Juan Guillermo Draper (1811-1882)
Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia (1876)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001
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Capítulo primero

Orígen de la Ciencia

Condición religiosa de los griegos en el siglo IV antes de J.C. – Su invasión en el imperio persa los pone en contacto con nuevos aspectos de la naturaleza y los familiariza con nuevos sistemas religiosos. – La actividad militar, mecánica y científica, estimulada por las campañas macedónicas, da origen al establecimiento de un instituto en Alejandría, el Museo, para el cultivo de los conocimientos por el experimento, la observación y la discusión matemática. – Es el origen de la ciencia.

Ningún espectáculo puede presentarse a un espíritu pensador, más solemne, más triste, que el de una antigua religión moribunda, después de haber prestado sus consuelos a muchas generaciones.

Cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo iba la Gracia abandonando rápidamente su antigua fe. Sus filósofos, al estudiar el mundo, habían sido profundamente impresionados por el contraste que existía entre la majestad de las operaciones de la naturaleza y la falta de dignidad de las divinidades del Olimpo. [2]

Sus historiadores, considerando el ordenado curso de los negocios políticos, la manifiesta uniformidad de los actos del hombre, y que no ocurría nada ante sus ojos cuya causa no hallasen con facilidad en algún hecho precedente, empezaron a sospechar que los milagros y la celeste intervención, de que estaban llenos sus antiguos anales, eran puras ficciones. Preguntaron, cuándo pasó el tiempo de lo sobrenatural, por qué habían enmudecido los oráculos y por qué no tenían ya lugar más prodigios en el mundo.

Tradiciones derivadas de una inmemorial antigüedad y aceptadas primero por hombres piadosos como verdades indiscutibles, habían llenado las islas del Mediterráneo y los lugares comarcanos, de maravillas sobrenaturales: encantadores, magos, gigantes, ogros, arpías, gorgonas, centauros, y cíclopes. La bóveda azulada era el pavimento del cielo; allí Zeus, rodeado de dioses, con sus esposas y concubinas, tenía su corte, ocupado en empresas análogas a las de los hombres y no retrocediendo ante actos de pasiones humanas ni criminales.

Una costa accidentada por numerosos senos, un archipiélago formado por algunas de las más hermosas islas del mundo, inspiraron a los griegos el gusto de la vida marítima, de los descubrimientos geográficos y de la colonización. Sus bajeles surcaban el mar Negro y el mediterráneo en todas direcciones. Las en un tiempo veneradas maravillas que habían sido glorificadas en la Odisea y consagradas por la fe pública, se vieron desaparecer. Como se adquirió mayor conocimiento de la naturaleza, se vio que el cielo era una ilusión, que el Olimpo no existía, y que sobre nuestras cabezas sólo se extendían el espacio y las estrellas. Al desvanecerse la morada, desaparecieron los dioses, así los del tipo [3] jónico de Homero, como los del dórico de Hesiodo.

Mas esto no tuvo lugar sin resistencia. Al principio el público, y en particular su parte religiosa, acusó de ateísmo las dudas que se elevaban; despojaron de sus bienes a algunos de estos ofensores; otros fueron desterrados y varios condenados a muerte. Decían que lo que había sido creído por los hombres piadosos de los antiguos tiempos y había pasado por la piedra de toque de las edades, tenía que ser necesariamente cierto.

Más tarde, cuando las ideas opuestas se hicieron irresistibles, se contentaron con admitir que estas maravillas eran alegorías, bajo las cuales la sabiduría de los antiguos había ocultado sagrados y grandes misterios. Intentaron poner de acuerdo lo que empezaban a temer que podría no ser sino mitos, con el creciente adelanto intelectual, pero sus esfuerzos fueron vanos, porque hay fases predestinadas, por las que en tales casos ha de pasar la opinión pública; acepta con veneración; duda luego; ofrece nuevas interpretaciones; disiente más tarde y concluye por abandonarlo todo como una mera fábula.

En este apartamiento fueron los filósofos e historiadores seguidos por los poetas: Eurípides incurrió en el odio de herejía; Esquilo se libertó difícilmente de morir lapidado, por blasfemo. Pero los esfuerzos frenéticos de los interesados en sostener el engaño, concluyen siempre derrotados; la desmoralización se extiende sin resistencia por las diversas ramas de la literatura, hasta que al fin llega al común de las gentes.

El criticismo filosófico de los griegos había prestado su concurso a los descubrimientos científicos en esta destrucción de la fe patria; mantuvo con poderosos argumentos el torrente de la incredulidad; comparó unas [4] con otras las doctrinas de las diferentes escuelas, y mostró por sus contradicciones que el hombre no tiene criterio de la verdad; que, puesto que sus ideas sobre el bien y el mal difieren según los lugares de su residencia, hay que deducir que no tienen fundamento en la naturaleza y que son resultado de la educación; que lo justo y lo injusto eran sólo ficciones que correspondían a ciertos fines de la sociedad. En Atenas, algunas de la clases más avanzadas habían ido tan adelante, que no solamente negaban lo invisible y lo sobrenatural, sino que llegaban a afirmar que el mundo era un simple sueño, un fantasma, y que nada real existía.

La configuración topográfica de Grecia dio carácter a su condición política, por dividir la población en distintas comunidades con intereses opuestos, impidiendo así toda centralización; guerras domésticas incesantes entre los estados rivales, detuvieron su progreso; era pobre y sus jefes se habían corrompido, estando siempre dispuestos a cambiar los intereses del país por el oro extranjero, y a venderse ellos mismos al soborno persa. Poseyendo una percepción de la belleza en tan alto grado como lo manifiestan su escultura y su arquitectura, nunca alcanzado antes ni después por otro pueblo, la Grecia había perdido la apreciación práctica del bien y la verdad.

Mientras la Grecia europea, llena de ideas de libertad e independencia, rechazaba la soberanía de la Persia, la Grecia asiática la aceptó sin repugnancia; en este tiempo la extensión del imperio persa era igual a la mitad de la Europa moderna. Confinaba con el Mediterráneo, los mares Egeo, Negro, Caspio, Índico, Pérsico y Rojo; seis de los mayores ríos del mundo, de un curso de más de mil millas, tales como el Éufrates, el Tigris, el Indo, [5] el Yaxarte, el Oxo y el Nilo, cruzaban su territorio; su superficie crecía desde mil y trescientos pies bajo el nivel del mar, hasta veinte mil pies encima; sus campos producían toda clase de frutos, y su riqueza minera era ilimitada. Heredó el prestigio del imperio caldeo, del babilónico, del médico y del asirio, cuyos anales contaban más de veinte siglos.

La Persia había tenido siempre como de poca importancia política a la Grecia europea, que apenas ocupaba tanto como una satrapía, pero las expediciones que emprendió para subyugarla le mostraron las condiciones militares de este pueblo; entre sus fuerzas, había griegos mercenarios, que eran reputados como las mejores tropas, y no vacilaba en ocasiones en dar el mando de sus ejércitos a generales griegos y el de sus escuadras a capitanes de esta nación; en las convulsiones políticas porque fue pasando, tomaron parte los soldados griegos, ya por uno, ya por otro de los jefes, y estas operaciones militares, que en un momento obtuvieron resultado, revelaron a la perspicacia de estos guerreros mercenarios la debilidad política del Imperio y la posibilidad de llegar a su centro. Después de la muerte de Ciro en el campo de batalla de Cunaxa, se demostró, por la inmortal retirada de los diez mil, bajo Jenofonte, que un ejército griego podría abrirse paso hasta el corazón de la Persia.

