Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Un juicio {1}
La Escuela Moderna, nº 441, junio 1928, páginas 262-270
Nuevos Horizontes, páginas 118-132

 

Querido amigo y dilectísimo discípulo: He leído con fruición y orgullo tu «Memoria de maestro pensionado». Mi entendimiento y mi sentir eran, mientras leía, fuertemente atraídos por las ideas y las emociones patentes en tu escrito, y deseaba, además, continuar la lectura como se desea proseguir el cumplimiento de un deber grato, de una buena acción. Elevar nuestra mente, cambiar o depurar ideas, o notar el surgimiento de otras nuevas, ejercitar sentimientos altruístas, robustecer propósitos elevados, ¿no es, acaso, realizar una de las mejores y más prolíficas obras? Una buena lectura es una buena acción, y empleo la palabra acción no sólo en su sentido amplio de verificación o actualización consciente de cualquier energía anímica, sino en el más restringido de actividad práctica tendiente a mejorar la vida. ¿No nos hace mejores la buena lectura? ¿Y no pueden esperarse, en general, mejores cosas de un hombre buen leyente que de quien no se cuida de los libros? No olvidemos tampoco que la actividad práctica más utilitaria –una operación mercantil– parte de las actividades internas del sujeto y en ellas termina, en forma de reconocimiento y recuerdo de lo hecho y de apercepción intelectual y sensitiva de sus consecuencias. Y pues la actividad interna, al ser registrada en la consciencia, ha de serlo en forma lógica –de logos, cuenta, razón, palabra–, y puesto que pensar es hablar por dentro, también puede afirmarse de las antecreaciones humanas lo que San Juan dice de la antecreación: «En el principio ya era el verbo». Y más aún: así como en la creación divina el pensarla fue crearla, en el hombre el hablar es la acción primera y la más intensa –la más intensa, sí– de las acciones. Pensar es el extracto del hacer. Quizá por esto la paradoja viva de que las personas de rico pensamiento sean débiles en la acción. Es que ya, con pensar, actuaron. Y actuaron prácticamente y eficazmente si vertieron hacia afuera su pensamiento, si hablaron. ¡La palabra! ¿Habrá acción más formidable? La obra más colosal realizada en el mundo, principio de numerosas series inacabables de acciones prolíficas, la realizó Cristo. ¿Y qué hizo Cristo? Hablar. Su muerte fue lo que son todas las acciones con relación al pensamiento: la ejemplarización de sus palabras. Los mayores propulsores del progreso de la Humanidad han sido hombres de tanta palabra, hablada o escrita, y de tan escasa actividad externa, como Sócrates, el genial y sublime hablador desaforado, y Platón, Aristóteles, Zenón, Santo Tomás, Newton, Kant..., y los Homeros, Esquilos y Dantes, y también los Fidias, Praxíteles, Zeuxis y Palestrinas; que trazar planos, esculpir estatuas, pintar figuras y componer músicas no son sino variedades del hablar.

El olvido de estas verdades tan sencillas, tan evidentes y tan elementales o fundamentales da lugar, en los pueblos excesivamente practicistas, a la quiebra de los fines más prácticos de la existencia. La teoría engendra la práctica, que será tanto más viva y eficaz, cuanto más cerca esté de su origen, cuanto más doctrinal o magistral sea.

Libros como tu memoria hacen falta en un pueblo que quiera saber ser práctico. Un pueblo que quiera saber ser práctico a lo primero que tiene que atender es a la cultura pública, a la cultura moral y a la cultura intelectual de sus futuros ciudadanos. Y como está demostrado, sin contradicción posible, que el cimiento indispensable de esa cultura es la escuela primaria, los libros en los que se diluciden perspicuamente aspectos del modo de formar esa cultura primaria en las entrañas de la raza son los libros por excelencia prácticos.

