Juan Guillermo Draper (1811-1882)
Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1876)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001
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Prólogo del autor

Cualquiera que haya tenido oportunidad de informarse de la condición intelectual de las clases ilustradas en Europa y América, debe haber observado cuán grande y rápido es el abandono de la fe social y religiosa, y que si bien entre los individuos más francos no se oculta esta separación, es, sin embargo, mucho más extensa y peligrosa la que se opera privada y silenciosamente.

Tan vasto y poderoso es este apartamiento, que no podría ser contenido ni por el desdén, ni por el castigo. Ni la fuerza, la burla o el vituperio pueden extinguirlo; y se aproxima con rapidez el tiempo en que ha de producir graves sucesos políticos.

La política del mundo no se inspira ya en el espíritu eclesiástico. El ardor guerrero, como sostén de la fe, ha desaparecido, y sus únicos recuerdos son las marmóreas efigies que sobre las [LXXIV] tumbas de los caballeros cruzados reposan en las silenciosa criptas de las iglesias.

Que una crisis amaga, lo demuestra la actitud de las grandes potencias hacia el Papado; este representa las ideas y las aspiraciones de las dos terceras partes de la población de Europa, inside en aquella supremacía política, conforme con sus pretensiones de una misión y origen divinos, y en la restauración del orden de cosas de la edad Media, declarando en alta voz que no quiere reconciliarse con la civilización moderna.

El antagonismo de que somos testigos, entre la Religión y la Ciencia, es, pues, la continuación de la lucha que tuvo principio cuando el cristianismo comenzó a alcanzar poder político. Una revelación divina no puede sufrir absolutamente contradicción; debe repudiar todo adelanto en su esfera y mirar con desdén los que puedan surgir del desarrollo progresivo de la inteligencia humana. Pero nuestra opinión sobre cada materia está sujeta a la modificación que pueda imponerle el irresistible adelanto de los conocimientos humanos.

¿Podemos exagerar la importancia de un combate, en el que toman parte todas las personas pensadoras, aún a despecho de su voluntad? En [LXXV] asunto tan solemne como la religión, todo hombre, que no se halle ligado por intereses temporales con las instituciones actuales, ansía seriamente encontrar la verdad. Inquiere y se informa, no sólo del asunto que se debate, sino también de la conducta de los combatientes.

La historia de la Ciencia no es un mero registro de descubrimientos aislados. Es la narración del conflicto de dos poderes antagonistas; por una parte, la fuerza expansiva de la inteligencia del hombre; la comprensión engendrada por la fe tradicional y los intereses mundanos, por otra.

Nadie ha tratado hasta hoy esta materia bajo tal punto de vista, y sin embargo, así es como actualmente se nos presenta, y de hecho como la de más importancia entre las cuestiones palpitantes.

Pocos años ha, era aún prudente y político abstenerse de toda alusión a esta controversia y mantenerla alejada del palenque cuanto fuera dable. El reposo de la sociedad depende tanto de la permanencia de sus convicciones religiosas, que nadie podría justificar el perturbarlas innecesariamente. Pero la fe es por naturaleza inmutable, estacionaria; la Ciencia, por naturaleza, progresiva, y alguna vez puede surgir entre [LXXVI] ellas una divergencia imposible de ocultar; en este caso, viene a ser un deber para los que han consagrado su vida a estos dos modos del pensamiento presentar modestamente, pero con firmeza, el fruto de sus estudios: comparar estas pretensiones antagonistas con calma, con imparcialidad, filosóficamente. La historia enseña que, obrando de otra suerte, sólo se obtendrían desgracias y calamidades sociales. Cuando la antigua religión mitológica de Europa se desplomó bajo el peso de su propia inconsistencia, ni los emperadores romanos, ni los filósofos de aquella época hicieron nada que contribuyese a ilustrar o dirigir la opinión pública. Dejaron que los asuntos religiosos corriesen su suerte, y, como consecuencia, cayeron en manos de ignorantes e iracundos eclesiásticos y de parásitos, eunucos y esclavos.