Aquel respeto a las dotes militares de los generales asiáticos, tan profundamente impreso en el ánimo de los griegos por las grandes empresas del puente sobre el Helesponto, y la cortadura del istmo del monte Athos por Jerjes, se había perdido en Salamina, en Platea, en Micala, y el saqueo de las ricas provincias persas había llegado a ser una tentación irresistible. Tal fue la expedición de Agesilao, rey de Esparta, cuyos brillantes [6] triunfos fueron no obstante interrumpidos por el Gobierno persa, que, volviendo a su experimentada política, atacó a Esparta sobornando a sus vecinos: «He sido conquistado por treinta mil arqueros persas» exclamaba amargamente Agelisao al reembarcarse, aludiendo a la moneda persa el dárico que tiene grabada la imagen de un arquero.

Al cabo Filipo, rey de Macedonia, proyectó renovar estas tentativas bajo una organización mucho más formidable, y con más grandioso propósito; intrigó para ser nombrado capitán general de toda la Grecia, no con objeto de hacer una mera correría en las satrapías asiáticas, sino con el de derribar la dinastía persa en el mismo centro de su poder. Asesinado en medio de sus preparativos, le sucedió su hijo Alejandro, joven entonces, y que fue unánimemente aclamado en una asamblea general celebrada por los griegos en Corinto; ocurrieron disturbios en Iliria, y Alejandro marchó con su ejército hacia el Norte, hasta el Danubio, para apaciguarlos; durante su ausencia, los tebanos y otros conspiraron contra él, y a su vuelta tomó Tebas por asalto, degolló seis mil de sus habitantes, vendió como esclavos treinta mil, y arrasó la ciudad. La sabiduría militar de este severo castigo fue patente en sus campañas asiáticas, pues, ninguna revuelta se produjo a su retaguardia.

En la primavera de 334 antes de J. C., cruzó el Helesponto y pasó al Asia; su ejército constaba de treinta y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos, sin llevar consigo más de setenta talentos en dinero. Marchó directamente sobre el ejército persa, que, por todo extremo superior en número, le aguardaba en la línea del Gránico; forzó el paso del río, derrotó al enemigo y obtuvo como fruto de su victoria la posesión del Asia menor y [7] todos sus tesoros. El resto de aquel año lo empleó en la organización militar de las provincias conquistadas. Mientras tanto, Darío, el rey persa, había avanzado con un ejército de seiscientos mil hombres, para impedir el paso de los macedonios a la Siria; en los desfiladeros de Isso se libró la batalla, y los persas fueron de nuevo derrotados, siendo tan grande la carnicería, que Alejandro y Ptolomeo, uno de sus generales, atravesaron un barranco sobre los cadáveres del enemigo; se cree que los persas perdieron más de noventa mil infantes y diez mil jinetes. El pabellón real cayó en poder del conquistador, juntamente con la esposa y varios hijos de Darío. La Siria fue de este modo añadida a las conquistas griegas. En Damasco se encontraron las concubinas de Darío, sus principales oficiales y un vasto tesoro.

Antes de aventurarse en las llanuras de la Mesopotamia para un combate decisivo, quiso Alejandro asegurar su retaguardia y sus comunicaciones por mar, dirigiéndose al Sur por la costa del Mediterráneo y sometiendo las ciudades a su paso. En su discurso ante el consejo de guerra celebrado después de la batalla de Isso, dijo que no debía perseguirse a Darío sin haber sometido a Tiro y haber arrebatado a la Persia el Egipto y Chipre, puesto que si la Persia conservaba los puertos de mar, podría llevar la guerra a la misma Grecia, y que era por tanto de absoluta necesidad para ellos la soberanía del mar; con Chipre y Egipto en su poder no temía por la Grecia. El sitio de Tiro le invirtió más de medio año, y para vengarse de esta dilación, hizo crucificar más de dos mil prisioneros; Jerusalén se rindió de grado, y en consecuencia fue tratada con benignidad; mas el paso de los macedonios hacia el Egipto fue detenido en Gaza, cuyo gobernador persa, Betis, hizo una defensa [8] obstinada durante dos meses, siendo al fin asaltada la plaza, pasados a cuchillo diez mil hombres, y el resto, con sus mujeres e hijos, reducidos a cautiverio; el mismo Betis fue arrastrado vivo alrededor de la ciudad, atado a las ruedas del carro del vencedor. Habían así desaparecido los obstáculos; los egipcios, que odiaban la dominación persa, recibieron al invasor con los brazos abiertos; este organizó el país según sus propios intereses, dando todos los mandos militares a oficiales macedonios y dejando el gobierno civil en manos de los egipcios.

Mientras se efectuaban los preparativos para la campaña final, emprendió un viaje al templo de Júpiter Ammon, que estaba situado en un oasis del desierto de Libia, a una distancia de doscientas millas. El oráculo le declaró hijo de aquel dios, que bajo la forma de una serpiente había seducido a su madre Olimpia; una concepción inmaculada y una genealogía divina eran cosa tan corriente y bien recibida en aquel tiempo, que cualquiera que se distinguía entre los demás hombres, era tenido como de un linaje sobrenatural. Aun en roma, algunos siglos más tarde, no se hubiera podido negar sin peligro que su fundador Rómulo no debía la existencia al casual encuentro del dios Marte con la virgen Rea Silvia, cuando iba ésta con su cántaro por agua a la fuente.

Los discípulos egipcios de Platón hubieran mirado con enojo a quien quiera que hubiese rechazado que Perictione, la madre del gran filósofo, virgen pura, había tenido una concepción inmaculada por la influencia de Apolo, y que el dios había declarado a Ariston, a quien había sido prometida, la progenie del niño. Cuando Alejandro expedía sus cartas, órdenes y decretos, se titulaba, pues: «Alejandro, rey, hijo de Júpiter Ammon», [9] inspirando así un respeto a los habitantes de Egipto y Siria que difícilmente podría lograrse ahora. Los libre-pensadores griegos, sin embargo, daban a este origen sobrenatural su verdadero valor, y Olimpia que, por supuesto, conocía mejor que nadie los detalles del caso, acostumbraba a chancearse diciendo que deseaba que Alejandro cesase de confundirla con la mujer de Júpiter. Arriano, el historiador de la expedición macedónica, hacía notar que, «yo no puedo condenarle por inducir a sus súbditos en la creencia de su origen divino, ni puedo deducir tampoco ningún gran crimen, porque es muy razonable imaginar que sólo intentó por este medio rodearse de mayor prestigio entre sus soldados.»

