Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Proyecto de Novela
Román y Julia

El Heraldo Granadino, 4, 7, 11, 13, 15, 24, 26 julio 1899

 

Es de noche. Un viento fuerte que arredra en el mar a los hombres y abate los árboles de la colina, cuya pedregosa falda baten las olas con creciente furia, sopla huracanado. Las ventanas de humilde casa, en lo más alto del montículo situada como garita de vigilancia de los huertos que a una y otra ladera se extienden, pugnan por abrirse y dar paso al huésped importuno. Vivos relámpagos alumbran por momentos el paisaje con luz medrosa que parece surgir súbitamente de ignotas profundidades, ofreciendo magnífica muestra de la vida, en medio de las sombras de la muerte.

En el interior de la casita, unos cuantos leños casi apagados en el hogar sin chimenea, difunden pálida claridad, que alumbra desnudas paredes, suelo pedregoso, ahumada techumbre de palos y tablas formada, varios asientos de corcho distribuidos sin orden y un mal camastro: vulgaridad y miseria.

Pero aquella vulgar miseria reesparcen vibraciones armoniosísimas; aquel mísero fuego ilumina algo más que groseros muebles. La tempestad que ruge fuera y combate las cuatro paredes miserables que forman la casa, aprisiona en el interior de esta a dos seres que la desprecian, la repelen y la aíslan a su alrededor con la sublime indiferencia de la felicidad inteligente; dos seres que prescinden de todo, por encontrarlo todo en sí mismos, o uno en otro.

En la cercana penumbra del hogar ocupan dos rústicos asientos.

¿Quiénes son? El dúo eterno que amor forma. Un él y un ella.

Ella, es aquí una jovencita rubia, delicada, fina, de esbelto talle, rostro bellísimo de aniñada expresión, piel muy blanca y transparente; ojos grandes, abiertos, de color azul oscuro y de mirada diáfana, dulce y viva; la irreprochable cabecita que podría servir de modelo a un Fidias, primorosamente adornada de cabello entre castaño y rubio, abundante y sedoso, cayendo por las espaldas en ondas suaves.

El, de cuerpo alto, facciones correctas algo pronunciadas, amplísima y abultada frente, diciendo inteligencia; ojos negros, de mirar unas veces grave y profundo otras, animado y fosforescente, y siempre fijo, inquisidor y sugestivo.

Ella tendría 16 años. El, 18.

Estaban los dos bien vestidos; su aspecto era de natural distinción; sus modales, correctos.

¿Por qué se encontraban allí, solos, en aquel lugar apartado, a las altas horas de aquella noche, oscura y tempestuosa?

Habían ido en alas del gentil cieguecito, eterno inspirador de interiores resoluciones, que a lo exterior se traducen apenas iniciadas, para revolverse luego, en el tranquilo goce de la vida, vivificada por el alma amor, o en febril desesperación o deprimente tristeza; que ya producen la descomposición de la luz divina del cerebro en irisadas gradaciones de continuidad y cambio infinitos, ya la transforman en dinámica electricidad tempestuosa.

Ellos se querían mucho. Pero alguien se oponía a su cariño. La política de campanario que motivaba africanos odios en las respectivas familias, era la pretendida muralla de la China, interpuesta entre la recíproca atracción de los enamorados. Pero ¿qué muralla por sólida que sea, no atraviesa esa doble corriente magnética que llamamos amor correspondido? ¡Qué tenían que ver los muchachos en las graves cuestiones políticas, si se amaban!

¿Y por qué se amaban? Porque se amaban; ¿os parece poco? O porque creían amarse; que aun siendo menor causa, es aún la bastante pare ser efecto de la misma.

La oposición de aquellos políticos ilustres, que aplicaban gran parte de su actividad y ponían todo su amor propio en el nombramiento de un juez de paz, que más bien resultaba de guerra, o en el repartimiento de contribuciones, arreció formidablemente con motivo de unos asuntillos de la clase que dejamos señalada.

Y, es natural; como las fuerzas comprimidas buscan su expansión, el amor contrariado buscó libertad.

No elige sitio. Lleva en sí mismo espacio y tiempo, rellenos de luz y de armonías.