La noche intelectual que cubrió a Europa, originada por esta gran falta, se va disipando, vivimos en los albores de tiempos más afortunados; la sociedad ansía la luz para ver en qué dirección es encaminada; claramente percibe que la ruta seguida por la civilización durante largo tiempo ha sido abandonada al cabo, y que un nuevo impulso la conduce ahora por mares desconocidos. [LXXVII]

Aunque profundamente penetrado de tales pensamientos, no me hubiera atrevido a escribir esta obra, o a exponer al público las ideas que entraña, si no hubiesen sido materia de mis más graves y profundas meditaciones; por otra parte me ha dado nuevo vigor la favorable acogida dispensada a mi Historia del desarrollo intelectual de Europa, y que, publicada hace pocos años en América, ha sido reimpresa varias veces y traducida a numerosos idiomas europeos, tales como el francés, alemán, ruso, polaco, servio, &c., siendo en todas partes benévolamente recibida.

Al coleccionar materiales para los volúmenes que he publicado bajo el título de Historia de la guerra civil de América, obra de gran trabajo, me he acostumbrado a comparar opuestos testimonios y a dirimir contrarias pretensiones. La aprobación con que ha recibido este libro el público americano, juez competente en los sucesos que en él se narran, me ha inspirado nueva confianza.

Ha sido también objeto predilecto de mi atención el estudio de las ciencias físicas y naturales, y he publicado varias memorias sobre tales asuntos; y quizás no habrá nadie que, dedicándose a esta clase de investigaciones y empleando [LXXVIII] parte de su vida en la enseñanza pública de la ciencia, deje de adquirir ese amor hacia la verdad y la imparcialidad que tanto estimula la filosofía y que hace nacer en nosotros el deseo de dedicar nuestra existencia al bien de nuestra especie; y allá en el ocaso de nuestra vida, al considerar nuestra conducta, podremos sentirnos satisfechos de haber cumplido con nobles y levantados propósitos.

Si bien no he excusado trabajo alguno en la redacción de este libro, no dejo de reconocer cuan inferior es a su objeto, que para ser satisfecho cumplidamente, exige grandes conocimientos científicos, históricos, teológicos y políticos; cada página debería mostrar gran copia de hechos y exuberancia de vida.

Pero he recordado que sólo viene a ser como el prólogo o precursor de un cuerpo de literatura que los sucesos y necesidades de nuestra época comienzan a crear; nos hallamos en los albores de un gran cambio en las inteligencias, y muchas frívolas lecturas del presente serán sustituidas por producciones austeras y reflexivas, animadas por la pasión religiosa y excitadas por los intereses amenazados.

Lo que he pretendido es ofrecer un cuadro claro e imparcial de las opiniones y conducta de [LXXIX] las dos partes contendientes; en cierto sentido, he tratado de identificarme con cada una de ellas para poder comprender plenamente sus motivos; y en otro y más alto, me he esforzado en permanecer a distancia de ambas, para relatar con equidad sus hechos.

Me atrevo a rogar por tanto a los que se hallen dispuestos a criticar este libro, que tengan presente que mi objeto no es abogar por las miras y tendencias de este o el otro partido, sino exponerlas con claridad y sin temor. En cada capítulo, por lo regular, he insertado primero la opinión ortodoxa y luego la de sus contrarios.

Obrando de este modo, no ha sido menester ocuparse demasiado de las opiniones intermedias o más moderadas: pues, aunque intrínsecamente puedan ser de gran valor en conflictos de esta naturaleza, debe el lector imparcial atender más a los extremos que a los medios, toda vez que sus movimientos determinan la solución.

Por esto he tenido poco que decir respecto de dos grandes comuniones cristianas, la protestante y la griega; por lo que toca a la última, jamás se ha opuesto, desde el renacimiento de las ciencias, a su progreso y desarrollo, antes al contrario, siempre los ha acogido con benevolencia y ha observado una actitud reverente para con [LXXX] la verdad, de cualquier parte que haya venido. Reconociendo la aparente discrepancia entre sus interpretaciones de la verdad revelada y los descubrimientos científicos, ha aguardado siempre que una explicación satisfactoria venga a traer la conciliación, y en esto sus esperanzas no han quedado fallidas. Gran bien habría sido para la civilización moderna que la Iglesia de Roma hubiese hecho otro tanto.

Al hablar de la cristiandad, me refiero en general a la Iglesia romana, en parte porque sus adeptos componen la mayoría de los cristianos, en parte porque sus exigencias son más arrogantes, y en parte porque ha intentado alcanzarlas por medio del poder civil. Ninguna Iglesia protestante ha ocupado jamás una posición tan imperativa, ni ha ejercido una influencia política tan considerable; antes al contrario, más bien han sido refractarias a la restricción, y excepto en muy pocos casos, su oposición no ha excedido del odio teológico.

