Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Formación cultural del maestro {1}
Imprenta Hernando, Madrid 1927
La Escuela Moderna, julio, agosto, septiembre 1927

 

¿Puede hacerse una división bipartida de los trabajos habituales, por razón de la varia cualidad de su valor humano –sociológico e histórico– o sea por razón de sus orígenes anímicos, ya que aquellos valores han de ser el resultado de estos orígenes?

Comparemos dos grupos de trabajos. De un lado el Sacerdocio, la Política, el Magisterio, la Judicatura, la Abogacía, la Medicina, las Bellas Artes, y de otro, las actividades técnicas, burocráticas, mercantiles y las artes manuales u oficios. ¿No saltan a la vista diferencias importantes entre ambos grupos?

No presupongamos para el ejercicio de las actividades del primer grupo la necesidad de esa cosa mística que se llama vocación, y su indiferencia para el desempeño de los quehaceres del segundo grupo. En unas y en otras es a veces la vocación indicio de aptitud, es otras veces un espejismo. También ocurre que se acepta con disgusto una actividad determinada, en la que luego se demuestra no sólo capacidad suficiente, sino excepcionales condiciones.

Nosotros llamamos a los trabajos habituales del primer grupo profesiones, y ocupaciones a los del segundo grupo.

Y decimos que las ocupaciones aparecen, por de pronto, como las especies del trabajo habitual que no afectan necesariamente y de modo directo y continuo sino a una zona de la actividad de nuestro espíritu. Es forzoso reconocer que para el desempeño de las ocupaciones no son necesarias cualidades especiales, o son, en todo caso, necesarias intensidades especiales de inteligencia; esto es: que las ocupaciones pueden cumplirse regularmente sin poner a contribución otra facultad o aspecto anímico que la inteligencia; y no hemos nombrado la voluntad porque la voluntad, como previo consenso y como energía propulsora, es condición indispensable de cualquier actividad humana.

Las ocupaciones, decimos, sólo requieren inteligencia, entendiendo, grosso modo, por inteligencia, además del juicio y el raciocinio, la memoria, la imaginación reproductora y la intuición de relaciones entre lo conocido. No hay que hablar de la atención, que es cosa voluntaria y no, en su raíz, cosa intelectual. Acordaos de cualquier especie de las que hemos llamado ocupaciones, y notaréis la verdad de lo que decimos.

¿Y las profesiones? Las profesiones captan en mayor grado la personalidad. Y no nos referimos solamente al mayor número de facultades o potencias anímicas que la profesión embargue; sino que nos referimos también a la cualidad de lo embargado.

 

Inteligencia y espíritu

Para nosotros hay en el alma del hombre, no quizá esencias distintas, pero sí distintos planos de actuación, diferentes posiciones fundamentales y capitales ante la vida; una es la posición cerebral o intelectual, la posición en que el animal racional, homo sapiens, se adapta al medio y modifica el medio; se apodera, en beneficio propio, de las fuerzas naturales, inventa la artes útiles, las ciencias aplicadas, la administración, la industria, el comercio y la guerra por causas económicas. Desde el hecho prehistórico de convertir una rama de árbol en estaca, hasta los hechos, de hoy mismo, de la telestesia, {2} se han dirigido todos los inventos a un mismo fin: la utilidad, y han tenido un solo autor: la inteligencia. La inteligencia es el órgano humano de la lucha por la vida, el suplente aventajado de la garra y el colmillo, del brazo largo y el pie prensil, de la fuerza y la agilidad.

Si no hubiera más que esto en el alma del hombre, el llamado materialismo histórico o interpretación económica de la vida sería una evidencia meridiana. Pero ocurre que hoy, en medio de esta enorme civilización material que absorbe casi toda la vida, la mayor parte de las huelgas obreras no se producen por causas crematísticas; ocurre que muchas guerras, muchas, han obedecido a motivos sentimentales; ocurre que la formidable labor de la gran potencia mundial de entonces, la formidable labor de España en el siglo XVI, fue de orden ideal; ocurre que millares de santos y cientos de miles de héroes se han sacrificado abnegadamente; ocurre que las obras de arte son de esencial y manifiesta inutilidad; ocurre que el honor, la dignidad, la austeridad moral, la filantropía van contra los intereses vitales, biológicos, del practicante de esas virtudes. Poco importa que lo altruísta haya emergido de lo egoísta, que lo inútil sea eflorescencia de lo económico, que el Arte haya salido de la magia capciosa, como nada importa que lo concreto sea base de lo abstracto y lo particular fuente de lo general. Y digo que no importan muchos esos orígenes porque no son, en realidad, orígenes causales, sino estancias, grados de evolución de algo que es –que es de algún modo, que es algo– puesto que existe, y que existe, puesto que obra. ¿Tendrían las palabras espíritu, justicia, amor, belleza, absoluto, infinito, eterno el sentido que tienen, sino respondiese ese sentido a algo que es fuera de nosotros y que nosotros percibimos racionalmente, o algo que es realidad en nosotros, por virtud de una potencia creadora, participación, sin duda, de otra potencia más alta, salvándose en ambos casos el valor de esas ideas? ¿Habría formulado el hombre el imperativo moral kantiano y aquel otro imperativo del sentimiento, tan bellamente expresado en la composición «No me mueve, mi Dios, para quererte», si no fuera capaz de concebirlos y no tuviese fuerza para ejecutarlos?

Existe, pues, en el hombre, además de la inteligencia, otra función, otra posición, otro gesto, si queréis, ante..., mejor que ante la vida, sería decir ante lo demás, y mejor que ante lo demás, puesto, que el hombre mismo es objeto de su consideración, ante el ser, sin que demos aquí a la palabra ser ningún preconcebido valor. El ser aquí simboliza lo existente y lo posible, lo real y lo irreal: Dios, el hombre, el mundo sensible y el mundo científico, todo lo que puede ser objeto de la actividad de nuestra alma, todo cuanto a lo largo de la Historia ha ido el hombre encontrando, creando y ensoñando. Esta posición, privativamente humana, más privativamente humana que la posición intelectual, y que responde a lo que llamamos espíritu, o que es el espíritu realizándose, es una posición desinteresada de lo útil, ajena a la aspiración económica.

La cultura

Esa posición espiritual preside actividades externas, que si tal vez surgieron allá, en el vestíbulo de la Historia, en vista de un fin útil, bien pronto perdieron la memoria de su origen, desertaron del campo biológico, del ejercicio disciplinado por la inteligencia y dirigido a la conquista de lo útil, y se alistaron en los equipos del juego –del juego intelectual– adornándose con melodías, aromas y colores inútiles. Y surgió la gracia, hija amable de la belleza y el genio; se alzó sobre la vulgaridad ostentosa la modesta originalidad de la elegancia; disparó el entendimiento cultivado sobre el entendimiento ignaro su melífero dardo de ironía, y se hizo en medio del trabajo monótono, pesado y fatigoso, la divagación poética y su hermana la consideración filosófica: flores del ocio para exornar lo inútil con la belleza y la gracia, con la elegancia y la ironía. Cuando algunas de esas flores se convierten en frutos, mediante ya un trabajoso cultivo, mediante una supernutrición, en que se da el espíritu como alimento, esos frutos se llaman Etica y Derecho, Dialéctica y Psicología, Metafísica y Física; se llaman con el nombre de todas las ciencias, o se concentran en las obras de arte, que embelesan al hombre y lo educan.

Naturaleza de la cultura

La cultura (Filosofía, Bellas Artes, ciencias teóricas) se nos aparece como una escapada del hombre fuera de la naturaleza física; como resultado de una arbitraria violación de sus normas férreas. La historia humana es un episodio que no figuraba en el programa de la historia telúrica. En el teatro de la vida universal el actor Hombre ha dicho una palabra suya.

¿No es esto absurdo? Es absurdo, pero... es. Un sublime fautor de lo absurdo ha dado al hombre, como a escondidas de la Naturaleza, ese don a que antes aludíamos: el espíritu. Y por eso el espíritu, fiel a su origen, contradice las leyes de la energía, es una suplantación de la fuerza, es el milagro continuo.