Y allí estaban mirándose uno al otro, en pleno éxtasis de nuestra admiración; entusiasmados por encontrarse solos, mirándose fijamente, mirándose... Para eso se había él escapado con su novia; para mirarla, sin que nadie perturbara su muda idolatría.

II

Se casaron.

III

Se avinieron las respectivas familias.

IV

Julia tenían un primo.

V

Era una hermosísima tarde de verano. El sol, desapareciendo por Occidente, enviaba los últimos rayos de su luz a las altas capas de la atmósfera, difundiéndose luego en una claridad limpia y suave que espiritualizaba el espacio y parecía extender el espíritu.

En una habitación, primorosamente adornada, hay un lecho suntuoso, frente a un balcón abierto, desde el que se divisa huertos de naranjos a un lado; al frente abrupta montaña de obscuro verdor vestida; al otro extremo un extenso valle, interrumpido por collados, cubiertos de encinas espesas y corpulentas, y barrancos con los bordes superiores de su cauce llenos de verdes zarzas y rosadas madreselvas y allá, al final, una cadena de montañas dispuestas en anfiteatro, cuyas últimas alturas se confunden por su color con el azul del cielo. De varios cinamonos y árboles del paraíso, allí cercanos, entra a invisibles raudales el aroma por la abierta ventana.

Sobre aquel lecho, rodeado en lo más próximo de obras de comodidad y lujo y enseguida, por las obras más espléndidas de la naturaleza, dibújase una sombra inmóvil.

No es nada, ni sombra siquiera; es una muerta.

Debió sonreír muchas veces, como parecía indicarlo unas leves hendiduras marcadas todavía en las ya pálidas mejillas. Aquellos ojos grandes, abiertos aún y vidriosos, debieron reflejar un alma apasionada, alegre y juguetona.

Pero la belleza se adivina en aquella cara, más bien que se ve.

Lo que se ve ahora es la múltiple marca de un dolor complejo e inquietísimo que debió afectar en los últimos momentos de aquel ser.

Junto al lecho mortuorio, sentado en una pequeña butaca, está un hombre joven, de correctas facciones, algo pronunciadas, de amplísima y abultada frente, diciendo inteligencia, de ojos negros... Su mirar no es grave y profundo ni animado y fosforescente, pero sí hosco, fijo, cruel, salvaje.

Este hombre es aquel jovencito de los 18 años. Aquel cadáver es el de quien fue un día la jovencita de los 16 abriles.

Se nota en la actitud y expresión de la joven la dureza y la frialdad del acero.

Debía estar poseída de una loca obsesión.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo aquella enamorada pareja, que conocimos escapada de un medio moral tempestuoso, y rodeada de otra tempestad material, pero viviendo en un cielo espléndido y sereno, creado por su mutuo cariño, se nos ofrece ahora, rodeada de los esplendores del lujo y de las bellezas del universo, pero ya deshecho el cielo de su común existencia y desunida ella para siempre, por la eterna desaparición de su mitad más hermosa?

¿Por qué la eterna discordancia entre la vida de estas personas y el medio que las rodeaba?

¿Qué proceso interior, divergente del exterior proceso, se había verificado en esa tercera vida que resulta de la combinación de dos vidas?

Porque ellos se quisieron, se juntaron, se casaron, eran ricos. Y, sin embargo, aquella sombra que había sido Julia, presentaba la múltiple marca del dolor de la vida en la impasibilidad de la muerte cual sello de hierro enrojecido marcado sobre losa de hielo infundible. Y junto a su cadáver no llora compungido el joven que antes la miraba extasiado. Su mirada es hosca y la tiene fija, no en ella, en un punto del espacio, como si allí encontrara la concentración de un mundo, o como si allí pretendiera vaciar, vaciar en la nada, el mundo interior de su conciencia; mirada que revela crueldad y salvajismo. Y la expresión de su rostro y la actitud de su cuerpo hacen pensar en la frialdad y dureza del acero bruñido, siendo su mirada los rayos luminosos concentrados de ese acero. Para decirlo de una vez. Hacía surgir aquel hombre, a quien lo contemplara fijamente y por medio de una asociación de ideas e imágenes adecuadas, el fantasma de una estatua de acero bruñido, vestida de una luz fría que fuera aumentando en intensidad hacia el rostro para salir, por último de las oscuras pupilas en forma de rayos incoloros, cristalinos, semejantes a finísimas agujas de un hielo muy duro que al ser tocado quemara, que al ser fijados en algo, ese algo ardiera con invisible llama, se redujera a cenizas y las cenizas se aniquilaran.