Has hecho bien en prescindir de las célebres «conclusiones», malas si no concluyen, y malas también si concluyen demasiado, si cristalizan los juicios en normas inmutables, a no ser que la cristalización fuera (cosa en un trabajo de esa índole) una ingente cordillera diamantina, un sistema filosófico.

He ido señalando al margen los párrafos que me parecían más notables, y me encuentro, al releer la memoria, que están casi todos señalados.

Me complace mucho que se hayan templado durante tu excursión tus recientes entusiasmos por lo nuevo. Ese cambio demuestra perspicacia, plasticidad mental y madurez crítica, cualidades, a mi juicio, más valiosas que el entusiasmo irreflexivo. «No alas, pies de plomo» se requiere en las labores del pensamiento. Y es ya ocasión de que se vaya acortando la amplitud de las oscilaciones del espíritu entre lo tradicional y lo revolucionario, que, a lo mejor, no es nuevo sino en la apariencia. {2}

Las acciones y reacciones exageradas, que a otros entusiasman, pues creen ver en ellas la vida, a mi me entristecen, pues creo ver en ellas la fuga de la verdad y la justicia, el predominio de la pasión en el campo de la lógica, un angustioso ir y venir de canes atolondrados por el camino que podría andarse de una vez, serena e irrevocablemente, como discurre por su cauce el poderoso caudal de un gran río. ¿Y no es una vergüenza que haya modas, y más tiránicas, mucho más que las de indumentaria femenina, en literatura, en arte, en pedagogía? Porque algunas ventoleras inopinadas no pueden achacarse a revolución contra lo caduco, ni a reacción sobre inmediatas acciones de una doctrina nueva: sólo a snobismo y a xenofilia, tal vez combinados con el tedio por lo circundante, o con la vanidad, en ese aspecto hierofántico y criptológico a que propenden todas las técnicas. «El tecnicismo es, a veces, un argot, un arma de defensa contra el medio (yo diría de superación artificiosa del medio), una máscara para ocultar el pensamiento científico al profano (o a los compañeros no iniciados en la novedad), y hacerlo misterioso, dándole tegumento protector.» (Véase a Nicéforo en Revue Philosophique, 15 de junio de 1909) {3}

La facilidad para la injusticia y la mentira, aunque sea por precipitación, por ignorancia o por debilidad de pensamiento, causas del gregarismo intelectual, en el que se nutre la Moda, es un mal tremendo, de consecuencias funestas, al que hay que combatir con valiente austeridad, con heroísmo.

Para incorporar a lo existente nuevas ideas de perfeccionamiento o de rectificación no hace falta –es una banal y cómoda disculpa afirmar lo contrario– destruir lo que existe, que en el hecho de haber venido ya tiene su razón.

Cuando aquí, en España, no se había constituido bien la escuela intelectualista; cuando el racionalismo en la enseñanza (explicarlo todo, dar razón de todo, «que nada pasara a la memoria sin haber sido comprendido por la inteligencia») apenas había podido dar frutos, por la razón sencillísima de que apenas se había implantado, vienen combatiéndolo unas tendencias; vienen otras, si no a combatirlo, a cambiar sus bases tradicionales; otras, a restarle tiempo, cuando habría que dárselo mayor del que la escuela puede ofrecer...

Y dejemos ya esto, que por sí solo, suficientemente desarrollado, debería constituir un libro; dejemos esto por ahora.

Es certera, con el sello de la «difícil facilidad», de la sencillez profunda, de la reconditez de lo evidente –pues no hay cosa vista mientras no haya ojos que sepan mirar–, esta observación: «No es lo suyo lo que más apetece del niño cuando escucha el lenguaje de los hombres, sinceramente serio. No gusta del infantilismo..., y como su anhelo está en la plenitud, le será más grato lo que proceda de ahí». Y esto es tal como lo dices, porque «no es lo suyo» lo que la gente cree, porque no hay perfecta seriedad, como se ve en sus juegos, sobre los que puede hacerse esta paradoja: el juego en los niños no es «cosa de juego». Y si se trata de niños, o de muchos niños, al menos, de más de doce años, es necio suponerles muy diferentes a los jóvenes de diez y seis o diez y ocho. A los niños inteligentes de trece años se les puede explicar hasta la «teoría del conocimiento» y despertar en su alma los más elevados sentires impersonales, las virtudes austeras y el valor heroico.