Asegurado todo en su retaguardia, volvió Alejandro a Siria y dirigió hacia el Este la marcha de su ejército, que constaba entonces de cincuenta mil veteranos. Después de cruzar el Éufrates se mantuvo próximo a las colinas de Masia, para evitar el intenso calor de las más meridionales llanuras de la Mesopotamia, procurándose de este modo forraje más abundante para los caballos. En la orilla izquierda del Tigris, cerca de Arbela, encontró al gran ejército de un millón cien mil hombres, que había traído Darío desde Babilonia. La muerte del monarca persa, que siguió pronto a su derrota, dejó al general macedonio dueño de todo el país comprendido entre el Danubio y el Indo, y aún alguna vez se extendió hasta el Ganges. Los tesoros de que se apoderó exceden a todo encarecimiento; tan sólo en Susa encontró, según dice Arriano, cincuenta mil talentos en dinero.

El militar moderno no puede contemplar estas campañas maravillosas sin admiración; el paso del Helesponto, el del Gránico, el invierno invertido en la organización política del Asia Menor; la marcha del ala derecha y el [10] centro del ejército a lo largo de la costa del Mediterráneo, en la Siria; las dificultades de fortificación vencidas en el sitio de Tiro, la toma de Gaza; el aislamiento de Persia de la Grecia; la absoluta exclusión de su escuadra del Mediterráneo; la represión de cuanta intriga se imaginó para sobornar a los atenienses y espartanos, y que con tanto éxito habían empleado siempre los persas; la sumisión de Egipto; otro invierno invertido en la organización política de este país venerable; el movimiento convergente de todo el ejército desde las orillas de los mares Rojo y Negro a las salitrosas llanuras de la Mesopotamia, efectuado en la primavera siguiente; el paso del Éufrates, con sus orillas pobladas de sauces llorones, por el cortado puente de Tapsaco; el del Tigris; el reconocimiento nocturno antes de la grande y memorable batalla de Arbela; el movimiento oblicuo y ataque del centro enemigo, maniobra repetida muchos siglos después en Austerlitz; la enérgica persecución del monarca persa, empresas son que jamás han sido sobrepujadas por ningún capitán de tiempos posteriores.

Esto dio un poderoso estímulo a la actividad intelectual de los griegos; habían caminado con el ejército macedonio desde el Danubio hasta el Nilo, desde el Nilo hasta el Ganges; habían sentido el soplo boreal de las comarcas situadas al norte del mar Negro, y el simoun y las tempestades de arena de los desiertos egipcios; habían visto las Pirámides, levantadas ya hacía veinte siglos, y los obeliscos de Luqsor cubiertos de jeroglíficos; avenidas de silenciosas y misteriosas esfinges, estatuas colosales de monarcas que habían reinado en la aurora del mundo. En las salas de Esar-Haddon se habían detenido ante los tronos de los severos y antiguos reyes de Asiria, guardados por toros alados. En Babilonia aún [11] quedaban en pie muros de más de sesenta millas de recinto y ochenta pies de alto, a pesar de las injurias de tres siglos y de tres conquistadores; todavía se contemplaban las ruinas del templo de Belo circundando de nubes, y en cuya cúspide estaba situado el observatorio donde los astrónomos caldeos habían estado en comunicación nocturna con las estrellas; todavía se conservaban vestigios de los dos palacios con sus pensiles colgantes, en los que crecían árboles corpulentos como suspendidos en el aire, y los restos de la máquina hidráulica que servía para elevar hasta ellos el agua del río; el lago artificial con su vasto sistema de acueductos y exclusas que recogían la nieve derretida de las montañas de Armenia, y la conducían a través de la ciudad entre los muelles del Éufrates, y lo más maravilloso quizás, el túnel bajo el río.

Si Caldea, Asiria y Babilonia presentaban estupendas y venerables antigüedades que se remontaban a la noche de los tiempos, no carecía la Persia de maravillas más recientes. Las salas de pilastras de Persépolis estaban llenas de milagros de arte, tallas, esculturas, esmaltes, armarios de alabastro, obeliscos, esfinges, toros colosales. Ecbanata, la deliciosa residencia de verano de los reyes de Persia, estaba protegida por siete muros circulares de pulida y cortada piedra, elevándose sucesivamente los interiores y de colores distintos, en relación astrológica con los siete planetas; el palacio estaba techado con tejas de plata y sus vigas cubiertas de planchas de oro. A media noche se iluminaban sus salones con infinitas antorchas de nafta, que rivalizaban con la luz del sol; un paraíso, supremo lujo de los monarcas orientales, se hallaba plantado en medio de la ciudad, y el imperio persa del Helesponto al Indo era en verdad el jardín del mundo. [12]

He dedicado algunas páginas a la historia de estas maravillosas campañas, porque el talento militar que alimentaron contribuyó al establecimiento de las escuelas prácticas y matemáticas de Alejandría, verdadero origen de la ciencia; podemos decir que todos nuestros conocimientos exactos parten de las campañas macedónicas. Humboldt ha hecho notar que el espectáculo de nuevos y grandes objetos de la naturaleza engrandece el espíritu humano; los soldados de Alejandro y la muchedumbre que seguía su campo hallaban en cada marcha escenas pintorescas e inesperadas. De todos los hombres, los griegos eran los más observadores, y los más rápida y profundamente impresionables; aquí encontraron interminables arenales, allá montañas cuyas crestas se perdían entre vapores, el espejismo en los desiertos, en las colinas las rápidas sombras producidas por la incierta marcha de las nubes; visitaron la tierra de las ambarinas palmeras, de los cipreses, del tamarindo, los verdes mirtos y las adelfas. En Arbela combatieron contra los elefantes de la India, y en las espesuras del Caspio arrancaron de sus madrigueras al tigre real cauteloso; vieron animales que, comparados con los de Europa, eran no sólo raros, sino colosales; el rinoceronte, el hipopótamo, el camello y los cocodrilos del Nilo y el Ganges; hallaron hombres de varios colores y costumbres, el tostado sirio, el amarillento persa, el negro africano. Se cuenta de Alejandro, que en su lecho de muerte hizo llamar a su almirante Nearco, y sentándolo a su lado, halló consuelo en oír las aventuras de este marino, la historia de su viaje del Indo al golfo Pérsico. El conquistador vio con asombro el flujo y reflujo de la marea e hizo construir bajeles para la exploración del Caspio, que suponía ser, así como el mar Negro, golfos de algún gran océano, [13] como había descubierto Nearco que lo eran el mar Rojo y el golfo Pérsico. Había formado la resolución de que su escuadra intentara la circunnavegación del África y entrase en el Mediterráneo por las columnas de Hércules, empresa ya efectuada, según se decía, por los Faraones.

No sólo sus más grandes capitanes, sino también sus más grandes filósofos, hallaron en el imperio conquistado mucho que debía excitar la admiración de la Grecia. Calístenes obtuvo en Babilonia una serie de observaciones astronómicas de los caldeos, que se remontaban a 1.903 años, y que remitió a Aristóteles, quizás estando grabadas sobre ladrillos cocidos pudieran obtenerse copias de ellas por las excavaciones modernas en las bibliotecas de barro de los reyes de Asiria. Ptolomeo, el astrónomo egipcio, poseía memorias babilónicas de eclipses acaecidos 747 años antes de nuestra era; largas y continuadas observaciones de bastante exactitud fueron necesarias, antes que algunos de estos resultados astronómicos que han llegado hasta nosotros hubieran podido ser afirmados con certeza. Así, pues, los babilonios habían fijado la duración del año trópico con veinte y cinco segundos de error; su aproximación del año sidéreo era simplemente de dos minutos de exceso; descubrieron la precesión de los equinoccios; conocieron las causas de los eclipses, y con ayuda del ciclo llamado de Saros, podían predecirlos. El valor de este ciclo, que es superior a 6.585 días, lo determinaron con una aproximación de diez y nueve y medio minutos.