Y aquel cadáver, más que cadáver parecía una estatua del dolor; y como el dolor es expresión de la vida, aquel cadáver vive. Para quien la vida –dolor– sea buena aquel cadáver es allí la bondad; y como aquel vivo representa lo contrario –salvaje alegría de la venganza satisfecha– aquel vivo es allí el muerto, es allí lo malo. Pero como este realmente vive y la otra realmente muere, la vida, que vence a la muerte, es mala; y la muerte, vencida por la vida es buena.

Lector, nos extraviamos. Ibamos diciendo qué había ocurrido en aquel joven matrimonio.

Te lo contaré lisa y llanamente.

Así que Román y Julia se unieron con el deber ineludible de no separarse jamás, desapareció en ellos, como por encanto, aquel amor nacido y desarrollado entre elementos contrarios, como si estos le hubieran prestado con su contradicción, fortaleza, y con sus sustancia, interna vida.

Román, durante el noviazgo, había sido más que enamorado, artista, más que a la mujer, había mirado en Julia la forma idealizada en su cuerpo, y en su alma fulgor del cielo.

Su mirada penetrante había buscado allí, por afinidades naturales, lo más noble, lo menos humano o lo humano sublimado, lo más etéreo; despreciando lo grosero que ese éter transforma y el fermento de lo innoble que convierte la hostia del ideal en el pan de la vida.

Así en los colores de las mejillas de su amada no había visto transparentarse la ardorosa sangre juvenil; en su mirada brilladora había leído inteligencia, no ávidos deseos de contemplar la vida palpitante y absorber su acre aroma; en su sonrisa había notado amabilidad, pero no coquetería.

Equivocóse en la mitad; pues si en aquella niña había algo de ángel, en aquel ángel había mucho de mujer.

Julia, en cambio, se había equivocado en otra mitad casi justa, en la apreciación que hiciera de Román.

Halagó a su vanidad femenina la posición, prestigio y simpatía de su novio en la sociedad. Buscó el instinto en la energía del mancebo el signo del varón, más que el resultado del hombre; en su insistente mirada leyó amorosa codicia, no serena delectación.

Habrá seres sencillos que no crean esto posible en una tierna jovencita. Hacen bien. Yo prosigo, rogándoles, que si me creen embustero, me dispensen por esta vez.

Claro está, que hubo momentos no obstante la varia cualidad de las tendencias atractivas de los novios, en que, por recíproca sugestión y exaltación de toda la vida de cada uno, se verificaba una mayor aproximación y compenetración de sus almas, las cuales se presentaban una a otra en plena trasparencia.

Poseía, entonces, Julia, la intuición completa de Román y este la de Julia; pero se veían tales como estaban entonces; percibían una verdad parcial; de este modo la realidad afirmaba el engaño; la verdad era parte de la mentira.

Como estos estados no se continuaron por mucho tiempo, ni determinaron hechos, efecto de la natural cortedad de los amantes, ni provocaron por su misma naturalidad, otras reflexiones que las propias para aumentar el mutuo aprecio y el recíproco deseo de unirse, conservó cada uno de los enamorados la característica o elemento predominante de su cariño.

Aumentaba este; pero como no cambiaba de naturaleza, lo que aumentaba, en definitiva, era el error, la equivocación, el engaño, que ninguno procuraba y que los dos se hacían a sí mismos, al pensar cada uno en el otro.

Julia tenía un primo... hemos dicho más arriba.

Este primo, que no hacía caso alguno de su prima, era por esta casi idolatrado.

Lo cual no obstaba para que Julia quisiera también a Román.

¡Pues no había de quererlo!

Eran estos amores distintos e independientes uno del otro, y no se estorbaban.