También suscribo esta frase contra los tests: «la magna y grotesca presunción de querer reducir a unos cuantos signos exteriores todas las manifestaciones de la vida anímica del niño».

Y no es que tú ni yo caigamos en la enorme incomprensión de negar el valor del los tests. ¿Cómo vamos a negarlo, si son verdaderos tests las preguntas intercaladas en una explicación, el dictado de problemas, el resumen escrito u oral de lo leído...? Toda la labor del niño en la escuela, ¿no es, aparte su valor instructivo-educativo, una continuada prueba de sus aptitudes? El tests propiamente dicho tiene sobre otras pruebas la ventaja y la desventaja de la rapidez. Proporciona medios para juzgar en dos minutos de las condiciones psíquicas del niño, y por esa misma concentración de la prueba, el error, si lo hay, es de mayor consideración que si aquella estuviese diluida en bastantes sesiones y sobre diversas materias, repetidas; de la misma manera que en un mapa de escala 1/1500000 el error en un centímetro es mucho mayor que el de tres centímetros en otro de 1/10000. Por ello aplaudo esta frase de tu memoria: «No hay opinión sobre el valer y el poder de un niño que merezca más crédito que la formada por el maestro que le ve trabajar y comportarse varios días seguidos.»

He anotado también esta frase, que te coloca para siempre en un punto de serena neutralidad inicial, en una actitud de fija atención al fiel de la balanza crítica: «...el fanatismo de lo nuevo, tan ruin y tan pobre como el fanatismo de lo viejo.»

Y dado mi estilo mental, ¿cómo no ha de satisfacerme este juicio?: «esa gran esclavitud, ese poderoso elemento de mecanización que se llama horario...»

Yo he dado muchas veces clase de lectura (explicada, desde luego) que ha durado más de hora y media, sin cansancio alguno para los niños, por la variedad de temas y el cambio frecuente de la conversación a la lectura y de la aclaración a la pregunta, y viceversa; y también he dado muchas clases (breves o largas, según) a petición de los mismos chicos, y he repetido una misma lección tres y cuatro días seguidos, no mirando jamás otro reloj que la expresión de la cara de los alumnos, para ver cuándo se cansaban. Este es el mejor horario: al observar la distracción imperiosas y general de los niños, consecuencia de la fatiga, suspender la lección.

Para que el maestro note esa fatiga no hace falta sino que no sea ciego y sordo; menos aún, que no carezca de esa sensibilidad cognoscitiva no especializada que pudiéramos llamar circopática: percepción de lo inmediato, sin el intermedio de los sentidos.

Mesurada, y lógica con la actitud que antes señalé, la crítica breve, pero sustanciosa, del «método de la asociación de ideas». «Pudiera ser, afirmas, que el Método Decroly quedara reducido a esta recomendación: conviene que se presenten las ideas todo lo unidas y dependientes que sea posible, así como el Plan Dalton a esta otra: conviene que los niños trabajen, con el solo estímulo de la propia responsabilidad.»

En lo que no estoy conforme, amigo mío es en el desdén que te inspira la escuela muy instructiva.

