Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo IX

Sumario. Los jesuitas toman parte en las guerras civiles y religiosas de Francia. –Atentado de Barriere contra Enrique IV. –Complicación de los jesuitas en este crimen. –Atentado de Juan Chastel. –Prisión de los jesuitas. –Tormento de Gueret. –Ejecución del padre Guinard. –Asesinato de Enrique IV por el jesuita Ravaillac. –Opinión del parlamento de París sobre la Compañía de Jesús.

I.

La Liga o Santa Unión, formada en Francia por los jesuitas y los Guisas, tan famosa en las guerras civiles y religiosas de los siglos XVI y XVII, fue el principal factor en aquel gran drama, muchos de cuyos actos se convirtieron en tragedia. En él, la Compañía de Jesús, alma de la Liga Santa, desplegó todas sus cualidades y recursos, representando toda clase de papeles, incluso el de protagonista, y con frecuencia los más terribles. Sus miembros fueron predicadores, apóstoles, mártires, verdugos, sublevados, [130] rebeldes, asesinos, tribunos, soldados, fabricantes de barricadas, gobernantes y embajadores, mostrando en todas ocasiones, y para funciones tan diversas, cualidades y aptitudes verdaderamente extraordinarias; todo, por supuesto, por el Papa, por el predominio del catolicismo y del suyo propio.

Disgustaba mucho a Enrique III la parte activa que los jesuitas tomaban en aquellas luchas.

«Como la Compañía, dice Esteban Pasquier, tiene una palabra incisiva y se compone de toda clase de gentes, unas para la pluma y otras para el palo, hay entre ellas un padre Enríquez Sammier, hombre dispuesto y resuelto a toda clase de aventuras, que fue enviado en 1581 a muchos príncipes católicos para sondar el vado; y a decir verdad no podían escogerle más a propósito, porque como el camaleón cambia de colores, así cambiaba de traje, y lo mismo se vestía de fraile, que de cura o de patán.»

Entre tanto, Claudio Mathieu, llamado el correo de la Liga, había ido varias veces a Roma, a solicitar de Gregorio XIII el apoyo público y sin reserva para la Santa Liga; pero este Papa, sin dejar de servir a los ligueros por bajo mano, quería cubrir las apariencias con el rey de Francia, que era [131] tan enemigo de la Liga como de los hugonotes, por lo cual se quejó amargamente del ardor que los jesuitas mostraban, so pretexto de religión, en lo que en el fondo era cuestión política.

También pidió Enrique III, por medio del Nuncio, al General de la Compañía, que en adelante fueran franceses los superiores de los colegios de jesuitas en Francia. Aquaviva escribió al Provincial de Francia, confirmándole en su puesto, aunque no era francés, y añadiendo que, si a la dificultad de encontrar personas capaces para desempeñar el cargo de Provincial, se agregaba ala de que hubieran de ser éstos nativos de sus respectivas provincias, los inconvenientes serían mayores. Además, que los jesuitas no debían mezclarse en asuntos temporales, y que estaba pronto a obrar severamente con el que no cumpliera sus deberes.

¿A quién pensaría engañar Aquaviva, el despótico general de la Compañía, con la declaración de que los jesuitas no deben mezclarse en asuntos temporales? ¡Como si fuera posible que los jesuitas tomaran parte en la Liga de otra manera que por mandato de su General!

La hipocresía del General de los jesuitas fue todavía más allá. [132]

Apenas Sixto V reemplazó a Gregorio XIII, Aquaviva le escribió, diciéndole:

«Importa a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, que la Sociedad se abstenga de mezclarse en asuntos civiles; por lo cual suplicó a V. S. no permita que ningún jesuita se vea comprometido en complicaciones, tan ajenas y peligrosas para el Instituto.»

¡Como si Aquaviva no fuera jefe absoluto de la Compañía; como si sus subordinados no dependieran directamente de él; como si no tuviera autoridad y derecho para expulsar de la Compañía a todo miembro que bien le pareciese, culpado o inocente, sin obligación de dar cuenta a nadie, incluso al Papa! ¡Qué bellaca hipocresía!

Que aquello era juego de compadres, como vulgarmente se dice, y valor entendido, lo prueba claramente la respuesta del Papa, diciendo a Aquaviva, que Claudio Matthieu, Enrique Sammier, Edmundo Hay, Commalet, rector de profesores en París, y los otros jesuitas, alistados en las banderas de la Liga, no hacían más que cumplir con su deber de buenos católicos.