Si los monstruos cuaternarios hubiesen podido tener clara visión de los destinos del hombre, de lo que el hombre iba a realizar y, sobre todo, de lo que iba a pensar y, más todavía, de lo que iba a sentir, no habrían reposado hasta aniquilarlo, con el furor reconcentrado de la envidia suya y de la envidia anticipada de todos sus descendientes hasta el fin de los siglos.

Y cuanto hay en el alma del hombre inclinado hacia lo físico se resuelve iracundo contra el valor revolucionario de Psique; y Jove, rey de la Naturaleza, castiga a Prometeo, y Ares, fuerte y agresivo como una fiera, se burla del celeste Liróforo, y los jayanes de todos los tiempos y de todas las latitudes hostilizan bestialmente a los nobles y tristes Quijotes, y hay soledad y frío en todas las alturas y no existe corona auténtica que no sea, por dentro, corona de espinas...

El ocio

La cultura, como escapada de la Naturaleza, tuvo que comenzar en el ocio. El trabajo atiende, atendía, sobre todo, primitivamente, a las necesidades biológicas, y no es biológicamente necesaria la cultura, cosa escolar, de juego, de libertad de pensamiento y de acción.

En las horas de ocio, el espíritu del hombre primitivo, débil, muy débil todavía, pero atento al vivir circundante, tejería neblinosos ensueños, constelados de intuiciones fúlgidas. El poeta de los primeros tiempos, al contacto con la Naturaleza, ya en parte domeñada merced al fuego del hogar, sería poseso del alma cósmica, que abrazaba imperiosamente su pobre alma infantil, en la que surgirían, como engendros de aquel abrazo, tenues jirones de caóticos ensueños, confuso rastro de raras quimeras, súbita evocación de cosas imprecisas, fosforescencia de cementerios ancestrales, espejismo de remotas lejanías...

En los vírgenes bosques dilatados, henchidos de vida y palpitantes de misterio, percibiría sombras fugitivas, bisbiseos inquietantes, temerosos gritos pánicos; y en las noches serenas de grandeza solemne, lo creería todo poblado de almas: las almas oscuras, pavorosas, que alientan en los abismos; las que sostienen las montañas; las que infunden la vida en cada uno de los seres de la tierra, del agua y del aire; la que palpita en las más altas regiones de la atmósfera, donde mueve los vientos y ruge en los huracanes; y, fijando su vista en lo azul, le parecerían las estrellas seres escrutadores y severos, asomados a la Tierra para verlo todo, escondidos en el misterio de la lejanía... Sólo las fuentes y los árboles con almas propicias. El padre Sol era un dios bueno en el Cielo, y un dios bueno en la Tierra el fuego, que vivía en lo hondo de la cueva hospitalaria.

Y en un amanecer luminoso, tibio, y perfumado, cuna propicia al nacimiento de Psique, un genio de las intuiciones primeras, un pobre salvaje iluminado, se yergue estático sobre ingente roca. Su pequeña tribu ha sido compelida a dejar los lugares en los que había tenido largo asiento, y ha marchado con ella durante varios días por la orilla de un río caudaloso, pujante y sereno, imagen de lo que, fluyendo sin cesar y sin cesar perdiéndose, permanece idéntico. La selva que le rodea es la variedad complejísima, pero relativamente estática. Desde la copa de árboles gigantes ha divisado montañas de eterna quietud y ha sentido desde lejos el silencio solemne de sus cumbres. Arriba, el Cielo ingrávido parece, no obstante, sostenido por el borde siempre lejano de la Tierra. Todavía no devana estas imágenes, pero está en su cerebro la confusa madeja, y el telar se halla pronto a moverse. La roca, por la que ha trepado el cazador fugitivo, se prolonga en su base hasta el mar admirable y sugeridor, de múltiples ecos y luces cambiantes, inmenso e inquieto, como un mosntruo divino, y dentro de él avanza, por atracción de amor, y en él se disuelve con profunda voluptuosidad, muda e inmoble. El mar la acaricia de continuo y le regala collares de aljófar, que se deshacen.

El salvaje se halla absorto por el mar. En rápida reacción, como si su alma hubiese cobrado nuevas fuerzas, lo contempla deliberada y desinteresadamente. Es la primera acción desinteresada que se ha producido en el mundo. La recompensa será rápida y fulgurante. Aquel hombre quiere comprender lo que mira; necesita comprender. Comprender es comparar lo fugitivo con lo permanente, lo vario con lo uno; lo mudable con lo idéntico. Y se mira a sí propio como en súbita invención, como si se mirara por vez primera. Y surge de una vez, entero y vivo, como Palas de la cabeza de Jove, el verbo humano, la imagen de nuestro ser en nuestra alma, que es un nombre: yo. Se ha producido la gran palabra, supuesto indispensable de todas las que han de formar la Filosofía, la Ciencia, el Derecho. Existe ya el agente de esas formaciones que constituirán la Historia. Ha nacido el primer hombre en el alma de ese pobre animal débil, inerme, inadaptado al medio físico, en el alma de ese infeliz simioide fracasado.

Y sintiendo el deseo de tomar posesión del mundo, se gritó a sí mismo: ¡yo!, golpeando su frente y su pecho. Y miró luego hacia el bosque, el río, el mar, y las montañas, con nuevo mirar imperativo, y poniendo en la flecha aguda de su mirada la suprema palabra, como el mensaje de su poder. Y fue ella, desde entonces para siempre, la bandera de todos sus combates, el lema de todos sus trabajos, el eje de todas sus ideas, el centro de todos sus amores, hasta de los más puros; porque el pensamiento y la acción del hombre han de crecer en profundidad cuanto más se dilaten en altura, y la profundidad humana es la personalidad que simboliza la palabra yo.

Así, pues, el nacimiento de la civilización, es decir, el acto inicial de la serie de trabajos para dominar la Naturaleza, fue el descubrimiento del fuego; pero el nacimiento de la cultura, de la serie de divagaciones, de juegos del espíritu, que se llaman poesía, arte, dialéctica, nació en la intuición apasionada del yo, umbral del autoconocimiento, que es el ápice de la sabiduría, y aun toda la sabiduría, en cierto modo, porque conocerse a sí mismo es conocer también las normas de la propia razón y los materiales de la propia inteligencia.

Ved cómo los trabajos humanos se pueden dividir, por la mayor o menor personalidad que exigen, en trabajos en que predomina lo subjetivo y trabajos en que predomina lo objetivo; en trabajos de cultura y trabajos de civilización.

En el origen de las profesiones

Decíamos antes que el espíritu era, en cierto modo y hasta cierto punto, enemigo de lo físico; que en lo meramente cósmico, el hombre y su cultura eran algo que «salía del programa». Nosotros hemos afirmado esto hace mucho tiempo, y muy expresamente en un trabajo contra las exageraciones en que suele tomarse la «ley de la lucha por la vida». Y ahora hemos leído en un ensayo del Sr. Ortega y Gasset, excelentísimo, como todos los suyos, que el hombre es un animal inadaptado al medio –¡gloriosa independencia!– que los antropoides deben haber aparecido sobre la Tierra después que la Humanidad, puesto que poseen mejores disposiciones qpara la lucha. ¿Qué prueba esto, sino la sublime extravagancia de la razón? Y habíamos indicado también que, en correspondencia a esa enemiga trágica entre la Naturaleza y el Espíritu, existe en los planos inferiores del alma humana profunda antipatía hacia los planos más altos. Y ahora decimos que una prueba de que hay diferencias importantes entre las profesiones y las ocupaciones es el origen de aquellas en atmósfera de odio y de desprecio.