Tales hechos suministran pruebas incontrovertibles de la paciencia y habilidad con que había sido cultivada la astronomía en la Mesopotamia, y que no obstante lo impropio de sus medios instrumentales, había alcanzado [14] una considerable perfección. Estos antiguos observadores habían formado un catálogo de estrellas y dividido el Zodiaco en doce signos, el día en doce horas y en otras tantas la noche. Se habían consagrado por largo tiempo, según cuenta Aristóteles, a observar ocultaciones de estrellas por la luna; tenían ideas exactas sobre la estructura del sistema solar y conocían el orden de colocación de los planetas; construían cuadrantes solares, clepsidras, astrolabios y gnómones.

No dejan hoy mismo de interesarnos los ejemplares de su método de imprimir; sobre un cilindro giratorio grababan en caracteres cuneiformes sus anales, y rodándolos sobre barro blando cortado en bloques, obtenían pruebas indelebles. De estas bibliotecas de tejas bien podemos esperar que aún obtendremos amplios frutos de literatura e historia. No carecían de algunos conocimientos de óptica; las lentes convexas encontradas en Nimrod nos demuestran que les eran conocidos los instrumentos de amplificación. En aritmética habían descubierto el valor de posición de los dígitos, aunque no alcanzaron la gran invención india de las cifras.

¡Qué espectáculo para los conquistadores griegos que hasta entonces nada habían observado ni experimentado! Se habían satisfecho con la simple meditación y especulaciones inútiles.

Pero el desarrollo intelectual de los griegos, debido en parte a un sentido más amplio de la naturaleza, fue poderosamente favorecido por el conocimiento que adquirieron de las religiones de los países conquistados. La idolatría de Grecia había sido siempre mirada con horror por los persas, quienes, en sus invasiones, no habían nunca dejado de destruir los templos y de insultar sus brutales dioses. La impunidad de estos sacrílegos había [15] causado profunda impresión y socavado no poco la fe helénica. Pero así, la adoración de las viles divinidades del Olimpo cuyas obscenas vidas eran repulsivas a todo hombre devoto, fue puesta en contacto con un sistema religioso, grande, solemne, consistente, fundado sobre bases filosóficas. La Persia, como todos los imperios duraderos, había pasado por varios cambios religiosos. Había seguido el monoteísmo de Zoroastro, luego el dualismo y más tarde el magismo; en tiempo de la expedición macedónica reconocía una inteligencia universal, creadora, guarda y gobierno de todas las cosas, la más santa esencia de la verdad y fuente de todo bien; no estaba representada por ninguna imagen ni forma grabada, y así como en toda cosa terrena vemos la resultante de dos fuerzas contrarias, así bajo aquella existían dos principios coeternos e iguales, representados por la imagen de la luz y las tinieblas; estos principios se hallan en interminable conflicto, el mundo es su campo de batalla, el hombre su presa.

En las antiguas leyendas del dualismo se decía que el espíritu del mal envió una serpiente para destruir el paraíso que había formado el buen espíritu; estas leyendas fueron conocidas por los judíos durante su cautividad en Babilonia

La existencia de un principio del mal es el incidente necesario de la existencia de un principio del bien, como la sombra es el incidente necesario de la presencia de la luz. De esta manera puede explicarse el mal en un mundo cuyo hacedor y legislador es el supremo bien. Cada uno de estos principios personificados, de la luz y las tinieblas, Oromazes y Arimanes, tenían sus subordinados, ángeles, consejeros y ejércitos; es deber de todo hombre bueno cultivar la verdad, la pureza y la industria. Puede contemplar [16] ante sí, cuando su vida declina, otra vida en otro mundo y esperar en la resurrección del cuerpo, la inmortalidad del alma y la conciencia de una existencia futura.

En los últimos años del Imperio, los principios del magismo habían prevalecido más y más cada vez sobre los de Zoroastro; el magismo era esencialmente un culto de los elementos; de estos, el fuego era considerado como la más digna representación del Ser Supremo. Sobre los altares erigidos, no en los templos, sino bajo la azul cúpula del cielo, ardía sin cesar, y el sol naciente era mirado como el objeto más noble de la adoración humana. En la sociedad del Asia nada es visible sino el monarca: en la extensión del cielo todos los objetos se desvanecen en presencia del sol.

Atajado prematuramente Alejandro en medio de sus grandes proyectos, murió en Babilonia antes de cumplir treinta y tres años (323 antes de J.C.), y se sospechó que había sido envenenado. Su carácter se había vuelto tan indómito, sus pasiones tan feroces, que sus generales y aún sus más íntimos amigos vivían en continuo temor. Clito, uno de estos últimos, fue asesinado por él en un momento de furia. Calístenes, su intermediario con Aristóteles, fue ahorcado según unos, y otros que conocían los hechos afirman de un modo positivo que sufrió el tormento y fue luego crucificado. Pudiera suceder que los conspiradores lo asesinasen, como medio de defensa propia, pero seguramente es calumnioso asociar el nombre de Aristóteles a esta trama, y más bien hubiera sufrido cuantos tormentos le hubiese aplicado Alejandro que unirse a la perpetración de tan gran crimen.

Una escena de confusión y sangre, que duró muchos años, empezó entonces, y no cesó ni aún después que los [17] generales macedonios hubieron dividido el Imperio. Entre sus vicisitudes hay un incidente que reclama nuestra atención. Ptolomeo, que era hijo de Filipo y de una hermosa concubina, Arsinoe, que en su juventud fue desterrado con Alejandro, cuando incurrieron en el desagrado de su padre, que había sido camarada de aquel en muchas de sus batallas y en todas sus campañas, vino a ser gobernador y luego rey de Egipto.

En el sitio de Rodas había prestado Ptolomeo tan señalados servicios a sus ciudadanos, que estos en gratitud le tributaron los honores divinos y le saludaron con el título de Sotero (salvador). Por este dictado, Ptolomeo Sotero se distingue de sus sucesores los demás reyes de Egipto de la dinastía macedónica.

Estableció su gobierno en Alejandría y no en ninguna de las antiguas capitales del país. Cuando la expedición al templo de Júpiter Ammon, el conquistador macedonio había hecho poner la primera piedra de esta ciudad, previendo que había de ser el centro del comercio entre Asia y Europa. Debe notarse, en particular, que no solamente hizo el mismo Alejandro traer judíos de Palestina para poblar la ciudad; no sólo Ptolomeo Sotero aumentó su número hasta cien mil más después del sitio de Jerusalén, sino que Filadelfo, su sucesor, redimió de la esclavitud ciento noventa y ocho mil de ellos, pagando a sus propietarios egipcios una indemnización equivalente por cada uno. A todos estos judíos les fueron concedidos los mismos privilegios que a los macedonios, y a consecuencia de este trato considerado, gran número de sus compatriotas y sirios vinieron voluntariamente a Egipto; se les llamó judíos-helenos. Del mismo modo, seducidos por el benigno gobierno de Sotero, multitud de griegos se refugiaron en el país, y cuando las [18] invasiones de Pérdicas y Antígono, se vio que los soldados griegos desertaban de los otros generales macedonios, para unirse a los ejércitos de Ptolomeo.