Con esta manifestación del Papa, el General de la Compañía se lavaba las manos sobre la conducta de sus subordinados, ante un [133] público imbécil y fanático, dejando inmune el prestigio de la Compañía, como corporación religiosa, que sólo se ocupaba en el piadoso deber de educar en la fe católica a sus adeptos.

¿Cuál era el deber de buenos católicos que, según el Papa, cumplían los jesuitas ligueros?

Sublevarse contra el gobierno constituido con las armas en la mano, so pretexto de la religión, de que el Papa era jefe, azuzando el fanatismo de una plebe grosera, y llevándola al combate, en abierta rebelión contra el rey.

El jesuita Matthieu, que era de Lorena, fue expulsado de Francia, y cuando estuvo fuera de ella, su General, Aquaviva, le prohibió que se mezclara en los asuntos de aquel reino.

Mientras de esta manera aplicaba la cebada al rabo del asno muerto, antes y después de los asesinatos de los reyes Enrique III y IV, los colegios y casas de la Compañía en Francia fueron los focos de la rebelión, que los jesuitas capitanearon; el padre provincial Velon Pejenat formaba parte del sanguinario tribunal de los dieciséis, creado por la Liga en París; liguero y fanático infausto, y el tigre más cruel que se conoció [134] en aquella terrible guerra religiosa, como lo aseguran diversos historiadores contemporáneos

La historia nos dice, que las casas de los jesuitas fueron durante las luchas de la Liga, verdaderos arsenales de guerra, que así producían proclamas incendiarias, como puñales y trabucos, y predicadores como asesinos.

II.

Barriere, excitado por capuchinos y jesuitas, intentó asesinar a Enrique IV, y pagó el intento con la vida.

Adelantando los sucesos, diremos aquí, que cuando Enrique IV entró en París, después de hacerse católico, todas las corporaciones y órdenes religiosas le prestaron juramento de obediencia, menos la de los jesuitas.

El rey pidió informe al Parlamento y a la Universidad, sobre la rebeldía de la Compañía de Jesús, y el resultado fue un decreto expulsándola del reino.

La Universidad concluía su requisitoria con las siguientes palabras:

«Dígnese el Parlamento ordenar que esta secta sea expulsada, no solo de la Universidad, sino de todo el reino de Francia.»[135]

El Parlamento en pleno oyó a las partes el 12, 13 y 16 de Julio; pero antes de que recayera sentencia, Juan Chastel, discípulo de la Compañía, joven de 19 años, intentó asesinar al rey, que recibió la puñalada en la boca, en lugar del corazón, por haberse inclinado para saludar a una persona.

Chastel declaró que el jesuita Gueret era su profesor, y que había estudiado en el convento de la Compañía; pero que sólo él era responsable del atentado.

Mandó el Parlamento registrar inmediatamente las casas de los jesuitas, y en su colegio de Clermont encontraron varios documentos escritos, contrarios a la dignidad de los reyes, y especialmente a la del difunto Enrique III.

Todos los jesuitas fueron presos, muchos de ellos en la Conserjería, y otros en su colegio de Clermont, y por un otrosí, agregado a la sentencia de muerte de Chastel, mandó el tribunal, que todos los jesuitas salieran de París, en el término de tres días, y en el de quince del reino, bajo pena de ser ahorcados si eran habidos después de dichos plazos.

¿Qué dirían ahora los mogigatócratas si la República francesa, que tan benignamente acaba de cerrar los establecimientos de los jesuitas, hubiera empleado contra ellos los [136] procedimientos del monarquismo cristiano y absoluto?

El 27 de Diciembre hirió Castel al rey, y el 29 fue descuartizado. Entre los papeles encontrados a los jesuitas, había un folleto manuscrito, obra del padre Juan Guinard, bibliotecario de la casa, en el cual se leían lindezas de este género, a propósito del rey:

«¡Le llamamos Nerón, Sardanápalo de Francia o zorra del Bearne!»

Y más adelante añadía:

«La corona de Francia puede y debe transferirse a otra familia que no sea la de Borbón, y al Bearnés, aunque convertido a la fe católica, le tratarán más suavemente de lo que merece, dándole alguna corona monacal, en convento bien severo y reformado. Si no puede deponerlo sin guerra, siga la guerra; y si no pueden con la guerra, que lo hagan morir.»