Circula por ahí un libro, que no conozco sino por referencias, cuyo autor, un catedrático, parece ser hombre vidente, pero miope. En ese libro se dice que la profesión de maestro es despreciada, sobre todo en las pequeñas poblaciones ricas. ¡Claro que sí! Como lo es la de catedrático entre mucha gente de las grandes ciudades. ¿Qué es un catedrático para los señoritos ricos, y, aunque adinerados, los grandes banqueros, los industriales de fuerza y los políticos ignorantes y triunfantes, sino un pobre hombre, un tonto con pretensiones? ¿Y qué fueron en lo antiguo y en la Edad Media los poetas, sino mendigos ingeniosos, y mendaces curanderos los galenos, y criados más o menos distinguidos los preceptores, y objeto de universal rechifla los dómines? Los profetas de la Astronomía y la Química, los astrólogos y alquimistas, ¿no eran brujos o locos? ¿Y no figuraba en pleno siglo XVII, después del espléndido Renacimiento, el Pintor por antonomasia entre los ínfimos criados del Rey Nuestro Señor D. Felipe el Grande? Todos cuantos no se dedicaban a las ocupaciones elementales, a la caza o al pastoreo, en los tiempos primitivos, y después, a esas ocupaciones o a la milicia, la agricultura, el comercio, sin más excepción que la Iglesia, por el carácter sagrado de las funciones sacerdotales, han sido calificados de indeseables, y algunos artistas, como los escénicos, puestos al margen de la comunidad de los fieles. Gente despreciada, cuando no odiada y despreciada también, la gente intelectual», que decimos ahora. Y hasta hoy mismo, en una ciudad excepcionalmente culta, hemos oído lanzar a un grupo la palabra «¡intelectuales!», con el gesto, con la entonación, con todo el aire hostil, seriamente hostil de un insulto... Y sin que hubiese intención irónica, sin que aquel señor quisiera decir que los del grupo no eran intelectuales verdaderos, no. El dijo «¡intelectuales!» seria e ingenuamente y con ánimo de afrentar a los del grupo, que eran casi todos jóvenes de excelente posición social. Aquel grito simbolizaba el odio eterno de la mentalidad inferior a la superior, de los instintos primitivos a la sensibilidad delicada, de la barbarie agresiva a la civilidad elegante, de lo bestial a lo refinado; es el espíritu de la mayoría de los heliastas que votan la muerte de Sócrates; el del populacho que vocifera ¡crucifícale!, ante el Pretorio de Jerusalén; el de las turbas idiotizadas que seguían a los herejes camino del quemadero; el del pueblo apolítico, bárbaro, que exalta la esclavitud de aquel «¡Vivan las cadenas!» de principios de nuestro siglo XIX. Polifemo contra Odiseo; la caverna contra el Partenón: todo lo animal contra lo divino en el retemblante tablado de la tragedia humana.

De este odio de lo inferior no se librará nada que sea superior; pero las ocupaciones técnicas, aunque estén desempeñadas por altas inteligencias, como son, por su objeto, más inmediatamente útiles, detienen, por egoísmo, siquiera sea egoísmo colectivo, la envidia de los mentalmente inferiores. Y dejemos, o mejor dicho, prosigamos en lo mismo, tratando del sentido heroico de la cultura. Permitidme que lo acentúe. Esta conferencia es de premisas; las conclusiones que respondan al objeto indicado por el tema han de salir ellas solas.

La cultura, obra del ideal

La cultura activa, la labor por la cultura es, a mi juicio, y como ya he tenido el honor de exponeros en otra conferencia, la religión del progreso del hombre. Sin perjuicio de precisar qué es para nosotros lo heroico, volvamos a afirmar que la labor de la cultura es heroica porque es religiosa, y que es religiosa porque está dedicada a lo ideal.

¿Y qué es lo ideal? Detrás del mundo de los fenómenos y por encima del mundo de la ciencia, que es el mundo de los fenómenos, ordenado, interpretado, creado en cierto modo o, quizá mejor, recreado por el pensamiento, existe el mundo incognoscible de la cosa en sí, de lo por encima de nosotros, de lo metafísico, que se resuelve en nuestro espíritu en tesis contradictorias igualmente demostrables, es decir, inciertas, de realidad inaprehensible por la razón y, por consiguiente, irreales. Mas el espíritu del hombre tiene horror al vacío metafísico, a la irracionalidad de lo metafísico, y llena con la fe lo que no puede llenar con la ciencia; dándose ya a sí propio, con este hecho indiscutible, una prueba indirecta de que no hay ese vacío, aunque no podemos conocer su contenido. Pues bien: esas creencias son lo ideal: Dios, bondad, verdad y belleza eternas, reflejadas en el alma del hombre; la espiritualidad e inmortalidad de nuestra alma; la libertad y responsabilidad de nuestra voluntad; la «otra vida», conservando cada hombre su propia personalidad consciente.

Y he de haceros notar que aunque el criticismo kantiano ha sido superado, no ha recibido daño alguno en la parte del sistema que puede decirse que está fuera del sistema, que es como la cúpula de una catedral, en la que el kantismo era una capilla. Dadla, si queréis, por derruída. ¿Y qué? La cúpula queda intacta, y en esa cúpula está el nido de los ideales. Esa cúpula se robustece hoy; pues las escuelas católicas aparecen pujantes, y Aristóteles, alma de la filosofía cristiana desde la Edad Media, es ahora un maestro vivo.

Si el sistema kantiano ha muerto, bien muerto está, por haber sido padre del positivismo, filosofía de bajo vuelo, miope y cazurra; filosofía de acarreador científico, no de hombre completo, de amplia frente y corazón henchido. Así se salva del pensamiento kantiano lo que Kant, como hombre de esas cualidades, salvó, poniéndolo por encima de su crítica. ¿Y cómo no ha de salvarse lo ideal, si no es creación momentánea y aislada, sino continua fluencia del espíritu humano? La preocupación por la justicia, el entusiasmo por la verdad, la mística delectación ante la belleza, las buenas obras desinteresadas de todo egoísmo, ese sublime imperativo categórico del mismo Kant, ¿no son cosas humanas, aunque digáis que cosas de una minoría humana? El verdadero filósofo tiene que contar con estas tendencias, con estas virtualidades del espíritu. Sólo las almas secas y además incultas pueden menospreciar la actividad desinteresada y los principios en que se funda, calificándolos de locuras. ¡Oh, suprema inepcia de los hombres prácticos! ¿Qué sería de ellos y de sus cosas prácticas, si no hubiesen existido esos locos? Del cerebro de esos locos han salido no sólo la Música y la Literatura, sino el Derecho y la Ciencia, y, por consiguiente, la técnica y la industria, y hasta, en lamentable paradoja viva, las doctrinas que esos hombres prácticos esgrimen para justificarse y la ética especial en que se escudan.

¿No se avizora ya el campo de la cultura como un estadio heroico, puesto que la dedicación a lo ideal implica la lucha de lo universal y desinteresado contra lo individual y egoísta, del espíritu privativamente humano cpntra el alma puramente biológica?

Cultura y civilización

La civilización es el cuerpo de la cultura; obra de la cultura, en gran parte, en los impulsos creadores y renovadores. Pero existe luego entre ambas la oposición relativa que hay entre la causa y el efecto, entre el artista y su obra. El efecto no puede revertirse en la causa; la obra no puede tornarse en el artista. ¿Veis lo que sucede en la vida vegetal? La parte endurecida, impropia para la reproducción, la parte muerta es la madera. Util para resguardar las células vivas, para soportar las ramas y las hojas, para conducir entre sus capas más vivas y sus otras capas inertes la savia rompedora; pero inútil para la labor progresiva, creadora, continuadora de la vida del árbol. Pues así la civilización. La civilización la constituyen la técnica, la industria, el comercio, las comunicaciones, la administración; sus obras son las viviendas, las máquinas, los caminos y toda suerte de obras públicas, los utensilios, los muebles. Pero suponed que el espíritu humano perdiese de pronto toda apetencia por lo que no fuese inmediato, por lo que no fuese la satisfacción de las necesidades individuales; suponed muerta del todo en todos los hombres la idealidad y, como es lógico, los sentimientos superiores y altruístas... Tenéis sobrada imaginación para figuraros que a los cien años y después de un brillo desenfrenado de la parte más externa de la civilización y luego de convulsiones horrendas, mil veces más trágicas que todas las que la Humanidad ha padecido, la civilización, aun en su parte dmás material y sensible, se habría apagado para siempre. Se habría apagado para siempre, porque había muerto su alma: la cultura.