La población de Alejandría se formaba, por lo tanto, de tres nacionalidades distintas: 1º, egipcios; 2º, griegos; 3º, judíos, hecho que ha dejado su impresión en la fe religiosa de la Europa moderna.

Los arquitectos e ingenieros griegos habían hecho de Alejandría la más hermosa ciudad del antiguo mundo. La habían cubierto de palacios, templos y teatros magníficos; en el centro, en la intersección de sus dos grandes avenidas que se cruzaban en ángulo recto y en medio de jardines, fuentes y obeliscos, se encontraba el mausoleo en que reposaba el cuerpo de Alejandro, embalsamado según la costumbre egipcia. Había sido traído con gran pompa desde Babilonia, durando dos años el fúnebre viaje. Al principio el féretro era de oro puro, pero temiendo que esto causase una violación de la tumba, fue reemplazado por otro de alabastro; pero ni esto ni el gran fanal, Faros, construido de mármol blanco y tan elevado que el constante fuego que ardía en su cúspide era visible a muchas leguas de distancia, y contado como una de las maravillas del mundo, aunque magníficos prodigios de arquitectura no bastaran a detener nuestra atención; el verdadero y el más glorioso monumento de los reyes macedonios de Egipto, es el Museo, y su influencia subsistirá aún después de que hayan desaparecido las pirámides.

El Museo alejandrino fue empezado por Ptolomeo Sotero y completado por su hijo Ptolomeo Filadelfo; estaba situado en el Bruquion, el barrio aristocrático de la ciudad, e inmediato al palacio del Rey; edificado de mármol, rodeado de pórticos en los cuales paseaban y [19] conversaban los habitantes, sus esculpidas salas contenían la biblioteca de Filadelfo y fueron adornadas con multitud de escogidísimas estatuas y pinturas. Esta biblioteca llegó a contener cuatrocientos mil volúmenes, y con el transcurso del tiempo hubo de enriquecerse, careciendo probablemente de capacidad adecuada para tantos libros, y entonces se estableció una biblioteca adicional en el barrio adyacente de Rhacotis, en el Serápeo o templo de Serápis. El número de volúmenes de esta biblioteca, que fue llamada hija de la del Museo, ascendió a trescientos mil; había, pues, setecientos mil volúmenes en estas colecciones reales.

Alejandría no era simplemente la capital de Egipto, era la metrópoli intelectual del mundo; se ha dicho que allí el genio del Este se reunió verdaderamente al genio del Oeste, y este París de la antigüedad vino a ser el foco de la disipación elegante y del universal escepticismo. Con las seducciones de esta sociedad encantadora, hasta los judíos olvidaron su espíritu patriótico y abandonaron el idioma de sus antepasados, para aceptar el griego.

Al establecer el Museo tuvieron Ptolomeo Sotero y su hijo Filadelfo tres objetos presentes: 1º, perpetuar los conocimientos que existían en el mundo; 2º, aumentarlos; 3º, difundirlos.

1º Para perpetuar los conocimientos se transmitieron al jefe de la biblioteca órdenes de comprar, a costa del Rey, cuantos libros pudiera; un ejército de copistas instalado en el Museo tenía la obligación de hacer reproducciones exactas de las obras de que no quisieran desprenderse sus propietarios. Cualquier libro importado en Egipto por los extranjeros, era inmediatamente adquirido por el Museo, y después de copiado fielmente varias [20] veces, se entregaba al dueño una de estas copias, quedando el original en la biblioteca. A menudo se pagaba por ellos grandes sumas, y se cuenta que, habiendo obtenido Ptolomeo Evergetes las obras de Eurípides, Sófocles y Esquilo, de Atenas, envió a sus poseedores, además de las copias, quince mil pesos fuertes como indemnización. A su vuelta de la expedición de Siria, trajo en triunfo todos los monumentos egipcios de Ecbatana y Susa que Cambises y otros invasores habían sacado del Egipto, los cuales colocó en sus primitivos lugares o agregó como adornos a sus museos. Tanto por las traducciones como por las copias, se pagaban sumas que consideraríamos casi increíbles, como sucedió con la traducción de la Biblia de los Setenta, ordenada por Ptolomeo Filadelfo.

2º Aumento de los conocimientos. Uno de los principales objetos del Museo fue que sirviera de albergue a un cuerpo de hombres que, consagrados al estudio, estuviesen alojados y mantenidos a expensas del Rey, y en ocasiones él mismo asistía a su mesa, llegando hasta nosotros algunas anécdotas relacionadas con estas festivas escenas. En la primitiva organización del Museo estaban divididos los alumnos en cuatro facultades, Literatura, Matemáticas, Astronomía y Medicina; otras subdivisiones de menor importancia se hallaban clasificadas bajo alguno de estos títulos generales; así la Historia natural era considerada como una rama de la Medicina. Un oficial superior de gran distinción gobernaba el establecimiento y tenía a su cargo todas sus atenciones. Demetrio Falereo, tal vez el hombre más instruido de su época, que había sido largo tiempo gobernador de Atenas, fue el primer jefe que se nombró; dependía de él el bibliotecario, empleo ocupado a veces por hombres [21] como Eratóstenes y Apolonio de Rodas, cuya fama no se ha extinguido todavía.

Unido al Museo había un jardín botánico y otro zoológico; estos jardines, como sus nombres indican, tenían por objeto facilitar el estudio de los animales y las plantas. Había también un observatorio astronómico con esferas armilares, globos, armellas solsticiales y ecuatoriales, astrolabios, reglas paralácticas y otros aparatos entonces en uso; la graduación de los instrumentos divididos era de grados y sextos. En el piso de este observatorio había trazada una línea meridiana. La falta de aparatos exactos para medir el tiempo y la temperatura era muy sensible; la clepsidra de Ctesibio llenaba muy imperfectamente el primer objeto, y otro tanto acontecía con el hidrómetro que flotaba en una copa de agua, indicando la temperatura por las variaciones de densidad. Filadelfo, que en el ocaso de su vida cobró gran temor a la muerte, dedicó mucho tiempo al descubrimiento de un elixir; para esta clase de investigaciones estaba provisto el Museo de un laboratorio químico. A despecho de las preocupaciones de la época, y especialmente de las de los egipcios, había unida al departamento de Medicina una sala de disecciones, donde no sólo se trabajaba sobre el cadáver, sino que también se hacían vivisecciones en los criminales condenados.

3º Difusión de los conocimientos. En el Museo se celebraban conferencias, certámenes, concursos y por otros medios apropiados se daba instrucción en todos los ramos de los conocimientos humanos. Acudieron en tropel a aquel gran centro intelectual estudiantes de todos los países y según se cuenta, llegó a haber alguna vez hasta catorce mil asistiendo a las aulas. La misma Iglesia cristiana recibió de ellas más tarde algunos de sus [22] Padres más eminentes. Como Clemente de Alejandría, Orígenes y Atanasio.