Eran como dos fases del amor, mirando cada una a un objetivo distinto; como dos pompas de jabón que no se tocaban.

Pero las pompas de jabón, cuando llegan a tocarse, –para lo cual basta un soplo– suelen fundirse en una sola, más grande, tan grande como las dos juntas.

Veamos si el viento de la vida fundió esas tenues esferas en que estaba repartida el alma de Julia en una sola esfera que sería, entonces, toda su alma.

¿En qué se diferenciaban estos dos amores?

El amor de Julia a su primo –Miguel se llamaba– era una poderosísima simpatía; una predisposición de la voluntad a la sumisión; un previo rendimiento. Amor del alma, entre platónico y romántico; esto es, puro y exaltado. Idolatría, sin culto externo. El ídolo estaba estereotipado en la fantasía, siempre igual, colocado en lo más alto de las alturas ideales, en medio de una atmósfera purísima iluminado por la luz de la idea mística.

El amor a Román –ya hemos dicho que había entrado por la puerta de la vanidad y la opinión, dos lugares de la naciente voluptuosidad y el ardor juvenil– era un amor más externo, asentado en lo variable y accidental de la persona amante– ya que esas voluptuosidades y esos ardores no eran un resultado, sino un espejismo –y sujeto a cambios de la propia opinión sobre el curado, cuando esa soñada realidad intentara realizarse; pues si nada es más eficaz que lo real, nada hay más vago que el sueño de las cosas reales.

Aquí, como en todas las cosas, los extremos lo son todo; los medios, nada. O una idealidad purísima, sin roce con la realidad o la realidad palpitante, los hechos. Por tales extremos se hace todo en el mundo, y se llega al sacrificio y al martirio, o a la prostitución y al castigo. Los supuestos prácticos que resultan fallecidos no dejan sino un poco de ceniza en el corazón, y en la inteligencia, humo.

Ya dijimos que había desaparecido el encanto imaginativo de los novios así que se hubiesen casado.

Y en efecto; tras breves días, en los que no pensó en nada, sobrevino en cada cónyuge cierta extrañeza al descubrir la desemejanza de otro; tras la extrañeza, el estudio minucioso e incesante, acompañado ya, cuando guiado del prejuicio del desencanto; y por fin, este.

Y así, como de romperse el equilibrio de las fuerzas que sostienen a los mundos en el espacio, todos se precipitarían en uno, y este uno no tendría otro trabajo que el de la propia cohesión de su masa, así las almas de aquellos desdichados constituyeron un infinito aparte, en el centro de cada cual había un mundo que atrajo hacia sí todos los pedazos desprendidos de su masa que habían constituido los satélites del otro.

Pero Julia tenía otro mundo dentro del suyo.

El vacío producido por la volatilización del cariño a su marido, por la fuga de los fantasmas de sus sueños, por la reabsorción de la fuerza distraída alrededor de Román, vino a ocuparlo la idea de Miguel, recluída hasta entonces en las más silenciosas regiones del alma.

Y sucedió lo que tenía que suceder. Que los hábitos sentimentales antiguos experimentados por Román se dirigieron a Miguel; y más todavía. Los goces reales despertados por el matrimonio crearon un fantasma, que correspondía exactamente con la figura del amado.

El amor a este se completó, pues, aun antes de encontrar correspondencia. Lo llenó todo: pensamiento, fantasía, emociones, deseos, impulsos, voliciones. Se hizo consciente y voluntario.

Lo fue todo.

Trascendía hacia afuera, modelando la voz con inflexiones dulcísimas y extrañas, cuando con él, con su Dios hablaba Julia y dando fascinadores brillos y dulcísima expresión a su mirada.

Vióse envuelto Miguel en una atmósfera embriagante, que trasmitía agrandadas, a su cerebro, las dulcísimas armonías de la voz de Julia, los ardorosos rayos de sus ojos. Aquellas producíanle un mareo, donde danzaban loca danza todas sus ideas, contrarias unas, favorables otras a sus deseos y propósitos como cimientos de una nueva vida, y aquellos rayos de luz le quemaban, consumiendo bien pronto entre sus llamaradas las ideas contrarias al estado absorbente de su alma.