El heroísmo

Como en los tiempos antiguos el valor físico, indispensable a la existencia de la patria, hogar de toda la vida, era una virtud de primera categoría, era la virtud por antonomasia, heroísmo significaba valor excepcional. ¿Pero excepcional en intensidad solamente? No; hay en la palabra heroísmo, desde muy antiguo, una nota añadida al valor. Esa nota es el desinterés. Heroísmo es el valor inegoísta, abnegado; el valor por el que se realizan hazañas en beneficio de los demás. Los trabajos de Hércules, la muerte de Codro, el homicidio político perpetrado con Harmodios y Aristogitón, según lo viera luego la fantasía popular, son tipos de actos heroicos.

El heroísmo, pues, es la dedicación de la vida a una cosa que está fuera de vida propia; es la entrega de la existencia por algo que no implica la existencia propia. El heroísmo es la contradicción fulgurante del egoísmo.

¿No veis cómo el trabajo por la cultura es esencialmente heroico, entendido lo heroico en la amplia acepción que acabamos de darle y que no contradice el significado histórico de la palabra, sino quw toma lo esencial y, por consiguiente, lo general del mismo? Y he de haceros notar que en tal sentido no existe como necesaria la nota de «hazañoso», ni la de «sacrificio inmediato de la vida», sino únicamente la resistencia al dolor, al desprecio del dolor ante el ideal.

El heroismo y el dolor

Sí, ese es el heroísmo: la resistencia al dolor por amor o por deber. Si dirigimos la vista hacia el largo camino sinuoso de la Historia, el heroísmo de los fieles se nos hará patente y aparecerá ostensible también, que los frutos de ese heroísmo han formado la cultura.

Las sensaciones dolorosas de hambre, frío, sed y enfermedad y la emoción de miedo ante los peligros físicos que han hecho al hombre inventar y trabajar, y la misma sensación penosa del trabajo le ha excitado a trabajar para no trabajar, acumulando máquinas y utensilios y domesticando animales. Es el dolor físico, aviso de necesidades insatisfechas, que crea la civilización.

La cultura, en cambio, no ha tenido el dolor como estímulo, pero sí como ambiente, como consecuencia de la lucha entre el espíritu, que la engendra, y la fuerza, que lo repele. El suelo de la cultura está formado por ideas filosóficas y políticas, paridas en el sufrimiento y propagadas con fatigoso esfuerzo; por instituciones y leyes progresivas –más justas que las anteriores– que han costado miriadas de existencias; por estudios científicos, realizados ante el peligro o el desprecio; por descubrimientos geográficos, logrados, como favores de dioses crueles, merced a penosísimos trabajos y a lamentables sacrificios; por los papiros y pergaminos aniquilados en bárbaros incendios y por los libros escritos en largas vigilias ayunas; por los cánones de maravillosas obras de arte, que genios atormentados crearan y estúpidos endiosados destruyeran; por ardidos heroísmos bélicos (Maratón, Salamina, Platea, las Termópilas); por el sereno heroísmo de preferir la muerte a traicionar la idea de Sócrates y todos los mártires de la Filosofía, de San Pablo y todos los mártires de la Religión y de los modernos mártires de la ciencia médica, verdaderos mártires, esto es, conscientes de su martirio; que no es mártir quien sufre un accidente inesperado, sino quien acepta el sacrificio, pudiendo eludirlo. ¿Y en qué consiste la educación, la cultura obrando en nosotros sino en series de hábitos que nos ha costado trabajo y disgusto imponernos, en abstenciones melancólicas de actos que nos agradaría ejecutar, en enérgicas decisiones de inhibición contra formidables impulsos, en obsequiosas abnegaciones de cada instante en favor de los demás, en el austero cumplimiento de deberes penosos?

Por intuición intelectual primero, y por conocimiento reflexivo después, el hombre ha sabido, desde la más remota antigüedad, la eficacia educatva del dolor. Ya en el Génesis se le da sentido religioso: perdida la inocencia original, el hombre es condenado al trabajo, a las enfermedades y a la muerte. Y esplende el dolor con caracteres que despiertan profunda simpatía en el antiquísimo libro de Job, y hay triste ternura de emoción eterna en los libros de José y Ruth, y la tristeza se nimba con todo el arco iris de la poesía lírica en los Salmos de sentencias y consejos de una cultura ya cansada en el Eclesiastés; y hasta en el canto erótico a grito herido del Cantar de los cantares se percibe, entre la miel que mana de la boca de la Sulamita, el amargo perfume del áloe. Y el cristianismo eleva el dolor a la categoría de sacramento, ya que por medio de él puede recibirse la gracia, y hay dolor a raudales en las buenas almas creyentes: dolor por el pecado propio y el pecado ajeno; dolor por los dolores de María y por el martirio de su divino Hijo; dolor por los condenados; dolor ante el espectáculo del valle de lágrimas, que es la vida... Cuando por vez primera retumbó en las naves tenebrosas de un templo románico el canto, gravemente terrible, del Dies irae –¡la ira de Dios sobre los débiles hombros de la pobre criatura humana!– pudo decirse que era esa obra maestra del arte cristiano la bella condensación del infinito dolor de una edad de la Historia. La religión cristiana es la religión del dolor.

¿Y no es verdad, señores, que en este dolor religioso de la religión que todos, todos, llevamos en nosotros como una propiedad nuestra, como una adquisión perdurable del espíritu, como uno de los caracteres más importantes del hombre moderno, y en el dolor intelectual de la duda y en el dolor moral ante la injusticia ajena y ante la imperfección propia se ha forjado y se forja la cultura?

Creemos también que el verdadero heroísmo sólo se da en la lucha por la cultura. El esfuerzo por salvarse de una catástrofe o por conseguir el pan cotidiano no es heroico. Lo heroico es un lujo del espíritu, un juego trágico, una orgullosa rebeldía contra la violencia, un soberbio ¡no importa! lanzado a la cara del Destino. En los actos heroicos se da la máxima voluntariedad humana. El acto heroico es el acto libre por excelencia, y no lo son apenas, sino determinadas por la necesidad, las acciones referentes a la vida ordinaria, a la vida que se desenvuelve en la pauta de la civilización. Así, todos los heroísmos deben ser adscritos a la cultura, incluso el heroísmo militar cuando obedece a altos amores o a principios sinceramente profesados; cuando es verdadero heroísmo y no fiero impulso de ambición, de rapiña, o de venganza.

La cultura, obra moral

De todo lo dicho se infiere que la cultura es la obra ético-estético-dialéctica de la Humanidad, o sea, en definitiva, la obra ética, por la íntima relación que a ésta dicen las otras dos creaciones del espíritu. La cultura puede también ser representada como producto de la buena voluntad –la verdadera potencia moral– puesta al servicio de la tendencia del hombre acusada solamente en algunos hombres –a realizar ideales o a crear arquetipos de perfección en los campos de la Etica, de la Estética, de la Filosofía, de la Política, del Amor.

Si consideramos la cultura en uno de sus más grandes momentos, en su magnífica adolescencia plena, de fuertes rasgos viriles, Apolo, musageta y doríforo, alzándole gentil sobre el suelo de Grecia, cuando Hermes no soñaba en inventar el barco de vapor, ni Hefaistos el fusil de chispa, oiremos sublimes diálogos sobre moral intelectual y ciudadana y sabremos que los sacerdotes de esa religión apolínea se llaman «amantes de la sabiduría», nimbando la sabiduría de ese fuego pasional y trágico con que tantas veces se ha exornado; infundiéndole ese espíeritu de heroísmo, que fulgura en la vida ejemplar, o en la muerte jemplarísima, cuando no en la vida y en la muerte, de los grandes de la cultura.