A este propósito, transcribo las siguientes líneas de una reciente conferencia mía ante los maestros de Madrid: «Las escuelas primarias serán siempre, si han de ser útiles, esto es, adecuadas a la vida culta, escuelas del noble arte de leer, escribir y contar». Sus alumnos, como los de ciertas escuelas que hemos conocido, deberán exponer con lenguaje propio y correcto, y en perfecta concordancia con la pregunta, cuanto se les proponga acerca de un programa, bastante completo, de primera enseñanza; explicar el sentido de cuantas palabras se contienen en los libros de lectura, entre las que deberán estar incluidas algunas antologías de nuestros poetas de todas las épocas; señalar con rapidez y precisión en los mapas las extensiones o los puntos pedidos, con tal de que unas y otros sean de verdadera importancia; redactar correctamente y sin faltas graves de ortografía así cartas, recibos y notas como extractos de lo leído o reseñas de lo hecho o de los presenciado; resolver problemas de aritmética (incluyendo proporciones y raíces y los volúmenes de los cuerpos regulares) en los que se pruebe el conocimiento familiar de estas materias, y problemas sencillos de geometría y de física; todo lo cual es perfectamente compatible con la formación del carácter y la educación por la disciplina, el consejo, el ejemplo propio y el dechado ajeno. Y no sólo es compatible, sino coadyuvante, porque la enseñanza es una cosa formativa y entre ella y lo con motivo de ella, casi, casi... casi lo único formativo.

Y es claro, después de esto, que no puedo estar conforme con que no se corrijan los cuadernos de los niños, hasta el punto de que creo que, para no corregirlos y que ellos se enteren de las correcciones, no deben hacerlos. La corrección ha de ser discreta, poniéndose el maestro en el plano del niño, no enmendando sino lo disparatado, sin pretender cualidades literarias y dejando a cada cual con su estilo y hasta con las limitaciones de lo expuesto; es decir, no añadiendo nada, como no sea esencial, indispensable.

He dejado para lo último –y no es que no tenga más que decir de tu trabajo, del que podría escribirse indefinidamente– el comentario a tu opinión acerca de cómo deben ser los maestros. Dices que «llegaría muy pronto el triunfo con maestros como la directora del Grupo Cervantes (Valencia), capaces de mantener unos juegos florales, de pronunciar un discurso en el Ateneo y leer unos buenos versos en veladas literarias.»

¡Qué duda cabe! Pero... hay muchos maestros que consideran (¡los pobres!) poco menos que nefandas las intervenciones de un compañero en la vida culta, y estiman que esas labores «no son propias de un maestro», por no estar capacitado, según sus estudios oficiales(!!!) para abordar tales empeños; como si no hubiera más cultura que la proporcionada por los centros oficiales, y como si la intensidad de la inteligencia, de la fantasía, de la intuición, del sentimiento, dependieran de la cantidad del saber oficial(!!!).

Habría que decirles a esos compañeros que la modestia es virtud esencialmente personal; que la modestia corporativa –creer a todos los profesionales incapaces de ciertas alturas– no es modestia, sino rebajamiento, espíritu de esclavo, con probables vetas de envidia, si no es esta la gestadora de tan peregrino sentimiento, absurdo por lo demás ya que aguador era Cleanto, esclavo Esopo, mendigo Homero, intitulados Cervantes, Shakespeare, J. J., Rousseau y Pestalozzi (¡casi nadie!) y, bajando la medida y acercando el tiempo, intitulados, también, Mendizábal, García Gutiérrez, José Zorrilla, Salvador Rueda, Burell, Lerroux y Prieto; poco más que intitulados, esto es, maestros, Gabriel y Galán y Marcelino Domingo; no más que veterinarios (carrera corta, hasta ahora), Pasteur y Turró, y oficial de Telégrafos el inventor Balsera. El filósofo Spencer, de enorme cultura, no era, que yo sepa, sino ingeniero inglés del XIX: tres años de estudio oficial.

Sea cada uno en sí y para sí modesto, o no lo sea, defecto que encontrará, como todos, su sanción en las consecuencias naturales que produzca. Ser modestos en nombre de los demás no es modestia: es otra cosa que ahora no podemos describir y de la que tratamos hace años en un artículo titulado: «La Modestia y la Envidia».