Por fin pusiéronse en contacto los amantes, y tras la necesaria lucha, puramente formal, de la enamorada Julia, ambos pronunciaron de consuno el fiat supremo del amor.

Y hubo luz ¡qué digo luz! fuego que parecía alimentarse de un oxígeno descendido del cielo y de un negro carbono que vomitaba el infierno. Sed inextinguible, cansancio inquieto, pena de no haber empezado antes, considerando perdido todo el tiempo que no se habían amado... y luego, punzantes remordimientos, inquietudes súbitas y aplanadoras; tendencias difícilmente contenidas, a la fuga de aquel medio enemigo, terrores sobre el porvenir; tales eran los contrarios movimientos que los agitaban; lo indefinido tocando a lo infinito. De pronto, y sin que nada extraordinario ocurriera, tomaban la resolución de cortar aquellas relaciones, lazo que los unía y nudo que los ahogaba. Y esta resolución era un engaño de la naturaleza física, que ansiaba descansar, para volver luego al combate con más fuerza y con mayores bríos.

Llamaradas de lo inconsciente en combustión –instintos naturales exaltados, tendencias pervertidas, deseos ardientes de algo que no se determinaba ni se sabía lo que era– lamían el cerebro de los enamorados trastornándolo todo, reduciendo a humo y cenizas seculares formaciones de ideas, por la herencia transmitidas y por la educación afianzadas, sin que nada nuevo se construyera en cambio. Pero como el caos tiene un espíritu, como en la anarquía late una idea, como la negación implica una afirmación, siquiera el espíritu esté difundido, la idea imprecisa y la afirmación, no formulada sobre el caos espiritual de estas personas, sobre la anarquía de sus principios de conducta, sobre la viva negación de sus actos legales, reinaba, flotaba, se imponía esta idea, esta imagen, este deseo: amar, amar, amarse. En aquella nada –lo antiguo estaba deshecho, lo nuevo no se había construido– el amor lo era todo. Lo era todo quizá por eso mismo. Porque el amor es un éter que vibra la luz en los espacios libres, el fuego en los cuerpos que desatan los elementos constitutivos para formar otros cuerpos, el color, en los pétalos de las flores abiertas hacia el cielo y enmudece en las entrañas inmóviles y obscuras de la pesada roca, cimiento de severos edificios.

VII

Y cuando estaban en lo más alto de ese Tabor que transfigura o en lo más profundo de ese infierno que deforma, cuando él había medio soterrado las tendencias contrarias, –deber, honor, miedo– sin que del todo las hubiera extinguido, como para recibir de su influencia ese sabor amargo, que es el elemento embriagador de lo dulce a que se mezcla; cuando por tales condiciones de su común vida pasional, la felicidad era, si no poseída, saludada por ellos y hacia sí llamada, ofreciéndoles abrigarla en su pecho como en un altar y rendirle –¡inocentes!– un culto fervorosísimo, con el sacrificio, si necesario fuera, del honor, la posición y el porvenir de cada uno, –pues decididos estaban a aceptar las consecuencias todas de su cariño, y a emigrar si el medio ambiente resultara hostil a su pasión, a otro medio que fuera hostil a todo, menos a esa pasión, –la diosa Fortuna, enemiga declarada de su hija menor la Felicidad, hizo que el agraviado esposo se enterara de la traición contra sus derechos cometida, de la ingratitud de sus antiguos sentimientos y a su presente buena conducta, arrojada del horrible ridículo sobre su buen nombre suspendido.

Hemos hablado de la buena conducta de Román, porque en, efecto, a pesar del desencanto experimentado, sus procedimientos como marido y caballero no cambiaron gran cosa, y siempre conservaba hacia Julia residuos de afecto, sombras de cariño, cenizas caldeadas del antiguo hogar.

Toda la energía física y moral del agraviado esposo, por el organismo repartida, se concentró alrededor de una idea, que surgió del fondo oscuro de su ser y apareció como reina y señora de todas sus facultades.

La herencia sangrienta de mil generaciones que todos tenemos, se sobrepuso a la educación y, como un espíritu maligno, como un alado monstruo salido de las profundidades sombrías del alma rafagueaba por el ensoberbecido y turbio lago de sus pasiones. Por encima del hombre culto asomó la cabeza el salvaje haciendo una mueca horrible.