II
Relaciones entre cultura y civilización

Nuestra distinción precisa entre civilización y cultura no significa que esas formaciones sean independendientes entre sí. No lo es nada en la vida del hombre; no lo es nada, con seguridad, en el Universo. Así como llamamos sensibilidad, inteligencia, &c. a energías que obran conjuntamente y que residen por igual en nosotros; así como distinguimos las cualidades, de las cosas en que se dan y establecemos para cada orden de relaciones entre el mundo y nuestras facultades cognoscitivas una ciencia, es muy lógico que aquí se pongan a un lado las actividades qu dependen directamente de la inteligencia y que tienen por fin propio el dominio de la Naturaleza, en vista de satisfacer necesidades biológicas más o menos complicadas, y que se pongan de otro lado las actividades que dependen directamente del sentimiento, la fantasía y la intuición, y que tienen por objeto satisfacer anhelos de cosas que no dicen relación a la vida física, satisfacer antojos del espíritu. Pero, ¿cómo negar que en la complejísima vida humana la civilización y la cultura accionan y reaccionan entre sí, influyéndose mutuamente e influyendo con esos encuentros y separaciones en la Historia? ¿Cómo discutir que los caminos de hierro, cosa de civilización, ejercen marcada influencia en la difusión de la cultura, y cómo negar que la difusión de la cultura favorece el acrecimiento de la civilización?

No insistimos sobre este punto, porque ha sido mil veces tratado con esta o con otra terminología. El siglo XIX fue propenso a cantar las excelencias culturales de la civilización, hasta el punto de confundir ambas cosas, de tanto querer relacionarlas.

Cultura y humanismo

Si la cultura es lo que hemos dicho y la misión {*} de la escuela es propagar esa religión en las nuevas generaciones, ¿no parece lógico deducir que las disciplinas que digan mayor relación a la cultura deben ser las que con preferencia estudien los maestros? ¿Y cuáles son las disciplinas relacionadas directamente con la cultura, sino esas que se agrupan bajo el nombre tradicional de humanidades.

Sin que pretendamos, y menos en esta ocasión, discutir la idea de última hora de que la cultura occidental, la cultura moderna es distinta de la cultura clásica, no podrá negarse por nadie la certeza de este apotegma histórico: la razón humana, el pensamiento discurriendo libremente y creando la Filosofía, la Ciencia, el Derecho, y, por consiguiente, dando personalidad al individuo, no aparece en la Historia hasta los tiempos clásicos. ¿Cuándo actúa plenamente el hombre como tal hombre sino cuando a su ser social –inseparable realmente de su ser individual– junta el ser político? Y la verdadera polis, conjunto de hombres libres bajo la ley por ellos mismos dictada, no existió sino en el mundo clásico. Diremos, pues, aunque parezca absurdo, que el hombre no es personaje histórico sino a partir de Grecia. Las ágoras, los gimnasios, las escuelas de Filosofía, los talleres en que se modelaban no sólo dioses antropomorfos y héroes militares, sino vencedores en los juegos olímpicos y ciudadanos distinguidos, son los hogares de la cultura, o de una cultura, al menos, que se continúa en la posterior, que es supuesto indispensable y nervio de la cultura presente y que se continuará por todas las posibles culturaes, mientras sea la razón el carácter específico de la Humanidad.

No digáis que en la Edad Media dominaba la fe; pues aunque esto, en primera visión, fuese exacto, la fe estaba racionalizada, sostenida por la Filosofía escolástica y la teología, sistemas construidos con materiales griegos, con ideas de Platón y de Aristóteles.

Y si queremos que se nos haga patente la semejanza entre la gran cultura clásica y la nuestra, leamos la Guerra del Peloponeso, de Tucídides; la Política, la Lógica y la Metafísica, de Aristóteles; los Diálogos del divino Platón,; los versos de Homero, de Safo, de Anacreonte, de Horacio y de Virgilio; los discursos de Demóstenes y Cicerón; las tragedias de Esquilo y de Sófocles; los dramas del moderno Eurípides; los ensayos de Marcial y Tácito; las etopeyas de Plutarco y de Suetonio; contemplemos la Afrodita de Milos y la de Praxiteles; el Apolo, de Belvedere; el admirable Sófocles; el discóbolo de Mirón; la Niobe, tan expresiva, por Scopas; la pasmosa Victoria de Samotracia, perfecta de línea, de movimiento y de expresión, de conjunto insuperable, henchida de fuero divino, magnísifica, avasalladora; {3} los frisos inimitables del sublime Partenón; los maravillosos relieves funerarios de Sicilia; los vasos, las ánforas, las monedas...; asistamos con la imaginación a uno de aquellos banquetes, en los cuales el ingenio culto, la ironía finísima, la gracia espieritual, flotando por entre las gracias de todas las artes, se condensaba en frases que hoy estimaríamos felisísimas. Y no olvidemos, en otros aspectos, que los pitagóricos, integradores del concepto de sustancia con la idea de forma, conocen la figura y el doble movimiento de la Tierra de Occidente a Oriente, y fundan la matemática y la acústica, de las que averiguan múltiples verdades; que Empédocles enseña la existencia de «una fuerza tangencial, producida por la rotación, que obra en sentido contrario a la gravedad»; que Jenófanes demuestra que la superficie del Globo ha estado cubierta de agua; que Demócrito –y también Almaion de Crotona– diseca animales y verifica descubrimientos fisiológicos, y cree que la Vía Láctea está formada de estrellas y que las manchas de la Luna son producidas por sus montañas: que Aristóteles emplea el análisis y la inducción empírica en ocasiones –aunque abusa en otras de la deducción–, y construye, como es sabido, los cimientos de todas las ciencias; que el viejo Anaximandro establece un monismo cósmico, rigurosamente racional, y formula expresamente el transformismo veinticinco siglos antes que lo hiciera Darwin; que en la doctrina de Epicuro, padre del sensualismo y del positivismo, se ha reconocido el germen de la ley de conservación de la energía, en que se funda el atrevido edificio de la física moderna; que Empédocles se adelanta a Schopenhauer, por un lado, y a los místicos y a los espiritistas, por otro, como Demócrito a los químicos del siglo XIX, y Heráclito a los evolucionistas que no prescinden de una razón teleológica, {4} y Parménides {5} a Spinoza, y Protágoras a los pragmatistas; que todos estos grandes pensadores, así como Aristarco, Arquímedes, Hipócrates, Euclides, Hiparco y cien más son formidables hombres de ciencia; que casi todos los inventos modernos fueron presentidos por ellos, o por sus hermanos en genio, los poetas; {6} que Platón y Aristóteles, colosos no superados todavía, han nutrido tres edades de la Historia con la sustancia de su espíritu; recordemos que la educación de la juventud ateniense es el desideratum de nuestras aspiraciones pedagógicas; que las danzas y juegos clásicos han revivido; que las palabras del léxico griego se han convertido en nuestras voces cultas y en nuestras denominaciones técnicas; que los trajes de aquellos períodos constituyen el modelo, que no nos atrevemos a copiar, de la elegancia indumentaria; que su Derecho, y sobre todo el Derecho romano, está en gran parte vigente en casi todo el mundo; que su escultura, sentida por nosotros, digan lo que quieran egregios corifeos de un arbitrario snobismo, no es el arquetipo de nuestra escultura..., porque esta ha desesperado de poder realizarlo. Nuestros escultores no iban a conformarse con imitar servilmente las obras clásicas. Pero ¿cuánto darían por lograr, con los modelos modernos, la perfección de forma y expresión, la intensidad de las calidades artísticas, la firmeza, el dominio, el no sobrar ni faltar nada de la escultura griega! Que lo digan ellos, si quieren ser sinceros en público como lo son en privado. {7} Proclamemos, en fin, que llevamos en la médula de nuestra alma el espíritu clásico; que ni uno solo de nuestro sentimientos, ni la compasión cristiana, ni la beneficencia oculta, ni la confraternidad universal por encima de las fronteras nacionales, fue ajeno a aquellos hombres; que si de algún modo nos oponemos a ellos, es con la oposición de los hijos a los padres, reacción de lo semejante contra lo semejante, como la repulsa de las electricidades de igual nombre.

