Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XI

Sumario. El Papa Pablo IV y la República de Venecia. –Expulsión de los jesuitas de esta República y su reinstalación. –Expulsión de los jesuitas de Malta. –Su egoísmo fue causa de la expulsión. –Vuelven a introducirse en la isla por la influencia del confesor del rey de Francia.

I.

En la misma Italia fueron perseguidos los jesuitas, siempre que los gobiernos se encontraron en pugna con el Papa.

Pablo IV excomulgó en 1606 al Senado de Venecia, por haber castigado a varios sacerdotes; pero el gobierno de la República, usando de su derecho, prohibió, bajo penas severas, la publicación de la Bula.

Colocado entre el poder civil y el Papa, todo el clero obedeció las leyes de la nación; pero los jesuitas, para quienes las leyes de las naciones son letra muerta, si están en contra de las órdenes del Papa, desobedecieron [150] al gobierno de la República, en cumplimiento del voto de la obediencia pasiva que deben a su General.

El 1º de Mayo comparecieron ante el Senado, que al verlos persistir en su desobediencia, decretó su expulsión inmediata. Aquella misma noche los echaron de Venecia; y a pesar de lo intempestivo de la hora, las gentes acudieron a ver su embarque. Cuando el superior de la Compañía pidió al vicario patriarca, que tomó posesión de la Iglesia de la Compañía, en nombre de la República, le diese su bendición, el pueblo que los rodeaba, gritó:

«¡Andad en hora mala!»

He aquí cómo cuenta aquella expulsión uno de los expulsados:

«A la hora del Angelus llegaron las góndolas, y pusimos en ellas los pocos objetos que nos dejaron sacar, porque los oficiales enviados para espiar nuestros movimientos no nos quitaban la vista de encima. Vino en seguida el vicario con los ecónomos, recitamos las letanías y oraciones del itinerario, para alcanzar un viaje feliz, y nos dirigimos a las góndolas. Todo estaba lleno de nuestros amigos, que deploraban nuestra partida; pero a nadie se permitió acercarse a nosotros. Distribuyéronnos en cuatro bancos, y mezclados [151] con los soldados que nos custodiaban, salimos de Venecia.»

II.

Los jesuitas, después de todo, no hacían más que cumplir con su deber de tales, desobedeciendo las leyes de la República por obedecer las suyas; pero es imposible, a todo el que no esté extraviado por el más ciego fanatismo, dejar de reconocer el derecho del gobierno veneciano para obligar a obedecer las leyes de la nación, a cuantos residían en ella, so pena de abdicar su independencia; bajeza indigna de todo pueblo y de todo gobierno que se respeta. Mas aunque los jesuitas fueron expulsados de Venecia, quedó la semilla que habían sembrado y el Senado tuvo que proceder contra ellos jurídicamente.

El Consejo de los Diez declaró, que muchos padres y maridos se le habían quejado, por no encontrar en sus hijos y esposas el respeto y ternura a que tenían derecho, porque los jesuitas los habían indispuesto contra ellos por estar excomulgados por el Papa.

Interceptó el gobierno cartas de un jesuita, dirigidas al Papa, informándole de que sólo en la ciudad de Venecia había más de trescientos jóvenes de la primera nobleza, [152] prontos a ejecutar lo que el Papa exigiera de ellos, aunque fuera contra la República.

El Senado descubrió que los jesuitas se servían del confesionario para saber los secretos de las familias, las facultades y disposiciones de los particulares, las fuerzas y recursos del Estado, y que cada seis meses mandaban a su General una memoria sobre todo esto, por medio de sus provinciales.

Después de su expulsión de Bérgamo y de Padua, se encontraron en sus habitaciones muchas cartas, que no tuvieron tiempo de quemar, y que justificaban los cargos que pesaban sobre ellos.

El 15 de Julio de 1606, decretó el Senado la expulsión perpetua de la Compañía de Jesús, de todas las tierras de la República, y que no pudieran jamás restablecerse por el Senado sin que este acuerdo se tomara por unanimidad de votos.

El 18 de Agosto prohibió el consejo de los Diez, que ninguna persona recibiese cartas de los jesuitas, bajo pena de presidio.

Los bienes confiscados a la Compañía, fueron por decreto del mismo consejo empleados en obras pías. ¿Quién había de pensar después de todas estas precauciones y medidas que los jesuitas volverían a Venecia? Pues volvieron. [153]

III.