En cuanto a la Ciencia, jamás se le ocurrió aliarse con el poder civil. Jamás intentó sembrar el odio entre los hombres ni desolar la sociedad. Jamás ha aplicado el tormento físico ni moral, ni menos ha matado, para realizar o promover sus ideas; no ha cometido crueldades ni crímenes, y [LXXXI] se presenta pura y sin mancilla. Pero en el Vaticano (baste recordar la Inquisición), las manos que hoy se alzan en demanda de gracia al Infinitamente Misericordioso, todavía están teñidas en sangre.

Hay dos modos de escribir la historia, artístico el uno, científico el otro; el primero acepta que el hombre da o es origen de los acontecimientos, por lo tanto escoge algún individuo notable, lo representa bajo una forma de fantasía y hace de él el héroe de una novela. El segundo, considerando que los sucesos humanos presentan una cadena jamás interrumpida, en que cada hecho nace de otro anterior y produce otro subsiguiente, declara que no es el hombre quien domina los sucesos, sino estos al hombre.

El primero crea unas composiciones que, aunque pueden interesarnos y causar nuestra delicia, son poco más que novelas; el segundo es austero, quizá hasta repulsivo, por la convicción que nos imprime del irresistible dominio de la ley y de la insignificancia de los esfuerzos humanos. En asunto tan solemne como el que se trata en este libro, está fuera de su sitio lo popular y lo romántico, y el que intente narrarlo debe fijar su vista en esta cadena del destino que despliega la historia universal y apartar los ojos [LXXXII] con desdén de las fantásticas imposturas de pontífices, reyes y hombres de estado.

Si alguna cosa necesitásemos que nos enseñase la falsedad de la composición artística de la historia, podríamos encontrarla en nuestra personal experiencia. ¡Cuán a menudo nuestros más íntimos amigos se engañan al apreciar los móviles de nuestras acciones diarias! ¡Cuán frecuentemente yerran sobre nuestros propósitos! Si esto sucede con lo que ocurre a nuestra vista, con mayor motivo ha de sernos imposible comprender con exactitud los actos de quienes vivieron muchos años ha y que nunca hemos visto.

Al elegir y ordenar los asuntos que voy a exponer, me he guiado en parte por la Confesión del último concilio del Vaticano, y en parte por el orden de los acontecimientos históricos. No dejará el lector de notar con interés que los problemas que se nos presentan son los mismos que se ofrecieron a los antiguos filósofos de la Grecia: aún tratamos las mismas cuestiones sobre que ellos disputaban. ¡Qué es Dios? ¿Qué es el alma? ¿Qué es el mundo? ¿Cómo está regido? ¿Tenemos alguna norma o criterio de la verdad? Y el lector reflexivo se preguntará gravemente: ¿Son nuestras soluciones mejores que las suyas? [LXXXIII]

El argumento general de este libro, pues, es como sigue:

Llamo primero la atención hacia el origen de la ciencia moderna, como distinta de la antigua por estar basada en la observación, el experimento y la discusión matemática, en voz de serlo sobre la simple especulación, y demostrando que ha sido una consecuencia de las campañas macedónicas, que pusieron en contacto al Asia y la Europa. Como ilustración de su índole, hago un ligero bosquejo de estas campañas y del Museo de Alejandría.

Luego recuerdo brevemente el conocido origen del cristianismo e indico su progreso hasta conseguir el poder imperial, y la transformación que sufrió, incorporándose al paganismo, que era la religión existente en el imperio romano. Una clara convicción de su incompatibilidad con la Ciencia le hizo suprimir por la fuerza las escuelas de Alejandría, hecho a que le obligaron las necesidades políticas de su posición.

Establecidas así las dos partes del conflicto, relato después la historia de su primera lucha en campo abierto: ésta fue la primera Reforma o Reforma del Mediodía; y el punto disputado, la naturaleza de Dios.

En ella iba envuelta la aparición del mahometismo; [LXXXIV] sus resultados fueron que gran parte de Asia y África, con las históricas ciudades de Jerusalem, Alejandría y Cartago, se vieron arrebatadas a la cristiandad, y la doctrina de la unidad de Dios fue establecida en la mayor parte del territorio que había sido imperio romano.