Y no es que yo diga que seamos, como raza, iguales a los griegos, ni aun siquiera a los romanos, cuya sangre está mezcladísima en los llamados pueblos neolatinos, no existiendo ni rastro de ella en los germanos y sajones. No nos referismos a la raza (naturaleza) sino a la cultura (espíritu).

¿A qué buscar más pruebas para esto, teniendo la prueba formidable de que el cristianismo –«religión definitiva de la Humanidad», que dijo un gran cristiano adogmático–, es, en su armazón filosófica, hijo de Grecia?

¿Y habrá quien dude (pasando del Intelecto al Poder) que la Iglesia Católica, en cuyo seno o en cuyas proximidades vive la mayor parte de la Humanidad culta, es la heredera espiritual, la continuación posible –la única continuación posible– del Imperio romano?

Finalmente, la revolución política de fines del siglo XVIII, cuyo ideario informa las constituciones de casi todos los pueblos, fue, como es sabido, una consecuencia rigurosa del Renacimiento.

¿Qué importa, frente a todo eso, que los pensadores griegos tuvieran ante el problema del conocimiento una posición totalmente distinta de la nuestra, siendo para ellos lo chocante no el que se piense lo verdadero, sino que pueda existir el error?

Por lo mismo que esas posiciones son como el anverso y el reverso, no implican diferencias fundamentales. Se refiere, además, esa posición a conceptos abstractos, cuya génesis puede buscarse, con toda seguridad, en los diferentes orígenes de la filosofía clásica y de la filosofía moderna: origen religioso (creencias positivas, optimismo intelectual) en la primera, y origen crítico, desconfiado, en la filosofia moderna, a partir de Descartes y Bacon, contra la servidumbre teológica de la Filosofía.

Diferencias más profundas, mucho más profundas entre ambas culturas implicaría la oposición en arte, en moral, en gestos ante la vida cotidiana, en actitudes personales ante hechos extraordinarios, en el sentido y en el tono de las diversas actividades anímicas. Si a nosotros –es decir, a los hombres pensantes y sentientes de hoy– nos pareciera extraño el arte de los griegos; si no comprendiéramos su filosofía, si juzgáramos bárbaros sus actos heroicos, si creyéramos ridículos a sus hombres célebres, si estimáramos despreciable su pedagogía, estrafalarios sus trajes, inadmisibles sus deportes, estúpidos sus mitos, prosaicas sus leyendas, inexpresiva su oratoria, insoportable su literatura; {8} si no admirásemos sus virtudes y el ingenio y la justeza de sus frases, espléndidamemnte grabadas en nuesra memoria; si el poder de Roma y la actuación de su poderío no nos causara pasmo..., bien que se proclamara que nada tenía que ver la cultura grecorromana con la cultura nuestra.

Puede concederse, aunque con importantes salvedades, que nos sean extrañas las antiguas culturas del Oriente. {9} Pero que nos lo sea la gran cultura clásica, nos parece, con permiso de la gran autoridad de algunos escritores que tal afirman, insostenible con argumentos. Más fácil sería demostrar que al renacer de aquella cultura fecundísima –renacer en parte, pues no había muerto del todo, por el cristianismo, la Iglesia católica, la legislación medieval y los conatos de Imperio– sucedió lo que era natural que sucediese, el desarrollo del ser renacido, o, de otro modo, que sigue el Renacimiento.

Y si no sigue, si ese ser esta muriendo, si desde 1900 está agonizando la cultura occidental, es que se ha consumado –y en esto acertará Spengler lo que nos tocaba que hacer en la obra humana. La cultura occidental será clásica, o no será. Porque con una cultura no se hace otra. Nacer de una cultura otra distinta, sin solución de continuidad, siendo autores de la nueva los mismos pueblos que nacieron en la anterior, es como si un hombre se hiciera otro hombre. Cuando una cultura muere hay un cadáver: el del pueblo o conjunto de pueblos de quien ella era alma.

El verdadero clasicismo

Supongo que habréis comprendido que empleo la voz humanismo en su verdadero significado de «sistema de lo humano»: dignificación del hombre por la libertad política, y su secuencia, la libertad de pensamiento, {10} racionalizándose así la vida y el saber; sumisión a la Naturaleza y fe en el espíritu; confraternidad de los ciudadanos ante la ciudad y de los amantes del saber ante la sabiduría, como resultado lógico y como efecto educativo de la sabiduría en los sabios y de la ciudadanía en los ciudadanos; tendencia a que la razón lo gobierna todo, desde la sociedad hasta la conducta privada, armándola de fuerte poder en el Estado y de intangibles derechos en el individuo; o, de otro modo, que el pensamiento trate de explicarse libre y honradamente el Universo y el hombre; que las ciencias sean eficaces para el efectivo progreso de la Humanidad; seguir en todo a la Naturaleza, en la que se incluye la naturaleza del alma; disposición ordenada de los elementos lógicos de la cultura, de las ideas científicas y de los sentimientos superiores; el «nada en demasía», en el estilo general del arte y de la vida, y, en el sistema de valoraciones, el máximo aprecio a la belleza física de la línea y la armonía, a la belleza intelectual del saber pensar y a la belleza moral del valor heroico y sereno.

Pero no es ley de perfección la copia servil, que adormece la fuerza original, creadora, del espíritu; y el concepto de lo clásico puede, sin desvirtuarse, ser muy amplio. Todo cuanto no vaya contra la Naturaleza –leyes y formas– o contra la razón, puede ser clásico. Hasta lo romántico, que parece contradictorio de lo clásico, ¿no será en su mejor parte, el resultado de una evolución de elementos clásicos? ¿No se percibe el palpitar del espíritu romántico en mitos y leyendas de la antigüedad? La rebeldía contra los dioses, que culmina en Prometeo, favoreciendo a los míseros mortales; cierto pesimismo y mucha suave tristeza que, a despecho de la «alegría clásica», salpica gran parte de las producciones literarias de aquel periodo; el propio Destino, misterioso e inexorable, «superior a los dioses y a los hombres», que palpita en la poesía épica y en la dramática; los amores desgraciados de Menelao, de Hero y Leandro, de Safo; la figura doliente de Dido en la plaza desierta, ante la nave fugitiva de Eneas... {11}

Hay pasajes en las letras clásicas en los que parece fundirse con su espíritu el espíritu romántico en una cristalización diamantina, perfecta y eterna. ¿Recordáis el final de El Banquete, cuando a la fría e indecisa luz del amanecer, Sócrates, lúcido y sereno, se envuelve en su manto y sale tranquilamente de la estancia, en donde los demás comensales duermen, embriagados de vino y de palabras? ¿Y el introito melancólico y viril de Theaitetos? ¿Y el final de la Iliada? ¿Y los incidentes del reconocimiento de Odiseo a la vuelta de su larga y accidentada ausencia y la melancolía que mana dulcemente de aquella feliz quietud en que el poeta deja al héroe, como si lo abandonase en una tumba blanda, abierta a la luz, velada, y al aire, apenas tibio, de un trsite atardecer de otoño?

El peligro de la hora presente

Hay que nutrir a nuestras juventudes y, por consiguiente, a los mentores de la juventud y de la niñez con la fecunda cultura clásica, no sólo como natural exigencia de nuestra filiación en ese orden de la vida, que es casi toda la vida, fuera de la subsistencia material, sino también como tonificante de los espíritus y como delicia, como lazo, para que esas juventudes, al llegar a la edad viril, no deserten de su deber histórico en esta época angustiosa en que parece peligrar la cultura clásica, es decir, la única cultura posible entre nosotros. Tal vez América del Norte sea cuna propicia de otra nueva cultura; tal vez se esté formando en el seno de «la civilización occidental», allí agigantada, próspera y jocunda.

Y como esta supercivilización norteamericana ejerce poderoso atractivo sobre muchos débiles espíritus europeos, insapientes de que Europa está marcada de por vida con el sello clásico, quizá ese atractivo sea una de las causas principales de las perturbaciones que se observan en la brújula espiritual de nuestras greyes cultas.