«Es acción meritoria para con Dios matar a un rey hereje.»

«Ni Enrique III, ni Enrique IV, ni el elector de Sajonia, ni Elisabeth de Inglaterra, son reyes verdaderos; Jacobo Clemente hizo una acción meritoria matando a Enrique III.»

El fanático y furibundo padre Guinard no negó haber escrito las líneas precedentes, y el Parlamento le condenó a muerte. [137]

El 7 de Enero de 1575, compareció ante el Parlamento, junto con el regicida.

Puesto en el tormento, Gueret no había confesado, y el fiscal se contentó con pedir su extrañamiento del reino.

El tribunal condenó al padre Guinard a ser ahorcado, y su cadáver reducido a cenizas.

El mismo día se ejecutó la sentencia.

Por orden del Parlamento se levantó una pirámide, en cuyas cuatro fases grabaron inscripciones como ésta:

«Un parricida detestable, imbuido en la pestilencial herejía de la perniciosísima secta de los jesuitas, que desde hace poco, cubriendo las más abominables fechorías con el velo de la piedad, ha enseñado públicamente a asesinar a los reyes... intentó asesinar a Enrique IV.»

Esta pirámide fue construida con los bienes confiscados a los jesuitas.

III.

El propósito de los jesuitas de asesinar a Enrique IV, lo realizó al fin Ravaillac.

Todas las argucias de los escritores de las Sociedad de Jesús, no han podido persuadir a nadie de que aquellos crímenes fueron obra [138] espontánea de sus perpetradores. En una organización fundada en la obediencia pasiva, en la que el espionaje, la delación y la confesión, son los fundamentos esenciales; y en la cual el General nombra a sus miembros para todos los cargos, los actos individuales no pueden ser espontáneos. La iniciativa individual es tanto menos probable cuanto más importante es su objeto.

Los regicidas jesuitas, que tan triste fama alcanzaron en Francia y en otras naciones, en aquellas y en otras épocas, no sólo eran inducidos al regicidio por las doctrinas, con tanta persistencia propaladas por los escritores de la Compañía, sino que debieron hacerlo por órdenes de sus superiores.

Verdad es que no hay pruebas materiales de tales órdenes; pero vistas las instituciones, el modo de ser y los fines de la Compañía, la opinión pública, desde aquellos atentados, ha condenado a los directores más que a sus subordinados, echando sobre aquellos la responsabilidad de los crímenes de éstos.

A este propósito no debe olvidarse, que el General de la Compañía se guardó bien de condenar a los asesinos, sus subordinados. Lo mismo hicieron sus sucesores con los jesuitas, y con sus obras, que elevan a doctrina jurídica el regicidio. Contra los crímenes de los [139] jesuitas no protestaron nunca sus Generales, que aceptan así la responsabilidad de ellos.

En realidad, el verdadero asesino de los reyes de Francia, que cayeron bajo los puñales de sacerdotes católicos, fue el Papa, que los había excomulgado. La vida del rey excomulgado pertenece al primero que quiera matarle. Ahora bien, el Papa había excomulgado a Enrique IV, lo que equivalía a una sentencia de muerte.

Aquel rey debía haber tenido esto presente, y no autorizar el restablecimiento de los jesuitas en Francia, a pesar de la oposición del Parlamento, que le dijo:

«El establecimiento de esta supuesta Orden o Compañía de Jesús, fue juzgado pernicioso por otras órdenes eclesiásticas; y la Soborna en pleno, decretó que esta Sociedad se establecía para destruir y no para edificar; y aunque la Asamblea del clero, reunida en Septiembre de 1561, la aprobó, fue con tantas cláusulas y restricciones, que si la Compañía las observara no podría vivir en Francia.

»Con estas condiciones fueron recibidos; y por sentencia dada en 1564, se les prohibió tomar los nombres de jesuitas, y de Compañía de Jesús; pero ellos no han dejado de usarlos, desobedeciendo a todos los poderes [140] civiles y eclesiásticos, y restableciéndola justificaréis su conducta.