Y es indiscutible –yo, al menos, no lo discutiría, por creerlo un postulado moral– que el magisterio español sería otro en la eficacia de su labor propia y, por ello (y hasta en gran parte, con independencia de ello) sería otro del que es en pública consideración y en derechos profesionales de todo orden, desde el técnico al económico, si en España hubiera habido muchos maestros como D. Pedro de Alcántara García, D. Francisco Ballesteros Márquez, D. José Aguilera, D. Jacobo Orellana, D. Manuel María Montes Moya, maestro de párvulos toda su vida y la persona de mayor prestigio intelectual y moral de Jaén, durante muchos años, {4} y si hubiera hoy algunos centenares como Africa Ramírez, Natividad Domínguez, Gerardo Rodríguez García, Angel Llorca, Félix Martí Alpera..., enterados de las cosas escolares y de otras cosas, de las cosas de la cultura propia de toda persona culta.

Y yo digo, y proclamo y sostendría a gritos y de todas las maneras, que, si, además de trabajar en la escuela (lo que la inmensa mayoría, por no decir la totalidad, de los maestros españoles, ha hecho y hace, sin que en ningún orden, y menos todavía en el de la propia conveniencia, haya conseguido resultados apreciables), si además, digo, de trabajar en la escuela, hubiese muchos maestros –mientras más mejor– que fuesen hombres de pensamiento y de palabra o de pluma, no tendrían los compañeros partidarios de la modestia y la humildad que lamentarse de pequeñeces, por desgracia aunque debieran serlo; no lo son, porque «primero es vivir». Y debieran haberse convencido esos compañeros de que no se consigue alterar el escalafón con lamentaciones; ni tampoco –hay que hablar la verdad, claramente–, ni tampoco echando los bofes en la escuela, aunque esto sea heroico y martirológico y sublime.

Te felicito de todo corazón por tu trabajo, en el que patentizas inteligencia ágil y aguda, fina sensibilidad, buen gusto y esa serenidad aristocrática, a que alude la clásica divisa nihil admirari. La cual no quiere decir, a mi juicio –es una interpretación incidente y espontánea, que ha sobrevenido en la luz de este amanecer veraniego–, que no se admire nada –admirar es mirar contemplativa y gozosamente, con el goce que despierta lo perfecto–, sino que no se admire uno de que haya cosas admirables; esto es, mirar lo que se admira con segunda mirada atenta y serena, y no pasmarse, no desintegrarse, no perderse uno en lo admirado; o, de otro modo, hacer consciente la emoción e intelectualizarla, explicándosela; con lo que la emoción y su causa pasan a ser objetos del pensamiento y quedan definidos, registrados, clasificados. Quien hizo esta frase (Horacio) era un perfecto intelectual.

Yo tampoco me admiro de que hayas hecho esa admirable memoria, y espero leer otras obras tuyas de mayor empeño.


{1} Este trabajo es una carta en la cual nuestro ilustre compañero J. Zambrano expone su autorizada opinión acerca del libro Un viaje por las Escuelas de España (Memoria de un pensionista por la Excma. Diputación de Segovia). publicado por el joven y aventajado maestro D. Pablo de Andrés y Cobos. Seguramente nuestros lectores saborearán con agrado las luminosas ideas que con ocasión de la notable Memoria del Sr. Andrés y Cobos explana su maestro el Sr. Zambrano, que bien puede estar satisfecho de la cultura y las orientaciones del «dilectísimo discípulo». (N. de la D.)

{2} «Muchas cosas científicas nuevas no sean más que cosas viejas con otros nombres técnicos». Dr. Domínguez Berrueta, La mentira en los niños. Barcelona.

{3} Dr. Berrueta, Ob. cit.

{4} Fue también diputado a Cortes en las Constituyentes del 69. ¿Por qué no han de ser políticos los maestros? ¿No son, acaso, ciudadanos? ¡Pobreza de alma! ¿a qué conduces?

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  Edición de José Luís Mora
Badajoz 1998, páginas 332-339