalón, las exquisitas pastas que con lujosa profusión fueron servidas a los comensales. Y en la cuarta plana de los susodichos periódicos aparecerán con letras grandes, estos sugestivos anuncios: Azucar de remolacha, sin tierra blanca, a diez pesetas el grano.

Perdonen nuestros lectores: no podemos hablar a nuestros políticos con la seriedad que, no ellos, de lo que se ocupan, se merece. A falta de poder tomarles la persona entera y remitirlos a donde por clasificación les corresponda, nos conformamos con tomarles el pelo, aunque sea a distancia y sin que ellos lo sientan.

¿Qué es el Gobierno?, preguntaba un publicista. Es un poder –respondía él mismo– que convenimos todos en tener, a cambio de que nos de algunas ventajas. ¿Qué ventajas nos ha de dar? Nos las ha de dar en todo género de órdenes y de cosas; en el político, en el religioso y en el económico. Si este poder, creado para darnos ventajas, no nos las da, ¿puede existir?

Ahora bien. Si con el abaratamiento de los productos se protege el trabajo, y si la protección al trabajo significa un aumento en la riqueza pública y en la tributación, por descontado ¿qué implica sino la ruina de todo ese encarecimiento formidable de los artículos de consumos?

Los azúcares extranjeros, con el beneficio de la protección de sus respectivos países, con los de las tarifas ferroviarias, con el insignificante gasto de la producción y el escaso coste de la primera materia, podrán competir con los azúcares nacionales, de lo que resulta que el margen protector no es tal protector.

Pero como al fin y al cabo es exorbitante ese arancel, siempre será escaso el consumo del artículo y obtenido con alta carestía.

De modo que habremos conseguido matar una industria floreciente y encarecer un artículo de casi primera necesidad.

Y como los proyectos del señor Villaverde amenazan, también a la siderúrgica –las dos industrias de más porvenir de España– repetiremos por nuestra cuenta la ya citada interrogación. Si ese poder creado para dar ventajas no las da ¿puede existir?

¡Pobre España! Cuando necesitas que manos hábiles, cerebros privilegiados y corazones valientes se apliquen, con todas las energías y todos los heroísmos, sin consideraciones a respetos humanos por altos que fuesen, sin resabios de doctrinarismo, sin compromisos personales a la curación del mal de muerte que te han proporcionado la torpeza y falta de aprensión de quienes te dirigieron durante un cuarto de siglo, se encargan de aplicarte el remedio heroico, los mismos que te proporcionaron la enfermedad incurable.

A la sombra del mismo árbol carcomido, rodeado de la misma letal atmósfera que envenenó tu sangre, asistido de los... patriotas que a la vergüenza universal te expusieron, después de haber vivido de la prostitución sistemática de tu genial espíritu, y de haberte entregado empobrecida, anémica y flagelada al desgarro sangriento de los últimos jirones de tu espléndida vestidura, quieren establecer el hospital de tu curación, el refugio de tus dolores, el asilo de tu amenazada existencia, el amparo de tu pobreza, el medio ambiente de tu amada regeneración.

Y a ti, pobre obrero, ¡en qué mala hora te han enseñado que tienes derecho a vivir! Cuando cerradas las fábricas –porque las fábricas se cierran– falto de trabajo y medio muerto de hambre, recorras nuestras calles macilento y hosco, consuélate al pensar que el sacrificio que de ti y de los tuyos se hace, ya que no en bien de la patria –porque la patria tiene energías bastantes con que acudir por sí misma, si la dejan, al remedio de sus males– ya que no en bien de la patria, se te impone en nombre de lo que con ella es consustancial; consuélate pensando que, merced a tu paciencia y a la mansedumbre de todos, se conservará incólume y robustecido el espíritu camarillesco del buen don Fernando VII, amalgamado con el sacrosanto principio constitucional y disfrazado con democrático ropaje.

Los que hemos aprendido que el Estado carece de fin propio, que no tiene derecho alguno, puesto que no es persona, no es sujeto, sino instrumento de derecho, al observar el de todos conculcado a beneficio de uno, personalísimo e innecesario, confesaremos paladinamente nuestra ignorancia y volveremos a empezar.

Y todos, cuando la catástrofe se aproxime, cuando amenace destruirlo todo, toda la patria, menos aquella extensión de territorio y aquella porción de dominio, suficientes para que quede una sombra de Estado, y dentro de ella otra sombra funestísima, levantaremos los ojos y haciendo un plagio lúgubre, moriremos exclamando: ¡Ave César!

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 71-76