«Y como nombre y votos de la Sociedad son universales, también lo es su doctrina, por la que no reconocen más superior que el Papa, a quien hacen juramento de obediencia, en todas las cosas temporales y eternas; teniendo por máxima indudable, que el Papa puede excomulgar a los reyes, y que un rey excomulgado es un tirano; que su pueblo debe sublevarse contra él, y que ninguna persona perteneciente a la Iglesia, no puede ser juzgada por ningún crimen de lesa majestad, porque no es por sus vasallos justiciable; y que todos los eclesiásticos están exentos de la jurisdicción secular, pudiendo impunemente poner sus ensangrentadas manos sobre las personas sagradas. Esto escriben los jesuitas, y condenan a los que lo niegan.»

«Dos españoles, doctores en derecho, han escrito que los clérigos están sujetos al poder real, y uno de los jefes lo ha negado, diciendo que los reyes no tienen jurisdicción sobre ellos.

«V. M. no aprobará estas máximas por ser falsas y erróneas. Y los que las profesan deben abjurarlas públicamente, si quieren ser admitidos en nuestro reino. Si no lo [141] hacen; ¿les permitiréis permanecer en Francia?

«Recordad, señor, que Barriere fue instruido por el jesuita Varade, y confesó haber recibido la comunión, bajo juramento de asesinaros; y habiendo abortado en su empresa, otros prepararon la víbora que acabó en parte lo que otro había tramado.

«¿Qué no debemos temer, recordando sus actos detestables y desleales, que podrían fácilmente reproducirse?»

«Si debemos pasar nuestros días en continua alarma por vuestra vida, ¿qué reposo podemos encontrar para los nuestros?

«¿No sería impiedad ver el peligro y aproximarnos a él?

«Los jesuitas dicen que deben olvidarse sus pasadas faltas, lo mismo que se olvidan las otras órdenes religiosas, que no han pecado menos que ellos. Pero si en las otras órdenes se han cometido faltas, no han sido como las suyas universales: en las otras los atentados han sido individuales; pero los jesuitas han obrado de común acuerdo en sus rebeliones.

«Si nos es permitido decir algo sobre los asuntos extranjeros, os recordaremos el lamentable ejemplo que nos ofrece la historia de Portugal. Mientras todas las otras órdenes religiosas estuvieron firmes contra la [142] usurpación de Felipe II, sólo la Compañía de Jesús desertó la causa de la patria, para imponer la dominación extranjera, siendo causa de la muerte de dos mil frailes y eclesiásticos, de todas clases y categorías.

«Quéjanse de que hagan pagar a toda la Compañía los crímenes de tres a cuatro de sus miembros; pero la instrucción que dan a sus discípulos no puede menos de prepararlos para la perpetración de tales crímenes, como ya se ha visto por lo tanto la Compañía es culpable de vuestro parricidio.»

IV.

A pesar de tan buenos consejos, de tan previsoras y saludables advertencias, Enrique IV, se empeñó en que el Parlamento registrara, su edicto del 20 de Enero de 1604, restableciendo en Francia la Compañía. La pirámide de Juan Chastel, construida con los escombros del convento de los jesuitas, fue destruida al siguiente año, y la Compañía prosperó extraordinariamente, gracias, no sólo a la tolerancia, sino a los favores de Enrique IV; pero el 10 de Mayo de 1610, el rey popular caía asesinado a puñaladas por el jesuita Rabaillac...

El tribunal que juzgó al regicida, incluyó [143] en la misma sentencia la destrucción de la Compañía de que era miembro.

Ravaillac pagó con su vida, la vida que había arrebatado al rey; y el célebre libro del jesuita español Mariana, en el que hacía la apología del regicidio, fue quemado por orden del Parlamento, el 8 de Junio de 1610, y en cátedras y púlpitos se habló largamente contra la condenada Compañía de Jesús, por sus perniciosas doctrinas, y por los crímenes perpetrados por sus miembros.

Como siempre, el Papa se hizo cómplice de los crímenes de los jesuitas, no encontrando una palabra de censura para los regicidas. Pero ¿cómo los había de condenar cuando matando al rey servía su causa?

Natural parecía que después de tantas expulsiones, de los terribles castigos impuestos por los tribunales a los jesuitas regicidas, y de la general animadversión contra la Compañía de Jesús, no hubiera ésta vuelto nunca a restablecerse en Francia; ni a ella parece debían quedarse ganas de volver, ni a los franceses de recibirla; apenas Luis XIII heredó la corona de la víctima de los jesuitas, protegió a la Compañía, y la restableció sin condiciones, a pesar del Parlamento. [144]


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 129-143