La biblioteca del Museo fue incendiada durante el sitio de Alejandría por Julio César; para compensar esta gran pérdida, presentó a la reina Cleopatra, Marco Antonio, la coleccionada por Eumenes, rey de Pérgamo; fue fundada para rivalizar con la de los Ptolemeos, y al cabo se agregó a la colección del Serápeo.

Nos resta describir brevemente la base filosófica del Museo y algunos de los elementos con que ha contribuido al caudal de los conocimientos humanos.

En memoria del ilustre fundador de esta nobilísima institución, llamada con delicia por los antiguos «La divina escuela de Alejandría», debemos mencionar en primera línea «La historia de las campañas de Alejandro». Grande como soldado y como soberano, aumentó Ptolemeo Sotero su gloria haciéndose escritor. El tiempo, al que no ha sido dado destruir el recuerdo de lo que le debemos, no nos ha conservado, sin embargo, sus obras, que yacen perdidas para siempre.

Como debía esperarse de la amistad que existía entre Alejandro, Ptolemeo y Aristóteles, la filosofía aristotélica era la piedra angular intelectual sobre que descansaba el Museo. El rey Filipo había confiado a Aristóteles la educación de Alejandro, y durante las campañas persas, el conquistador contribuyó materialmente, no sólo con dinero, sino por otros medios, a la «Historia natural» entonces en preparación.

El principio esencial de la filosofía aristotélica consistía en elevarse del estudio de los detalles a un saber de principios generales o universales, aproximándose a ellos inductivamente: la inducción es tanto más cierta cuanto más numerosos son los hechos en que se apoya, y [23] su precisión queda establecida si nos permite predecir otros hasta entonces desconocidos; este sistema exige un trabajo sin fin en la reunión de hechos experimentales y de observación, y también una profunda meditación de ellos. Es por lo tanto, un método de razón y de trabajo esencialmente, y no de imaginación. Los yerros que el mismo Aristóteles nos muestra tan a menudo no prueban su falta de enlace, sino más bien cuán digno es de confianza. Son errores debido a la falta de hechos bastante numerosos.

Algunos de los resultados generales que obtuvo Aristóteles son muy importantes; así, por ejemplo, dedujo que todas las cosas están dispuestas para la vida, y que las variadas formas orgánicas que nos presenta la naturaleza, son las que permiten las condiciones existentes, y que cambiando éstas cambiarán también aquellas; resulta de aquí una no interrumpida cadena que va desde el simple elemento, por plantas y animales, hasta el hombre, fundiéndose insensiblemente unos en otros los diferentes grupos intermedios.

La filosofía inductiva así establecida por Aristóteles, es un método poderoso, y a él se deben todos los adelantos modernos de la ciencia; en su forma perfecta se eleva por inducción de los fenómenos hasta sus causas, y entonces, imitando el método de la Academia, desciende por deducción desde las causas a los detalles del fenómeno.

Mientras que de este modo se fundaba la escuela científica de Alejandría sobre las máximas de un gran filósofo ateniense, la Escuela ética lo era sobre las de otro, Zenón, que aunque chipriota o fenicio, había permanecido largos años en Atenas; sus discípulos tomaron el nombre de estoicos. Sus doctrinas le sobrevivieron [24] largo tiempo, y cuando no existía otro consuelo para el hombre, ofrecieron un apoyo en las horas de prueba y una guía segura en las vicisitudes de la vida, no sólo a griegos ilustres, sino también a muchos grandes filósofos, hombres de estado, generales y emperadores de Roma.

Fue el intento de Zenón dar una guía para la práctica diaria de la vida y hacer al hombre virtuoso; insistió en que la educación es el verdadero fundamento de la virtud, pues si nosotros conocemos lo que es bueno, nos inclinaremos a hacerlo; debemos fiarnos de nuestros sentidos, que nos suministran el principio de nuestro saber y que la razón combinará adecuadamente. En esto se manifiesta claramente la afinidad entre Zenón y Aristóteles. Todo apetito, inclinación o deseo nace de un saber imperfecto; nuestra naturaleza se nos impone por el destino, pero debemos aprender a dominar nuestras pasiones y a vivir libres, inteligentes y virtuosos y en todo de acuerdo con la razón; si nuestra existencia fuese intelectual miraríamos con indiferencia los placeres y los males. No debemos olvidar jamás que somos libres y no esclavos de la sociedad. «Poseo, dice el estoico, un tesoro que nadie en el mundo puede arrebatarme, pues nadie puede privarme de la muerte.» Debemos recordar que la naturaleza en sus operaciones tiende a lo universal y nunca preserva los individuos, pero usa de ellos como medios para cumplir sus designios. Estamos, por lo tanto, sujetos al destino y debemos cultivar los conocimientos y practicar la templanza, la magnanimidad y la justicia, como cosas necesarias a la virtud. Recordemos que cuanto nos rodea es mudable, que la muerte sigue a la vida y la vida a la muerte, y que es inútil rebelarse contra ella en un mundo en que todo muere; así como una catarata conserva [25] la misma forma de un año a otro, aún cuando el agua que la compone cambia constantemente, así el aspecto de la naturaleza es como un torrente de materia que presenta formas variables. El universo, considerado como un todo, es inmutable; solo el espacio, los átomos y la fuerza son eternos; y las formas de la naturaleza que vemos son esencialmente transitorias y deben todas desaparecer.

Es preciso tener presente que la mayoría de los hombres está imperfectamente educada, y que no debemos por tanto ofender inconsideradamente las ideas religiosas de nuestra época, y es bastante saber para nosotros mismos que, aunque hay un Poder Supremo, no hay un Ser Supremo. Hay un principio invisible, pero no un Dios personal, al que sería blasfemo y absurdo imputar la forma, sentimientos y pasiones del hombre. Toda revelación es necesariamente una fábula; lo que el hombre llama suerte es tan sólo el efecto de una causa desconocida, y aún para el azar existen leyes; no hay lo que se llama Providencia, puesto que la naturaleza obra en virtud de leyes irresistibles, y en este concepto el universo es únicamente una inmensa máquina automática. La fuerza vital que llena el mundo es lo que los ignorantes llaman Dios; las modificaciones porque pasan todas las cosas tiene un lugar de un modo irresistible, y por esto puede decirse que el progreso del mundo, bajo el destino, es como una semilla que no puede germinar sino de un modo determinado.

El alma del hombre es una chispa de la llama vital, del principio general de la vida; como el calor, pasa de uno a otro y es finalmente absorbida o reunida en el principio universal de que procede. No podemos según esto aguardar aniquilamiento, sino reunión, y así como el hombre cansado anhela el reposo del sueño, del mismo [26] modo el filósofo, harto del mundo, espera la tranquilidad de la extinción. De estas cosas, sin embargo, debemos pensar con duda, toda vez que el alma sola es impropia para darnos un conocimiento cierto de sus recursos internos, y es contrario a la filosofía investigar acerca de las causas primeras; debemos tratar sólo de los fenómenos. Sobre todo, jamás debemos olvidar que el hombre no puede averiguar la verdad absoluta y que el resultado final de las investigaciones humanas en este asunto sólo hace ver que somos incapaces de un conocimiento perfecto, y que aunque tuviéramos en nuestro poder la verdad no podíamos tener seguridad de ello.