Este suceso político fue seguido de la restauración de la Ciencia, el establecimiento de escuelas, colegios y bibliotecas en todos los ámbitos de la dominación árabe. Estos conquistadores, prosiguiendo rápidamente su desarrollo intelectual, rechazaron las ideas antropomórficas de la naturaleza de Dios que aún quedaban en su creencia popular, y aceptaron otra más filosófica, semejante a la que había prevalecido en la India mucho tiempo antes. El resultado de esto fue un segundo conflicto relativo a la naturaleza del alma: bajo la denominación de averroísmo, aparecieron vigorosas las teorías de la emanación y de la absorción, que fueron arrojadas por la Inquisición de Europa, en los últimos tiempos de la Edad Media, habiendo sido ahora solemne y formalmente anatemizadas por el concilio del Vaticano.

Mientras tanto, con el cultivo de la astronomía, la geografía y otras ciencias, se habían alcanzado ideas exactas sobre la posición y relaciones [LXXXV] de la Tierra y la estructura del Universo; y cuando la religión, atrincherándose en lo que llamaba la recta interpretación de las Escrituras, insistió en que la tierra era el centro y la parte más importante del mundo, estalló un nuevo y tercer conflicto. Galileo fue el campeón de la ciencia, y la Iglesia sufrió otra derrota. Más tarde, ocurrió una controversia de segundo orden sobre la edad de la tierra: la Iglesia porfió que no tenía más de seis mil años, y también en esto fue vencida.

Las luces de la historia y de la Ciencia se habían extendido gradualmente por Europa; en el siglo decimosexto, el prestigio del cristianismo romano disminuyó grandemente por los reveses intelectuales que había experimentado, y también por su condición moral y política. Claramente se comprendía por muchos hombres piadosos que la religión no era responsable de la falsa situación en que se encontraba, y que la desventura provenía de la antigua alianza que había contraído con el paganismo romano. Su remedio evidente era, por tanto, volver a la pureza primitiva. Así surgió el cuarto conflicto, conocido por el nombre de la Reforma o Reforma del Norte; el carácter especial que tomó fue un debate sobre la norma o criterio de la verdad: si [LXXXVI] había de hallarse en la Iglesia o en la Biblia. En la resolución de este problema va envuelto el reconocimiento de los derechos de la razón y de la libertad intelectual; Lutero, que fue el hombre célebre de la época, llevó adelante su designio con no escaso éxito; y al fin del combate, la Iglesia Católica había perdido todo el Norte de Europa.

Nos encontramos ahora en medio de una controversia respecto al gobierno del mundo: si obedece a una intervención divina incesante o a la acción de una ley primordial e inmutable. El movimiento intelectual de la cristiandad ha alcanzado aquel punto a que llegaron los árabes en los siglos décimo y onceno, y las doctrinas que entonces se discutieron se nos presentan de nuevo para ser examinadas: tales son las de la evolución, de la creación y del desarrollo.

Bajo estos títulos generales, pienso que se hallarán comprendidos todos los puntos importantes de esta gran controversia; agrupados los hechos que vamos a considerar bajo estas expresivas denominaciones y tratando cada grupo separadamente, adquiriremos, sin duda, una clara idea de sus conexiones y enlaces y de su sucesión histórica.

He considerado estos conflictos tan estrictamente [LXXXVII] como he podido, en su propio orden cronológico, y por vía de suplemento he añadido tres capítulos sobre:

Examen de lo que ha hecho el cristianismo latino por la civilización moderna;

Examen análogo de lo que ha hecho la Ciencia;

Actitud del cristianismo romano en el conflicto actual, según la definición del concilio del Vaticano.

La atención de muchas personas ansiosas de la verdad se ha fijado tan exclusivamente en los pormenores de las disensiones habidas entre los sectarios, que la larga contienda a cuya historia se dedican estas páginas es en general poco conocida.

Habiendo procurado grabar en mi ánimo, al escribir este libro, un severo espíritu de imparcialidad, hablando con respeto de las partes contendientes, pero sin ocultar jamás la verdad, confío en el juicio considerado del lector reflexivo.

Juan Guillermo Draper.
Universidad de Nueva-York, Diciembre de 1873.


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Juan Guillermo Draper
Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia
Madrid 1876, páginas LXXIII-LXXXVII