Pero aquel salvaje estaba dentro de un hombre de viva inteligencia, de rica fantasía, de ideas numerosas y exactas sobre el corazón humano...

VIII

Lo primero e inevitable era el desafío con Miguel.

Y Miguel fue muerto de un balazo.

IX

Con ironía punzante en los conceptos, expresados en tono más irónico todavía, articulando con fuerza y pronunciando con lentitud, de modo que las palabras salían silvando de boca, para clavarse en el corazón de la infeliz oyente, comenzó Román el diabólico trabajo que se había impuesto de atormentar a Julia.

La conversación, o el monólogo, mejor dicho, ya que Julia no contestaba, era seguido todos los días con horrible igualdad. No acababa nunca. No se le caía de la boca el nombre de Miguel.

Y así un día, y otro día, y otro y otro...

Figúrese, quien profese un amor idolátrico a persona acabada de desaparecer para siempre de la vida, el efecto que le produciría a aquella mujer oírle pronunciar incesantemente el nombre que simbolizaba toda su fe y todo su amor, al causante de la desaparición del objeto de su fe y de su cariño; y oír ese nombre pronunciado con injurioso sarcasmo, con saña implacable, con impunidad absoluta, sin que nadie pudiera impedirlo... figúrese cuánto no sufriría la joven que concentró en el muerto, cuando era vivo, toda la fuerza rebosante de su vida, la exaltación feliz de su existencia; viéndose ahora condenada a rehuir el contacto de aquella sombra, que parecía acusarla como causante de su desdicha, y a repeler con impotente energía la proximidad activa de aquel hombre, que también la acusaba de su desgracia, y a recogerse en el interior de su alma, donde el cielo azul se había convertido en negro ateísmo, la luz espléndida en sombras oscuras, la dulce armonía en chirriante discordancia, la ardiente voluptuosidad en helada tristeza, todo lo bueno en todo lo malo.

Y no era esto solo, aquella venganza se realizó en un plan completo de martirios.

Hizo Román que todo el mundo supiera la trágica aventura, y consiguió que la familia de Julia la recriminara de la peor manera posible, cerrándole la puerta de su casa.

Si ella alguna vez le suplicaba que la abandonara o la matara, respondía él que «era esclavo de sus deberes».

Cuando Julia empezó a desmejorarse, levantábala muy temprano todas las mañanas con pretexto higiénico; y dábale conversación de noche, mientras tomaba sendas tazas de café.

Hizo más; lo más horrible a nuestro juicio. Y fue el aparecer para todo el mundo más amigable que nunca. Los criados que siempre lo quisieron, lo adoraban ahora.

Adquirió un dominio tan grande sobre sus nervios que aparecía bañado su rostro e impregnado su mirar de una calma dulce y melancólica.

Y cuando ella, alentada por esa bondad aparente, le dirigía la palabra, la calma se tornaba frialdad, la dulzura, dureza. Se la quedaba mirando con una extrañeza altanera y fría, que helaba la sangre en las venas de Julia.

Pero las mujeres no escarmientan. Y todos los días se iniciaba la esperanza para ir a resolverse en la decepción más desconsoladora.

Por último, puso Román empeño en irle demostrando a su mujer que ella no valía nada. En todo cuanto ella hacía señalaba él, con seca brevedad, una falta.

Pero teniendo gran cuidado de que la falta, aunque pequeña, fuera real; y en hacer de modo que no apareciera conocido el sistema de contrariar.

Como no se había vengado de ella de modo cruento ni escandaloso, como la mantenía junto a sí, como su carácter había sido siempre bueno y ahora mejor que nunca y como Julia no tenía talento suficiente ni para teorizar sobre el adulterio y justificarlo plenamente ante la razón, ni para comprender la intención de su marido, aparecía este ante ella como una víctima humilde, y sus ironías y durezas eran tomadas como justo castigo, como cruelísima venganza. De este modo se iba despreciando ella a sí misma.