El peligro máximo no es la desorientación de la grey, que, como tal, se halla a merced de todo, menos de sí misma. El peligro es que los egregios se dediquen, por egoísmo, por debilidad, por ligereza, por lo que fuere, a justificar esas variaciones y a acentuarlas, poniéndose a la cabeza de la nueva heterodoxia cultural. La disolución de la vieja cultura europea no tendría entonces remedio, salvo alguna circunstancia poderosa que ofreciera con claridad hiriente una lección definitiva.

En evitación de tal peligro, creemos que debiera propugnarse la educación humanista en nuestros Institutos y la preparación en el mismo sentido de los maestros nacionales, en vista de su misión elevadísima, de máxima importancia para la finalidad de la cultura, que es el progreso del hombre.

Los estudios de los maestros

Sí, señores: humanidades, por la razón lógica que hemos apuntado y porque en la realidad se ve claramente que las humanidades son las disciplinas específicas de la cultura. Hay materias –aparte de sus elementos concisos, que la cultura general reclama– las cuales proporcionan un saber especial, aislado de la vida, aunque a lo más ostensible de la vida se apliquen; y hay otras materias cuyo objeto es el hombre mismo, la vida del hombre en todos sus aspectos, incluso en el aspecto del conocer y en el de la valorización de lo conocido. ¿Y cómo negar, señores, que estas disciplinas son las que más elevan al hombre en cuanto tal? Es un secreto a voces entre las personas capacitadas para pensar estos problemas que las humanidades son los elementos básicos de la cultura. Los demás estudios desarrollan las facultades cognoscitivas y son indispensables para la civilización, para la existencia de la Humnanidad actual y de la Humanidad futura; pero es innegable que se hallan al margen de las palpitaciones del espíritu. ¿Cómo negar que el estudio de esas palpitaciones y de la sustancia palpitante y de sus modos de ser y obrar, que el conocimiento del hombre y de las creaciones del hombre como tal hombre íntegro, y no como inteligencia solamente, ha de ser el que llene la individualidad de personalidad? Humanidades, sí: estudio inteligente de las lenguas sabias, atendiendo más que a la gramática tradicional, a la semántica y a la literatura; historia de la civilización y de sus pueblos próceres e historia de las bellas artes; lógica formal, y, sobre todo, teoría del conocimiento; ética, estética, psicología amplia y honda, especializada, como base que es de la doctrina de la educación; elementos sobrios, pero firmes de biología humana, con el antecedente de un compendio de biología general; las teorías más importantes de derecho económico, político y penal, y, desde luego, elementos de relativa amplitud y perfecta solidez de la gran ciencia matemática pura, hermana de la filosofía, y elementos más reducidos –ya que es imposible abarcarlo todo– de la matemática aplicada. Tal es, a nuestro juicio, el cuadro de los estudios del Magisterio, sin nombrar la pedagogía general y la metodología, seria y minuciosamente estudiadas, con amplias nociones de higiene escolar y de legislación de primera enseñanza.

El por qué de tanto estudio

¿Es mucho? Nosotros creemos que es necesario por más de una razón y conveniente en más de un aspecto. Como la demostración de esta necesidad y de esta conveniencia constituiría un libro, expondremos, a modo de ejemplos y como sugerencia a vuestro ilustrado criterio, algunos motivos de carácter práctico.

¿No estamos de acuerdo –creo que todos– en que la explicación de la lectura, y la definición de palabras nuevas para el niño es labor inexcusable en la escuela? Yo, perticularmente, creo más: creo que gran parte de la enseñanza de una escuela es enseñanza de lenguaje.

Creo también en la virtualidad de la poesía, en el valor educativo de la poesía. Creo, por ello y para que a los niños les sean familiares los nombres de nuestros grandes poetas, que debe haber en cada escuela no una sola, varias antologías. Pues bien: para la explicación, aunque estricta, de estas lecturas se necesita un saber nada despreciable. ¿recordais el Himno a la batalla de Lepanto, de Herrera? Conozco muchos licenciados y doctores que no sabrían explicar bien a los niños todas las alusiones históricas y geográficas y todos los términos de la composición. ¿Qué facultativos no harían mal papel en este caso? Indudablemente, los de Filosofía y Letras. Me diréis que los maestros actuales explican esa composición y otras cosas, tan nutridas de ideas y de mayor dificultad intelectiva.Y ello es cierto. Pero fijaos bien: ¿no es lamentable que, siendo esto así, es decir, poseyendo, en general, los maestros españoles mayor cultura que la que podría presumirse por los estudios oficiales de la carrera, no pueda, sin embargo, tener valor oficial esa cultura, ni aun siquiera, en muchos casos, pública confirmación, a causa de lo exiguo y elemental de los estudios oficiales?

Pero hay también que preparar al maestro de tal manera, que no exista ni la más leve sombra de pretexto para mediatizarlo, para tenerlo como alumno perpetuo; porque la primera condición para la eficacia de su labor es la independencia dentro de la escuela, tan completa como la del catedrático en su cátedra, y la segunda condición es su prestigio profesional en la sociedad, esto es, en las casas de sus alumnos.

¿Habrá que razonar esto? ¿Habrá que decir que la labor del maestro, si ha de ser eficaz, tiene que contar con la sugestión, con el prestigio? Sabéis que la voz prestigio no es de linaje esclarecido. Prestigio, etimológicamente, es engaño, impostura. Se ha purificado su sentido de tal modo, que hoy significa buena, excelente reputación. Pero ¿no hay en toda excelente reputación, en todo prestigio, algo de sugestión, de posibilidad de engañar? Lo que una persona de verdadero prestigio nos dice es para nosotros, si de hechos se trata, artículo de fe; si de opiniones o creencias, tentación apenas resistible de adherirnos a ellas. ¿No es así? ¿Y no sentís vosotros, maestros excelentes, llenos de doctrina y henchidos de sabiduría profesional, no sentís vosotros la necesidad de que todos vuestros compañeros tengan ese prestigio ante sus discípulos, no para engañarlos, claro está, sino para que sean creídas firmemente, con entusiasta admiración, con adhesión cordial, todas sus palabras? ¿Y adónde va a parar ese prestigio, si los discípulos notan en la escuela, o conocen por sus familias que los maestros no somos sino simples encargados de realizar los planes de otros señores, «que saben más y que tienen mayor autoridad», y no con saber de sabios especializados, no con la autoridad de los poderes civiles de que todos dependemos, sino sabios del saber de lo nuestro y de autoridades con poder inmediato y vigilante sobre nuestra actuación profesional?

Hay, por otra parte, que tener en cuenta que para enseñar bien, y en la escuela hay que enseñar bien, y no tan poco como la gente cree, tiene que tener lo enseñado en la mente de quien lo enseña lo que puede llamarse presión de ideas; es decir, una cantidad de saber muy superior a la cantidad que va a enseñarse. Quien sabe poco, no enseña bien ni ese poco.

¿Por qué esto? Porque cualquier idea tiene un número infinito de relaciones. Una idea no es tal idea, sino cuando ha caído sobre la simple representación, que es su germen, la proyección de otras muchas ideas. ¿Qué son las llamadas notas, sino «afijos lógicos», extractos de ideas previas, combinados con la «raíz» de la nueva idea, para formar la idea completa? Para que tengamos idea completa de cosa tan simple como la nieve, por ejemplo, tiene que haber en aquella estos actos juicios implícitos, o sea las notas que resultan de estos juicios: es blanca, es fría, cae de las nubes; de tal clase de nubes, que se forman en tales condiciones; cae en copos; cae lentamente, por ser más ligera que el agua, por tener mucho aire interpuesto; no se disuelve sino a tal temperatura; si tarda en disolverse, las capas inferiores, por la presión de las superiores, pierden algún aire y se convierten en hielo, que es menos pesado que el agua líquida; a cierta altura, según la latitud, la nieve no se liquida(sic) jamás (nieves perpetuas). Es indudable que quien ignore alguna de estas notas, quien no incluya en su concepto de la nieva estos juicios analíticos, no puede dar una lección sobre ella como el que los posee todos, aunque no tenga que exponer alguno. Hay que conocerlos todos, para saber callarlos, para aludir certeramente a su ausencia, formando en el alma de los alumnos, con la conciencia refleja de lo que les enseña, la noción negativa de lo que se les indica desde lejos, es decir, estableciendo los límites entre lo sabido y lo ignorado, que así, en cierto modo, se sabe, se sabe no sabido. Actúa además ese conocimiento excedente de un modo difícil de explicar. ¿Es iluminación? ¿Es el juicio de la sencillez y facilidad relativa de lo que se ha de enseñar, con respecto a lo que se sabe, que hace ligero el trabajo? Ambas cosas, seguramente. El hecho es, por todas estas razones, y aun tal vez por alguna otra que no se nos alcanza, que mientras más y mejor se conoce una materia, con tanta mayor perfección se comunica algo de ella.