¿Qué nos queda, pues? La ciencia, el cultivo de la amistad y de la virtud, la observancia de la fe y de la verdad, una sumisión resignada a cuanto nos ocurra y una vida conforme con la razón.

Pero aunque el Museo de Alejandría estaba especialmente dedicado al cultivo de la filosofía aristotélica, no debe suponerse que se excluyeran otros sistemas filosóficos, y el platonismo no sólo se practicaba, sino que al cabo llegó a sobreponerse al peripatetismo, y la nueva academia marcó el cristianismo con una impresión permanente. El método filosófico de Platón era inverso del de Aristóteles: su punto de partida era universal y su verdadera existencia materia de fe: de él descendía a lo particular o los detalles. Aristóteles, al contrario, se elevaba de lo particular a lo universal, avanzando por inducción.

Platón, por lo tanto, se dirigía a la imaginación: Aristóteles, a la razón; el primero descendía a los detalles por descomposición de una idea primitiva; el segundo, las unía en una concepción general. De aquí que el método de Platón produjese con rapidez resultados [27] brillantes, pero vanos, y que el de Aristóteles, aunque más tardío en sus operaciones, fuese mucho más sólido; implicaba trabajo sin fin en la reunión de los hechos, un enojoso acopio de experimentos y observaciones y la aplicación de las demostraciones. La filosofía de Platón era un risueño castillo levantado en el aire; la de Aristóteles una sólida fábrica, cimentada en la roca y laboriosamente edificada, aunque con algunas grietas.

Acudir a la imaginación es mucho más agradable que hacer uso de la razón. Cuando la decadencia intelectual de Alejandría, fueron preferidos los métodos indolentes a las observaciones laboriosas y al severo ejercicio mental; las escuelas del neo-platonismo se inundaron de místicos especuladores como Ammonio Saccas y Plotino, que ocuparon el lugar de los severos geómetras del antiguo Museo.

La escuela de Alejandría ofrece el primer ejemplo del sistema que, en manos de nuestros modernos físicos, ha producido resultados tan maravillosos. Rechaza lo imaginario, y sus teorías son la expresión de los hechos obtenidos por los experimentos y las observaciones, ayudados por la discusión matemática. Sostiene el principio de que el verdadero método de estudiar la naturaleza es la interrogación experimental. Las investigaciones de Arquímedes sobre la gravedad específica y las obras de óptica de Ptolemeo, se asemejan a nuestros estudios presentes de filosofía experimental, formando abierto contraste con las vaguedades especulativas de los antiguos escritores. Laplace dice que la única observación hecha por los griegos antes de la escuela de Alejandría que nos presenta la historia de la astronomía, es la del solsticio de verano del año 432 (antes de J.C.), debida a Metón y Euctemón. Tenemos en esta escuela, por [28] primera vez, un sistema combinado de observaciones efectuadas con instrumentos de medir ángulos y calculadas por métodos trigonométricos; entonces tomó la Astronomía una forma que las edades siguientes han podido tan sólo perfeccionar.

No conviene a la extensión e intento de esta obra dar una relación minuciosa de los elementos con que el museo de Alejandría ha contribuido al caudal de los conocimientos humanos; basta que el lector obtenga una idea general de su carácter; para más detalles, puedo indicarle el capítulo sexto de mi Historia del desarrollo intelectual de Europa.

Acaba de verse que la filosofía estoica dudaba si el alma puede averiguar la verdad absoluta. Mientras estaba Zenón entregado a estas dudas, preparaba Euclides su gran obra destinada a desafiar la contradicción de toda la raza humana, y que aún sobrevive después de veinte y dos siglos, como modelo de precisión y claridad y prototipo de la demostración exacta. Este gran geómetra escribió, no sólo sobre otros asuntos matemáticos como las Secciones Cónicas y los Porismos, sino que también se le atribuyen tratados de armonía y de óptica, estando escrito este último según la hipótesis de que los rayos parten del ojo hacia el objeto.

Entre los matemáticos y físicos alejandrinos es preciso colocar a Arquímedes, si bien más tarde vivió en Sicilia. Hay dos libros entre sus obras matemáticas sobre la esfera y el cilindro, en los que demuestra que el sólido contenido en la esfera es igual a los dos tercios del cilindro circunscrito; y tanta importancia daba a este descubrimiento, que ordenó que la figura se grabara sobre su tumba. Ocupóse también de la cuadratura del círculo y de la parábola; de las conoides y esferoides; de la espiral [29] que lleva su nombre, cuyo principio le sugirió su amigo Conon, el alejandrino. La Europa no produjo otro matemático igual a él en cerca de dos mil años; en ciencias físicas fundó la hidrostática, inventó un método para determinar la gravedad específica; discutió el equilibrio de los cuerpos flotantes; descubrió la verdadera teoría de la palanca; inventó un tornillo, que aún lleva su nombre, para elevar las aguas del Nilo; a él se debe también el tornillo sin fin y una forma particular de espejos ardientes, por cuyo medio, durante el sitio de Siracusa, incendió la flota romana.

Eratóstenes, que tuvo a su cargo algún tiempo la biblioteca, fue autor de varios trabajos importantes; entre ellos merece mencionarse la determinación que hizo del intervalo que separa los trópicos, y una tentativa para averiguar el tamaño de la tierra; se ocupó de la forma y extensión de los continentes, de la posición de las cordilleras, de la acción de las nubes, de la inmersión geológica de las tierras, de la elevación de los lechos de los antiguos mares, de la apertura de los Dardanelos y de la del Estrecho de Gibraltar y de las relaciones del Ponto Euxino. Compuso, en tres libros, un sistema completo sobre la tierra, físico, matemático e histórico, acompañado de un mapa de todas las partes del mundo conocidas entonces. En estos últimos años únicamente se han apreciado en su justo valor los fragmentos que quedan de sus Crónicas de los reyes de Tebas, que por varios siglos han estado relegadas al descrédito que les ocasionaba la autoridad de nuestra absurda cronología teológica.

Es innecesario aducir los argumentos de que se valían los alejandrinos para probar la forma globular de la tierra. Poseían ideas correctas acerca de la doctrina de [30] la esfera, de sus polos, eje, ecuador, círculos ártico y antártico, puntos equinocciales, solsticios, distribución de los climas, &c. No puedo hacer más que aludir a los tratados de las secciones cónicas y de las máximas y mínimas de Apolonio, quien se dice que fue el primero que introdujo las palabras elipse e hipérbola; del propio modo pasaré por alto las observaciones astronómicas de Arístilo y Timocaris; a las efectuadas por éste sobre Spica Virginis, debió Hiparco su gran descubrimiento de la precesión de los equinoccios; Hiparco también fue el primero en determinar la perturbación de la luna y la ecuación central; adoptó la teoría de los epiciclos y de las excéntricas, concepción geométrica ideada con objeto de resolver los movimientos aparentes de los cuerpos celestes, según el principio del movimiento circular. Emprendió igualmente la construcción de un catálogo de estrellas, por el método de las enfilaciones; esto es, indicando las que aparecen en la prolongación de una misma recta. El número de estrellas, catalogadas así, es de 1.080; trató además de describir el aspecto del cielo y de hacer lo mismo con la superficie de la tierra, marcando la posición de las ciudades, y otros lugares por líneas de longitud y latitud. Fue el primero que construyó tablas del sol y de la luna.