Crueles remordimientos la atormentaban; y, como natural consecuencia, el deseo de agradar a su marido y de obtener su perdón, se abrió imperioso en su alma; de tal modo que era como la condición precisa para continuar viviendo.

Mas aquí estaba la fuerza de Román. El, que al enterarse de su deshonra se sintió con fuerza para matar a la infiel mil veces y destrozarle otras mil, se reservó su energía y la iba gastando poco a poco.

Así que cuando Julia, llena de angustia se arrojó un día a pedirle perdón, entre sollozos y lágrimas, la energía vengativa latente en su marido se desbordó hacia afuera, en la forma y modo que era posible; encauzándose en los moldes que había trazados.

El mar de lágrimas de la dolorida esposa, se vio repelido por una roca muy alta, muy dura, como un inmenso bloque de mármol que llegara al cielo. Las miradas ardientes de dolor, tropezaron con una mirada cruel hasta lo infinito, fría hasta lo incomparable.

Entonces se alzó ella furiosa. Como por una revelación súbita de la conciencia, cual si esta hubiera sido una placa fonográfica donde la naturaleza hubiera escrito sus leyes no escuchadas y hasta entonces mudas, y que entonces, al resorte del dolor repelido hubieran comenzado a gritar, comenzó Julia a exponer la eterna defensa de lo natural contra lo artificial.

¿Qué culpa tenía ella –decía– de ser como era?

¿Qué culpa en haberse enamorado de otro?

¿Qué culpa en no haber tenido fuerzas para resistir a la tentación?

¿Qué culpa en que el mal le hubiera sido agradable y el bien áspero y frío?

¿Qué culpa en no tener experiencia para entrar en un estado en que se necesita y no se consiente?

Y tras la apasionada defensa del reo, la acusación al juez. Díjole a Román que era malo.

Román siguió impasible.

La única contestación fue: «Si así pensabas, debiste decírmelo. El engaño es siempre infame y cobarde. Si no pensabas así, obrabas mal según tu misma; y también debiste decirlo para buscar remedio y obtener el perdón. No dijiste nada. Luego obrabas el mal a sabiendas, y te escondías; fuiste cobarde e infame.»

Ahora, eres más cobarde. Te molesta, te lastima el castigo. ¡Qué hermosura!

Y en decir eso empleó, sin pararse, cuádruple tiempo del necesario. Con tal lentitud habló.

Pues entonces ¡mátame!, exclamó ella desesperada.

Y él haciendo un mohín despreciativo, respondió:

¡No!...

La suerte estaba decidida.

Julia, que de haber pasado mucho tiempo así y en plena normalidad física habría quizá llegado a oír la conversación del vengativo esposo como lluvia que no moja, o como música que no se escucha, no pudo vencer la enfermedad físico-moral que a un tiempo provocaron la memoria del amado muerto y el horror al esposo vivo.

Enfermó, y enfermó de muerte.

El marido, ante el dolor de su mujer fue implacable, ante la enfermedad se exacerbó su obsesión vengadora. Quería verla muerta.

Bien es verdad que, hombre culto al fin y al cabo, no hizo consistir en mártir, en molestias físicas proporcionadas a la enferma; ya la dejaba dormir y le proporcionaba cuantas medicinas y cuidados el médico prescribía. Tampoco le hablaba directamente ni con insistencia del amante muerto, ni del proceso que le seguía implacable como juez, parte y verdugo.

Pero sin hablar casi, no se modificó su gesto, ni se dulcificó su mirada. Su actitud era la misma; de frialdad que mata, esto es, activísima.

Y murió Julia.

Y allí estaba, inmóvil para siempre, con las huellas del dolor postrero grabadas en el semblante que fue bello, con los abiertos ojos que tanto brillo fulguraron, semejantes a empañado vidrio, tendida en aquel lujoso lecho, rodeada de obras suntuorias, envuelta por los dulces efluvios de una naturaleza espléndida.

Y allí, junto a la que fue ella, está inmóvil, frío, hosco, ceñudo, el hombre que años antes la contemplara extasiado, sin mirarla, fija su vista que frío fuego destila, en un punto del espacio... divisándose en toda su actitud el amargo cruelísimo deleite del dios que satisface una venganza...

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 117-129