En 27 de Enero de 1657, el Papa escribía al Senado, dirigiendo la carta al Dux: diciéndole:»

«Carísimos hijos y nobles personajes; salud y bendición apostólica; vuestras grandezas han llenado de profunda alegría mi corazón y mi espíritu, con las letras en que me participáis que habéis recibido en vuestra ciudad y dominios, a los religiosos de la Compañía de Jesús...

«Esperamos que vuestra ciudad recogerá abundantísimos y saludables frutos de esos religiosos, que son buenos y fieles servidores de Jesucristo... y rodearán vuestra floreciente ciudad de nueva defensa y nueva muralla, instruyendo a la juventud para el mejor bien de ella y gloria de Dios.»

El mismo día en que el Papa escribió este breve a los venecianos, el general de los jesuitas decía a todos los provinciales, en carta circular:

«Nos admiten en Venecia sin ninguna condición.»

La República de Venecia perdió después su riqueza, y los jesuitas, por cuya nueva recepción el Papa los felicitaba, diciéndoles que serían nuevo baluarte y muralla de su [154] ciudad, fueron desde entonces cómplices de la dominación extranjera, enseñando a la juventud veneciana a vivir pacientemente sometida al extranjero yugo. Donde no pudo establecer su tiranía la Compañía de Jesús, sostuvo siempre a los tiranos, protectores de sus intereses.

IV.

A mediados del siglo XVII, los malteses sufrieron un hambre espantosa, de la que murieron infinidad de gentes, y los jesuitas iban, como los demás pobres, a recibir los socorros que en tan aflictivas circunstancias repartían las autoridades. Sin embargo, tenían los buenos padres de la Compañía ocultos en los almacenes de sus conventos cinco mil sacos de trigo.

Esta indigna conducta fue descubierta, y el Gran Maestre, para librarlos de la ira popular, y por la repugnancia a que él mismo y a los nobles caballeros de su Orden les inspiraban, los expulsó de la isla. Once fueron embarcados, y cuatro quedaron ocultos en la ciudad de la Valeta. Pero a la sazón, si la Compañía era expulsada de Malta, imperaba en París. El confesor del rey era jesuita; el rey, de común acuerdo con Richelieu, [155] escribió al Gran Maestre, con fecha del 5 de Mayo de 1639, diciéndole:

«Primo mío: me ha parecido muy extraño el proceder de algunos italianos y franceses, caballeros de Malta, contra los padres jesuitas.

»El afecto que profesó a los jesuitas, como todo el mundo sabe, puesto que a uno de ellos he confiado la dirección de mi conciencia, me incita a concederles toda mi protección, en todas las ocasiones, lo que hago en la presente, recomendándoos con todo mi corazón el servicio de sus intereses.

»Si queréis enviarme algunos de esos caballeros, que han faltado a los jesuitas, yo les haré sentir mi desagrado. Sobre todo, los jesuitas que han sido arrojados, lo mismo que los que han quedado en ésa, deben ser restablecidos en su casa, y vos los protegeréis en adelante con esmero...»

El 12 de Diciembre eran reinstalados los jesuitas en su colegio de Malta.

La carta del rey de Francia, ¿no es verdad que parece dictada por el jesuita que lo confesaba?

Los jesuitas, imperantes en la corte de Francia, ¿cómo habían de consentir en la expulsión de sus compañeros de Malta, cuando los caballeros de esta isla necesitaban la [156] protección del gobierno francés? El rey no lo era más que de nombre. Su confesor lo gobernaba, y a él su General; de manera que éste, sin parecerlo, era el verdadero rey de Francia.

Después de su reinstalación, ya puede suponerse que los jesuitas y no los caballeros de Malta, serían los verdaderos soberanos de la isla. Así, permítasenos la vulgaridad de la frase, les ha lucido el pelo a aquellos y a ésta.

Los ingleses, dueños de Malta, desde principios del siglo actual, se contentan con el dominio militar, dejando a jesuitas y a frailes el espiritual, y con él la explotación de los malteses, que arrastran una vida miserable, a la sombra de los innumerables templos y conventos que cubren la isla, y ligados en las redes de las numerosas corporaciones y sociedades jesuítico católicas.


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 149-156