En medio de tan brillante constelación de geómetras, astrónomos y físicos, descuella resplandeciente Ptolemeo, autor de la gran obra Sintaxis o Composición matemática de los cielos, que durante cerca de mil y quinientos años no tuvo rival y sólo fue derribada por la inmortal Principia de Newton. Empieza afirmando que la tierra es globular y está fija en el espacio; describe la construcción de una tabla de cuerdas y de instrumentos para observar los solsticios y deducir la oblicuidad de la [31] eclíptica; halló las latitudes terrestres por medio del esciaterio, describió los climas, demostró el medio de convertir tiempo ordinario es sidéreo, dio razones para preferir al año de este nombre el trópico, estableció la teoría solar según el principio de una órbita excéntrica, explicó la ecuación de tiempo, llegó a discutir los movimientos de la luna, trató de su primera desigualdad, de sus eclipses y de los movimientos de los nodos. Luego vino el gran descubrimiento de Ptolemeo, que ha hecho inmortal su nombre, el de la evección o segunda desigualdad de la luna, reduciéndola a la teoría de las epicicloides. Intentó determinar las distancias de la tierra al sol y a la luna, lo que efectuó con mediano éxito, se ocupó de la precesión de los equinoccios, descubierta por Hiparco, y cuyo período completo es de veinticinco mil años. Formó un catálogo de 1.022 estrellas, trató de la naturaleza de la Vía Lactea y discutió magistralmente los movimientos de los planetas. Este punto constituye otro de los títulos que tiene Ptolemeo para la fama científica. Su determinación de las órbitas planetarias fue llevada a cabo comparando sus propias observaciones con las de los primeros astrónomos, entre ellas las de Timocaris sobre el planeta Venus.

En el Museo de Alejandría inventó Ctesibio la máquina de fuego; Heron, su discípulo, la perfeccionó, añadiéndole dos cilindros; también funcionó allí la primera máquina de vapor, ideada por éste mismo; era de reacción, según el principio de la eolipila. El silencio de las salas del Serápeo fue interrumpido por los relojes de agua de Ctesibio y de Apolonio, que gota a gota medían el tiempo. Cuando el calendario romano había caído en tal confusión que vino a se absolutamente necesario rectificarlo, llamó Julio César a Sosigenes, astrónomo de Alejandría; [32] por su consejo se abolió el año lunar, el año civil se arregló exclusivamente por el sol y se introdujo el calendario juliano.

Los gobernantes macedonios de Egipto han sido vituperados por la manera que tuvieron de tratar el sentimiento religioso de su tiempo. Lo prostituyeron, haciéndolo servir como instrumento político para someter más fácilmente las clases bajas de la sociedad: a las inteligentes dieron la filosofía.

Mas es indudable que obraron así por la experiencia adquirida en estas grandes campañas que hicieron de los griegos la nación más adelantada del mundo. Habían visto las mitológicas concepciones de sus antepasados, convertirse en fábulas; las maravillas con que los antiguos poetas adornaban el Mediterráneo, no eran sino ilusiones desprovistas de fundamento; habían desaparecido las divinidades del Olimpo, y verdad es que, hasta el mismo Olimpo había demostrado ser un fantasma de la imaginación; los infiernos habían perdido sus terrores y no se hubiera hallado ni lugar para ellos; los dioses y diosas habían huido de los bosques, de las grutas y de las orillas del Asia Menor, y los mismos devotos empezaban a dudar si habían estado allí alguna vez. Si las jóvenes sirias se lamentaban aún en sus canciones amorosas de la suerte de Adonis, era como simple recuerdo, no como realidad. Una y otra vez cambió la Persia su fe nacional; sustituyó a la revelación de Zoroastro el dualismo, y luego, bajo nuevas influencias políticas, adoptó el magismo. Había adorado el fuego y colocado sus ardientes altares en la cresta de las montañas: había adorado el sol, y cuando vino Alejandro iba rápidamente cayendo en el panteísmo.

Un país que, en días de grandes desgracias políticas, [33] no encuentra auxilio en sus dioses indígenas cambia de fe inevitablemente. Las venerables divinidades de Egipto a cuya gloria se consagraron templos y levantaron obeliscos, se habían subordinado en más de un ocasión a la espada del conquistador extranjero. En la tierra de las Pirámides, los colosos y las esfinges, las imágenes de los dioses habían dejado de representar realidades animadas; habían cesado de ser objetos de fe; se necesitaron otros de nacimiento más reciente, y Serapis reemplazó a Osiris. En las tiendas y calles de Alejandría vivían millares de judíos que habían olvidado al Dios que había fijado su solio tras el velo del templo.

La tradición, el tiempo, la revelación, todo había perdido su influencia. Las tradiciones de la mitología europea, las revelaciones del Asia, los dogmas consagrados por el tiempo en Egipto, todo había pasado o iba desapareciendo rápidamente, y los Ptolemeos reconocieron cuan efímeras son las formas de la fe.

Pero los Ptolemeos también consideraban que hay algo más duradero que las formas de la fe que, como las orgánicas de las edades geológicas, una vez idas lo son para siempre y no renacen, no vuelven jamás. Reconocieron que dentro de este mundo de ilusiones transitorias hay un mundo de eterna verdad.

Ese mundo no se descubre por las vanas tradiciones que han traído hasta nosotros las opiniones de hombres que vivieron en la aurora de la civilización, ni por los sueños de los místicos que creyeron estar inspirados. Ha de descrubrirse por las investigaciones de la geometría y por la interrogación práctica de la naturaleza; esto dará a la humanidad sólidos, innumerables e inestimables bienes. [34]

Nunca llegará el día en que se niegue ninguna de las proposiciones de Euclides; nadie de aquí en adelante pondrá en tela de juicio la forma esferoidal de la tierra, reconocida por Eratóstenes; el mundo no permitirá que se olviden los grandes inventos físicos y los descubrimientos hechos en Alejandría y en Siracusa. Las nombres de Hiparco, Apolonio, Ptolemeo y Arquímedes se mencionaran con respeto por los hombres de todas las religiones, mientras haya hombres para hablar.

El Museo de Alejandría fue, pues, la cuna de la ciencia moderna. Es verdad que mucho antes de su establecimiento se habían hecho observaciones astronómicas en China y en la Mesopotamia; las matemáticas también se habían cultivado con cierto éxito en la India; pero en ninguno de estos países había tomado la investigación una forma consistente y en lazada, ni se había recurrido al experimento físico.

La forma característica de la ciencia alejandrina y de la ciencia moderna es que no les basta la simple observación, sino unida a la interrogación práctica de la naturaleza.


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Juan Guillermo Draper
Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia
Madrid 1876, páginas 1-34