La escuela y la instrucción

Se dice hoy por algunos que el maestro no debe cuidarse de la instrucción de los niños. ¿De qué, entonces, debe cuidarse el maestro? ¿De la formación moral?

La labor altísima que tiene la escuela en la formación ética de los niños, labor mejorativa de las normas de la moral usual, se cumple por la disciplina racional y equitativa, por el ejemplo de la conducta escolar del maestro –y digo conducta escolar, porque es la que los niños aperciben de continuo– por advertencias y reprensiones, por la discreta intervención en los juegos escolares... Es labor que no tiene ni puede tener lugar señalado en la distribución del tiempo; no consume apenas tiempo apreciable, aunque debe extenderse por todo él, como las radiaciones de luz y calor, que no ocupan espacio, aunque lo llenan todo. Pero el trabajo escolar, el trabajo de casi cinco horas diarias, ¿en qué debe emplearse, sino en la instrucción del niño?

Reacción

¡Intelectualista! ¡Verbalista!, diréis. Pues sí, intelectualista y verbalista, sí,

Doy por bien venida la guerra al antiguo verbalismo, no en cuanto verbalismo, sino en cuanto defectuoso, insustancial, formulista, seco, frío, vacío. Pero es hora de superar esa reacción, aprovechando su parte utilizable, y volver luego a... a lo eterno, purificado, mejorado por la crítica.

El verbalismo

¡El verbalismo! Pero ¿qué es el verbalismo? ¿Qué sería el verbalismo ideal? Sería el Universo, y hasta lo Absoluto hecho luz en la mente del hombre y hecho fuerza eficaz en la palabra del hombre.

¡La palabra! No olvidemos que en el principio fue el verbo; fue el verbo como previa representación del mundo, y fue luego el mundo por la fuerza de ese verbo. Hablar, en Dios, es crear. Y es realmente crear también en el hombre. El hombre crea pensando, esto es, hablando, puesto que el pensamiento es el verbo interior.

¿Qué consecuencias no han tenido las palabras que formulan los teoremas matemáticos, las leyes químicas, físicas, biológicas y jurídicas?

La obra más grande que se ha cumplido en el mundo la realizó Cristo. ¿Y qué hizo Cristo? Hablar. Su muerte no fue sino la revalidación de sus palabras. Otro sublime revolucionario fue Sócrates. ¿Y qué era Sócrates sino un hablador, un hablador genial y heroico, pero un hablador desaforado, un hombre que no hizo en su vida sino hablar y hacer hablar?

Palabras, sí, muchas palabras en la escuela; palabras para comunicar, como se comunica el fuego, altos entusiasmos, delicados sentimientos, amores ideales; palabras para aconsejar y para corregir; palabras para iluminar la enseñanza objetiva; palabras para explicar las lecturas; palabras para hacer entender las fórmulas, las clasificaciones... y las definiciones; las definiciones, que son necesarias, absolutamente indispensables cuando se enseña algo seriamente, como seriamente debe hacerse todo en la escuela... Palabras, sí; ¡palabras, palabras, palabras!; ¡luz, luz, luz, luz!.

La Escuela Moderna,
julio 1927, nº 430, páginas 289-303
agosto 1927, nº 431, páginas 338-344
septiembre 1927, nº 432, páginas 385-392


{1} Conferencia leída en el Cursillo de estudios pedagógicos organizado por la Asociación de Maestros de Madrid en abril de este año.

{2} ¿No podrían llamarse así la audición y la visión a distancia?

{*} En la otra edición esta palabra es sustituida por «obra»

{3} No he visto sino la reproducción que honra nuestro Museo de ellas, y creo ahincadamente que si de toda la ntigüedad clásica no quedara sino esta obra, la antigüedad clásica se impondría abrumadoramente a nuestra alma como un alma fraterna, pero inmensamente superior, como la proyección agigantada de nuestro espíritu. Añádase a esta obra las que constelaban el Acrópolis de Atenas, y la Iliada, los Diálogos..., y sis somos sensible y sinceros, si somos hombres honrados y no muñecos de modisto, nos será forzoso caer de rodillas y cantar con máximo fervor la letanía inacabable de todos los adjetivos encomiásticos en honor del Pueblo-Genio.

{4} Heráclito, el del eterno flujo y refljo cósmico, el constante cambio de todas las cosas, el continuo devenir, no cree, sin embargo, que puede existir movimiento sin algo que se mueva. Este sustrato es el logos, fuego inteligente, que es lo que se mueve y, sustancialmente, lo movido. El cambio no es un fin en sí, sino un medio ordenador. Hay, pues, una causa final. En cuantro a sus ideas sobre el mundo físico, baste decir que son las ideas de hoy.

{5} Para este gran pensador, «primero que concibe sin alusiones mitológicas la unidad, inmutabilidad y espiritualidad impersonal del ser» (Alois Fischer) columbrada por Jenófanes, lo eterno carece de temporalidad; es el no-tiempo, única idea racional que de lo eterno puede, a nuestro juicio formarse.

{6} Esquilo dice que el hombre «inventará un fuego más potente que el rayo y un estampido que asordará al trueno y hará volar hechas astillas la lanza de Poseidón» (Prometeo encadenado.)

{7} Un joven escultor de nota, de nuestros escasísimos buenos escultores, me decía, hablándome de las obras griegas vistas por él en Italia: ¡Qué maravilla, qué pasmo! Me acordé de la fuerza con que usted sostiene que eso de la frialdad del arte clásico es una estupidez. ¡Qué expresión, qué vida, qué belleza! ¡Y qué arte, qué arte! ¿Qué vamos a hacer después de aquello? Tirar los cinceles sería lo más honrado. ¿Qué tendrían aquellos hombres? Y yo, sibilíticamenmte, le apunté: ¡Virilidad! –Sin embargo se dice que eran frívolos.– Podían serlo; podían ser eso y todo, porque eran, ante todo, hombres. La frivolidad para ser fecunda, necesita categoría masculina. Y siendo así, la frivolidad produce maravillas. Grecia fue frívola, y, sin embargo, lo hizo todo, lo pensó, al menos.

{8} He visto llorar a una mujer mientras leía la despedida de Héctor y Andrómaca, en La Iliada, y he visto llorar a otra con la Apología de Sócrates. Ni una noi otra estaban envenenadas de literatura ni bien informadas siquiera acerca de la Grecia heorica ni de la Grecia sabia.

{9} La salvedad principal consiste en que las culturas orientales, como todas, son creaciones de los hombres, y los hombres se parecen entre sí lo suficiente para que la denominación «especie humana» sea algo más que un nombre. Hay que exceptuar de este Oriente la India y el Irán.

{10} Así fue, históricamente, sin duda, aunque en el orden lógico es primero la libertad de pensamiento.

{11} Harto comprenderá el lector que he citado al trazar estos párrafos lo que he recordado, mientras escribía, sin hacer ningún especial estudio. Lo consigno en descargo de la escasez de citas; pues sin una escrupulosa revisión, no me he atrevido a citar otros varios pasajes, por temor a atribuir carácter romántico a lo que en modo alguno pudiera tenerlo.

<<< >>>

La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 306-331